Tuesday, December 25, 2007

15 películas que confirmaron la adicción por el cine durante 2007


4 meses, 3 semanas, 2 días
Cristi Mungiu

Luz silenciosa
Carlos Reygadas

Madeinusa
Claudia Llosa

The Queen
Stephen Frears

Fur:
An Imaginary Portrait of Diane Arbus
Steven Shainberg

Caché
Michael Haneke

Lights in the Dusk
Aki Kaurismaki

María Antonieta
Sofia Coppola

Zodiac
David Fincher

El camino de San Diego
Carlos Sorín

Borat:
Cultural Learning of America for Make Benefits Glorious Nation of Kazajstan
Larry Charles

Little Children
Todd Field

Gone Baby, Gone
Ben Affleck

The Darjeeling Limited
Wes Anderson

Los falsificadores
Stefan Ruzowitzki

15 discos que se usaron de soundtrack durante 2007



Our Love to Admire
Interpol

In Rainbows
Radiohead

Neon Bible
Arcade Fire

Night Falls over Kortedala
Jens Lekman

Sky Blue Sky
Wilco

Icky Thump
The White Stripes

Smokey Rolls Down Thunder Canyon
Devendra Banhardt

Armchair Apocrypha
Andrew Bird

All of a Sudden I Miss Everyone

Explosions in the Sky

Pocket Symphony
Air

The Magic Position
Patrick Wolf

Cassadaga
Bright Eyes

Volta
Björk

Release the Stars
Rufus Wainwright

Ma Fleur
The Cinematic Orchestra

15 canciones que se tararearon durante 2007


“Imitosis”
Andrew Bird

“Satan Said Dance”
Clap Your Hands Say Yeah!

“An End Has a Start”
Editors

“Weird Fishes/ Arpeggi”
Radiohead

“Friday Night at the Drive in Bingo”
Jens Lekman

“Mammoth”
Interpol

“Escríbeme pronto”
Instituto Mexicano del Sonido

“Battleships”
Travis

“Grace Kelly”
Mika

“Keep the Car Running”
The Arcade Fire

“Earth Intruders”
Björk

“Nantes”
Beirut

“Stars in Their Eyes”
Just Jack

“All my friends”
LCD Sound System

“The Magic Position”
Patrick Wolf

Y dos que me faltaron:

"A Bad Sun"
The Bravery

"Four Winds"
Bright Eyes

Monday, December 03, 2007

Quemar las naves

[Para el señor Jotch, por si está a punto de olvidar el camino de regreso hacia el punto donde inició el viaje, y pueda emprenderlo de nuevo tarareando una canción de Andrew Bird]


#45.2 - Andrew Bird - Weather Systems
Cargado por lablogotheque


Pongámonos por un momento en los zapatos del saqueador y asesino: frente a un continente nuevo, América, preñado de riquezas, Hernán Cortés seguramente sintió que sus manos eran demasiadas pequeñas para tomar por sí mismo todo el oro y la sangre que se encontró en su camino. Con la codicia reflejada en sus ojos, pero también con el temor y la certeza de que era su deber entregar el nuevo territorio a la corona española como guías de sus acciones, Cortés decidió que su única opción era mancharse las manos de sangre. Pero también pongámonos por un momento en los zapatos de quien súbitamente se encuentra frente a un umbral que separará lo que ha sido su vida hasta ese momento de lo que ésta será en el futuro: quien ha de cometer un crimen de proporciones terribles, asegura Borges en su cuento “Emma Zunz”, también debe imaginar que éste ya ocurrió y que ya se vive con las consecuencias de ese acto sobre la espalda. Así describe Borges el estado de ánimo de Emma Zunz poco antes de asesinar al asesino de su padre: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que lo forman”.

Sólo así, con la conciencia del futuro integrando el propio presente, uno puede dirigir sus pasos hacia ese momento terrible que, de otra forma, se iría posponiendo de manera indefinida; sólo con la certeza de que el acto genocida no podía retardarse, Cortés pudo convertir en virtud a su cobardía; sólo imaginando que el crimen que iba a hacer justicia a la memoria de su padre ya era parte del pasado, Emma Zunz pudo planear los hechos mecánicamente, con una profunda conciencia de lo que iba a realizar, pero como si esos mismos pensamientos no fueran suyos y le pertenecieran a otra persona, a alguien con menos debilidad en el corazón para tomar decisiones drásticas y que tendrán consecuencias contundentes para otras personas. Aunque de ninguna manera la irresponsabilidad política de Cortés es comparable a la furia y el sentido de agravio de Emma Zunz, ambos personajes tuvieron que quemar las naves que les hubieran facilitado la huida de ese momento terrible en que sus fuerzas y su coraje iban a ser puestos a prueba. Quemar las naves, para no poder huir, para no tener forma de regresar a la seguridad de lo conocido, a vivir en el presente como si éste fuera una prolongación indefinida del pasado…

Quemar las naves es el hermoso título que Francisco Franco dio a la historia con la que, después de varios intentos fallidos, por fin debutó como director de cine. Como la mayoría de las primeras películas –y más en el contexto de una incipiente industria mexicana que no asegura a nadie la continuidad de su obra– se trata de una película excesiva, imperfecta, orgánica, pero que hunde sus raíces en la necesidad de contar una historia que, aunque de ficción y con personajes creados, es demasiado personal como para olvidarla en el cajón de los proyectos imposibles. La película de Francisco Franco –tocayo del Generalísimo– revela una escritura sensible, echada a andar para plantear más preguntas que las certezas que su creador puede ofrecer. Y es que Franco se coloca en la difícil posición de tratar de detener el instante que nos hace comprender que estamos dejando atrás la adolescencia –no importa que ocurra a los 15 o a los 30 años– para disecarlo y tratar de comprender cuáles son las medidas de nuestras fuerzas para responder al cambio: aquél momento en que se siente por primera vez en la vida la necesidad de cortar con el pasado, de simplemente quemar las naves para internarse en un territorio del que no se conoce la geografía pero que también ejerce una atracción –erótica, las más de las veces– imposible de resistir.

Quemar las naves narra la historia de dos chicos de no más de veinte años –y es imposible ver la película de Franco y no sentir nostalgia por la época en que uno se enamoró y odió con todo el corazón por primera vez–, cuya madre –cantante que conoció épocas mejores– agoniza y se convierte en el centro alrededor del cual gira el encierro en una casona que se cae a pedazos, en el lugar en el que probablemente yo elegiría para vivir si la Ciudad de México no me hubiera sorbido el seso desde que nací, es decir, Zacatecas. Porque Quemar las naves es, también, una declaración de amor a Zacatecas, la ciudad que siendo más o menos homogénea en su geografía, despierta siempre la imaginación en relación con la vida que a uno más le gustaría vivir. En Zacatecas, uno puede cerrar los ojos e imaginar que las montañas que rodean a la ciudad de repente se vuelven de agua y se vienen sobre nosotros como el mar que está tan lejos de este lugar; en Zacatecas, las hormigas pueden sobrevivir a la miel mezclada con veneno que alguien les ha puesto en el camino, porque finalmente ellas son testigo mudo del vendaval que integran nuestros pensamientos mientras bajamos y subimos por esos callejones de cantera rosa, que son siempre los mismos y siempre diferentes. Zacatecas es, pues, la ciudad de las posibilidades infinitas, sobre todo cuando durante la madrugada se apagan las luces de la catedral y, con la cabeza apoyada en la almohada, nos quedamos sólo con el fuego que alguien ha encendido en nuestra conciencia, para alumbrar la imagen que tenemos de nosotros mismos y que es muy diferente de cómo se contempla a la luz del día. En Quemar las naves, sucede la tragedia que acompaña a los deseos largamente acariciados pero cumplidos de manera inesperada: no saber qué hacer con la libertad que siempre ha sido posesión de uno, pero que no se había reconocido como propia. En esos momentos –como todos sabemos por experiencia personal– la acción antecede al juicio, los pies se mueven antes de que el cerebro les dé la orden, la rabia se hace con el control del barco y no nos importan los golpes que recibamos si sentimos que estamos moviéndonos de camino al futuro. Como puede verse, no es poca cosa lo que Francisco Franco se ha propuesto retratar en su primera película.

Me quedo con la idea que planea desde el principio de la película de Francisco Franco, y que se instala con toda su fuerza hacia el final de la película: la primera vez que uno experimenta en la vida la tentación de quemar las naves, tal vez no sea el momento adecuado para hacerlo. Quizá, la primera vez sea sólo una indicación de la medida de las propias fuerzas, de cómo uno tiene que tomar decisiones radicales, pero también hacerse responsable de sus consecuencias. Uno debe vivir siempre ligero de equipaje, con lo indispensable en el bolsillo –para mí, sería un puñado de canciones y las llaves de la casa de mis papás, porque a ese lugar siempre puedo regresar a lamerme las heridas, aunque de hecho ya no viva allí– y con la prudencia que sólo dan los falsos arranques en la carrera hacia el futuro y los golpes recibidos a destiempo, para poder reconocer el momento preciso –ahora, no ayer ni mañana– en el que uno debe quemar sus propias naves y reconocer que la única posesión es el suelo sobre el que se está parado.

Sunday, November 25, 2007

Yo no estoy allí


[Para el Juntacadáveres, quien siempre me hace pensar en cómo uno puede desatender la ley de la física que dice que uno no puede estar en dos lugares a la vez]

Han sido días extraños, pero a diferencia de otros también muy excéntricos, éstos han estado sobrecargados de ocupaciones y no ha sido el letargo permanente su rasgo definitorio. Retomo el ejercicio físico; vuelvo a la tranquilidad para aceptar que tengo que tener paciencia para soportar un trabajo que empieza a fastidiarme; vuelvo a escribir por placer, sobre aquello de lo que no tengo certezas definitivas, pero que me emociona más que el pequeño sector de la realidad por el que puedo moverme con comodidad; recupero la prudencia para evaluar cuáles son mis opciones si es que quiero dedicarme a lo que verdaderamente me gusta, a manejar mi tiempo de manera autónoma y poder decir, como la canción de Joaquín Sabina, que esta boca y todo lo que sale de ella son míos. La lectura de Martha Nussbaum (La fragilidad del bien) y de Yann Martel (Life of Pi) me han mantenido a flote más de lo que hubiera supuesto cuando me sitúe en la primera página de ambas obras. Mucho cine para un solo fin de semana, quizá demasiado: una película rumana terrible y hermosa sobre las consecuencias de la dictadura para la intimidad (4 meses, tres semenas, 2 días); otra húngara acerca de lo que significa vivir en una "zona gris" al interior de un campo de concentración (Los falsificadores), una más de Estados Unidos y construida alrededor de la fascinación por la música de The Beatles (A través del universo). No he cambiado mucho y, sin embargo, creo que entiendo un poco más el motivo de esa ausencia de ganas de quemar mis propias naves. No he logrado reconciliarme conmigo mismo y, no obstante, creo que soy un poco menos injusto respecto de mi persona que antes.

Y ahora me encuentro escuchando la banda sonora de la nueva película de Todd Haynes, I'm not there, en la que Eddie Veder, Cat Power, Antony and the Johnsons, Stephen Malkmus y Yo la tengo, entre otros, reinterpretan las canciones de Bob Dylan. Allí está la música del maestro Dylan -a quien alguien muy entusiasta y sensato propuso candidato para recibir el Premio Nóbel de Literatura. Es curioso, pero como Dylan en su película, en este momento yo puedo decir que, no obstante que soy quien ha vivido todas estas cosas excesivas, no estoy del todo parado en ese lugar en el que efectivamente me encuentro... I'm not there: una buena frase para defender y continuar el proceso siempre inconcluso de descubrir hasta dónde puedo llegar con lo que tengo en las manos, los bolsillos y la cabeza. No estoy allí, aunque mi esqueleto sea el mismo que soporta los movimientos erróneos y torpes de mis brazos. No estoy allí, aunque mi cerebro tenga, en ocasiones, demasiada condescendencia hacía mí mismo. Y, aunque no esté allí, sigo escuchando a Bob Dylan y pensando que hay muchas cosas que vale la pena esperar del futuro, entre ellas la visión de la nueva película de Todd Haynes...

Friday, November 23, 2007

Last Night

[Para Arizbet, porque seguramente escucharemos juntos el nuevo disco de Moby]

Para mí y si me pongo a hacer comparaciones, la noche de anoche fue mejor que otras, pero quizá también un poco sosa si hago memoria de aquéllas que han sido mis mejores veladas. Volver la mirada atrás, para hacer cuentas de lo que se ganó y se perdió la noche anterior, puede ser un ejercicio muy duro. Uno puede acabar diciendo: "¡No va más!", como Isabelle Hupert en la película del mismo título, sobre una pareja de apostadores compulsivos con profundas cuitas existenciales, en que la dirigió (una vez más) Claude Chabrol. Pero también es cierto que siempre cabe hacer apuestas "cuando la suerte ya está echada", tal y como gustaba decir Hannah Arendt a propósito de la incertidumbre que le provocaban las coyunturas políticas.

La noche de hoy es un recuerdo cuando ya se está en la noche de mañana. ¿Cuántos segundos caben en un minuto que se quiere extender indefinidamente, si la noche nos ha traído suerte? ¿Cuántos minutos le sobran a una hora que nos separa de rozar con los dedos aquello que imaginamos como la paz mental? ¿Cuántos segundos le sobran a un minuto que se desliza pesadamente por una noche que desearíamos no haber vivido? No lo sé... Pero quizá el Sr. Richard Melville Hall III si lo sepa, y por eso haya titulado a su próximo album "Last Night"... Una estupenda noticia para mí, que Moby por fin haya dejado un poco la comodidad y el placer que definen sus noches neoyorkinas y se haya puesto a trabajar en música nueva.

De acuerdo con Moby, Last Night es "una grabación más bailable y electrónica que los últimos discos, probablemente como resultado de todo el trabajo que he hecho como DJ últimamente. Y cuenta con muy interesantes invitados en las vocales. Mi favorito es el rapero que aparece en 'I love to move in here'. Se llama Granmaster Caz, y y fue uno de los creadores de 'Rappers Delight'. Él ha estado creando desde 1975, y estoy verdaderamente feliz de contar con él para mi disco"


Wednesday, November 14, 2007

Con un amigo como Patrice…



[Para Monsieur David, quien seguro sabe ser un mejor amigo de primera]


Cuando me preguntan qué género de películas me gusta más que otros, nunca se la respuesta precisa. Dependiendo del momento, puedo elegir el melodrama estadounidense de la época de 1950, la comedia humanista a la Frank Capra o ese género que resulta cuando la historia se reduce al mínimo –como en Luz silenciosa o El cielo dividido– y sólo queda lugar para el lenguaje del cine en estado puro, explorándose la subjetividad y su relación con el tiempo que transcurre y nos modifica de manera gradual, como la arenilla que se desprende de la piedra hasta hacerla desaparecer. Pero, pensando mejor la pregunta, creo que el género cinematográfico que más me gusta es aquel donde dos personajes radicalmente opuestos, al entrar en contacto, acaban modificando su existencia –ampliando los límites de su mundo– y disolviendo su cinismo respecto de la posibilidad de salir del aislamiento. Tal vez este género ni siquiera exista como tal, pero películas como las de Mike Leigh –Secretos y mentiras– o las de Paul Thomas Anderson –Punch Drunk Love– son una muestra de esa idea a la que me refiero: de la manera en que, a partir del acercamiento entre dos personas diferentes, surge una relación, desencantada y frágil si se quiere, pero de la que se desprende una especie de solidaridad, que es lo que distingue los espacios auténticamente humanos de aquellos donde priva la ley de la selva.

Si hay un cineasta que haya explorado el momento improbable y misterioso en que dos personas se descubren, y el subsiguiente surgimiento de la simpatía y el deseo de descubrirse ante esos ojos ajenos que uno empieza a sentir como propios, ese es el francés Patrice Leconte. Lo ha hecho a través de más de veinte películas que son inclasificables e irreductibles a una lectura exclusivamente genérica. Leconte ha explorado la comedia –Tango–, la pieza –Íntimos desconocidos–, el cine negro –El hombre del tren–, la reflexión histórica sobre el pasado para alumbrar algún elemento del presente –Ridículo– o el drama existencial –El marido de la peluquera. Todavía no sé si sea justo etiquetar estas obras –orgánicas y chispeantes como el humor siempre lúcido de Leconte, que se inició en un grupo de improvisación en los cafés de París– de esta manera, porque etiquetar cualquier cosa es suponer que la conocemos perfectamente para descubrirla en lo fundamental. Porque cada nueva visión de una obra de Leconte, revela gestos en los personajes que habían pasado inadvertidos la primera vez –como la mirada de dulzura amarga de Matilde en El marido… o la de compasión orgullosa de la otra Matilde de Leconte, la que interpreta Judith Godreche en Ridículo. En cualquier caso, cada nueva mirada sobre una película conocida de Leconte sedimenta una nueva capa de emociones e interpretaciones, pero siempre permanece allí, intacto y en el centro, el eterno tema del cineasta francés: la aproximación que, desde posiciones antitéticas, ensayan, fracasan y vuelven a intentar, dos personajes a quienes Leconte encuentra abatidos al inicio de su narración.

Mi mejor amigo
, la más reciente película de Leconte hasta que su imaginación le insufle deseos de escribir y filmar de nuevo, es una nueva mirada sobre el eterno problema de la solidaridad humana y de cómo allí donde es más necesaria –en medio del cinismo más desencantado– se vuelve más difícil de enraizar. Leconte, como siempre, se aparta del naturalismo o del realismo. Él no quiere narrar desde una perspectiva psicologista, ni explicarnos por qué uno u otro personaje toman tal o cual decisión. Su objetivo es menos pretencioso, pero acaso más difícil de lograr: como Esopo, escoge el género de la fábula y narra, con pocos personajes, y poniendo atención en el diálogo y en los intercambios verbales, lo que podría denominarse como una breve película sobre la amistad. Francois Coste (el gran Daniel Auteil) es un corredor de arte, súbitamente fascinado por una vasija griega fabricada para celebrar la amistad entre dos hombres y la promesa de uno de llenar con lágrimas la propia vasija tras la muerte del otro. Francois, solitario y expulsado de todos los círculos sociales que no impliquen una relación laboral, será retado por su socia para encontrar a fin de mes a alguien que pueda decir con toda propiedad que es su mejor amigo. De manera torpe, Francois se embarca en una reflexión sobre el significado de tener un mejor amigo, alguien que se sacrificaría sin más por uno, a quien no se le tendrían que explicar los chistes de los que nadie más que él se ríe, una persona que es capaz de cuidar las cosas más queridas por nosotros como si fueran de su propiedad. Y en el camino se encuentra con Bruno, un taxista de buen corazón a quien Francois identifica como una persona naturalmente simpática, es decir, lo opuesto de él mismo. De su relación con Bruno, Francois encontrará que un mejor amigo es inclasificable e indefinible, pero vital como la propia respiración. No me atrevería a decir más sobre la película de Leconte, tan deliciosa y breve como la cubierta de la créme bruleé, y tan incisiva y agradable como una fábula de Esopo. Sólo diré que me hubiera encantado verla en compañía de mi mejor amigo, a no ser porque a él el trabajo lo tiene secuestrado.

Wednesday, October 31, 2007

Ofrendas paganas

En El evangelio de las maravillas, mi película favorita (no la mejor) de Arturo Ripstein, se narra un caso de locura religiosa colectiva, iniciada por una chica que cree ser la reencarnación de la profeta que llevará a sus fieles a cruzar el fin del mundo sin daño alguno, más puros y más santos. Los fieles de la secta que retrata Ripstein anhelan cosas tan absurdas, tan pueriles y, por ello mismo, tan profundamente humanas como llegar a Disneylandia, el amor, la tolerancia, o un par de alas que de verdad soporten su peso de camino al cielo. Lo que me gusta de la película de Ripstein, entre otras cosas, es que él no establece una diferencia entre lo observado y la mirada que observa, entre el "adentro" y el "afuera" de la película, entre lo vivido y la mirada externa que juzga. "Afuera es feo": tal es la frase que vienen diciendo los personajes de Ripstein desde El castillo de la pureza para señalar su anhelo de huir del mundo, y en El evangelio de las maravillas -levemente inspirada por los sucesos reales del poblado michoacano de La Nueva Jerusalén- esta frase adquiere un sentido pagano, cuando lo que se trata de construir es una utopía que sea desafío y reciclaje de los dogmas de la fe católica. Siempre he pensado que ésta es la película que haría alguien dominado por la fiebre, en un estado de delirio total, mezclando de manera lúdica los elementos que definen el ideario religioso mexicano en un fresco sacado de las películas bíblicas hollywoodenses -esas que, desde hace mucho tiempo, ya no se filman. Particularmente, el personaje de la nueva profeta, Tomasa (Flor Edwarda Gurrola), me conmueve. Me conmueve la inocencia con la que se deja arrastrar por la locura colectiva, y la crueldad con que asume los rituales de La Nueva Jerusalén. Me conmueve sobremanera que ella quiera que la ofrenda pagana para su culto sean los tambores que golpean sin mucha destreza algunos de sus fieles. "Porque se siente muy bien la vibración del golpe del tambor, aquí, cerca de la panza. Se siente calientito, como cuando te acarician".

Siempre que tengo la oportunidad de escuchar música en vivo, no importa el color ni el sabor, me dejo llevar por esa sensación que produce en el diafragma la vibración de los instrumentos musicales. Se siente cálido, se siente bien, porque es la réplica física, telúrica, del placer inmaterial que está entrando por los oídos en ese momento. A manera de ofrendas paganas, comparto algunos de los momentos recientes en que he podido reproducir esa sensación de tambor golpeando aquí, cerca de la panza. Seguramente, en algunos de ellos puede percibirse cómo la locura colectiva de estos fieles paganos me hizo desafinar a todo pulmón para tratar de darle réplica a The Killers, a The Dandy Warhols, a Travis, a Keane, a Kings of Convenience y a Bloc Party. No están todos los que son, pero sí son todos los que están...

Tuesday, October 16, 2007

Escribir sobre Virginia Woolf y escuchar a Radiohead


The Hours
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Mi libro favorito, o al menos uno al que siempre vuelvo y que siempre encuentro misterioso y mío a partes iguales, es Mrs. Dalloway, de la gran Virginia Woolf. Lo que allí se propuso ella es tan simple, que sólo a una persona de genio se le hubiera ocurrido: contar 24 horas en la vida de una mujer, haciéndonos sentir que sus angustias y el flujo de su conciencia –no particularmente dramáticos unas ni otro– podrían ser los nuestros, aun y cuando nos situemos en una órbita radicalmente lejana a ese planeta que es Clarissa Dalloway y los satélites que nos circundan sean otros que el joven veterano de guerra Septimus y los amores de juventud que, en el caso de Clarissa, se debaten entre trascender el recuerdo y ocupar la realidad. Clarissa recorre las calles de Londres, preparando la fiesta que dará por la tarde y a la que asistirá buena parte de las personas que pueblan su vida, que definen los límites de su mundo y, también, que se erigen como el muro que ella siempre ha querido saltar –aunque su deseo permanezca callado y no haya trascendido la conciencia de esta mujer. El día que Virginia Woolf nos narra, empezó con el deseo de Clarissa de comprar las flores para la fiesta ella misma, y no dejar que los sirvientes que le resuelven todos los asuntos prácticos lo hagan, ni permitir que su marido le sugiera el arreglo que mejor combine con la decoración de la casa. Quizá, para Clarissa, comprar las flores ella misma sea un acto tan subversivo como tener un cuarto propio lo era para una mujer de principios del siglo XX y con pretensiones intelectuales. El día clave en la vida de Clarissa –ese en que se permite detenerse frente a cada esquina de Londres para entender por vez primera la complejidad del mecanismo que, por ejemplo, llevó al tendero a acomodar sus legumbres de una manera particular y, en ese acto de comprensión, sentir que puede paladear un instante de eternidad– concluirá con el peso de la levedad flotando en el ambiente de la fiesta que tan cuidadosamente ella ha organizado. Pero nadie más que ella, Clarissa –cuya conciencia Virginia Woolf conoce tan bien como para tratarla como el espécimen mas extraño y precioso de su colección–, puede seguir caminando hacia el esposo que se incorpora a la fiesta, haciendo como que el peso sobre su espalda –el peso de la melancolía– es tan ligero como las alas que conducen a Septimus a la locura, a la evasión del dolor y el horror que pueden producir manos humanas.

El punto de partida de Las horas, la novela con la que Michael Cunningham rinde un sentido homenaje a Mrs. Dalloway, a Virginia Woolf y al proceso que da origen a la escritura, es el mismo que el de ese día en la vida de Clarissa: el acto de comprar las flores uno mismo, de recibir flores de alguien a quien se ha aprendido a amar pero que sólo evoca la rutina y, finalmente, el acto de escribir sobre el significado de las flores para una mujer que parece tenerlo todo, menos salud mental para seguir adelante. La angustia y el flujo de conciencia que allí se exponen son los de tres mujeres, Laura Brown a mediados del siglo XX, Clarissa a finales del siglo XX y Virginia Woolf al momento de escribir Mrs. Dalloway. Virginia, contemplando el cadáver de un pajarito hembra tendido en el césped, a quien Cunningham describe como “una excéntrica con talento para escribir, sólo eso”. El acto de amor de Cunningham sobre Mrs. Dalloway sólo podría engendrar otras tantas historias de amor: la de Leonard y Virginia, la de Virginia y la tentación del suicidio, la de Laura Brown y su affaire con la renuncia a la responsabilidad que engendra el amor, la de la propia Clarissa y el poeta que la ama pero no la desea. Pero hay una última historia de amor recorriendo Las horas –la novela que uno de los personajes de Hable con ella tiene junto a su cama– de cabo a rabo: la de todos los lectores, reales o potenciales, de Virginia Woolf, quienes se atreven a intercambiar su mundo por otro –el de la ficción– que le es radicalmente ajeno y falso, pero que encierra más gotas de verdad que las relaciones superficiales que se pueden trabar cualquier día laboral. Cunningham es un apasionado de la música, y por ello mismo ha declarado que puede describir perfectamente el disco o la pieza musical que acompañó el nacimiento, la gestación y la conclusión de cada una de sus novelas. Para Las horas, el compañero privilegiado fue Radiohead y su hermoso OK Computer. Quizá porque la locura de Tom Yorke es muy parecida a la levedad del peso de la melancolía, porque en ese disco se narran torcidas historias de amor con uno mismo que acaban siempre en la decepción, y porque trasladado todo ese dolor a la propia conciencia, uno termina detenido en cualquier esquina de la ciudad donde se vive para contemplar –admirar, celebrar, extrañar, lamentar– el mecanismo que llevó a Virginia Woolf a escribir tan bien sobre la parte más oscura y densa del alma humana. Como si gradualmente, pero sin sorpresas –no surprises– y durante las 24 horas que dura un día común y corriente, se fuera llenando de agua la escafandra invisible que nos rodea.


Radiohead - No Surprises
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Friday, October 12, 2007

¿Por qué te vas?



Como dice Arkturo, el cerebro de los hombres que tararean “¿Por qué te veas?” por los pasillos de cualquier oficina es un misterio, en estado de coma o en cualquier otro estado. Y entonces sigue funcionando la recomendación de Almodóvar: Hablé con ella, con él, con nosotros, con ustedes, con ellos...

Es cierto: Nobody does it better



Nobody does it better
Makes me feel sad for the rest
Nobody does it half as good as you
Baby you're the best
I wasn't looking but somehow you found me
I tried to hide from your love light
But like heaven above me, the spy who loved me
Is keeping all my secrets safe tonight
And nobody does it better
Sometimes I wish someone would
Nobody does it quite the way you do
Why'd you have to be so good
The way that you hold me, whenever you hold me
There's some kind of magic inside you
That keeps me from running, but just keep it coming
How'd you learn to do the things you do
And nobody does it better
Makes me feel sad for the rest
Nobody does it quite the way you do
Baby, baby
Baby you're the best
Baby you're the best
Baby you're the best
Baby you're the best

[Como siempre, Thom Yorke tiene razón en materia de diagnóstico de las patologías del amor, sin las cuales éste es imposible. ¿Cómo se da cuenta uno de que se ha topado con alguien excepcional? Porque nadie más tiene esa capacidad para mover los estados de ánimo, para hacer pasar de la euforía a la depresión al individuo en cuestión... Escuchando el
In Rainbows, me acordé de este cover...]

Monday, October 08, 2007

Perfume de gardenías




El viernes pasado, como regalo previo de cumpleaños, me sirvieron con un golpe de nostalgia la certeza de que extraño demasiado el mar como para haberlo tenido lejos tanto tiempo. Terminé de trabajar con un grupo de mujeres muy generosas, a las que la junta local del IFE reunió para un curso de capacitación en derechos humanos, y me sobró una hora (que no esperaba, y por eso fue un regalo) para caminar por el Malecón del puerto. La última vez que estuve allí fue hace más de 10 años, con unos tíos, quienes se empeñaban infructuosamente en ese momento para que yo aprendiera a nadar. Nunca lo hice. Pero siempre me ha resultado extraño que la gente nade en el mar con la mayor tranquilidad, en un volumen de agua más grande que el que uno pudiera consumir a lo largo de toda su vida. Y como soy un cinéfilo patológico que no sabe diferenciar lo vivido de lo soñado y lo visto en la pantalla, caminando por el Malecón también me acordé de "Principio y fin", la película de Arturo Ripstein en la que Blanca Guerra y Bruno Bichir bailan una secuencia de súbita atracción sexual que se empieza a convertir en amor, en ese lugar y con la improbable música de fondo de "Perfume de gardenías", ese bolerito guapachoso, mustío y emotivo compuesto por Rafael Hernández. "Perfume de gardenías" va más o menos así:

Perfume de gardenia tiene tu boca
bellísimos destellos de luz en tu mirar.
Tu risa es una rima de alegres notas
se mueven tus cabellos cuál ondas en el mar.
Tu cuerpo es una copia de Venus de Citeres
que envidian las mujeres cuando te ven pasar.
Y llevas en tu alma la virginal pureza,
por eso es tu belleza de un místico candor.
Perfume de gardenia tiene tu boca
perfume de gardenia, perfume del amor.
Tu cuerpo es una copia de Venus de Citeres
que envidian las mujeres cuando te ven pasar.
Y llevas en tu alma la virginal pureza,
por eso es tu belleza de un místico candor.
Perfume de gardenia tiene tu boca
perfume de gardenia, perfume del amor.

Este es el fetiche musical de Ripstein por excelencia, y lo ha usado en casi todas su películas desde "El lugar sin límites" hasta llegar a "La virgen de la lujuria", película para la cual Leoncio Lara realizó una adaptación cuasi operática del tema. Sin quererlo, Rafael Hernández ha compuesto una oda al amor edípico, a la psique de todos los mexicanos que buscan, en la misma persona, una mujer tan santa como la madre y tan audaz como Blanca Guerra. A veces, Ripstein ha hecho de "Perfume de gardenías" un espacio para el encuentro entre los amantes, otras la ha vuelto la nota final de una relación que se termina con o sin violencia, e incluso la ha hecho cantar a un grupo de resentidos exiliados españoles que añoran no el amor de una mujer sino de un pedazo de tierra al que puedan llamar patria. Bailando “Perfume de gardenias”, los personajes de Bruno Bichir y Blanca Guerra iniciar un ritual de apareamiento que termina en la cama. Con grabadora en el hombro y casette en la mano, Bruno baila solo cuando Blanca le recrimina: “Yo necesito un hombre, y tú eres un hijo de familia”. Así es el amor, de abstracto y concreto, de sabroso y doloroso, de mustio y audaz. Por eso, cuando iba por el Malecón, con el teléfono móvil en mano, me imaginé que de nuevo escuchaba "Perfume de gardenías", para recordar mi amor edípico con el puerto de Veracruz...

Como Moisés


Coldplay - Moses
Uploaded by ernestgc


Qué bonito es descubrir que, como Moisés sobre el mar, alguién tiene el poder suficiente sobre uno mismo como para desafiar el marco interpretativo propio, para recuadricular el plano en el que se mueve todos los días, para hacerlo caminar por el lado soleado de la acera (no por el lado salvaje al que le cantó Lou Reed); en una palabra, es muy bonito, como Moisés sobre el mar, descubrir que se tiene el poder para aceptar que la felicidad es un cliché que se puede abrazar sin más, sin preguntas, sin pensar en dobles intenciones, sin tararear la canción del adiós antes de que siquiera haya empezado una historia común... Como Moisés, que abrió al mar en dos, y nunca se imaginó las dimensiones de su obra

Sunday, September 30, 2007

La fuerza de la voluntad



De acuerdo con Hannah Arendt, las facultades específicamente humanas –el pensamiento, la voluntad y el juicio– no son del todo naturales y, más bien, poseen una historia que puede deconstruirse. La más antigua de estas facultades es, por supuesto, el pensamiento, surgido según Arendt en el momento en que descubrimos que podíamos manipular la realidad en nuestra mente y componer ideas y objetos –por ejemplo, el centauro a partir de las imágenes mentales de hombre y caballo– que no tenían existencia previa. Por su parte, la conceptualización moderna del juicio habría surgido durante el Renacimiento, cuando el genio creativo del ser humano se encontró con que existía una comunidad de sujetos que se ocuparían de juzgar lo creado, de calificarlo o no como arte por derecho propio. El pensamiento produce mundos al interior de la conciencia, y el juicio trata de vincular esas ideas gestadas en solitario con las demás personas con quienes compartimos un espacio y tiempo específicos. Sin embargo, en un momento dado de la historia de las ideas, el filósofo descubrió que existía un desgarramiento al interior de la propia conciencia, resultado de desear lo que no nos pertenece, de anhelar lo que no se tiene, de languidecer mientras se adquiere certeza sobre la incapacidad de los propios brazos para arrebatar el objeto del afecto. Esta misteriosa facultad que desgarra al individuo desde el interior, tal y como lo consignó Arendt en La vida del espíritu, es la voluntad. El descubrimiento de la voluntad tendría un contexto preciso: la teología cristiana, que estableció un abismo entre los deseos divinos y los humanos, y le dejó bien claro al individuo que su salvación dependía no de que él mismo la quisiera sino, más bien, de que Dios así lo dispusiera por su voluntad inescrutable. El anhelo de lo que no se tiene, de aquello de lo que se carece, generó una incomodidad permanente en la filosofía occidental, que en lo sucesivo se esforzó por tratar de encontrar –por medio de la técnica, la ciencia o la política– una forma de acompasar los deseos y los resultados de las acciones de los individuos. Si los griegos antiguos definieron a la filosofía como el amor a la sabiduría, los modernos habríamos llegado a la conclusión de que ese amor implica posesión y que la voluntad es, sobre todo, voluntad de someter. No es casualidad que Lenni Riefensthal alguna vez declarara que el cine es la forma privilegiada de retratar la voluntad en movimiento.

Quizá ensayando una vía de acceso menos solemne al tema de la voluntad que la filosofía, por ejemplo través del cine, podamos entender por qué el deseo sigue siendo el fundamento de las revoluciones culturales y personales. El deseo se presenta de manera imprevista, y es capaz de reorganizar el espíritu de una época o la existencia de un individuo alrededor de su satisfacción. El anhelo de lo que no se posee, pero que se intuye su conveniencia, nos hace fácilmente cambiar de paradigmas, alterar rutinas, modificar la visión que tenemos de nosotros mismos. Descubrir a lo que se puede renunciar, las ideas que se pueden adoptar, para atenuar el deseo es motivo de perplejidad. Cuando la voluntad se topa con la negación del objeto del deseo, la frustración puede llevarnos a anhelar el cese del propio deseo, es decir, a abandonar la vida porque ésta se imagina incompleta sin la voluntad satisfecha. A diario la gente se enamora de las personas equivocadas, no es correspondida, y no atestiguamos la fuga masiva de individuos del mundo. Al contrario, la voluntad es una facultad tan misteriosa, que incluso la no satisfacción de sus deseos genera la esperanza de que en el futuro las cosas serán distintas. La voluntad es como la serpiente que se muerde la cola, portadora del veneno y el antídoto, pues nos convence de que el deseo siempre es incompleto por naturaleza y de que, aun así, vale la pena esforzarse por su satisfacción.

“Yo no elegí vivir, fue mi voluntad la que lo hizo”: esta es una de las líneas de diálogo más hermosas y terribles de El piano, la película que Jane Campion dirigió en 1992, para contar la historia de una mujer muda por decisión propia, que defiende a toda costa su forma inusual de comunicarse por medio de la música, y que en el camino despierta el deseo de un hombre que intenta comprar su cuerpo cuando en realidad anhela que éste se le ofrezca de manera voluntaria. El deseo, en muchas manifestaciones, atravesando a los personajes de diferentes maneras, mostrándoles siempre la vulnerabilidad a que los reduce: ésa es la materia prima de la película de Jane Campion.

Por supuesto que las grandes películas admiten muchas lecturas, pero siempre me ha intrigado la forma en que Jane Campion filmó una historia protagonizada por seres que establecen formas de comunicación inusuales, para dar expresión a un deseo que los sorprendió en el momento menos esperado. Y me gusta cómo la película transpira la idea de que el deseo siempre remite al abismo permanente de vacío existencial que nos define como seres con voluntad, que desean, y a quienes el logro de la meta no les trae la tan anhelada paz. A veces, como el personaje de Holly Hunter, uno se descubre imaginando la propia muerte, acariciándola muy de cerca, y siempre sacando la cabeza fuera del agua para tomar una nueva bocanada de aire, impulsados por la voluntad de vivir, pura y animal, que no admite mayor explicación. En ocasiones, como le sucede al esposo en la piel de Sam Neil, descubrir que el deseo no se dirige hacia nosotros, como quisiéramos, sino en una dirección completamente diferente, genera una rabia ciega, capaz de mutilar y destruir aquello que no se posee, y cuya comprensión está negada –el marido, antes que destruir a su esposa o a su amante, arremete contra el piano. O también es desconcertante descubrir, como hace el personaje de Harvey Keitel, que un trozo de piel que se muestra a través de un hoyo en la media puede ser más sugestivo que el cuerpo completamente desnudo, si la persona se ha vuelto un fetiche indisociable de la representación que hemos hecho de ella. Incluso, como a la chica que interpreta Anna Paquin, atestiguar cómo los propios deseos de venganza pueden ser satisfechos, genera una sensación de poderío que asusta a su propio portador.

Alguna vez leí una crítica negativa sobre la película, en el sentido de que los personajes de Jane Campion eran demasiado literarios y que El piano parecía la adaptación incompleta de La bella y la bestia, si ésta hubiera sido escrita por Emily Brönte. Personalmente, creo que esa es una de las mayores virtudes de la película. Efectivamente, todo parece muy literario, pero porque los personajes tienen una complejidad que permite suponer los fragmentos de sus vidas que no retrata la cámara de Stuart Dryburgh, y que los han colocado en esa situación particular de indefensión frente al deseo. Tal y como ocurre en esa secuencia de la película que empieza con un plano de la espalda y la cabeza de Holly Hunter y que, gradualmente se va acercando a su cabello anudado, para cortar inmediatamente a una toma aérea del bosque neozelandés en donde se desarrolla toda la película; como si la subjetividad de el personaje de Ada McGrath fuera tan imposible de aprehender como el intento de realizar un mapa de cualquier territorio en donde se ponen los pies por primera vez. La exploración del deseo que hace Jane Campion remite a muchos mitos y referencias culturales –el cantante de ópera alcanzado por el rayo, el hombre que coleccionaba las cabezas de sus mujeres, la represión victoriana, el aliento de las Brönte sobre toda la película–, pero ella lleva la pregunta acerca del afán de posesión de lo que se ama en una dirección que muy pocos se han atrevido a explorar: ¿y si el deseo fuera una artimaña del sentido de la sobrevivencia para obligarnos a seguir adelante, incluso en contra de la propia voluntad? A veces, uno no elige sacar la cabeza fuera del agua, sino simplemente se deja arrastrar por el deseo irrefrenable de dar una nueva bocanada de aire para imaginar, todavía sorprendidos por la fuerza de la propia voluntad, cómo sería yacer en el fondo del mar, si el peso de un enorme piano –o cualquier otro fetiche al que uno se aferrara para sobrevivir– nos arrastrara hacia el fondo sin remedio…

Saturday, September 22, 2007

12 segundos de oscuridad



En Happy Together, la película de Wong Kar Wai, una última estrategia para deshacerse de la tristeza consiste en colocarla en una cinta –mientras los demás bailan y no se dan cuenta de que en el fondo del salón alguien llora–, para encargar a alguien que empieza a querernos que la deposite en el fin del mundo. En el fin del mundo, lo más al sur que puede llegar un ser humano por su propio pie, existe un faro, que alumbra hacia la parte de la tierra que es habitable, y advierte a los viajeros de no internarse en el océano que se ha formado a partir de todas las lágrimas que la gente va a depositar allí. Por la noche, el faro alumbra la tierra y el abismo de tristeza en que se ha convertido el océano, con intervalos que Jorge Drexler ha calculado en doce segundos. Con una voz embaucadora y seductora a la vez, Drexler canta: “Un faro para sólo de día/ Guía, mientras no deje de girar/ No es la luz lo que importa en verdad/ Son los doce segundos de oscuridad”. En cualquiera de estas doce unidades que componen la falta de luz, uno podría extraviarse fácilmente en dirección del océano de lágrimas. Pero al finalizar esos doce segundos de oscuridad, la luz alumbra la promesa de encontrar de nuevo la tierra. Yo creo que me encuentro más o menos a la mitad de esos doce segundos de oscuridad…

Wednesday, September 19, 2007

La manera en que sumes la panza



Llega un punto en el que uno se puede aburrir a sí mismo de vivir bajo la eterna modorra que provoca la depresión. No es que cambien las cosas con las que es difícil cargar a diario, ni que de repente se le vuelvan a uno de acero los nervios, y sea más fácil lidiar con aquello que siempre nos saca de quicio. Eso no pasa. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que uno aprenda a convivir con el camello y la aguja, aunque ambos no encajen ni tengan nada que ver. De ciertas personas, a veces simplemente no se pueden soportar los insultos pasados de moda, las muecas innecesarias y la manera en que sumen la panza, y todo eso –acumulado– puede acabar provocando un ataque de nausea. Por un momento, tendría que intentar encontrar un estribillo bailable para acomodar todas las cosas que no tienen sentido, tal y como hicieron los muchachos del Quiero Club con esta maravillosa rolita, “Let Da Music Play”, que es un dulce venoso, como ciertas películas de Almodóvar y como ciertos momentos que nos obsequia el deseo de juntar el mundo propio con el de otra persona…

Tuesday, September 11, 2007

Todo sobre la sobrevivencia


Pensando un poco en las cosas que me gustan, en los lugares que frecuento cuando no me siento tan bien, en las rutinas de las que apartarme me pone en riesgo de perder el centro de gravedad, siempre regresó a Almodóvar y Todo sobre mi madre. La veo siempre que la necesito, y ayer recurría a ella como si no la conociera antes. Es una película luminosa, de la que me divierte mucho su sentido de la puesta en escena, plena de simetrías, de historias que se repiten en cuerpos diferentes y de gente que finge que es lo que realmente quiere ser. Me gusta su forma de asimilar la tragedia a la comedia, y de probar que el adolorido corazón humano, como pensaba Aristóteles, también es el centro donde reside la risa. Aunque el motor de la historia es la necesidad de saldar cuentas con el pasado, el dolor y la perplejidad ante lo que significa empezar de nuevo se complementan en los personajes que ha escrito Almodóvar, entregándonoslos con una suerte de conciencia infantil y rebosante de sabiduría ganada a golpes y obtenida de la osadía de dejarse la piel en besar siempre a la persona equivocada. Así es Manuela (Cecilia Roth), la madre que pierde a su hijo y se siente obligada a comunicarlo al padre que nunca se hizo cargo. También lo es Agrado (Antonia Sanjuán) y sus ansias de hacerle la vida placentera a las personas, porque nadie lo ha hecho con ella sin pedirle algo a cambio. A su modo, Rosa (Penélope Cruz) trata de ayudar a todo el mundo y de pasar la vida con una suerte de inocencia permanente que la convierte en el cordero pascual. Siempre equivocada, y siempre imitando a Bette Davis, Huma Rojo (Marisa Paredes) no sabe dejar de actuar, aunque ya haya bajado del escenario y no haya público que la observe. Y no podía faltar la mujer (Rosa María Sardá) que padece la maternidad mientras se dedica a falsificar a Chagall, y que no sabe comunicarse con una hija que es muestra de todo aquello que no comprende y a la que quiere, sin embargo, de una manera animal e instintiva. Almodóvar pinta a las mujeres de Todo sobre mi madre de todas las gamas del rojo: el casi morado que se hace en la piel cuando alguien nos golpea; el rosado de la sangre diluida en agua; el tibio bermellón que es como una invitación a dormir la siesta acurrucado en los brazos de quien sólo sabe querer y no aprendió a juzgar; y el carmesí en las mejillas sonrosadas de quien descubre que se ha vuelto objeto del deseo, casi siempre por una razón equivocada. No es que haya razones adecuadas y otras no para enamorarse; lo que si existe es gente que irremediablemente se enamora de las personas confundidas, para complementar su propia indecisión. Porque Todo sobre mi madre es una película sobre cómo recuperar la inocencia cuando ya no se puede contener más dolor; una obra acerca de lo difícil que es ser un poquitín listo y un poquitín bobo, si se está demasiado consciente de la manera en que las pasiones se le desbordan a uno a la menor provocación. Por supuesto, es una película sobre la tolerancia, sobre la forma en que las mujeres –los hombres que se visten de ellas, las actrices que actúan de madres, Gena Rowlands, Romy Schneider y las madres de carne y hueso– siempre tienen que habituarse a encontrarle un lugar a todas las cosas que la vida y los demás les lanzan. Como ser mujer –o intentar ser lo que uno siempre ha soñado de sí mismo en búsqueda de la autenticidad– sin morir en el intento. A su modo, Manuela es como las heroínas de corazón de oro que tanto gustan a Lars Von Trier: tiene la mirada de bondad extraviada de Bess McNeil (Emily Watson en Rompiendo las olas), posee el sentido de la justicia de Grace (Nicole Kidman en Dogville) y conoce del sacrificio como Selma Jezkova (Björk en Bailando en la oscuridad). Pero también es síntesis de otras chicas Almodóvar previas al éxito mundial de este chico nacido en un lugar de La Mancha: la madre dominada por el dolor, pero necesitada de trabajo para sobrevivir, que interpreta Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; la heroína que puede cargar con todo el peso del mundo en la espalda y siempre tener una sonrisa para los demás, como Verónica Forqué en Kika; la actriz porno a la que Victoria Abril, en ¡Átame!, permite enamorarse al final de un viaje que amenazaba con terminar en tragedia. Todas estas mujeres, o al menos algunos de sus rasgos, de sus lágrimas, de sus artimañas, de sus fingimientos, están presentes en Todo sobre mi madre. Y quizá por eso la película posee una capacidad inusual para tranquilizarme, como a Vivian Leigh la tierra roja de su finca le proporcionaba sosiego en Lo que el viento se llevó.

Thursday, September 06, 2007

Un año de buena fortuna




Estamos acostumbrados a pensar que la ética –no una ciencia ni una técnica– es el arte de vivir bien, de comprender aquellas formas de comportamiento que son auténticamente humanas y que implican un fortalecimiento de la autonomía y de la responsabilidad individuales. Pero también nos hemos habituado a pensar que este arte de vivir bien se define a partir de dos tipos de conductas que la ética prescribiría: la virtud y el vicio, y que cada uno de estos términos excluye al otro. Para la ética cristiana, por ejemplo, el tribunal que decide lo que es virtud y lo que es vicio no radica en el interior de la conciencia, sino que se localiza en la mirada de Dios que elige salvar a quienes no dudan en tomar el camino –casi siempre el más penoso, el más largo– que a Él los conduce. Entonces, la virtud se convirtió en lo opuesto del pecado, en el aliento divino que encarnado es capaz de derrotar al mal sin mayor problema.

Pero las cosas no siempre fueron así. En su libro La fragilidad del bien, La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum nos propone comprender la ética griega antigua a partir de una oposición totalmente diferente a la que divide a la virtud del pecado: pensando a la virtud como la forma de dominar, al menos de manera parcial, a la fortuna. De acuerdo con esta idea, para los griegos, la civilización se construye para tratar de crear cierto orden en el que sea posible la vida humana, sabiendo que la última palabra siempre está dada por la fortuna. Nussbaum cita uno de los más hermosos fragmentos de Píndaro para apoyar esta idea: el que se refiere a la vid, que necesita del cuidado, la luz, el agua y el suelo nutricio para crecer, pero que también requiere de un poco de buena fortuna para pasar desapercibida por quien la iba a pisar cuando todavía era demasiado joven para resistir. De la misma forma, la vida humana estaría necesitada de cuidados, de protección cuando somos más jóvenes y frágiles, pero también de no estar expuesta a aquellas catástrofes que no está en nuestras manos controlar.

La virtud enseña a los seres humanos que hay ciertos comportamientos –la búsqueda de la sabiduría, la justicia, la belleza– que fortalecen la vida frente a la contingencia, pero también despierta la gratitud en quien reconoce que su supervivencia dependió, en buena medida, del azar, de haberse salvado de la muerte cuando muchos no lo hicieron. En el contexto de la ética griega antigua, la virtud no es precisamente lo opuesto de la fortuna, pero si una forma de reconocer la medida de las fuerzas humanas y de hacer al individuo consciente de aquella parte de su existencia que debe al azar. Los griegos dedicaron buena parte de su teoría ética a trazar las coordenadas que permiten al ser humano transitar desde la naturaleza hasta la civilización, precisamente, para mostrar lo fácil que es extraviarse en este camino y naufragar por causa del azar y la fortuna.

Un individuo con suerte, de este modo, es quien está vivo para poder reflexionar sobre la forma en que sus fuerzas le permitieron dominar el azar, pero también quien reconoce lo inútil que es cualquier logro humano frente a la fuerza de lo que no está en su voluntad controlar. Aunque es responsabilidad completa de quien siente el amor relacionarse de una manera justa con la otra persona, correspondió a la suerte haber puesto a dos seres tan diferentes en un mismo camino. Siempre uno puede decidir si se comportara de manera moral o inmoral frente a los demás, pero existen circunstancias particulares –el campo de concentración es el ejemplo más evidente– que vuelven nebulosa la diferencia entre un acto de crueldad y un acto de supervivencia. Frente a la conciencia de lo mucho que el azar domina nuestras vidas y lo poco que significan nuestras fuerzas comparadas con aquél, lo único que nos queda como prerrogativa es la gratitud: agradecimiento por habernos cruzado en el camino de la persona amada y por no estar en una situación que nos obligue a decidir entre conservar la propia vida o tomar la de alguien más.

La conciencia del azar, también implica el reconocimiento de que la suerte en cualquier momento puede cambiar: de mal a peor, de mal a mejor o, simplemente, terminar consumiendo al organismo que hasta el momento había escapado a la muerte. De eso, precisamente, trata “Lucky”, para mi la canción más hermosa de ese bloque de reluciente mármol negro que es O.K. Computer, de Radiohead. Thom Yorke canta sobre la necesidad que todos tenemos en un momento dado de ser salvados del naufragio, de la angustia que resulta de reconocer lo diminutos que somos si nos comparamos con aquello que no podemos controlar y que acaba definiendo el curso de nuestras vidas. Pero en medio de tanta incertidumbre, de acuerdo con Yorke, uno todavía puede darse el lujo de sentir que la suerte puede cambiar; todavía es posible imaginar que todo lo vivido, por muy duro que haya sido, sólo es el preámbulo de algo mejor, de una cierta paz que nos haga olvidar que todo está perdido si nos entregáramos por completo a la conciencia del azar. Nadie puede vivir con los ojos permanentemente abiertos a la fragilidad de la vida humana. Asumir de manera plena que es el azar y no la virtud la constante en la existencia, simplemente nos haría perder la razón.

Uno de los capítulos más hermosos de la tercera temporada de Six Feet Under, termina con “Lucky” sonando desde una ventana de la casa de los Fischer, gracias a Claire. En ese momento de la historia de los Fischer, Nate se encuentra como sobreviviente de su naufragio personal, con muchos bienes y valores –entre ellos, una hija– que logró salvar del hundimiento. Nate simplemente despertó un buen día, con una vida a cuestas que no eligió de una forma completamente consciente. Para los ojos de su familia, la suerte le permitió conseguir una esposa y olvidarse por el momento de Brenda, establecerse en el negocio funerario y abandonar el sueño de cambiar las reglas del comercio mundial en una dirección más justa. Lo que aparece como buena fortuna desde el punto de vista de los demás, es un lastre para el pobre Nate. Sin embargo, la vida lo pilló tan cansado, tan enfermo de tantos cambios y tan repentinos, que está dispuesto a aceptar que es un chico con suerte. Por supuesto, con una fortuna que no es responsabilidad suya, con las bendiciones de la una vida que no eligió y recogiendo los frutos que no fue capaz de sembrar con anticipación. Pero, aun así, la buena fortuna le ha caído del cielo a Nate y él empieza a sentir, frente a la hoguera en la que se consume la vida tal y como él lo conocía, que su suerte siempre puede cambiar. Mientras tanto, la desgarrada voz de Thom Yorke repite incesantemente “I feel my luck could change”.

Mi posición se parece un poco a la de Nate Fischer en este momento. Tengo la suerte de haber sobrevivido muchas cosas que nunca me habría imaginado tendría la fuerza de soportar. Y he logrado la conciencia de lo poco que debo a mis propias fuerzas, y de que mucho de lo que soy en este momento es causa del azar y la contingencia. Y todavía tengo un poco de optimismo para pensar que, no obstante la hoguera en la que se consume buena parte de mi pasado, todavía mi suerte puede cambiar. Hace un año exactamente comencé a escribir en este espacio, y tuve mucha suerte de haber encontrado interlocutores pacientes para seguir mis pensamientos, la mayoría de las veces desordenados y caóticos. Hace un año, el 7 de septiembre de 2006, comencé a darme cuenta de que la comunicación humana, en cualquiera de sus formas, es un bien terriblemente escaso y que se debe agradecer cuando se produce de manera fortuita. En ocasiones, el azar me impidió escribir todo lo que quería y de la forma en que deseaba hacerlo. Pero este espacio es ejemplo de cómo a uno la suerte le puede cambiar de manera súbita. “I feel my luck could change". Mi gratitud absoluta a todos los que han llegado, acompañados por la voz de Thom Yorke, al punto final de este texto que pretendía hablar de lo que para mí ha significado un año de buena fortuna...

Monday, August 27, 2007

Dioramas de museo de historia natural


Uno de los más aventajados autonombrados hijos de Ian Curtis –y quizá a veces también uno de los más pretenciosos e impertinentes– es Paul Banks. Un buen día, este chico esmirriado de 32 años decidió que tenía derecho a cantar y rasgar la guitarra como el malogrado padre putativo. Desconociendo las advertencias de quienes le decían que la originalidad no era precisamente uno de los atributos de su música, que ésta se parecía demasiado a la que había creado el admirado padre, Banks creó a Interpol. Un par de discos, Turn On the Bright Lights y Antics, los colocaron en la cima de la fama y la fortuna. Y no pareció que tanta sombra, tanto canto desgarrado, conflictuara a Interpol con la luminosidad de los reflectores. No me imaginó a Curtis tan expuesto a la luz, sacado de su propia concha y obligado a hablar de los riesgos de soportar la fama.

Pero el hijo tiene la prerrogativa de asesinar al padre, y no sólo de manera simbólica, para hacerse un lugar en el mundo. El hijo tiene que encontrar una voz propia, que le permita hablar de su universo, a la medida de ese espacio que hará suyo por la fuerza. A veces la voz es más potente que la realidad que describe; en ocasiones, el canto se pierde en la inmensidad de un paisaje que no se puede abarcar con la mirada. Por eso la música necesita de la metáfora que, en palabras de Andrei Tarkovski, es el intento por reflejar el mundo entero en una gota de agua.

Si la música de Interpol es elocuente en algún aspecto, precisamente lo es en la composición de metáforas que son como dioramas de museo, donde los movimientos de los seres que los pueblan se han detenido para que los observemos con detenimiento, buscando los resortes de esos extraños rituales (a veces de apareamiento, otras de separación) que resultan a la vez tan extraños y tan familiares. Es en torno a la idea del tiempo congelado, de las intenciones contenidas, de las consecuencias no planeadas de los deseos más íntimos, que Interpol compuso su tercer disco, Our Love to Admire, presentado por su iconografía como un recorrido por un museo lúgubre de historia natural. Siempre estos lugares me han parecido fascinantes y atemorizantes a partes iguales: allí está el ciervo comiendo tranquilamente, mientras el predador lo observa a la distancia, conociendo el final lógico de la escena; también aparecen las crías del bisonte, felices de estar cerca de su madre y sin saber que no hay espacio ni recursos suficientes para que todos los hermanos sobrevivan; en una escena más puede verse a la grulla abriendo las alas para el vuelo, sin sospechar que el cielo es un falso decorado y que sus patas están fijadas con clavos a un estanque simulado.

De todas las canciones que integran Our Love to Admire, “Pace is the trick” es mi favorita. Se trata de una hermosa pieza –un diorama de museo con la sangre salpicando, congelada en plena caída– que se refiere, precisamente, a la difícil negociación de una tregua: la que ocurre en un campo minado al interior de un corazón lastimado. No es la paz de los estoicos, sino más bien la de los sepulcros: el tipo de quietud que uno anhela cuando está demasiado harto de tanto caos, de no poder controlarse uno mismo y olvidar que, a veces, es imposible remontar el vuelo sin desgarrarse las articulaciones que están fijas al suelo por la costumbre y la comodidad. Pero la paz de la que habla Interpol se parece mucho a la de estar muerto, a estar adormecido después de una lucha ardua con las cosas que queremos cambiar y no podemos, del miedo a volverse un autómata de respuesta inmediata. La paradoja es que la paz tiene sentido en contraste con lo vivo, con lo orgánico, con lo que no obedece reglas. Pueden ser más hermosos que la naturaleza misma esos paisajes artificiales de los museos, con animales disecados como los que aparecen en la portada de Our Love to Admire. Pero todo está muerto. Por eso todo es controlable: la pluma es lustrosa, el cuerno es imponente, el pelo se antoja acariciable. Cuando uno mismo se ha vuelto un ejemplar de museo –cuando el amor sólo existe allí para ser admirado por los visitantes ocasionales– hay que pensar de nuevo si esa es la paz que se anhelaba. Aunque la voz del hijo sea muy parecida a la del padre –y aunque los esfuerzos de Interpol por imitar a Joy Division estén destinados al fracaso– creo que “Pace is the trick” es una canción que vale mucho la pena, y que le gustara a todos quienes de niños entraban con iguales dosis de horror y curiosidad a los museos de historia natural…



Sunday, August 19, 2007

With a Little Help from My Friends…


En un ensayo titulado “With a Little Help from My Friends”, incluido en Thinking About the Longstanding Problems of Happiness and Virtue, Tony Kushner lleva su tesis sobre las ventajas de la solidaridad política al terreno de las relaciones afectivas. Como en otros momentos de su obra, Kushner afirma que el individualismo exacerbado, no en lo tocante a la defensa de las libertades, sino en lo relacionado con la forma en que las personas pierden su capacidad para sentirse dolidos por las injusticias que se cometen sobre otros, es la gran tragedia que amenaza con destruir la república estadounidense. Para él, una persona progresista no es quien cree en la posibilidad de lograr un mundo mejor, sino quien trabaja codo a codo con los demás para dar realidad a esa idea, que no es otra cosa que el anhelo de crear un mundo en el que quepan muchos mundos: un mundo que no se puede planear ni construir en aislamiento.

Tratando de explicar la forma en que la presencia de muchas personas en su vida durante los años de escritura de Ángeles en América fue crucial para la concreción de esta obra, Kushner llega a la conclusión de que ésta no habría sido posible sin la pequeña ayuda de cada uno de esos amigos progresistas que se fue encontrando a lo largo de su vida, y que se quedaron para volverla un espacio habitable, cálido y confortable.

Cuando era muy joven, algún amigo le sugirió a Kushner que su curiosidad por la literatura no era algo que debía ser reprimido sino, al contrario, cultivado hasta volverse el motivo central de su vida. Andando el tiempo, algún otro camarada a quien Kushner mostró sus primeros escritos le dijo que no estaban mal, pero que lo mejor de él estaba aún por venir y que tendría que seguir trabajando para lograrlo. En días de tristeza, varios sobrevivientes de sus propias tragedias personales –entre ellas la discriminación y la muerte por el VIH– le enseñaron a Kushner que siempre era posible fingir que no todo estaba perdido, que las cosas podían mejorar, en compañía de los amigos adecuados. Y un buen día, otro amigo retó a Kushner a escribir una obra de teatro de gran formato, que fuera a la vez un complejo espectáculo para los sentidos y una reflexión política sobre los tiempos de oscuridad que a Estados Unidos le tocaron vivir con la llegada de Ronald Reagan al poder. Así, Kushner empezó a escribir las dos partes –“Perestroika” y “El milenio se aproxima– que componen Ángeles en América.

Mientras ensayaba distintas formas de aproximarse al grupo de confundidos habitantes de la república independiente del individualismo estadounidense que son los protagonistas de la obra, Kushner escribía y reescribía sus fragmentos: destejía por la noche lo que había tejido a lo largo del día, y parecía haber extraviado el hilo narrativo de lo que quería contar. Necesitaba, pues, un oído externo que escuchara lo que él tenía que decir; requería de un ojo crítico pero comprensivo, para que leyera esas palabras que acababa de escribir y que parecía no conducían a ninguna parte. Y allí estuvo otra amiga, en este caso una chica llamada Kymberly T. Flynn, quien conocía a Kushner desde muy joven, para ayudarle a darle la forma final y definitiva a Ángeles en América. Kymberly leía y releía lo que Kushner producía, con un ojo más bien pesimista respecto del poder de la acción política conjunta. Pero el pesimismo de Kymberly, irónicamente, iluminaba de felicidad las jornadas de trabajo de Kushner. Kymberly acababa de sufrir un accidente, y esto le significaba un doble esfuerzo a la hora de revisar el trabajo en progreso de su querido amigo socialista. Como en muchas otras ocasiones, con Ángeles en América, Kymberly tuvo la oportunidad de mostrarle a Kushner que ninguna tarea es demasiado pesada si se hace por un amigo.

Finalmente, Tony Kushner concluyó la obra, recibió ovaciones en todos los países en donde se montó y consiguió que el mundo volviera la vista sobre los particulares puntos de vista de quien se define a sí mismo como un socialista judío, gay y progresista.

No obstante, el éxito de Ángeles en América no hizo a Kushner olvidar que, sin la pequeña ayuda de todos estos amigos, y en particular de Kymberly, no sólo no habría podido completar la obra de teatro sino, quizá, tampoco encontrarle un sentido a todos los momentos difíciles y amargos que le habían tocado vivir durantes sus más de cuatro décadas de existencia.

Kushner y yo, por distintos medios, llegamos a la misma conclusión: los amigos sirven para ayudar a vernos a nosotros mismos desde un punto de vista más justo que el propio; también nos acompañan con su criticismo y condescendencia para hacernos ver –no obligarnos a ello– que en ocasiones nuestra conducta nos vuelve a nosotros mismos objeto del daño más significativo; pero también es cierto que, sin estos camaradas que han aprendido a querernos a través de todos los pequeños gestos y actos que integran nuestra personalidad, nada de lo que hemos conseguido con su ayuda valdría la pena. Kushner concluye su ensayo sobre la ventaja de tener amigos en un mundo que se vuelve terriblemente árido y carente de sentido sin su presencia, señalando que “la más pequeña unidad humana con sentido son dos personas, porque un individuo aislado es una ficción. De los nidos donde se fortalecen estas sociedades de almas, del mundo social, surge la vida. Y también las obras de teatro”.

“With a Little Help from My Friends”, la canción de los Beatles y el ensayo de Kushner, se me vienen de inmediato a la cabeza ahora que está concluyendo un domingo que amenazaba con ser particularmente triste –porque no me resigno a que en la geometría del deseo a veces las líneas que definen la trayectoria de dos personas simplemente son paralelas y no acaban nunca por intersectarse–, y que se volvió menos duro por el encuentro fortuito con dos de mis mejores amigos. Hasta las malas películas, en la mejor compañía, se vuelven disfrutables. Las buenas películas –pongamos, por ejemplo, Temporada de patos– se disfrutan más cuando son desmenuzadas de nuevo con los amigos durante la sobremesa o esperando que dé la hora para entrar al cine, cuando deliberadamente confundimos nuestros recuerdos personales con las escenas que hemos visto en la gran pantalla. Y es que mis amigos y yo hemos llegado a la conclusión de que Temporada de patos es la crónica de una tarde de domingo agobiada por cuitas existenciales.

Estoy totalmente de acuerdo con Kushner: la idea del yo, aislado en la cápsula insonorizada que componen sus pensamiento y rumiando su tristeza, apartado del mundo, es simplemente una ficción. O al menos, deberíamos esforzarnos, con las pequeñas ayudas que nos brindan los amigos, a que ese individuo siga siendo una ficción y no se materialice nunca en nuestras vidas.

Monday, August 13, 2007

La alegría y el mármol negro

No existen reglas en materia de la música que uno necesita para los malos momentos. A veces, una canción boba puede funcionar muy bien si se trata de repetir una tonadita que, de manera mecánica, nos coloque en un estado de sopor en el que nada, más que los dos segundos de preocupaciones que tenemos por delante, importe. “En días de tristeza, una pobre belleza es perfección”. En otras ocasiones, hay que ir hasta el fondo, tomar aire y sumergirse en la música de quienes cultivaron su capacidad lírica, pero no su talento para lidiar con el mundo y establecer relaciones amorosas exitosas. “I don’t want to play football, I don´t understand the rules of the game”. En ambos casos, la tristeza se queda allí, suspendida, esperando a que la canción termine, para poder establecer algún parámetro de comparación entre las miserias propias y las ajenas. Y así se puede uno pasar los días, ensayando una versión musical de uno mismo de la que sea posible conmiserarse.

La música, como toda droga de largo efecto, crea adicción y una forma de relación con el mundo que se mide por el sopor, en la que la piel está tan anestesiada que ya no se sienten los filos que nos lastiman mientras caminamos por un pasillo largo en dirección de quién sabe donde. Sin embargo, excepcionalmente, la alegría puede surgir de la miseria, de repasar una y otra vez los himnos suicidas de los poetas que se fueron de este mundo con la certeza de que ninguna otra opción era mejor que ésta.

Ayer, leía un fragmento del ensayo que Jon Savage escribió para acompañar la antología con la música de Joy Division, titulada Permanent y editada en 1995. Savage se proponía lo que muchos han intentado hacer: describir el efecto conjunto que provocan la música de Joy Division, la presencia fantasmagórica de Ian Curtis y la respuesta de un público que tenía en la cara una mezcla aterradora de lujuria por la vida y de ganas de pegarse un tiro en la cabeza allí mismo. Y Savage escribió algo más o menos así, que traduzco de manera libre:

“Para quienes tuvieron la oportunidad de verlos en directo, Joy Division es una marca indeleble […] Su música parecía ‘fragmentos terribles sacados a martillazos de una veta de mármol negro’. Ian Curtis era sus ojos y oídos, su líder. Pero, en concierto, mientras el público lo contemplaba, él se desconectaba en un estado visionario, automático, que evoca las peores pesadillas de H. P. Lovecraft, Thomas De Quincey o William Burroughs y J. G. Ballard, los autores favoritos de Ian Curtis […] Ian Curtis, y el grupo que murió con él, habían alcanzado la inmortalidad. El impacto ha sido atenuado por el tiempo, pero se trató de un impacto a fin de cuentas: existen personas reales que vivieron, trabajaron y se acostaron con la leyenda. Por una parte, Joy Division se ha vuelto una historia finita, con un principio, un clímax y un final, aunque provisional. No obstante, su legado en grabaciones permanece numinoso, es fuente de inspiración e inconcluso: muchos han tratado de tomar una parte de su corazón de las tinieblas –Trent Reznor con su ‘Dead souls’, Moby con su “New dawn fades”–, pero sólo James O’Barr, autor de El cuervo, ha estado muy cerca de ajustarse a esa ‘indescriptible belleza originada en las más absolutas atrocidades’”.

La frase de Savage que relaciona la belleza y la atrocidad, el amor y el horror, la angustia más insoportable y el estado de serenidad más envidiable, se me quedó dando vueltas en la cabeza. Porque eso es lo que sentía al oír una vez más, y por primera vez con el acelerador hasta el fondo, a Joy Division. “Love wil tear us appart”, “Transmisión”, “She’s lost control”, “Day of the lords”, “Issolation”, “New Dawn Fades” y “Atmosphere”, se sucedieron en el reproductor de discos compactos, una tras otra, como dagas extraídas de un obelisco de mármol negro y puro. Obtuve mi cuota de horror, pero por primera vez la conmiseración brillaba por su ausencia. Así entendí que la belleza que anida en el horror que contempló el atormentado corazón de Ian Curtis y que plasmó en forma de música, generalmente tiene que permanecer en la oscuridad, para en contadas ocasiones salir a la superficie y regalarnos una cuota de alegría para días oscuros como el mármol negro…

Monday, July 30, 2007

Con las mejores intenciones


Para Immanuel Kant, una acción moralmente valiosa se define por la pureza de sus motivaciones, aunque el resultado diverja de lo planeado. De acuerdo con Kant, lo único que puede llamarse bueno con propiedad es una buena voluntad. En la Metafísica de las costumbres, como ejemplo de la diferencia entre una conducta auténticamente moral y otra que sólo lo aparenta, él cita el caso de un mercader que rebaja los precios de los productos que vende. Aunque el público consumidor se beneficiara por igual de su política de reducción de precios, Kant piensa que el elemento que permite definir la moralidad de la acción es sondear el corazón del comerciante para saber si éste actuó para ayudar a sus compradores –considerándolos como fines en sí mismos–, o si sólo lo hizo para golpear a sus competidores y lograr mejores ganancias –pensando a sus clientes como meros fines para lograr un beneficio personal. En el primer caso, la conducta es moral, mientras que en el segundo no lo es.

La ironía implícita en esta visión moral radica en que el propio Kant pensaba que sólo Dios, si existiera, podría sondear el corazón humano para descubrir las verdaderas motivaciones de la conducta. Sólo el ojo privilegiado del Creador podría evaporar la cobertura de buenas intenciones que recubre a los peores actos de los que somos capaces. En cambio, para nosotros, simples mortales con pasiones y defectos que nublan la objetividad de la visión, sólo es posible evaluar la moralidad de los actos humanos a partir de sus consecuencias. Quizá, el libro que Dios pudiera escribir con el recuento de nuestras mejores intenciones, podría titularse De la vida de las marionetas, y cada uno de sus capítulos anidaría el huevo de la serpiente entre sus páginas.

Ante el tribunal de la conciencia, uno bien puede alegar haber tenido las mejores intenciones, pero también es cierto que siempre es responsabilidad propia hacerse cargo de lo que uno a hecho o dejado de hacer. Una persona siempre es la máscara que porta en el escenario, pero también los motivos por los que ha elegido presentarse así en público. Tanto el asesino como el santo, frente al tribunal de la conciencia, acabarán alegando que actuaron en defensa propia, que siempre quisieron lo mejor para el mundo, aunque tuvieran que arrebatar la vida de alguien más o castigar su propio cuerpo para lograrlo. Las semillas de la culpa, como fresas silvestres, anidan en nuestro corazón, esperando el estímulo adecuado para germinar.

De este modo, entre las intenciones y los resultados de nuestras acciones parece tenderse un abismo imposible de superar, incluso cuando el tiempo haya llegado a su fin y el séptimo sello se haya abierto. Entre las mejores intenciones y las consecuencias más atroces, se levanta una muralla que nos enfrenta con el horror que anida en los sentimientos más nobles que podemos gestar. Quizá nadie como el cineasta sueco Ingmar Bergman haya explorado los lugares metafóricos en que se hunden estos abismos y se levantan estas murallas que separan a nuestras intenciones de las consecuencias de la conducta. Y quizá nadie como Bergman haya explorado con tal mirada de austeridad y rabia contenida, los desiertos lunares en que podemos convertir los espacios que compartimos con las personas que más queremos; quizá en la historia del cine sea inédita esa mirada constituida a partes de iguales de rigor moral y horror metafísico frente al vacío que esconden los rituales amorosos. Las escenas de cualquier matrimonio pueden ser tan estresantes como la música que produce un cuarteto de cuerdas mal acoplado, o tan dulces como una zarabanda ejecutada con la única persona que ha sobrevivido a los ensayos.

Por eso es que el cine de Bergman era tan placentero y doloroso a la vez. Por eso celebrábamos tanto la lucidez del cineasta sueco para bucear en las profundidades de un alma huma en estado líquido –incluso en un par de niños que podrían llamarse Fanny y Alexander–, aunque al final él nos entregará en las manos sólo piezas oxidadas que se asemejan a juguetes olvidados. Por todas estas razones, yo siempre esperaba con curiosidad una nueva obra de Bergman que iba descubriendo –película, novela, pieza teatral o drama para la televisión–, al tiempo que temía el nuevo golpe que nos iba a asestar a las vísceras.

Es muy difícil decir algo que no hayan dicho los demás sobre el conjunto de una obra como la de Bergman, coherente, austera, valiente, dispuesta al riesgo a cada paso; una filmografía que fue logrando con el tiempo una solvencia técnica que nunca era superficial y que, al contrario, le permitía plasmar con una belleza plástica muy extraña los paisajes en que transcurrían sus historias, como una extensión orgánica de las atormentadas almas de sus personajes. Como decía Godard, si el travelling debe asumirse como un asunto de moral, la cámara de Bergman siempre apuntaba hacía donde más incómoda se sentía su mirada, pero con tal lucidez que agradecíamos la intromisión en la medida que nos revelaba nuestras propias miserias y alegrías, nuestros propios gritos y susurros.

Quiero pensar que, por fin, el ojo inquieto de Bergman encontró la paz que da la muerte tras una vida preñada de cuitas existenciales y carente de respuestas definitivas. Por eso, sólo puedo dar las gracias a Bergman, quien asumió la tarea imposible de sondear el corazón humano como sólo lo podría haber hecho Dios: con benevolencia, con amor hacia la criatura fallida, pero también con la conciencia plena de que el horror anida en las mejores intenciones y en sus consecuencias más atroces.

Como experiencia personal, debo señalar que una de las enseñanzas que más me han calado del maestro sueco tiene que ver con Las mejores intenciones, película que Bergman escribió para que la dirigiera su discípulo y amigo Bille August, en 1992. Las mejores intenciones cuestiona los fundamentos de la teoría del cine de autor, pues aunque es una película dirigida por August, el resultado supura un espíritu bergmaniano por cada uno de los poros de sus personajes.

Precisamente, en Las mejores intenciones Bergman contaba la relación de sus padres hasta antes de su nacimiento. Bergman hurgó entre las ramas de su árbol genealógico, consultó los recuerdos de muchos de los testigos y, finalmente, imaginó el resto de la historia que escapaba entre sus manos. El padre, Henrik Bergman, era un estudiante de teología, pobre y con una familia que guardaba una relación parasitaria con él. Por su parte, la madre, Anna Akerblom, era una chica inteligente, proveniente de una familia de posición económica envidiable, que soñaba con construir un hogar que reprodujera el suyo propio. Henrik y Ana acabaron irremediablemente enamorados, con las mejores intenciones de construir una vida juntos, pero sin percatarse de que lo que ambos imaginan como la felicidad era totalmente distinto e, incluso, incompatible. En la historia de los padres de Bergman está presente el amor, existen unos deseos descomunales de compartir el resto de la vida, pero aun así es imposible derribar el muro entre las intenciones y las acciones de dos personas que son tan opuestas. Finalmente, el amor de Henrik por Anna hará que él se olvidé de sus sueños de dedicar su vida austera y de reflexión al servicio de Dios; y la pasión que Anna siente por Henrik la obligará a olvidarse del sueño de formar una familia que excluya de su seno cualquier tipo de desasosiego o inquietud existencial. Las mejores intenciones han dado origen a consecuencias atroces para Heinrik y Anna. El amor se revela como insuficiente para acallar los remordimientos de la conciencia individual, y sin embargo, Ingmar nacerá y crecerá en lo que él considerara a la larga como el mejor de los mundos posibles. Bergman concluye la narración sobre este amor que se mantiene a pesar de todo, incluidos los propios involucrados, señalando que uno puede ser su propio padre, la parte de la madre que le corresponde, pero que siempre es una posibilidad ser uno mismo. Padres, madres e hijos interpretamos –aunque no lo queramos– una misma sonata de otoño que se va transformando con el tiempo, desgastando sus notas para después, por razones misteriosas, recobrar la belleza original.

Es difícil describir la forma en que esta idea bergmaniana me ha permitido sobrevivir a través del tiempo, en un mundo que quisiera que fuera de otra manera, pero del que también me siento profundamente enamorado tal y como realmente es.
Podría ser mi padre, incluso mi madre, pero también podría ser yo mismo…