Friday, December 29, 2006

Una y muchas verdades incómodas






Oh Yoshimi, they don’t believe me but you won’t let those robots defeat me
Oh Yoshimi, they don’t believe me but you won’t let those robots eat me,
those evil-natured robots.
They’re programmed to destroy us.
She´s gotta be strong to fight them.
So she’s taking lots of vitamins.
Because she knows that it’d be tragic if those evil robots win.
I know she can beat them.

The Flaming Lips, “Yoshimi Battles the Pink Robots”


“La películas más escalofriante del año”: así se publicita Una verdad incómoda, el reciente documental de David Guggenheim protagonizado por Al Gore y su campaña para alertar a la población mundial sobre el calentamiento global provocado por el uso indiscriminado de hidrocarburos. Y los publicistas a quienes se les ocurrió el eslogan –cosa poco frecuente– tenían razón. Se trata de la película más aterradora del año, a pesar de que las únicas vísceras que se exhiben en pantalla son las del corrupto sistema político estadounidense, de orientación conservadora, que se niega a ratificar el Protocolo de Kyoto; y a pesar de que los únicos que se desangran –literal y metafóricamente– son aquellos científicos que se agotan tratando de llevar a los congresos de los diferentes países el tema de la ecología como la prioridad que es y que nadie parece reconocer. Violencia gore en estado puro. Es aterrador darse cuenta de que vivimos en un mundo sobre el que pende la espada de Damocles y que nadie hace nada para protegerse la cabeza frente a su inminente caída.

En Del asesinato considerado como una de las bellas artes, Thomas de Quincey escribió que los crímenes cometidos por Macbeth hacían palidecer por su profundo carmesí (deep crimson, y de allí se le ocurrió a Ripstein el título de su célebre película) a los cometidos por cualquier otro. De Quincey puso el acento en el sadismo de la conducta criminal y en los motivos corruptos que Macbeth tenía para matar. Macbeth no mataba para sobrevivir o para defender a los suyos; él asesinaba para conservar sus privilegios de clase, no importándole que en el camino tuviera que sacrificar a antiguos aliados o futuros opositores. En nuestra época, crímenes mucho más nefandos se están gestando en los congresos de los distintos países sin que nadie parezca notarlo. Asesinamos el futuro de muchos seres humanos si hoy cerramos los ojos frente al problema del calentamiento global y otros derivados de las consecuencias futuras de las acciones irresponsables en el presente. Como la irresponsabilidad política es la norma, nadie se asombra de que los políticos se comporten con la inmoralidad que todo el mundo espera de ellos. Al fin y al cabo son políticos, y se ensucian las manos para que nosotros no tengamos que hacerlo. Porque inmoral es distraer la atención de los ciudadanos y de las agendas públicas mundiales respecto del problema de primera importancia que es el calentamiento global. Parafraseando a De Quincey, puede decirse que la estupidez de quienes se niegan a observar los signos evidentes del desastre ecológico que se avecina en el corto plazo, hace palidecer por su soberana negrura a cualquier otro rasgo de irresponsabilidad política. ¿Cómo se evaluarán dentro de veinticinco años, cuando sean una realidad tanto los enfrentamientos armados por el agua potable como las oleadas de inmigrantes de las regiones anegadas por el deshielamiento de los polos, las omisiones de nuestros congresistas frente a las demandas ecológicas? ¿Qué tendrá más sentido dentro de veinticinco años: la lucha por la repartición de los escaños en el congreso o la demanda de juicio político contra quienes pudieron hacer algo para frenar el calentamiento global y no lo hicieron en su momento? Estas son algunas de las verdades incómodas de las que habla la película de Al Gore.

Una verdad incómoda, como la propia campaña por alertar a la población mundial sobre el calentamiento global, ha sido descalificada de muchas maneras. Y casi todas estas denostaciones tienen que ver con lo que en la lógica clásica se conoce como falacia ad hominem, es decir, con descalificar al sujeto y no a su argumentación. Se ha dicho que, en realidad, Al Gore ha hecho un monumento a su ego y que toda la información científica que presenta está manipulada para reforzar la embestida que desde distintas posiciones de izquierda se está llevando contra el Partido Republicano. Se ha acusado a Gore de poco patriota, pues sus teorías sobre la necesidad de reducir el uso de combustibles fósiles significarían la pérdida de empleo para un número importante de estadounidenses que viven de la industria petrolera o de la economía derivada. También se ha señalado que Gore es un alarmista que busca culpar a la administración de George W. Bush por el desastre que provocó en Nueva Orleáns el Huracán Katrina, sacando a la luz una improbable conexión entre el aumento de la fuerza de estos fenómenos naturales durante los últimos años y el calentamiento global. No digo que Gore sea un santo, ni tampoco que lo que dice sea nuevo. Como bien sabía Maquiavelo, la política es un territorio que en la lucha diaria por el poder ha roto sus lazos con la ética. Ningún político actúa sólo a causa del bien común. Pero la campaña de Gore tiene una dosis de verosimilitud de la que carecen otras teorías científicas enarboladas por políticos con la intención de llamar la atención de los reflectores. Y esta dosis de verosimilitud se relaciona con aquello que Carl Sagan y otros filósofos de la ciencia han denominado el carácter público de la investigación científica.

La investigación científica honesta no se asume como la depositaria de verdades irrefutables y de certezas que deben ser preservadas de cualquier crítica. Al contrario, el espíritu científico es curioso por definición y observa a la naturaleza como un texto de lecturas múltiples y variables en el tiempo. Ninguna lectura es la definitiva porque cada vez contamos con mejores lentes para observar el texto; pero tampoco es cierto que haya individuos mejor capacitados que otros para descubrir en el texto de la naturaleza aquellas regularidades que permiten la formulación de leyes siempre provisionales. La ciencia se construye de una manera plural y abierta, sometiendo cada nueva conclusión provisional a un escrutinio exhaustivo que busca fortalecer esa nueva certeza. Sólo los científicos deshonestos –como aquellos que servían al régimen comunista cuando se produjo el accidente nuclear de Chernóbil en 1986– consideran la crítica y la experimentación como sinónimos de disidencia y deslealtad al paradigma científico vigente. La ciencia tiene un carácter público que se asemeja mucho a la crítica que puede lograrse en el espacio político, pues las realidades que se describen y tratan de explicar nos afectan a todos. Si bien podemos dudar de la honestidad de Al Gore, allí están las consecuencias del calentamiento global que pueden sentirse desde cualquier esquina del planeta: los recrudecimientos de las temporadas de frío y de calor, la migración de especies animales –que a veces se convierten en plagas para los cultivos– a regiones antes impensadas, el empobrecimiento de las comunidades agrícolas frente a la demora de las lluvias, la extinción y contaminación de las reservas de agua dulce. Las verdades inconvenientes, incómodas, dolorosas se acumulan y es un crimen contra el porvenir de la humanidad –si es que existe alguno– no hacer nada al respecto.

Más allá de la dimensión existencial implicada por la decisión de tener o no hijos, admiro a quienes se atreven a traer una nueva vida a un mundo como éste, con tan pocas perspectivas esperanzadoras. Admiro el valor de quienes de manera consciente asumen el reto de cambiar el mundo para hacerlo un lugar más habitable que el que ellos recibieron cuando nacieron. El filósofo político estadounidense John Rawls señalaba que existe un deber moral con las generaciones futuras, que se traduce como la restricción para tomar decisiones políticas en el presente que empobrezcan la calidad de vida de quienes aún no han nacido. Desde este punto de vista, es políticamente irresponsable que el gobierno estadounidense subsidie la producción del maíz y el algodón, porque esto empobrece a los campesinos de otros países que se dedican a su cultivo. También es inmoral que los congresistas se dejen sobornar por las industrias relacionadas con los combustibles, para hacer pasar como dementes émulos de Fox Mulder a los científicos que llaman la atención sobre la prioridad de la cuestión ecológica. La irresponsabilidad política en el presente empobrece la calidad de vida de las personas que aún no han nacido. Para ellas, la única posibilidad será encontrarse arrojados a un mundo que es peor que el que encontraron al nacer las generaciones precedentes.

Una verdad incómoda culmina con una nota de optimismo matizado de pesimismo: combatir el calentamiento global es sobre todo un deber moral antes que político, porque implica el destino de las personas que aún no han nacido. La conclusión es optimista porque, de acuerdo con la evidencia que presenta el documental, ya contamos con la tecnología energética alternativa necesaria para reducir nuestro consumo de hidrocarburos. Pero el pesimismo lleva a Gore a reconocer que adoptar esta tecnología alternativa no es un asunto de posesión de conocimiento sino de voluntad política. Estados Unidos produce por sí mismo más emisiones de monóxido de carbono que el resto del planeta, y es el único país que no está haciendo nada significativo por combatir el calentamiento global. El progreso científico de la humanidad –como señalaba Immanuel Kant– no lleva aparejado un progreso moral. Si invadir naciones en transición a la democracia fuera poca cosa, allí está la irresponsabilidad de Bush en materia ecológica para hacerlo merecedor de un juicio político que debiera ser promovido por algún tribunal internacional.

Finalmente, quiero retomar la idea con la que Gore cierra su película: que los grandes problemas requieren soluciones radicales, y que éstas dependen de un cambio del paradigma científico vigente. Tenemos que abandonar la idea de que el desastre ecológico global es algo que ocurrirá en el futuro (cuando las guerras sean libradas por pequeños androides japoneses, como decía uno de los personajes de Los Simpson) y que ni a nosotros ni a nuestros hipotéticos hijos nos tocará lidiar con sus consecuencias. Como señalaba Thomas S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, un paradigma deja de tener vigencia cuando empiezan a aparecer problemas que no puede resolver por sí mismo. En este sentido, una nueva problemática no debería ser acallada por los científicos para preservar al paradigma, sino que es su deber fomentar la crítica incluso si ésta significa la destrucción de las certezas más apreciadas. El problema del calentamiento global es lo suficientemente severo como para hacernos abandonar los paradigmas científicos vigentes, si éstos conducen a la pasividad y la indiferencia respecto de la cuestión ecológica. Debemos renunciar a la complacencia que nos hace tomar distancia de las instituciones y los representantes políticos, para exigirles de una buena vez que tomen cartas en el asunto y se comprometan no sólo con leyes a favor del desarrollo sustentable sino también con las condiciones materiales que las hagan operantes y eficaces. Necesitamos modificar nuestros hábitos de consumo, para que un automóvil nuevo o la posesión de cada vez más aparatos electrónicos dejen de significar ventajas sociales. Necesitamos, pues, asumir que vivimos en un mundo pletórico de verdades inconvenientes.

[Para Arkturo, B.B.B. King, Beto Gun, Carlos cuya esencia es lo indeterminado (To Apeiron), Caronte, Daniel Sametz, David M., Davidmo, el Erario Inagotable, Ernesto Sandoval, Eva, Geekganster, las gotas que caen Antes de la lluvia, Herr Boigen, Issa, Juan del Corredor, el Juntacadáveres, Josué, LoveDoctor, Medeo, Miss Cronika, Montanito, Peter Table y la Pilarrr, Selvia, Senses & Nonsenses, Seoman, Silencio V.2, Tessitore di Sogno, TNF25, Vero, Yayosalva, Zelig: a todos, un abrazo y mi agradecimiento por su generosidad al leerme durante 2006]

Sunday, December 24, 2006

10 películas que confirmaron la adicción por el cine durante 2006


Fateless,
de Lajos Koltai

La muerte del Sr. Lazarescu,
de Cristi Puiu

Brokeback Mountain,
de Ang Lee

Manderlay,
de Lars Von Trier

L’Enfant,
de Jean-Luc y Pierre Dardenne

The Secret Life of Words,
de Isabel Coixet

Paradise Now,
de Hany Abu-Assad

Simpathy for Lady Vengeance,
de Par Chan-Wook

Volver,
de Pedro Almodóvar

Efectos secundarios,
de Issa López

10 libros que se deshojaron durante 2006






The Hours,
de Michael Cunningham

A Home at the End of the World,
de Michael Cunnigham

La línea de la belleza,
de Allan Hollinghurst

Extremely Loud and Incredibly Close,
de Jonathan Safran Foer

Salón de belleza,
de Mario Bellatín

Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos,
de Seyla Benhabib

The Juridical Unconscious. Trials and Traumas in the Twentieth Century,
de Shoshana Felman

Las partículas elementales,
de Michell Houellebecq

Tokio Blues,
de Haruki Murakami

Carnaval de Sodoma,
de Pedro Antonio de Valdéz


10 discos que se usaron de soundtrack durante 2006



The Flaming Lips:
At War with the Mystics


Isobel Campbell & Mark Lanegan:
Ballad of the Broken Seas

Thom Yorke:
The Eraser


Belle & Sebastian:
The Life Pursuit

Clint Mansell:
The Fountain

Sufjan Stevens:
The Avalanche

Mogwai:
Mr. Beast

Guillemots:
Through the Window Pane

Morrisey:
Ringleader of the Tormentors

Scissor Sisters:
Ta-Dah

10 canciones que se tararearon durante 2006


“I Don’t Feel Like Dancing”, de Scissor Sisters


“A Gilded Age”, de Norfolk & Western


“Another Sunny Day”, de Belle & Sebastian


“The Greatest”, de Cat Power


”Harrowdown Hill”, de Thoms Yorke


“Young Folks”, de Peter, Bjorn & John


“You Have Killed Me”, de Morrisey


“The W.A.N.D”, de The Flaming Lips


“Me quedo aquí”, de Gustavo Cerati


“Who Left the Lights Off, Baby?”, de Guillemots

Friday, December 15, 2006

The Love of Richard Nixon



“The world on your shoulders,/ The love of your mother,/ The fear of the future,/ The best years behind you,/ The world is getting older,/ The times they fall behind you,/ The need it still grows stronger,/ The best years never found you”.


Así comenzaba el primer sencillo que el grupo inglés Manic Street Preachers lanzó en 2005 de su disco Lifeblood y que se titulaba, precisamente, “The Love of Richard Nixon”. Los Manic Street Preachers son conocidos por sus comentarios políticos y por su escepticismo que a veces deviene en cinismo puro. Este grupo inglés intentó retratar a Nixon desde una hipotética simpatía que se podría sentir por el ser humano diferenciado del político. Nixon tuvo una madre que lo quiso, como todos. A veces sintió que el mundo se le iba encima y que sus mejores años habían sido consumidos en tareas imposibles, como muchos hemos sentido. Nixon impulsó como ningún otro presidente estadounidense la investigación científica para el tratamiento del cáncer. Entonces, concluyen los Manic Street Preachers, todos quienes se esfuerzan por cambiar el mundo merecen encontrar el amor, incluso Richard Nixon.


¿Por qué dedicar una canción a Richard Nixon, quien sigue apareciendo en los imaginarios políticos mundiales como paradigma de la mentira y la manipulación? Si Kennedy es un personaje trágicamente malogrado, Nixon representa la conclusión fársica de una tradición política que inspiró a Alexis de Tocqueville para afirmar que en Estados Unidos la igualdad no era una imposición del orden legal sino una serie de prácticas comunes y compartidas que daban identidad a esta comunidad tan diversa. Los Manic Street Preachers alguna vez dijeron que Nixon era una figura satanizada y amada a partes iguales, y que ellos no sentían por él una simpatía en particular, pero tampoco creían justo culparlo exclusivamente por la destrucción que generó la incursión armada en Vietnam o por la extensión del conservadurismo que niega derechos a los grupos de la diversidad sexual, limita el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo o censura la investigación científica de vanguardia en genética por considerarla obra del diablo.


En Hamlet, Shakespeare hace decir a su protagonista que algo podrido infecta la atmósfera de Dinamarca, pues la corrupción moral se ha generalizado y nadie parece sorprendido por las intrigas del poder político. Desde un punto de vista menos trágico y más pop, los Manic Street Preachers parecen querer decir que algo huele a podrido en Estados Unidos, si la historia reciente se vuelve difícil de evaluar en toda su justeza y al margen de prejuicios que satanicen o glorifiquen la actuación de seres humanos con los que necesitamos saldar cuentas.


Nixon sigue siendo un personaje controversial. Para Hannah Arendt, con su mandato se ilustra el carácter esencial de la política: ser un espacio de apariencias. Esto significa que no existe una esencia de la política, sino que el discurso político se configura a partir de lo que todos decimos en público y de nuestras acciones con pretensión de legitimidad. No existe una lógica secreta del poder político, porque la política es exposición a la evaluación crítica de todos los ciudadanos. Por eso es que Arendt afirmaba que la violencia está excluida de la política: porque sus razones no son las del discurso ni las de la opinión que puede leerse críticamente desde una posición contraria, sino las de la fuerza que es muda por definición. Arendt afirmaba que Nixon conocía perfectamente este carácter frágil y cambiante de la política, y que por eso pudo empezar a mentirles a los ciudadanos estadounidenses hasta tal punto que nadie, ni él mismo, pudo distinguir el engaño de la realidad. Pero, desde el punto de vista de Arendt, si a Nixon lo hubiera frenado una esfera pública atenta a evaluar sus decisiones y los ciudadanos no se hubieran creído que la política es un asunto de expertos y ajeno a sus intereses inmediatos, la historia se habría escrito de manera muy diferente.


Es cierto que, como cantan los Manic Street Preachers, Nixon fue un ser humano común y corriente. Un individuo tan susceptible a la corrupción y la mentira como todos en ausencia de un sentido de la responsabilidad política. Probablemente, Nixon fue amado con la misma intensidad con la que muchos lo detestamos. Pero el amor no es un asunto de interés político, pues las acciones de las personas no sólo se restringen a su esfera íntima. Lo que hacemos, de manera inesperada e impredecible, afecta a los demás en el ámbito social. Frente a esta imprevisibilidad de la acción, Arendt exige la asignación de responsabilidad y la actualización de un espacio público en sentido democrático que permita que ningún criminal escape impune (como sucedió recientemente con Pinochet).


Arendt ha sido muy criticada por su toma de postura por el republicanismo cívico que exige a los ciudadanos comprometerse de tiempo completo en la política. Ella pensaba que nada es definitivo en la historia y que, por ejemplo, el totalitarismo se hubiera podido evitar si las teorías racistas y la concepción étnica de ciudadanía pudieran haber sido criticada en un espacio público democrático. Y es evidente que esta tarea hubiera exigido una participación activa de todos los ciudadanos. Los críticos liberales de Arendt afirman que pedir a los individuos el día de hoy que abandonen sus intereses particulares y la maximización de sus ganancias, para comprometerse con una vigilancia de los políticos y del espacio público es, simplemente, pedirles demasiado. Sé que el republicanismo cívico de Arendt y otros teóricos políticos requiere reformularse para que las libertades individuales puedan ser garantizadas frente a las exigencias de la comunidad y la tradición. Pero también tengo la intuición de que renunciar a la política como un asunto común que requiere toda la atención, es demasiado peligroso.


Cuando Nixon gobernó, se rodeó de toda una serie de supuestos “expertos en asuntos nacionales” que le garantizaban el éxito en Vietnam, la restauración de los valores cristianos y que Estados Unidos tendría todo el derecho a colonizar el mundo de acuerdo a su particular visión del beneficio material. Lo que no pudieron prever los expertos de Nixon era que nadie puede controlar las consecuencias de los actos humanos. El gabinete de nuestro nuevo presidente en México ni siquiera tiene una composición que podamos reconocer como “de expertos en temas nacionales”. Frente a una irresponsabilidad política de este tamaño, creo que la única forma de no sentirse tentado por el pesimismo es retomar esta idea republicana de comprometer activamente a los ciudadanos en la evaluación crítica de las acciones del gobierno. Efectivamente, implica muchos costos renunciar a los intereses personales, pero es más lo que está en juego si pensamos que la política no nos afecta. La mayoría de los actos humanos son políticos por definición, dado que se insertan en una red de relaciones interpersonales sobre la cual no podemos tener control completo del resultado de nuestras acciones.


Efectivamente, como cantan los Manic Street Preachers, debemos ver a Nixon no como un demonio ni como un santo, sino simplemente como un ser humano que requiere una asignación justa de responsabilidad individual. Es un asunto de memoria histórica, pero también de justicia material para los afectados por las decisiones de Nixon. Hace pocos días El País publicó que en Vietnam siguen naciendo niños con malformaciones severas y discapacidades mentales que nadie se merece, y menos como consecuencia de una actuación política irresponsable. Todos merecemos encontrar el amor, incluso Richard Nixon. Pero también es cierto que el amor que se puede sentir por un ser humano no es suficiente motivo para eximirlo de sus responsabilidades.

Saturday, December 09, 2006

Hacer de la propia vida una obra de arte




“Después de muchos años de trabajo, pienso que ser escritor significa descubrir la persona secreta que uno alberga y el mundo interno que hace posible esa persona”. Con estas palabras, el escritor turco Orhan Pamuk marcó el punto climático del discurso que pronunció el día de ayer en la Academia Sueca con motivo de la concesión del Premio Nobel de este año. Cuando un escritor de la talla de Pamuk recibe un premio como éste, no sólo es bienvenido por la calidad de la obra que se celebra, sino por la atención mundial que se atrae sobre un escritor que de otro modo permanecería desconocido para el gran público. En años anteriores, el premio de la Academia Sueca hizo célebres a autores hasta el momento tan poco difundidos como Naguib Mahfuz, Wislawa Szymborska o Seamus Heaney, y dio el espaldarazo definitivo a ese genio de la ironía que es Dario Fo. También son muy conocidos los casos de autores a quienes el codiciado galardón se escapó de manera irremediable: Borges, Rulfo, Nabokov, Pessoa. Y quizá nunca lo obtenga Milan Kundera.


Es bien sabido que hay una buena dosis de política en la concesión de los premios literarios, y que no sólo se celebran las características que hacen excepcional una escritura, sino también la perspectiva sobre el mundo, la política y el arte que puede aportar una persona situada en una geografía precisa y con un tiempo específico. Todo don, como decía Truman Capote, trae consigo un látigo y éste casi siempre es para autoflagelarse. Recibir un premio, y las consecuentes miradas que se atraen sobre la persona, genera una responsabilidad que debe asumirse. Un autor como Pamuk no podrá volver tan fácilmente al aislamiento y la soledad que señalaba en su discurso como el contexto necesario para el ejercicio de la escritura. Ahora, buena parte de la intelectualidad europea, le exige a Pamuk que sea el portavoz de la cultura turca. Como si una cultura entera pudiera reducirse a una de sus voces. Pamuk decía que escribir es estar fuera del mundo, pero con un profundo amor hacia éste que lo hace querer volver a situarse entre los seres humanos para entablar un diálogo que no se agote en una sola generación y perdure a través del tiempo. Pamuk dijo también que para escribir hay que ser paciente y saber aceptar la soledad del encierro sin amargura, sabiendo que la tarea de la creación es “como cavar un pozo con una aguja”. Escribir desde la soledad e intentar entablar un diálogo con otros seres humanos con los que nos separan cosas tan personales e irrenunciables como la política, la religión o la moral, parece una empresa peligrosa y de muy difícil éxito.


Escribimos, pintamos, componemos música, esculpimos, fotografiamos, representamos en el teatro y en el espacio coreográfico, cantamos, o simplemente creamos, para descubrir la persona secreta que somos, como decía Pamuk, pero también para sacar a flote las dimensiones del mundo que nos hace posible ser lo que de hecho somos. Y aspiramos a que ese proceso de descubrimiento sea enriquecido por la lectura de otras personas que están embarcadas en su propio viaje interior. Quizá nunca les conozcamos, pero el diálogo que se plantea es más real que el que tenemos con individuos con los que convivimos a diario en el trabajo y que sólo saben nuestro nombre y nada más.


Entre la paradoja de estar y no estar en el mundo, que define la situación del escritor y del creador en general, se define el diálogo abierto e inconcluso que el arte siempre plantea. Se ha vuelto un lugar común afirmar que la vida debe poder ser vivida como una obra de arte, para que los seres humanos seamos capaces de dejar un margen de indeterminación en nuestras vidas que nos permita el real ejercicio de nuestra libertad. Debemos poder emular la libertad del artista en la toma de nuestras decisiones: la religión que abrazamos (o incluso el ateísmo que decidimos), la crítica hacia el pensamiento hegemónico, la persona de la que nos enamoramos, las formas en las que ejercemos nuestra sexualidad, las oportunidades laborales y educativas que queremos definan nuestra vida.


Un artista siempre tiene un dejo de ironía respecto de su obra y de sí mismo. Por eso los auténticos creadores no se toman tan en serio los premios que reciben, y también por esa razón los regímenes políticos siempre quieren domesticarlos para la causa del conformismo. Concebir la propia vida como una obra de arte que permita exponer a otros la persona secreta que somos y el mundo que lo hace posible, significa entender nuestra estancia en el mundo como un diálogo continuo en el que nadie tiene derecho a imponerle a otro su visión de las cosas. Platón temía que los ciudadanos griegos demasiado acostumbrados a la poesía y la tragedia, se tomaran la vida tan poco en serio que acabaran cuestionando el orden político y renunciando al lugar que la naturaleza supuestamente les había asignado por su nacimiento –en la cima del poder político a los propietarios y en la oscuridad del trabajo incesante a los esclavos. Por eso Platón desterró a los poetas de su República ideal. El arte puede ser sumamente peligroso a los ojos de quienes carecen de sentido del humor, que siempre son los poderosos, los intolerantes, quienes creen que están en el mundo para imponer a los demás la visión de las cosas que ellos habrían obtenido de manera privilegiada.


La creación artística, siendo un asunto tan íntimo, tiene una dimensión política que es irrenunciable. El siglo XX conoció esfuerzos ideológicos por convertir la política en un asunto estético, y las consecuencias fueron funestas. La primacía de la voluntad del poderoso, el sacrificio de cualquier recurso humano para conseguir la imagen ideal del mundo o la devoción a las leyes de la naturaleza que señalan el lugar “natural” de los ciudadanos de primera y segunda clase, son algunos de los elementos de inspiración “estética” que los totalitarismos del siglo XX amalgamaron con las consecuencias de violencia y barbarie que todos conocemos. A estos “artistas” de la política se les olvidó que la creación artística es el espacio privilegiado de la libertad, y por tanto no pueden sacrificarse seres humanos con el mismo placer inocente con que se golpea el mármol para extraer una escultura.


En estos días, México ha conocido un nuevo presidente de derecha que desde estos primeros momentos de su gobierno empieza a imponer su visión “artística” de la política. Desde la campaña presidencial, él empezó a hacer pública su imagen ideal de país, su “visión creativa” del México que desde su punto de vista es deseable. Pero se le olvidó que a esa imagen no corresponde la realidad de un país dolido, plural, sangrado hasta los huesos y, sobre todo, empobrecido hasta el grado de que para la gran mayoría de sus habitantes es imposible pensar su vida como una obra de arte. En su visión del mundo, no caben muchos mundos. No existe para la gran mayoría de mexicanos sumidos en la miseria la posibilidad de detenerse un momento de sus días marcados por la miseria y el hambre, para pensar cuál es la persona oculta que hay en ellos y cuál es el mundo que la hace posible, como quería Pamuk. El arte es también cuestión de política, en sentido literal y metafórico.


En estos días también conocimos el presupuesto que ha propuesto nuestro nuevo presidente, en el que se anuncia un recorte al gasto de la Universidad Nacional, una disminución de los fondos destinados a la prevención del VIH/SIDA y una actitud ambivalente hacia la normatividad que debería frenar la voracidad de los grandes emporios comerciales y de comunicaciones de este país. El diputado de derecha encargado de defender el recorte al presupuesto de la UNAM, y de solapar la actitud del presidente, dijo hoy que esta casa de de estudios no merece ningún estímulo económico, pues su productividad está en duda y su aportación a la cultura del país se limita a terrenos tan inútiles como los de las humanidades y las artes. Porque para este funcionario, y como diría el agente Fox Mulder, la verdad está en otro lado, en la tecnocracia, en una visión limitada del liberalismo y en la moralina que convierte a la discriminación en un problema no de derechos fundamentales sino de caridad El presidente Calderón tiene una visión de la política como arte muy curiosa. Seguro no ha leído a Pamuk ni sabe de la libertad personal que él asocia con el arte. Más bien, me recuerda a esa imagen memorable de la clásica película Frankenstein de James Whale: aquella en la que el monstruo empieza a jugar con una niña a la orilla del río, mientras ella lanza margaritas al agua. El monstruo, fascinado con la facilidad del juego, acaba lanzando a la niña al agua, pensando que su vida es tan poco útil como esas flores con las que juega. Sólo que en el caso de México, cada vez son más las vidas que están en posibilidad de ser lanzadas al agua sin remedio.

Sunday, December 03, 2006

La vida sin mí, pero con mis palabras





En Lo que queda de Auschwitz, el filósofo italiano Giorgio Agamben formuló un juicio radical sobre el estado de nuestra memoria colectiva respecto del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial: no existe el testimonio completo, porque éste sólo podrían narrarlo los muertos. No obstante, Agamben señala lo que ocurrió en los campos de concentración tiene que ser narrado y discutido en público, para integrar una memoria histórica que haga justicia tanto a los sobrevivientes como a quienes se perdieron para siempre en esos espacios donde las personas eran reducidas a una condición animal. Porque el problema fundamental con las narraciones sobre el totalitarismo es que son un asunto de justicia más que de expresión estética. Nos encontramos, entonces, con una tensión aparentemente insuperable: la de narrar el horror, sabiendo que esta tarea es imposible de una manera que haga justicia completo a los muertos.

La salida que da Agamben al problema del testimonio sobre el totalitarismo es ingeniosa, pero políticamente responsable al mismo tiempo: distinguir entre el testimonio completo y el incompleto, y señalar cuál es el uso moral que podemos darles a cada uno. El testimonio completo es imposible de recuperar, porque pertenece a los individuos que tuvieron la oportunidad de conocer el funcionamiento íntimo de la cámara de gas, precisamente, porque perecieron en éstas. El testimonio incompleto es lo único que tenemos para conocer, por una aproximación indirecta, el horror del campo de concentración. Agamben señala que los relatos de Primo Levi, Claude Lanzmann o Jean Amery constituyen testimonios incompletos valiosísimos para entender los peligros del nacionalismo exacerbado y la discriminación. Entre el testimonio completo y el incompleto se establece una desproporción: los muertos podrían decir más que los vivos, pero son éstos últimos a quienes corresponde la responsabilidad de narrar el mal. Entre ambos tipos de testimonios, surge un remanente, un resto de dolor y sufrimiento que no puede ser expresado. Esto es, precisamente, lo que queda de Auschwitz para Agamben. Es necesario narrar lo ocurrido, pero sin disfrazar el remanente de Auschwitz, es decir, la desproporción entre el testimonio potencial de los muertos y el real de los vivos. Y para cumplir este deber moral y político con los muertos, sólo tenemos las palabras y su potencial expresivo, es decir, lo que expresan sorpresivamente cuando pensamos que ya están agotadas.

Isabel Coixet es una cineasta catalana que está familiarizada con la experiencia de la pérdida, de la muerte y de la posibilidad de sincerarse con uno mismo cuando ya no nos queda nada que perder, es decir, cuando tomamos conciencia de nuestra propia mortalidad. La vida sin mí fue una película estupenda, que me hizo sentir la dimensión escalofriante de tender lazos amorosos con las personas, en un mundo que muere un poco cada segundo que pasa. ¿Qué sentido tiene construir vínculos de amor con la gente, si el día de mañana tu propio cuerpo te puede traicionar y rendirse ante el peso de la muerte y la enfermedad? ¿Para qué sirve el tiempo que se vive como la promesa de iniciar un día que puede ser mejor que el anterior, si sabes que ya no te quedan más días por delante? No obstante, al final de La vida sin mí queda un sentimiento de gratitud, que resulta de una cierta incomodidad con el propio cuerpo que se muere un poco todos los días, pero también de constatar como ninguna interacción con otros cuerpos es tan grave como para no disfrutarla aunque sea un poco.

Nunca me espere que Isabel Coixet llevara La vida secreta de las palabras a un territorio tan espinoso como el de tratar de decir algo sobre la resonancia política del dolor y la muerte que se viven en un plano personal. Y, sin embargo, lo ha hecho con una valentía y una sensibilidad poco comunes a la hora de vincular la experiencia particular del dolor con un contexto político reconocible. Y lo más extraño de la película, es que la transición entre uno y otro planos de reflexión, el moral y el político, llegan sutilmente y, por tanto, te toma tan desprevenido que acabas derrumbándote frente al dolor de lo contado (Aunque son películas totalmente distintas, me acordé de Juego de lágrimas y la forma en que Neil Jordan hace que su reflexión sobre las tensiones políticas en Irlanda acabe vinculándose con una reconsideración sobre la libertad sexual y la forma en que uno nunca sabe de quién puedes terminar enamorándote, hasta que te sucede).

En La vida secreta de las palabras, paradójicamente, lo que priva la mayor parte del tiempo es la incomunicación o, mejor dicho, la comunicación a medias y por canales no verbales. Sólo una vez que los protagonistas reconocen que entre ambos se ha establecido la confianza, le arrebatan todo su poder a las palabras para revelar el motivo de su desolación en medio de esa plataforma petrolera. Y entonces, se despliega en toda su complejidad la vida secreta de las palabras, es decir, su poder para expresar lo que queda de una experiencia de dolor que es resultado de la barbarie, la irresponsabilidad política y la complicidad de un mundo que tolera que la violencia a gran escala e ideológicamente justificada siga ocurriendo. Isabel Coixet sabe, como Agamben, que es imposible la representación fidedigna de la muerte provocada y del dolor asociado a la humillación. Pero sabe que tampoco se puede dejar de contar lo ocurrido. Entonces, deposita su confianza en el poder de las palabras, para poner en escena de manera indirecta, aquello que no se puede mirar directamente sin caer en el pesimismo absoluto.

Y este tour de force lo completa Isabel Coixet en medio de imágenes de una belleza extraña, que están allí, mostradas sin ser enfatizadas: el baile de los dos amigos que escenas antes vimos besarse en un arrebato de ternura, la oca deambulando por la plataforma solitaria, la mirada triste del hombre que quiere salvar a los mejillones de la contaminación, la meticulosidad del personaje de Sarah Polley al cumplir con su trabajo, el encuentro breve entre los personajes de Tim Robbins y Leonor Watling, la secuencia que recorre los escenarios vacíos de la plataforma petrolera mientras de fondo suena “Hope There’s Someone” de Antony and the Johnsons… En fin, una de las mejores películas que he visto este año…

Friday, December 01, 2006

No siete, sino cuatro…

Cuatro películas que puedo ver una y otra vez:
1. El evangelio de las maravillas, de Ripstein
2. Nazarín, de Buñuel
3. Breve película sobre el amor, de Kieslowski
4. Vértigo, de Hitchcock

Cuatro lugares donde he vivido:
1. Siempre he vivido en la Ciudad de México, pero son muchas ciudades en una sola

Cuatro programas de TV que me gusta ver:
1. Six Feet Under
2. Los Simpsons
3. Pare de sufrir e infomerciales en general con contenido menos piadoso
4. That 70’s Show

Cuatro lugares favoritos para ir de vacaciones:
1. Lisboa andando en bicicleta
2. Zacatecas a principios de la época de lluvias
3. Nueva York con el espíritu de Carry Bradshaw
4. Madrid sin pinta de mala persona

Cuatro de mis platillos preferidas:
1. Pasta
2. Un buen corte de carne, término medio
3. Atún sellado
4. Paella

Cuatro sitios de internet que visitó a diario:
1. Yahoo Mail
2. Hotmail
3. El País
4. El Universal

Cuatro lugares donde quisiera estar ahora:
1. En Nueva York, en la época de la Guerra Fría
2. En el final feliz de la película de mi vida
3. En el primer día de filmación de mi primera película
4. En Praga, durante la famosa Primavera

Cuatro trabajos que me gustaría tener:
1. Jefe de Redacción (junto con Lorena) de la revista TV Chismes
2. Traductor en el Fondo de Cultura Económica
3. Productor de radio
4. Crítico de cine de The New York Times

Cuatro famosos que he conocido:
1. Michael Nyman
2. Arturo Ripstein
3. Peter Greenaway
4. Ken Loach

Cuatro platillos que detesto:
1. Hígado encebollado
2. Huevos ahogados
3. Ensalada de col agria
4. Ate

Cuatro posibles primeras impresiones que causo:
1. Mamón
2. Soberbio
3. Vanidoso
4. Hermético

Cuatro bebidas favoritas:
1. Coca-Cola (las aguas negras del imperialismo yanqui)
2. Agua mineral
3. Agua simple
4. Jugo de toronja

Cuatro olores favoritos:
1. Happy de Clinique
2. El olor de las páginas de un libro que se abre por primera vez
3. El olor a dulce que se huele por las tardes en la UAM, porque cerca hay una fábrica de dulces
4. El aroma de las personas con quienes me siento en confianza

Cuatro cosas que me encanta hacer y que no tienen que ver con mi carrera:
1. Enterarme sobre entomología
2. Ver el mayor número de películas consecutivas en un día
3. Leer sobre psiquiatría
4. Traducir letras de canciones

Cuatro cosas para las que estoy negado:
1. Dar órdenes
2. Hablar en público
3. Hacer declaraciones de impuestos
4. El cine de Alejandro González Iñárritu

Cuatro cosas que colecciono:
1. Discos, aunque la música en línea sea lo de hoy
2. Carteles de cine
3. Mis boletos de las idas al cine
4. Buenos momentos que en su tiempo no parecieron tan buenos

Cuatro canciones favoritas:
1. It’s the end of the world as we know it, de R. E. M.
2. Everybody Knows, de Leonard Cohen
3. Lucky, de Radiohead
4. If you’re feeling sinister, de Belle & Sebastian

Cuatro libros favoritos:
1. La inmortalidad, de Milan Kundera
2. Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf
3. Liberalismo político, de John Rawls
4. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, de Hannah Arendt

Tomado, nuevamente sin autorización (quizás debería decir “plagiado”, pero el contenido es mío) del blog de Usuario X (usuario-x.blogspot.com).

Monday, November 27, 2006

Cuando uno se parece a una película de Kusturica…




Si uno se enamora varias veces en la vida, y a cada nueva relación uno la declara sin más el amor de su vida, ¿por qué habríamos de ser fieles en nuestros gustos cinematográficos? Yo soy bastante promiscuo y fácil: me rindo ante la belleza estándar del cine estadounidense, me encanta la desfachatez con la que el cine español te guiña un ojo, me fascina el tono culterano y medio avejentado del cine francés, las posiciones ideológicas del cine ruso me han seducido en su momento, vaya que no le he hecho el feo ni al cine iraní del que tanta gente me ha advertido su carácter voluble. Cuando empecé a enviciarme con esto del cine, e incluso adquirí el placer onanista de verlo solo y a escondidas de mis padres, el primer director que me sedujo tanto como para declararlo el amor de mi incipiente vida cinéfila fue Emir Kusturica. Ahora, visto a la distancia, sigo recordando esos días del primer enamoramiento con dulzura, aunque también reconozco que ahora el objeto de mi afecto ya no me parece tan atractivo ni tan lozano. En el camino he tenido otros amores, algunos definitivos (como Ripstein o Buñuel), otros sólo para encuentros ocasionales (como Cronenberg o Egoyan), y nuevas fuentes de pasión que estoy descubriendo (como Paul Thomas Anderson). Ni hablar, que sobre mi han pasado los años. Debo confesar que perdí mi inocencia leyendo sobre la teoría francesa del cine de autor o algún ejemplar de Cahiers du Cinema o Positif que descubrí en la biblioteca de la Cineteca. Ahora, pues ya no soy tan inocente ni me enamoro con tanta facilidad, lo cual lamento seriamente.


Como sucede con todos los viejos amores que se reencuentran, he descubierto que sobre Kusturica y sobre mí se han dejado caer los años. En aquella época fue Kusturica quien me hizo imaginar que yo podía dedicarme al cine, pues sus historias estaban pobladas de gente que era como mis tíos más divertidos y que escuchaban música que se parecía mucho a la tambora de Sinaloa. En aquellos días, Kusturica quería hacer un cine eminentemente político, que tomara partido y se preocupara por hablar del “alma eslava”, algo que él no podía definir pero que se esforzaba por mostrar en los gestos de generosidad y de violencia que un mismo personaje podía engendrar. Ahora, yo sigo con la idea firme de hacer cine, y veo que mis posibilidades son más reales que entonces con la “democratización” de este arte que está produciendo la tecnología digital. Ahora, Kusturica ha olvidado por un momento la vocación política que lo hacía autonombrarse yugoslavo cuando esta nacionalidad de hecho ya no existía, y por lo que sé está persiguiendo a Maradona alrededor del mundo para filmar un documental sobre él. Y, por supuesto, también recorre el mundo con la “No Smoking Orchestra”, cantando que “la vida puede ser un milagro…”


Primero le conocí El tiempo de los gitanos y me quedé muy perturbado por esa historia de venganza y traición que empieza con una novia llorando frente a su recién adquirido esposo, ebrio, y termina con otra novia que empuña una pistola para vengarse a sí misma sabiendo que tarde o temprano tendría que hacerlo. Lloré con la imagen del guajolote volando entre las nubes, producto del delirio de un moribundo, para atacarme de risa un segundo después con la secuencia final, del niño corriendo bajo la lluvia cubierto por una caja de cartón a la que le ha hecho un par de orificios para los ojos. Pensé que eso era el “alma eslava”: la generosidad y la violencia expresados en un mismo acto. Pero ahora creo que no es patrimonio de la gente de esa región empobrecida de Europa esos arrebatos, y que me reconozco a mí mismo y a la gente que quiero en esa ambigüedad moral. Luego vino Cuando papá se fue en viaje de negocios, y me recordó mucho toda mi infancia, porque hasta los siete años siempre escuché que mi papá estaba en eso, en viajes de negocios. No sé si sea cierto o no, pero creo que me quedo con la duda y con la idea de que tal vez mi papá, como el de la película de Kusturica, fue un disidente político obligado al exilio por hacer un chiste sobre el dictador del momento. Para Arizona Dream, mi incondicionalidad al cine de Kusturica ya era total. Recuerdo la película de manera muy vaga, como si sólo estuviera integrada por escenas donde Johnny Depp, Faye Dunaway y Lili Taylor cantan alternadamente “Bésame mucho” o, más bien, “Bisamee Mouchou” con la entonación de quien no sabe español. Y, ¿cómo se me pudo olvidar?, la entrañable relación entre Depp y su tío Jerry Lewis, que vendía autos usados. Cuando muere el entrañable tío, Depp ve cómo se eleva al cielo en uno de sus autos de lujo de segunda mano, guiado por un pez plateado que se niega a morir fuera del agua. La película vale la pena por esa escena, y por los arrebatos pasionales de esas almas “no eslavas”.


Creo que la cúspide de mi relación amorosa con Kusturica llegó con Underground, el ejemplo perfecto de la película imperfecta de un gran director. Y como toda cumbre, vino seguida de un gradual enfriamiento de la relación. Me acuerdo de Undeground y me da mucho gusto, por la película en sí, porque tenía 18 años, por quién era yo en ese momento y por que andaba en esos años viviendo mi primer enamoramiento serio con una persona real (no con un directo de cine).


¿De qué se trata Underground? Es una metáfora del totalitarismo y de la forma en como la ideología suspende la relación con la realidad de los ciudadanos, para hundirlos en un sótano lleno de mentiras y sueños fabricados en serie. La película abre con el bombardeo del zoológico, y creo que no hay respuesta más lúcida que la que dio Kusturica a por qué tomo esa elección: estamos tan acostumbrados a ver cómo la gente muere en los noticieros, que él esperaba que ver a seres totalmente inocentes desgarrados por la violencia nos hiciera sacudir las entrañas. Y lo consiguió. Aún moribundo, un tigre le parte el cuello a un cisne. ¿Será que así somos los seres humanos: que aún moribundos somos capaces de hacer mal a los demás? Y la película termina con una escena onírica y simbólica a más no poder: la tierra se separa de la tierra, mientras los muertos vuelven a la vida, ya sin nacionalidad de por medio, para saldar sus cuentas con el pasado y olvidar las ofensas. A fin de cuentas, en esa isla de civilización que Kusturica tanto se afanó en proteger, todos podemos ser yugoslavos a secas (no serbios ni bosnios, ni musulmanes ni católicos). De nuevo, lloré con esta metáfora de la solidaridad humana, y creo que no tanto por la belleza plástica y lírica de la secuencia, sino por la profunda desesperación con que Kusturica clamaba por una reconciliación que sabía imposible. Entre la escena del zoológico y la del desgarramiento de la tierra, ocurre una boda kilométrica, en la que la novia vuela y la gente se besa a diestra y siniestra, mientras una mujer gorda escapada de una película de Fellini lo observa todo y ríe. Esa boda decanta los esfuerzos de Kusturica por retratar el “alma eslava”. Y no me sorprendería (de hecho, lo anhelo secretamente) que a la próxima boda que me inviten, la novia se vaya volando por la ventana con el novio y la fiesta se extienda una semana entera, para que al final los músicos y los invitados nos lancemos al agua para seguir cantando y bailando. Eso de tener “alma eslava” tiene secuelas.


Me acordé de Kusturica y de nuestra relación interrumpida, pero de la que conservo los mejores recuerdos, porque estoy a punto de ponerle punto final a esa tesis que se convirtió en un dolor de cabeza, en una obsesión y en una fuente de placer por más de dos años. En el momento de ver Underground, pensaba convertirme en una cosa diferente de lo que soy ahora, no se si mejor o peor, pero diferente. No es que no me guste quién soy, pero me costó mucho trabajo darme cuenta que el mundo onírico de Kusturica en el que quería vivir no se ajusta muy bien al asfalto de la Ciudad de México, y que las bodas kilométricas tienen que ser interrumpidas para que la gente vaya a trabajar.


La tesis va saliendo, poco a poco. ¿Me gusta el resultado? No lo sé. Creo que me gusta como me gustó Underground en su momento, con todos sus chipotes y sus cabos sueltos, con sus excesos y sus carencias. Como a la película de Kusturica, creo que a mi tesis le faltó tiempo en la mesa de edición. Creo que le podría quitar unas 50 páginas, de la misma forma que a Underground le sobra media hora. Me gusta la tesis por ciertos momentos, como cuando ensayo una forma de conceptualizar el mal y el totalitarismo a partir del cine, pensando que las películas también son narraciones que pueden someterse a una discusión amplia en el espacio público. Me gusta haber usado a Borges, a Missing (la película de Costa Gavras), a Rojo de Kieslowski y a Manderlay del gran Lars como ejes de cada uno de mis cuatro capítulos. No me gusta que se me quedaron muchas cosas en el tintero. No me gusta que mi asesora me haya tirado a la basura un capítulo completo porque lo empezaba con un epígrafe de Tony Kushner y Ángeles en América, autor y obra que odia rabiosamente. No me gusta que el tiempo me volvió a comer. Creo que la recuperación de Kant pudo haber sido más cuidadosa. Me duele haber tenido que sacrificar el capítulo final, donde iba a hablar sólo de películas que se refieren a eventos traumáticos del pasado reciente (como Hotel Ruanda o Ararat). Me duele pensar que un trabajo de tanto tiempo va a terminar guardado en la biblioteca de la Universidad, leído solamente por mi asesora y los jurados del examen que está planeado para enero del próximo año. Pero, en fin, así es la vida y, como decía un poeta, siempre uno quiso decir lo que quiso decir, pero acaba diciendo lo que acaba diciendo.


El estado actual de mi tesis se parece, pues, a la copia de Underground que dicen Kusturica llevó corriendo al Festival de Cannes para pasarla el penúltimo día: tosca, sin un buen trabajo de edición, y con dos o tres momentos de los que me siento orgulloso, no se sí por su calidad (eso no me toca juzgarlo a mi), pero sí porque hablan de quién soy y expresan el momento por el que estoy pasando en este trabajo de filosofía política. De eso si me siento orgulloso: creo que he expresado lo que soy a través de un trabajo que generalmente se estila académico y despersonalizado.


Y luego me quedé pensando si la analogía con la película de Kusturica aplica sólo para la tesis. Creo que no. Siempre he pensado que a la vida le falta trabajo en el cuarto de edición, para desechar los momentos amargos y extender los largos en la cámara lenta. Siempre he creído que las buenas secuencias están dosificados en medio de grandes vacíos de creatividad. Siempre he imaginado que la reconciliación es factible por el sólo hecho de que la luz puede conjurar imágenes de generosidad y amistad. Siempre he imaginado que la vida es mejor con música de fondo y resuelta a través de largos y elegantes planos- secuencia en los que todo encaja a la perfección. Y bueno, no pierdo la esperanza de encontrarme una novia que vuele, y que me revele que, aunque mexicano, yo también tengo un pedacito de “alma eslava”.

Saturday, November 25, 2006

Siete

7 cosas que quiero hacer antes de morir

A) Dirigir una película, aunque sea de consumo casero para la familia y los amigos.
B) Leer En busca del tiempo perdido, de Proust; escuchar la obra completa de Schubert; ver de un tirón las ocho horas de Shoa, de Claude Lanzmann.
C) Convertirme en la persona más importante para alguien (no en el mejor amigo, aquel en quien siempre se puede confiar, el colaborador más eficiente, ni en el hijo consentido o el único alumno que tolera las histerias del profesor).
D) Concluir un día cualquiera del futuro, sintiendo que hice todo lo que debía de hacer en ese día y que no dejé ningún asunto pendiente.
E) Emprender un viaje largo por Europa y Estados Unidos, en solitario, tratando de conocer la dimensión profunda de ambas geografías.
F) Aprender a tocar el piano.
G) No permitir que ninguna de las personas que quiero o he querido a lo largo de toda mi vida, deje de saber lo importante que han sido como soporte del día a día y, también, del día siguiente cuando parecía que éste no iba a llegar.

7 cosas que hago bien

A) Reírme de la desgracia ajena y de la propia.
B) Expresarme por escrito.
C) Repetir el milagro de la multiplicación de los peces cada que se necesita, claro, metafóricamente hablando. Es decir, cuando ya todos dan por perdida la situación, la sensación de coqueteo con el desastre me hace sacar fuerzas no sé de dónde (Así está saliendo avante la tesis de maestría y así han salido muchos proyectos laborales importantes. Quien sepa trabajar sin presión, que me diga cómo se hace).
D) Desfacer entuertos.
E) Disfrutar la soledad.
F) Hacer sentir cómodas a las personas.
G) Planchar las rayas de los pantalones y las camisas, perfectamente rectas.

7 cosas que no puedo o no sé hacer

A) Seguir los planes que diseño para mediar entre los recursos de que dispongo y los objetivos que persigo.
B) Llegar puntual a todas mis citas, siempre acabo llegando con cinco minutos de retraso por lo menos (pero en este país de gente impuntual, no se nota tanto).
C) No desesperarme ante tareas de largo aliento, incluso si se que mis fuerzas me dan para concluirlas satisfactoriamente.
D) Dejar de escuchar una conversación ajena cuando estoy en un lugar público, sobre todo cuando es una pelea o se trata de confesiones y cosas peores.
E) Seguir el consejo de Joaquín Sabina, y no detenerme a invertir en quimeras.
F) Tolerar al intolerante.
G) Fingir que me interesa una conversación que me aburre mortalmente, lo cual no es bueno cuando estás con personas con más poder que uno.

7 cosas que digo frecuentemente

A) “Evidentemente”
B) “Yo en tu lugar…”
C) “¿Sabes que es lo bueno de esto tan malo que te ocurrió?”
D) “Déjalo en mis manos…”
E) “Es una ilusión pensar que vas a encontrar el momento adecuado para hacer las cosas. Las cosas se hacen y punto”.
F) “¿Te acuerdas de la escena esa de aquella película en la que la actriz esa que no me acuerdo su nombre dijo un diálogo que iba más o menos así…?”
G) “¿Cuánto dinero le cuesta al país la estupidez humana?”

7 cosas que odio

A) Que la gente que aprecio no se atreva a correr contra sus propios límites.
B) Sentarme en cualquier lugar junto a niños que van con las manos llenas de comida, y cuya madre o padre están tan hartos, que se niegan a disciplinarlos. En momentos como esos, se extraña a Herodes.
C) Llegar al cine cuando la película ya empezó (y perderme incluso los cortos, porque una ida al cine completa debe incluir los avances de otras películas).
D) Ser injusto conmigo mismo.
E) Saber que no existe el infierno, para que finalmente sean castigadas las personas que han hecho cosas terribles y van a escapar ilesas de la vida.
F) Que un concierto empiece después de la hora pactada.
G) Que la gente sea tan estúpida como para no darse cuenta de sus propios prejuicios y limitaciones (esto aplica para mí mismo en primer lugar).

7 cosas que me gustan mucho

A) Ir al cine, sobre todo por la mañana cuando no hay gente y puedo imaginar que soy un aristócrata que no tienen necesidad de trabajar porque sus inversiones le están generando intereses a cada minuto que pasa.
B) Las discusiones bizantinas (sobre cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler o cuestiones igual de fundamentales para el funcionamiento de la economía mundial) con amigos bizantinos.
C) Platicar con niños inteligentes que se comportan como niños y no como adultos chiquitos.
D) Descubrir que he completado una tarea que pensé que no podría realizar.
E) Saber que a otras personas les gusta estar conmigo.
F) Reírme hasta que me duela el estómago y se me acalambre la quijada.
G) Poner el punto final en un texto que me ha costado mucho trabajo.

[Tomado el ejercicio, sin autorización, del blog de TNF25 (paracuando.blogspot.com), una bitácora muy divertida y emotiva que acabo de descubrir]

Monday, November 20, 2006

Los restos del resto de tu vida




Sólo hay una certeza en la vida: la muerte. La muerte sucede todos los días y nos deja un alivio muy grande cuando comprobamos que sólo nos ha visto, nos ha señalado con el dedo para dejar claro que estamos en la mira, pero ha decidido irse de largo y pillar al vecino, que quizá estaba descuidado cuando cruzó la calle o dejó que un dolorcito en el estómago se convirtiera en cáncer. La muerte ocurre a velocidades diferentes, como la propia vida. Hay quien se bebe en una noche toda la intensidad que ha reservado durante más de cincuenta años; hay otros que prefieren dosificar su existencia, y distribuirla a lo largo de más de sesenta años de existencia en el letargo y la anestesia. Lo mismo sucede con la muerte: la obsesión por la salud y el cuidado del cuerpo a lo largo de toda una vida, significan una negación de la muerte y el deterioro de lo que somos. Pero ese amor a la salud no es más que la imagen en negativo fotográfico de un miedo cuasi infantil a morir.

Sentimos pesar por la gente que muere después de una larga vida, sobre todo si nos ha tocado compartir con ellos un buen trecho de la misma. No duele tanto que, por ejemplo, un ser tan abyecto como Augusto Pinochet esté sufriendo la maldición de Herodes, viendo como su propio cuerpo se consume infectado por los parásitos de la culpa y el hedor de la irresponsabilidad política. Pero, ¿qué sucede cuando la muerte se presenta en el momento que no debía de presentarse, y en un tiempo en el que no le tenemos un aprecio particular a la vida? De eso, tan complejo y tan sencillo a la vez, se trata la última película de Francois Ozon: Le temps qui reste, es decir, El tiempo que todavía queda. El autor de obras tan estimables como 5 X 2, 8 mujeres, Bajo la arena o Swimming Pool, nos cuenta lo que le sucede a Romain, un fotógrafo de mucho éxito, instalado al final de sus veintes, con un amante de planta al que trata con la misma indiferencia que a su familia, y en cuyo vientre se está expandiendo un cáncer que lo va a matar en menos de un año. Como sucedía en La panza del arquitecto de Peter Greenaway, mientras que los cuerpos de las modelos que retrata están llenos de vida y por ello mismo pueden permitirse toda clase de frivolidades, el vientre de Romain sólo está preñado de muerte.

Ozon no disfraza el dolor que significa para una persona ser enfrentada súbitamente con la certeza de su propia mortalidad. Pero tampoco puede sobredimensionar el impacto que la noticia del cáncer terminal tendrá en una persona que no se siente particularmente cómoda en el mundo. Uno de los capítulos más hermosos de Los Simpson es aquél en que Homero ingiere pez globo mal cortado, y piensa que le queda menos de un día de vida. Homero hace su lista de cosas pendientes antes de morir, y las va cumpliendo una a una con su natural torpeza, sólo para darse cuenta de que si ha podido ser tan irresponsable en el mundo es porque se encuentra rodeado de una familia que lo quiere a pesar de sí mismo. Lo mismo hacía el personaje de Sarah Polley en la película de Isabel Coixet, Mi vida sin mí. En La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos, el personaje de Bruno Ganz hallaba una pequeña tarea que cumplir antes de internarse en el hospital, ayudando a un niño albano a cruzar la frontera. Y lo mismo puede decirse de la familia Fisher, de Six Feet Under, a quien cada muerte recibida en su pequeña agencia funeraria les significa un poco más de aprecio por la vida. Pero, ¿qué significa la muerte para una vida sin propósito y que nunca ha considerado que estar vivo tenga algún valor?

Romain no pierde el tiempo o, más bien, no sabe cómo invertir el poco tiempo que le queda. Cumplir listas de cosas que no ha hecho no es una opción; tampoco derrumbarse en brazos de quienes parecen amarlo hasta el momento. Lo que intenta hacer es darse cuenta de en qué lugar está parado, para poder dejar el mundo al menos con esta pequeña conciencia que la mayoría de los seres humanos nunca alcanzarán. En su ayuda, está su cámara fotográfica, que le permite capturar las imágenes de las que quisiera formar parte (la abuela, ese tótem del cine que es Jeanne Moreau, por ejemplo), pero de las que se halla demasiado distante a causa de una indolencia frente a la vida. Las imágenes que ha tomado a lo largo del día, vistas en la soledad de su apartamento, pueden empezar a resultar menos ajenas. Pero ya es muy tarde para Romain. Él ha iniciado el camino de la reconciliación con el mundo, de encontrar su lugar en un mundo del que se creía ajeno, pero el tiempo que le queda por delante no es mucho. Y si no puede completar la tarea de la redención, por lo menos concentrará todo su esfuerzo en tenderse sobre la playa, solo y sin disfraces, para encarar la soledad en que de hecho se encuentra. La muerte ya no da tanto miedo cuando se reconoce como algo no muy diferente de la vida. Y Romain sabe, poco antes de morir, que nunca estuvo tan vivo como el hijo no nacido que acaba de engendrar para una pareja de desconocidos.

En su película sobre la solidaridad como valor enarbolado por los revolucionarios franceses del siglo XVIII, Tres colores: Rojo, Krzysztof Kieslowski llegaba a una conclusión trágica sobre el sentido de la muerte en el mundo moderno. El accidente de un ferry que va de Suiza a Inglaterra reúne a los protagonistas de las dos películas anteriores sobre los colores de la bandera francesa. Como un “acto de Dios”, Kieslowski reúne a estos personajes que se han cruzado constantemente, incluso rozado, a lo largo de la trilogía, pero que no han llegado a sospechar que se conocen. Decía Kieslowski que el detonador de esta última parte de la trilogía de los colores fue un poema de Wislawa Szymborska titulado, precisamente, “El amor a primera vista”, en el que ella habla de lo maravilloso y lo trágico que es que dos personas que se descubren enamoradas llevaran mucho tiempo antes rondándose y aproximándose sin saberlo. Quizá, ambos pusieron la mano en el mismo picaporte sin darse cuenta. Tal vez los dos hojearon el mismo libro en la biblioteca, con sólo unos días de diferencia. Pero el amor sirve, de acuerdo con Kieslowski y con Szymborska, para olvidarnos el hecho fundamental que nos hermana como seres humanos y que tendría que ser la fuente primaria de la solidaridad: saber que hasta el momento hemos escapado de la muerte.

Somos iguales, porque poseemos el mismo terror infantil y primigenio frente al no ser, frente a la no existencia. El tiempo que nos queda, es muy poco. Como nos sabemos falibles, el resto de nuestros días es contemplado desde el presente como un puño de cenizas que el viento poco a poco va dispersando. Quizá, sin darnos cuenta, somos como los sobrevivientes de un naufragio que están tan asustados por la proximidad de la muerte, que no saben valorar el puño de días que les quedan por delante.

Saturday, November 18, 2006

El carnaval en los días del fin del mundo

En su estudio sobre el surgimiento de la opinión pública burguesa (Historia y crítica de la opinión pública), Jürgen Habermas apunta como una de las manifestaciones del principio del fin de la época monárquica, la celebración del carnaval previa a la cuaresma en los países católicos. En estos días, nobles y plebeyos se mezclaban, al amparo de las máscaras y los disfraces, en los días en que Jesús no estaba presente en la tierra, para entregarse a todo tipo de excesos y conductas prohibidas por la Iglesia. Y es que así ha sido siempre: el pecado existe porque hay un orden institucional y nada divino que lo define por oposición a la virtud y el comportamiento moral. En los días del carnaval, el diablo se hace con el control de las almas y ensaya una representación del fin del mundo.

La última película de Arturo Ripstein, El carnaval de Sodoma, tiene como punto de partida, como buena parte de su cine reciente, la representación del fin de un orden cuidadosamente construido en el encierro y que empieza a resquebrajarse cuando la realidad del exterior empieza a filtrarse. En este caso, se trata del Royal Palace, el decadente burdel que preside una pareja de asiáticos, ubicado frente a la Catedral de La Vega, desde la que el Padre Cándido predica el cierre del antro de vicio y perdición, esperando que esta obra pía sea suficiente para convertirlo en santo y que al morir su carne no se corrompa. Las aspiraciones del Padre Cándido son profundamente sacras, pero el mundo trastocado en el que le ha tocado vivir lo hace anhelar la majestuosidad del Vaticano al tiempo que se niega a ofrecer la absolución a los habitantes del Royal Palace, cuyas almas considera perdidas de antemano.

En el burdel vive una corte de los milagros integrada por prostitutas y perdedores que parecen escapados de muchas de las anteriores películas de Ripstein. Allí está la prostituta que sufre al pasarse las noches en blanco y sin clientes, porque por el pueblo se ha corrido la voz de que estar con ella atrae la mala suerte. Allí vive la china Lulú, perdida en sueños de opio en los que se imagina que su esposo no la maltrata y que el cielo le ha regalado los hijos que tanto anhela. Al burdel lo ronda Ángel el Angel, un alcohólico desencantado que a lo único que aspira es a que le rompan la cara a golpes, para sentirse un poquito vivo de nuevo. También está Edoy, el poeta que escribe endecasílabos sobre flores que no conoce, para un concurso literario nacional en el que sólo se inscriben tres personas. Tora es un revolucionario profano que afirma que los orgasmos que se consiguen en el Royal Palace son mejores que cualquier triunfo del proletariado. Y, finalmente, como un fantasma que recorre el burdel, está la mítica presencia de la Princesa de Jade, a quienes todos dicen haber poseído en la mejor de las noches de su vida, pero que se ha esfumado a la mañana siguiente sin dejar huella. Sin embargo, en la escala litúrgica del Padre Cándido, los habitantes del Royal Palace tienen un rango todavía menor que los africanos, y merecen el sufrimiento eterno de vivir en un infierno que se parece mucho al carnaval que precede a la destrucción del burdel.

Cada nueva película de Ripstein es, al mismo tiempo, idéntica y diferente a las otras que integran el conjunto de su filmografía. El carnaval de Sodoma comparte las ansías de apurar el fin del mundo de los personajes de El evangelio de las maravillas; también evoca el infierno cerrado que es el burdel de El lugar sin límites; además, a la película la permea ese humor amargo que marca el ritmo de la tragedia griega en Así es la vida… Es la misma película, pero también es diferente. Ahora la inspiración no es sólo una idea de Paz Alicia Garciadiego, sino la novela de Pedro Antonio Valdés que ella ha adaptado. Cuando leí Carnaval de Sodoma, y sabiendo que Ripstein estaba filmando la película, no dejaba de intrigarme la forma en que Paz Alicia resolvería visualmente los delirios de los parroquianos en torno a la Princesa de Jade, las apariciones de santos al moribundo Padre Cándido o, incluso, los malabares eróticos que sólo tienen cabida en el Royal Palace. Pero la película es una creación radicalmente diferente de la novela. Y como siempre sucede con la dupla Ripstein-Garciadiego, la fuente de inspiración es sólo eso, el punto de partida para una construcción absolutamente personal.

Debo decir que la película me pareció menos afortunada que obras mayores como El lugar sin límites, Principio y fin o Profundo carmesí, pero no por ello dejo de encontrar momentos de genialidad en ella. La descripción del ritual sadomasoquista de los chinos dueños del burdel me parece una de las historias de amor y violencia más conmovedoras en la obra de Ripstein, y se parece mucho a lo que él contaba en Mentiras piadosas. La gracia con que María Barranco interpreta el personaje de la prostituta que da mala suerte, es insuperable. La ironía con que Fernando Luján evoca la doble moral de los curas que predican en cada esquina de las calles de la Ciudad de México, se convierte en un ejercicio de subversión política. La música deslavada de David Mansfield no podría ser mejor rúbrica para este ritual del fin del mundo que se cumple puntualmente. La fotografía y la dirección de arte integran una unidad, y ya no puedo dejar de imaginarme que, de existir, el infierno tiene que ser del color y la textura de El carnaval de Sodoma. La película tiene, a su favor, un saludable sentido del humor que permite a Ripstein tomar distancia de lo narrado y volver entrañables a sus criaturas grotescas. A diferencia de sus otras películas, el humor y no el dolor, es el rasgo principal que nos permite reconocernos en los parroquianos del Royal Palace. Finalmente, Ripstein ensaya, como hizo en La mujer del puerto, una estructura a lo Rashomon, en la que las dos últimas noches antes de que cierren el burdel son contadas desde cinco puntos de vista diferentes. Los hechos son los mismos, pero las voces que los relatan se contradicen y se complementan a cada momento. No obstante, creo que la película puede resultar confusa para quien no haya leído la novela.

Ripstein ha dicho que no es el director favorito de nadie, y que esto le permite una libertad creativa inusual. Quizá lo que digo sobre la película no sea tan objetivo, siendo la obra de Ripstein uno de los pilares de mi educación sentimental y de la formación de mi gusto cinematográfico. Vamos, que a los ojos del enamorado, el objeto de la pasión siempre es más hermoso que en la realidad. Pero no puedo dejar de sentir una curiosidad morbosa por ver cuál será el nuevo paso en una obra polémica, que se ha construido a contracorriente de las modas, y que no tiene pudor en desatender las críticas y las quejas de quienes afirman querer ver en el cine una realidad que no sea la que ven todos los días en la calle. Quizá el propio Ripstein se halle atrincherado en su carnaval, esperando que las paredes de su universo cinematográfico se colapsen en cualquier momento. Pero mientras eso sucede, y mientras la vida duela, seguiré fumando y esperando la próxima película de Ripstein.

P.D.: ¿Es mi imaginación o los problemas para publicar y dejar comentarios son más agudos con la versión Beta de Blogger?

Friday, November 17, 2006

Concerning the UFO...

Últimamente ando un poco carente de objetivos concretos, navengando a la deriva pues. Así que me he propuesto como meta del día de hoy difundir la palabra de Sufjan Stevens...





Se viene días de mucho trabajo, en el que terminar la tesis antes del 1 de diciembre me dará la posibilidad o no de darle la vuelta a la página y avanzar a lo que sigue. Si no es así, me temo que terminaré el año con un cadáver escondido bajo la alfombra, que tarde o temprano empezará a oler mal. Deséenme suerte, que la cuenta regresiva ya empezó...

Monday, November 13, 2006

Sangrar, aunque el corazón esté seco...



Estos días se han estrenado en la Ciudad de México muchas películas, si no de producción mexicana, si facturadas por cineastas mexicanos. Hace unos días “La virgen de la lujuria” sólo resistió la semana de rigor en cartelera. “Efectos secundarios” afortunadamente sigue en los cines, demostrando una inusual capacidad de comunicarse con el público. “Las vueltas del citrillo”, del gran Felipe Cazals, llegó con quince copias que pagó una sociedad cooperativa formada por algunos de sus actores. “Babel” y “El laberinto del fauno” no tendrán problemas para continuar en cartelera, no tanto por sus valores estéticos, sino por todo el aparato publicitario que tienen detrás. Frente a estas propuestas dispares y producto más del esfuerzo individual que de circunstancias económicas y culturales favorables, ¿qué decir del estado de salud del cine mexicano?

Wittgenstein decía que el lenguaje es como una ciudad que ha crecido desordenadamente: podemos reconocer una plaza central a partir de la cual fue extendiéndose hacia la periferia, y vemos cómo los vecindarios definidos por la arquitectura de una época van siendo tomados por estilos nuevos o, incluso, por la ruina y la convivencia promiscua de referencias culturales diversas. Pero no se puede detener el avance de la ciudad. Una ciudad es muchas ciudades, con edificios construidos sobre las ruinas de vecindades o cantinas. Y eso no significa que exista una suerte de ciudad arquetípica, a la que el paso del tiempo simplemente se encargaría de arruinar. Así es el cine mexicano. Entre los tótems que significaron Fernando de Fuentes o el “Indio” Fernández”, se instaló un templo herético en el que Buñuel oficiaba. Después, este templo fue remodelado por gente como Cazals, Ripstein o Jaime Humberto Hermosillo, para que pudiera ser habitable por sus propias y personales obsesiones. Con el cambio de siglo, muchas nuevas habitaciones se han construido en esta ciudad, que ya es indiferenciable de las imágenes que la han capturado en el cine.

Hace más de diez años, el gobierno fabricó una etiqueta, la del “nuevo cine mexicano”, para agrupar a cineastas que tenían en común un deseo por reactivar la industria nacional al margen de la burocracia y la censura. Hubo muchas propuestas interesantes, otras no tanto, e incluso algunas francamente fallidas. Alfonso Arau maquiló el éxito internacional de “Como agua para chocolate”. Otro Alfonso, éste de apellido Cuarón, tuvo la audacia de tratar en clave de comedia el tema del VIH/SIDA, y se preocupó por darle a “Sólo con tu pareja” una factura técnica inusual en aquella época. Dana Rotberg, que sólo realizó una película más después, hizo “Ángel de fuego” y exploró el tema del sincretismo religioso en clave paródica. El hoy mundialmente reconocido Guillermo del Toro filmó “Cronos”, reviviendo el género del cine fantástico que tanto arraigo tuvo en México en la década de 1970. María Novaro filmó en “Danzón” la educación sentimental de una generación que creció en los salones de baile. Muchos de estos jóvenes cineastas nunca volvieron a filmar. Los veteranos, contra viento y marea, continúan esforzándose por hacer cine en un país donde cualquier muestra de creatividad lo vuelve a uno sospechoso de disidencia.

Una evaluación de los años recientes no nos deja un saldo tan interesante como el de este “nuevo cine mexicano”. Una devaluación monetaria de por medio, la conversión del boleto de cine en un artículo de lujo y la falta de una política cultural responsable durante los últimos dos sexenios, han hecho sus estragos en el cine. Sin embargo, el cine mexicano sigue vivo, aunque su salud no sea la mejor. En los últimos años he sentido curiosidad por seguir la trayectoria de cineastas debutantes como Julián Hernández (“Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor”), Iván González Dueñas (“Adán y Eva, todavía”), Fernando Eimbcke (“Temporada de patos”, por mucho, la mejor película mexicana de los último años), Jorge Aguilera (“Seres humanos”, injustamente desapercibida), Ignacio Ortiz (“Cuento de hadas para dormir cocodrilos”) o Juan Carlos Martín (“Gabriel Orozco”). Mientras la mayor parte de la ciudad, para continuar con la metáfora de Wittgenstein, se cae a pedazos y se anegan sus calles, hay algunos espacios cuya lozanía puede permitirnos soñar que no todo está perdido. Aunque la savia ya no corra tan fluidamente por sus venas, el árbol del cine mexicano sigue produciendo retoños. Aunque el corazón ya no bombee con la misma fuerza, si rascamos un poco la piel, nos encontraremos con sangre tan roja como la de las mejores épocas.

Ante la falta de recursos económicos suficientes, los cineastas han tenido que hacer acopio de ingenio para seguir contando sus historias de una manera original. La teoría francesa del cine de autor acuñada en la década de 1960, señalaba que el sello de un director en su película debía ser tan reconocible como su propia caligrafía. Por eso es que la actitud de Hermosillo sigue siendo heroica, ahora que ha descubierto el video digital de alta definición y ha declarado tener tantas ganas de experimentar como en su juventud, pues ya no se enfrenta a la presión de la taquilla y el presupuesto. Pero aunque el formato sea digital, Hermosillo y sus temas recurrentes siempre serán los mismos. Por su parte, Fernando Eimbcke hizo un ejercicio de sensatez para pensar qué tipo de película se podía hacer en un país como México en estos días, cuando son muy pocos los que se atreven a experimentar el cine que no venga de Estados Unidos. El resultado fue “Temporada de patos”, crónica existencial de un domingo por la tarde en Tlatelolco, filmada en blanco y negro, con pocas locaciones y un guión de hierro en su estructura narrativa y la definición de sus personajes. Frente a propuestas como la de Hermosillo y Eimbcke cabe preguntarse si la salud del cine mexicano no reside tanto en la disposición de recursos económicos como en el ingenio necesario para sortear cualquier tipo de obstáculo.

“Sangre”, de Amat Escalante, me hizo repensar de nuevo lo que significa hacer cine en estos días, se sea mexicano o de cualquier otra nacionalidad. Se pueden tener los mejores presupuestos y a los actores más eficientes para interpretar un guión (allí está “Babel” y la presencia de Cate Blanchet para demostrarlo, o “Children of men” y la actuación de Julianne Moore), pero ¿cómo decir algo nuevo en el contexto de un arte que es demasiado joven, pero al mismo tiempo tan dependiente de las estructuras narrativas del siglo XIX? Amat Escalante, sin duda, lo hace. Escalante toma una historia anodina, la de un matrimonio que practica el sexo con la misma indiferencia que ve la televisión, coloca en su centro dramático el suicidio de uno de los personajes, para concluir su narración sin explicar nada más de lo que muestra en pantalla. Los personajes no expresan gran cosa con la mirada o los diálogos y, sin embargo, sabemos que están plenos de emociones y de cosas no dichas. Sabemos que si no lloran o se desgarran, no es porque no tengan nada que decir, sino al contrario: precisamente, viven en contextos que los obligan a despersonalizarse y anular su individualidad para seguir funcionando y ganar el pan de cada día. Y, sin embargo, la mirada no es sociológica, ni Escalante reduce el aplanamiento emocional de sus personajes a una carencia de recursos. La obra es tan compleja como molesta. La película tiene momentos hilarantes y, al mismo tiempo, hace que uno desvíe la atención de la pantalla para no seguir siendo partícipe de ese horror cotidiano que conocemos tan bien de primera mano. Los actores son inexpresivos si se los compara con Jack Nicholson o Meryl Streep, pero después de ver la película creo que ellos y no otros poseen lo rostros adecuados para contar esta historia.

Escalante es discípulo de Carlos Reygadas, y aunque sus visiones del cine se parecen mucho, el primero se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que el segundo sólo enuncia de manera incompleta. Escribo sin saber exactamente si “Sangre” es una gran película o una tomadura de pelo. Algo me dice que no es ninguna de las dos cosas, pero indudablemente sé que tiene una vitalidad y fuerza expresiva de la que la mayor parte del cine mexicano carece. Porque el árbol sigue sangrando, aunque pensemos que el corazón se ha secado…

Saturday, November 11, 2006

No satirizarás al profeta…





El País, 11 de noviembre de 2006.- Abdellah Derkaoui, de 36 años, se muestra algo abrumado ante tanta llamada y solicitud de entrevista por parte de la prensa de países islámicos. Este oscuro caricaturista de un diario oficialista marroquí, Al Sahara al Magrebia, que completaba sus ingresos ilustrando cuentos para niños, se ha convertido de sopetón en un personaje popular.

Su hazaña consiste en haber ganado el concurso de caricaturas sobre el Holocausto convocado por el diario iraní Hamshahri, pero patrocinado por el Ministerio de Cultura y de Orientación Islámica de Irán, para replicar a las caricaturas del profeta Mahoma, publicadas por el rotativo danés Jyllands-Poste, que suscitaron la ira de los musulmanes.

Hace una semana, Mohamad Hossein Zafra Harandi, el ministro iraní, proclamó vencedor al marroquí Derkaoui y afirmó: “El tabú se ha roto”. “La gente no deberá ya creer que poner en tela de juicio el Holocausto es un crimen”, añadió, según la agencia iraní IRNA. “En sus trabajos, los caricaturistas expresaron su odio contra los opresores y su amor hacia las víctimas” palestinas.

El Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel reaccionó inmediatamente, a través de su portavoz Mark Regev, lamentando que “el régimen iraní se haya sumado al coro obsceno de los que niegan el Holocausto” y algunos hackers israelíes emprendieron una ofensiva en la Red para evitar que los motores de búsqueda pudiesen localizar las viñetas vencedoras.

Derkaoui repite hasta la saciedad, sin embargo, que no niega el Holocausto. “Hubo un Holocausto y hoy día el pueblo palestino sigue pagando muy caro el drama que padecieron los judíos antes y durante la II Guerra Mundial”, señala a este corresponsal. “Eso es lo que explico en mi dibujo”.
En su viñeta, una grúa israelí construye un muro en torno a Al Aqsa, la gran mezquita de Jerusalén y tercer lugar santo del islam, con enormes piedras en las que está dibujada la entrada del campo de exterminio de Birkenau, adyacente a Auschwitz, las dos localidades polacas donde fue gaseado el mayor número de judíos.

“El muro es el que construye Israel, amparándose en la historia del pueblo judío, para aislar a los palestinos, para separar a unos palestinos de otros, para apartar a los palestinos de su tierra”, sostiene Derkaoui. “No soy partidario de echar a los judíos al mar, sino de que compartan con los palestinos una misma tierra”.

Derkaoui envió tres viñetas al concurso iraní y se llevó una “sorpresa” cuando supo que había sido galardonado con el primer premio. El embajador de Irán en Marruecos le entregará en breve un talón de 12.000 dólares (9.400 euros) y una estatuilla que representa a unos chavales palestinos que lanzan piedras con una honda.

No todos los marroquíes le han felicitado. La prensa francófona de Marruecos, la más liberal, ignora al galardonado o resalta la “estupidez” del concurso e incluso lo tacha de “ignominia”. “¡Qué insulto para esta gran religión que es el islam ser defendida de esta manera!”, escribe Aboubakr Jamai en el editorial del semanario Le Journal.

Los organizadores del certamen, que tienen la intención de reeditar la experiencia el año próximo, recibieron unas mil viñetas de 64 países, de las que 204 están expuestas en el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán. En segundo lugar, después de Derkaoui, quedaron clasificados empatados un brasileño de origen árabe, Carlos Latuff, y la caricaturista francesa ultraderechista Françoise Richard, que firma con el seudónimo Chard en el semanario Rivarol.

Latuff pintó a un palestino vestido con el uniforme a rayas y la estrella de David que llevaban los judíos en los campos de concentración. Aunque puede ser encontrada en alguna página web, la viñeta de Chard no fue divulgada por las autoridades iraníes porque su autora podría ser denunciada en Francia por antisemitismo. La caricaturista negó en un comunicado haberse presentado al concurso, aunque reconoció que el dibujo era suyo “pero estaba destinado a un uso privado”.

El legado perdido de la revolución














Una de las aportaciones más interesantes de Hannah Arendt consiste en hacernos conscientes de que el vocabulario que usamos para articular nuestras experiencias en el dominio de la política desempeña un papel fundamental en la definición de nuestras expectativas como ciudadanos. El vocabulario de la política ha incorporado términos que, en su origen, pertenecieron al dominio de la religión, la tradición premoderna o, incluso, la ciencia. Precisamente, uno de los conceptos fundamentales en la historia de las ideas políticas es el de revolución. Hoy la revolución evoca de manera tímida el furor que algún día sintieron los líderes que tomaron la Bastilla hacia finales del siglo XVIII, lo que derrocaron al zar ruso hacia principios del XX o quienes organizaron el movimiento Solidaridad polaco durante la década de 1980.

Durante la época que Arendt vivió en Estados Unidos (entre 1940 y 1970), la ideología revolucionaria hacía sospechoso de traición y antipatriotismo a cualquiera que enarbolara el ideal del cambio radical con la mediación de la fuerza de las armas o –en la vertiente romántica– la coerción de las ideas. Aunque está bien documentada la curiosidad con que la propia Arendt siguió los movimientos estudiantiles de liberación durante la década de 1960, a ella el interés por el fenómeno revolucionario se lo despierta, más bien, su evaluación particular de la forma en que las ideologías de izquierda y derecha pervirtieron los ideales de la Revolución Francesa y, en consecuencia, dificultaron el establecimiento de comunidades donde la autonomía política fuera una realidad. La promesa de la grandeza alemana implícita en la ascensión de Hitler al poder, así como la necesidad de depurar a las fuerzas de la revolución rusa de sus enemigos de clase, engendraron movimientos de violencia y desmesura que ninguna forma de civilización pudo contener. Para Arendt, la liberación de la tiranía acaba engendrando más violencia y opresión si de inmediato no se constituye un cuerpo político con leyes inclusivas y democráticas. Estas leyes, además de protegerlos frente a los excesos del poder, les permitirían a los ciudadanos tomar un lugar en el espacio público para la discusión de los problemas comunes.

En el marco del pensamiento religioso milenarista o las interpretaciones no democráticas de Marx, se llegó a la certeza de que cada acto de violencia secular, cada hecho que condujera a la progresiva degradación del ser humano, no haría sino acelerar el proceso histórico que de manera ineluctable nos conduciría a la revolución y, con la mediación de este evento de violencia destructiva, a ser partícipes de la eternidad o de la libertad respecto de la necesidad material. Desde este punto de vista escatológico, la revolución deja de tener un sentido humano, secular, en tanto cada evento histórico presente, pasado o futuro no admitirían más que la interpretación de ser síntoma, profecía o constatación de un hecho futuro –la revolución– sobre el que los seres humanos no tendrían ningún control.

Si bien es cierto que la revolución es un fenómeno que nos atañe en tanto compartimos con los revolucionarios modernos la convicción de que debemos ser capaces de ejercer nuestra autonomía política en todo momento, a partir de la caída del Muro de Berlín se ha experimentado una desconfianza hacia la revolución y la acción política concertada cuya forma exacerbada sería el fenómeno revolucionario. Es difícil imaginar una comunidad política donde puedan coexistir, sin fricciones, el conservadurismo político y la curiosidad hacia lo que Arendt llamó el legado perdido de la revolución, es decir, la lección sobre las potencialidades liberadoras de la humana capacidad de autodeterminación política. En este sentido, pensemos en lo que sucedió en Estados Unidos hacia 1950, cuando el senador Joseph McCarthy desató, en medio de una oleada anticomunista, lo que Arthur Miller retrató, de manera metafórica en su obra teatral El crisol, como una auténtica cacería de brujas. En épocas de conservadurismo –como la segunda posguerra en Estados Unidos o la de la presidencia de George W. Bush–, se vuelve incómoda cualquier rememoración de la revolución –a la manera de Arendt– como el evento que, primero, sustituye un régimen político caduco por otro más acorde con la libertad política y, después, intenta involucrar al mayor número posible de ciudadanos en la toma de las decisiones vinculantes.