Friday, March 30, 2007

La guerra de los mundos



Creo que la principal virtud de la película Crash, dirigida en el año 2005 por el estadounidense Paul Haggis, es la de plantear directa y crudamente lo que significa vivir en aquello que Max Weber denominó una sociedad desencantada, es decir, un nicho social en el que la pluralidad de creencias, valores y trasfondos étnicos de sus habitantes vuelven difícil y áspera la convivencia, a menos que se cuente con un marco de derechos que permita el reconocimiento mutuo y el desaliento de las prácticas discriminatorios. Vivimos en un mundo desencantado porque las visiones de tipo religioso o étnico, que daban unidad a las sociedades en el pasado, han desaparecido o, quizá, nunca existieron, y es ahora que empezamos a darnos cuenta. El filósofo alemán Jürgen Habermas ha dicho que la estructura del Estado moderno es como la doble cara del dios Jano de la Antigüedad: con un rostro amigable que mira hacia el interior de la sociedad y con otro rostro feroz que amenaza a los extranjeros que desean romper la unidad étnica de la nación. Y mientras el mundo cambió y se volvió plural, el dios Jano no ha bajado la guardia para definir la identidad de los amigos y los enemigos, de los que son como nosotros y de quienes son diferentes y, por tanto, representarían una amenaza para la estabilidad de nuestra sociedad.

Nos guste o no, vivimos en un mundo plural, donde las ideas tradicionales sobre la ciudadanía, la familia o la religión son desafiadas por las creencias de otras personas con las que nos vemos forzados a vivir, ya sea como resultado de los intercambios comerciales o de las migraciones forzadas. Así que mejor tendríamos que acostumbrarnos a que no existe, ni se puede fabricar, la visión religiosa o étnica que podría, por decirlo de algún modo, reencantar la estructura política de nuestro mundo. Y esta visión desencantada de la convivencia política, ni romántica ni nacionalista, es la que Paul Haggis tiene como punto de partida en Crash. Para Haggis, las personas con diferentes trasfondos étnicos no se encuentran de manera tersa en un espacio público democrático, sino, más bien, hacen colisión cuando se escudan en los prejuicios y la discriminación para reaccionar frente a la presencia del otro que es radicalmente distinto de uno mismo. Como nos hemos forjado una idea errónea acerca del valor inherente a la vida del varón blanco, protestante, heterosexual y propietario, despreciamos sin darnos cuenta a quienes se apartan de este modelo de éxito social. Discriminamos a las mujeres, a los grupos raciales, a los grupos religiosos minoritarios, a las personas con una preferencia sexual distinta de la heterosexual y a quienes carecen de ingresos que les permitan acceder a una calidad de vida estimable. Incluso, las instituciones que en la mayoría de las sociedades occidentales están diseñadas para atender las necesidades sociales de la población, funcionan con la visión de que existe un solo modelo de familia, el que integran un hombre y una mujer heterosexuales, que debe ser protegido y sus necesidades generalizadas para toda la sociedad.

Una aspiración fundamental de las sociedades democráticas es escenificar un diálogo libre de coerciones y violencia entre las personas con distintos trasfondos étnicos y culturales; pero, desde el punto de vista de Haggis, en nuestro mundo las condiciones para que se produzca ese debate no están dadas ni nos esforzamos por crearlas. Lo que ocurre cuando las culturas se encuentran no son intercambios tersos, sino colisiones, como las que ocurrirían entre dos vehículos manejados en una carretera sin señalamientos, por ciegos. Porque, nos guste o no, somos ciegos a las diferencias; elegimos permanecer indiferentes a la realidad discriminatoria de nuestro mundo antes que iniciar un debate público que nos permitiera superar esta situación.

El mismo Habermas se refería al aprendizaje moral que podemos lograr a partir del reconocimiento de que la discriminación y el racismo han provocado conflictos trágicos en el pasado, como a un aprendizaje a partir de las catástrofes. Desde el punto de vista de Habermas, y como también lo ha sugerido Amartya Sen, las peores catástrofes que ha enfrentado la humanidad no son producto de la acción de la naturaleza ni de la incapacidad de los seres humanos para enfrentarla; al contrario, en el vocabulario de la política acostumbramos a denominar como catastrófico a un hecho como el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y a omitir que éste fue producto de la libertad humana para violentar la seguridad de ciertos individuos lastrados con el prejuicio y la discriminación. A diferencia de un temblor o la erupción de un volcán, es absoluta responsabilidad de los seres humanos impedir que las consecuencias del racismo y la discriminación tengan la misma magnitud trágica que en la Alemania nazi, en Armenia, en Yugoslavia o en Ruanda, por mencionar sólo algunos casos dolorosos del pasado reciente.

Observar el mundo a través del prejuicio y la discriminación redunda en una visión en blanco y negro de la realidad política, desconociendo que difícilmente la existencia de las comunidades y los individuos se ajusta a dicha visión parcial. El mundo es muy diferente de lo que suponemos que es. La realidad es más compleja de lo que desearíamos. De cierta forma, nuestros prejuicios sobre la otredad nos sirven para reducir la complejidad del mundo y evitar la ansiedad que resulta de vivir en un mundo desencantado. Los personajes que pueblan Crash hacen eso todo el tiempo: lidian con la complejidad del mundo en el que viven reduciendo a las personas a algunos de los rasgos negativos que con el tiempo hemos asociado a ciertos grupos humanos: “los afganos usan su tiempo libre para planear atentados terroristas”; “las mujeres de origen mexicano no saben conducir bien, y por ello siempre tienen la culpa en los accidentes viales”; “los negros nunca dejan propina, por eso nadie se molesta en atenderlos”; “sólo un tonto contrataría a un perezoso trabajador de origen latino para hacer reparaciones en la casa”.

El siglo XX conoció conflictos, como los de Yugoslavia, Ruanda y Darfur, que fueron el producto del odio racial y las prácticas discriminatorias fundadas en los estereotipos y los prejuicios. Hoy sabemos que la identidad nacional, si se refiere a la pertenencia étnica antes que a un marco legal común que permita el disfrute universal de los derechos fundamentales, se vuelve motivo de conflicto. La historia del silgo XX nos muestra que los conflictos bélicos más sangrientos son producto del enfrentamiento entre visiones religiosas o étnicas del mundo, es decir, son el resultado de una molestia y una incomodidad con el hecho de que vivimos en un mundo plural. Algunos teóricos de la identidad política, como Seyla Benhabib, sugieren que la nación es una ficción que en el pasado tuvo la función de dar unidad a los territorios políticos que de otra manera se verían fácilmente violentados por los enemigos de otras nacionalidades. Pero el día de hoy, una idea cerrada y parcial de ciudadanía sería inadecuada para reflejar la realidad de un mundo plural. Y si la nación es una creación ficticia, entonces tendría que poder ser ampliada hasta incluir a todos los seres humanos, independientemente de sus creencias, valores o trasfondos étnicos, siempre y cuando se mantuvieran dentro de los límites de la legalidad.

Pero quizá la única falla de la película de Haggis suscribir la tesis de la colisión entre las culturas y, al mismo tiempo, pretender que esta incomunicación se solucionará con un poco de buena voluntad por parte de los implicados. Haggis presenta conflictos de una contundencia terrible: el policía blanco que es misógino y racista, el director de un programa de televisión que es obligado a hacer que sus actores negros se comporten como negros, el tendero de origen asiático que acaba hiriendo a la hija de un latino y que se salva milagrosamente, el matrimonio blanco que es políticamente correcto pero, al mismo tiempo, racista hasta la médula de los huesos. Todos estos conflictos son trágicos, pero también reales. Y, al final de la película de Haggis, un último plano-secuencia nos relata cómo todos estos conflictos se solucionarían con la mediación de la buena voluntad de los agentes discriminadores y, más extrañamente, con la buena voluntad de los grupos vulnerados para olvidar toda una historia de prejuicios y estereotipos negativos sobre ellos. La película de Haggis, de alguna manera, se hace eco de la propuesta teórica de Samuel Huntington al señalar que las civilizaciones, incluso las que tienen que convivir en un mismo territorio políticamente delimitado, no se comunican, sino que chocan, hacen colisión antes de que pueda producirse cualquier tipo de comunicación o vínculo solidario. En este sentido, Crash es una película tan valiente como inoportuna en un momento político que considera a la discriminación por motivos raciales como un asunto del pasado y superado. Pero, además, esta visión de la imposibilidad de la comunicación entre las culturas es políticamente peligrosa en cuanto desconoce el papel del derecho como elemento integrador de las sociedad plurales. Efectivamente, las culturas chocan y las personas se discriminan mutuamente, pero existe un marco de derecho que permite castigar a quienes ejerzan prácticas discriminatorias y, así, desalienta su recurrencia en el futuro.

Tal vez, la inconsistencia de Crash se derive del tipo de narrativa que Paul Haggis emplea para relatar: su debilidad principal radica en ese final que resuelve todos los problemas raciales de los personajes a partir de una simpatía y solidaridad que el inicio de la película no permitía suponer. Narrar el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, como hicieron Steven Spielberg en La lista de Schindler o Roberto Benigni en La vida es bella, implica un tipo de responsabilidad política distinta que contar una historia de amor o una comedia de equivocaciones. Si se quiere narrar las aristas desconocidas de un genocidio, como hicieron Atom Egoyan en Ararat o Terry George con Hotel Ruanda, se debe ser consciente de que esta narración será sometida a un escrutinio público por parte de los afectados y de la opinión pública mundial. El daño generado por eventos como estos, originados en las prácticas racistas y en la discriminación, es permanente para las personas que las vivieron y debe servir de guía para la reconfiguración de nuestros sistemas jurídicos y la manera en que sancionan el racismo y la discriminación. En cualquier caso, se trata de narrativas que no pueden concluir simplemente con una nota de optimismo o de pesimismo en relación con la naturaleza del progreso moral en la humanidad. Estas narrativas deben preservar el espacio de vacío que la discriminación y el racismo han abierto de manera permanente en nuestros sistemas teóricos de comprensión política y moral. Para decirlo claramente, es preferible el modelo narrativo abierto y con un final ambiguo que Claude Lanzmann empleó en su película Shoa para narrar el Holocausto, que la conclusión feliz que Spielberg elige para La lista de Schindler. En un caso, Lanzmann sabe que la experiencia totalitaria no puede narrarse como un evento concluido e imposible de suceder en el futuro; mientras, por su parte, Spielberg siente la necesidad de concluir su película con una nota de optimismo: con la sentencia del Talmud según la cual “quien salva a un judío salva al mundo entero”. Toda la ambigüedad y todo el rigor crítico para enfocar el estado de la discriminación en nuestros días que Paul Haggis viene acumulando desde el inicio de Crash, encuentra una pobre resolución en ese plano final en el que la cámara se aleja plácidamente de una calle de Los Ángeles mientras suena de fondo la canción “Maybe Tomorrow” de los Stereophonics: “Miro a mi alrededor y veo un mundo hermoso/ Tratése de las cumbres de las profundidades o del interior del exterior/ Pero aún así respiro/ Todos respiramos”.

Thursday, March 22, 2007

La fuente del anhelo



Las historias de las vidas de los santos, salvo honrosas excepciones, nos muestran que originalmente ellos no estaban destinados a realizar ningún destino excepcional ni a ejercer la virtud moral en un sentido que los acercara peligrosamente a Dios. La imagen que se me viene inmediatamente a la mente es la de la polilla volando torpemente alrededor del foco, y que acabará quemándose sin poder resistir la atracción de un impulso primigenio por el calor y la luz. Por decirlo de algún modo, la llamada de Dios toma a los candidatos a santos por sorpresa, en un momento de tensión extrema. Sin la certeza de que algo más que sus propias fuerzas los estaba sosteniendo –la creencia en la compañía permanente de Dios en un mundo que de otra manera estaría dominado por un silencio insoportable–, los hombres que alcanzaron la santidad no habrían tenido la oportunidad de demostrar una cercanía con la divinidad que ellos mismos desconocían, si es que creemos las polvorientas narraciones de sus vidas.

Lo que en ningún caso nos relatan estas narraciones es el camino de regreso de los santos a la vida mundana –porque nadie puede vivir haciendo milagros las veinticuatro horas del día ni tampoco es posible demostrar la virtud moral, por ejemplo, a la hora de preparar la cena o pagar los impuestos. Tampoco se nos dice hasta qué punto la creencia en Dios es indisociable de la existencia de Dios mismo, en el caso de los santos y en el de los simples mortales que anhelan y se enfrentan con la imposibilidad de concretar su deseo; o cómo es que los individuos en cuestión no se derrumbaron ante la idea de servir de ejemplo de virtud a los seres humanos de los tiempos futuros. Porque debe ser una tarea difícil soportar los sueños de virtud de una humanidad no particularmente proclive a la acción desinteresada. Aun y cuando creamos las historias de las vidas de los santos, esto no acorta la distancia entre esos seres excepcionales y los mortales comunes al momento de plantearse el problema de la existencia de Dios y de su relación con los actos humanos de todos los días. Porque se crea o no en Dios, siempre su existencia resulta una cuestión problemática. Ellos son santos y por ello tienen ganado el cese de su escepticismo; nosotros, en cambio, tenemos que lidiar con la idea de Dios a cada momento, con mayor o menor intensidad, en un mundo en el que parece que el silencio del mismo Dios es total.

Un día, uno se toma una tregua con la idea de Dios –lo que es muy diferente de rendirse frente a las pruebas de su existencia o su no existencia– y aprende a vivir sin certezas, refugiándose en aquellas cuestiones que remiten sólo a la responsabilidad personal y que creemos no implican un cuestionamiento de nuestro lugar en el mundo o del sentido de la vida –lo que quiera que esto signifique. O, quizá, aprendemos a hacer de cuenta que el sentido de la vida es algo diferente del sentido de nuestros actos individuales. O, también, podemos pensar que sólo los santos conocen de primera mano los misterios de lo divino y que nosotros estamos condenados a no saber el final de la película hasta que ya están apareciendo los créditos en pantalla. Podemos estudiar filosofía y luego cine; un día, hacer una película sobre la relación entre la Cábala judía y las fluctuaciones en la bolsa de valores, y años después otra cinta de ritmo frenético y musicalizada por el obsesivo Clint Mansell sobre el sentido de la adicción. Y un buen día, de nuevo se nos atraviesa, como a los santos, la cuestión de Dios y la forma en que referimos todas las preguntas fundamentales de nuestra existencia a esta idea. Al menos, así le ocurrió a Darren Aronofsky, quien después de Pi y Réquiem por un sueño, se esforzó por levantar un proyecto largamente acariciado, La fuente, que enfrentó muchas dificultades económicas y que decepcionó a buena parte de sus seguidores desde su exhibición en el Festival de Venecia en 2006.

Se trata de una película extraña, hermosa en su factura y que revela en Aronofsky una capacidad inusitada para la fabricación de imágenes memorables que, como las muñecas rusas, están contenidas sin que lo intuyamos en la secuencia que es punto de partida de La fuente. Todo empieza y termina en el anhelo de la fuente de la vida, y en el camino se articula un discurso visual que escudriña en la biología de los seres vivos y en la luz de las moribundas y distantes estrellas, para mostrar que el sentido de la vida no es algo que se descubre sino, más bien, una certeza que se construye, y no de manera tersa. Sin embargo, que sea una película visceral, en la que su director plantea sin pudor todas aquellas grandes preguntas sobre el sentido de la vida, no convierte a La fuente en una obra fácil. Aunque a mí me es difícil creer en Dios en un mundo que produce cosas tan hermosas y luego las corrompe con una facilidad pasmosa, respeto profundamente a quien no se cuestiona el sentido de la creencia misma y la abraza sin pudores. Como escribía Cortázar en La casa tomada, de nuevo me da una nausea infinita seguir pensando en aquello que a los otros les basta con sentir.

Aronofsky construye La fuente a partir del sentimiento de extrañeza –alienación– con la vida que se incuba cuando aquella persona que consideramos el centro de gravedad del mundo –de nuestro mundo–, aparece ante nuestros ojos con toda su fragilidad a causa de la certeza de la muerte próxima. Todos sabemos que, en algún momento, nos vamos a morir. De alguna manera, el fin del mundo es una realidad que nos espera al momento de concluir nuestras días. El mundo se termina cuando yo muero y, conmigo, todo aquellos que he constituido como mundo. Cuando se muere un mundo construido por alguien más, y del que ya nos observamos como una parte indisociable, ¿cómo continuar vivo sin sentirse traicionado no por nadie en particular, sino por el sentido mismo de la existencia? Entonces descubrimos que todo aquello de lo cual lamentábamos su corrupción al paso del tiempo, ya estaba un poco muerto desde su nacimiento; que la propia vida engendra la semilla de su destrucción, que el cuerpo se rige por unos pocos genes que súbitamente ordenan la proliferación incontrolada de células, hasta que el organismo en su conjunto acaba colapsándose.

Las cosas más hermosas que creamos, la música que acompaña el tiempo memorable y, por supuesto, la gente que amamos, son entidades que pensamos no deberían cesar nunca. O que no deberían acabar sin que el sentido de nuestra vida se muriera un poco con esas cosas que revelan su finitud al momento de perecer. Porque enamorarse es perder un poco el sentido de la realidad, es construir un patio de juegos en el que sólo tienen cabida dos cómplices que ceden voluntariamente su derecho a iniciar la guerra. Y en ese mundo que se construye a contracorriente de la realidad, Dios no tiene cabida. Dios hace su aparición –ya sea como consuelo, como anhelo o como agente ofensor– cuando nuestro universo personal se agrieta, cuando sus muros ya no son lo suficientemente sólidos como para detener el paso del tiempo. Entonces, clamamos por un Dios más parecido al padre protector que al frío arquitecto de las leyes físicas y del intelecto que perfilan los filósofos. Queremos que Dios, así como colocó el alma en el cuerpo del ser amado con un soplo de sus pulmones, le devuelva su carnalidad con otro poco de aliento divino. Anhelamos también que las leyendas sobre el árbol de la vida del Jardín del Edén o la panacea universal de los alquimistas medievales, sean reales. Queremos que la vida sea eterna, sin darnos cuenta que lo que en realidad anhelamos es la permanencia de la conciencia, y que eso sólo sería posible de lograr para Dios, si existiera.

La única vida que permanece de manera constante, es la que corresponde a las formas más elementales. Nosotros, al parecer, no buscamos tanto la permanencia de un cierto patrón celular y sus funciones asociadas, como la omnisciencia que permita conocer todos los secretos del corazón humano –especialmente de aquél que amamos. Esa es la verdadera fuente del anhelo que nos conduce al anhelo de la fuente de la cual pensamos todos procedemos sin distinción. Aristóteles –un griego muy racional como para creer en las vidas de los santos– denominó a la fuente de la vida como un motor inmóvil: aquél que mueve sin ser movido él mismo, y que es fuente de todo movimiento sin necesitar que nada externo le insufle energía para funcionar. Pessoa –un portugués inmune al dogma e imposibilitado para construir falsos pudores en torno a su nostalgia de Dios– escribió en los versos de El cuidador de rebaños que el niño Jesús, el espíritu santo y la Virgen María servirían de referencia divina siempre y cuando se cometiera la herejía de humanizarlos, de mostrarlos, respectivamente, como un chico travieso que duerme en el césped, como un ave maleducada que defeca sobre la cabeza de los sacerdotes y como la madre que todo lo perdona mientras teje calcetas para sus hijos.

Pero incluso las existencias ejemplares de los santos se consumen con el tiempo. Las historias tendrán que dejar de narrarse en algún momento. Y el ejemplo de virtud moral terminará perdido o distorsionado a fuerza de múltiples repeticiones. Pero la muerte, como clama Aronofsky, permanece mientras las representaciones de Dios varían en el tiempo: la muerte sigue siendo al camino al asombro, por lo menos el que resulta de comprobar cómo no nos hemos resignado a que nuestras propias células contienen, simultáneamente, el germen de la destrucción y el anhelo de la permanencia.

Monday, March 19, 2007

La mirada de E. M. Forster


En esta fotografía, de finales de la década de 1920, se observa a Jack Sprott, Gerald Heard, E. M. Forster y Lytton Strachey departiendo amigablemente frente a un poco de te y algunas magdalenas (como aquellas cuyo cuya gradual inmersión en el te, Proust describía, en En busca del tiempo perdido, para mostrar la relatividad del tiempo que pasa y que se convierte en nostalgia cuando nos hemos percatado de su irreversibilidad).

Forster es uno de esos gigantes de la cultura del siglo XX que –como Max Weber o Sigmund Freud– dejaron un muy instructivo testimonio sobre el significado de estar atrapado en una jaula simbólica cuyos barrotes integran los prejuicios de un determinado momento histórico y, simultáneamente, ser consciente de la opresión y de la importancia de intentar escapar de los límites que cada época impone sobre la mirada de los seres humanos. El gigante atrapado en la jaula sabe que su cuerpo es más grande que el pequeño espacio en el que la historia lo ha encasillado, pero no puede escapar; a lo sumo, alcanza a estirar una mano, a sacar un pie para rozar el piso, pero sigue atrapado en una jaula de la que no puede salir. Quizá el gigante, en el fondo, tenga miedo de forzar la cerradura, porque no sabe a qué clase de mundo tendrá que enfrentarse sin la seguridad de su jaula. La jaula tiene una presencia contundente para las personas, no es menos real por ser simbólica. Los barrotes de la jaula están constituidos por prejuicios de todo tipo –de clase, económicos, sexuales, étnicos, de género– y cada época se encarga de definir a partir de ellos –como el negativo define los rasgos de una fotografía– una idea de éxito social.

En 1910, Forster escribía Howards End, una saga familiar situada en la campiña inglesa, que tiene como protagonista a la mansión que da título a la novela y de la que dos familias disputan su propiedad. Por un lado, Howards End pertenece a los Wilcox, una familia de especuladores financieros que representan el ideal moderno del self made man, es decir, el individuo sin linaje pero con la suficiente inteligencia para hacerse de una posición social respetable. Y, en el otro extremo, Forster sitúa a los Schlegel, una tribu de origen alemán que nunca ha tenido que preocuparse por trabajar, y que posee el tiempo de ocio suficiente para construirse una cultura literaria y humanista para discutir a la hora del té. Los Schlegel van a entrar a la vida de los Wilcox por causa de una insignificante invitación a pasar una temporada en Howards End, y nunca se retirarán.

La estructura familiar de los Wilcox es misógina al extremo. Por su parte, las hermanas Schlegel defienden el sufragio femenino en sus clubes de lectura y de filantropía, pero admiran la estabilidad y el decoro de aquélla familia sin pizca de cultura ni refinamiento. Margaret Schlegel, al final de la novela, llega a la conclusión de que es irrelevante el voto de las mujeres para la política, pues ellas deben convencer a sus maridos en la cama para que voten por el candidato que consideren más conveniente. Si una mujer no puede ejercer este tipo de influencia, ¿entonces que caso tiene la pequeña diferencia que separa a los sexos?

En medio del campo de batalla que enfrenta a los Wilcos y los Schlegel, Forster hace aparecer a Leonard Bast, el joven empleado de una compañía de seguros que posee la ambición literaria de los Schlegel y la audacia social de los Wilcox, pero que carece del dinero de unos y otros para pasar por un hombre respetable a los ojos de la sociedad inglesa. Leonard Bast entra a la vida de las hermanas Schlegel porque una de ellas toma por equivocación su paraguas en el teatro. Las Schlegel creen que llevarse un paraguas por equivocación es un hecho insignificante, pero Leonard carece de otro instrumento para guarecerse de la lluvia cuando regresa a casa del trabajo. Y entonces los pasos inseguros de Leonard lo conducen a la casa de las Schlegel y su mundo de poesía y significado.

Helen, la hermana menor, empieza a trabar amistad con Leonard. En él, Helen ve al individuo promedio inglés que antes sólo conocía a través de las novelas que leía. Gente como Leonard estaba lo suficientemente oculta en la oscuridad del trabajo y el cansancio como para hacerse presente en los espacios públicos que las Schlegel y los Wilcox frecuentan. “Cuando la gente te falla, todavía te quedan la poesía y el significado”, le dice Helen a Leonard para consolarlo después de un mal día en el trabajo. “Eso es para la gente rica, en la sobremesa después de cenar, tomando café y fumando puros. La gente como yo está tan cansada del trabajo, que se duerme inmediatamente después de cenar”.

Así describe Forster el carácter de Leonard Bast y su lugar en la trama narrativa de Howards End:

“En esta historia los pobres no tienen lugar. Son inconcebibles y sólo accesibles a los políticos y a los poetas. Esta historia trata de gente bien o de aquellos que están obligados a simular que lo son. El joven Leonard Bast, estaba en el límite. No había caído en el abismo, pero lo percibía; a veces algún conocido suyo se precipitaba en él y dejaba de existir para el mundo. Sabía que era pobre y solía admitirlo; pero habría muerto antes que confesarse inferior al rico. Esto podrá parecer espléndido por su parte, pero que era inferior a la mayoría de los ricos está fuera de toda duda. No era tan distinguido como el término medio de los ricos, ni tan inteligente, ni tan sano, ni tan digno de afecto. Su cuerpo y su mente habían sufrido desnutrición porque era pobre; y porque era moderno, uno y otra exigían más y mejor nutrición. Si hubiera vivido unos siglos antes, en las brillantes y coloristas civilizaciones del pasado, habría gozado de un estatus definido, su rango y sus ingresos habrían sido congruentes. Pero hoy día el ángel de la democracia ha alzado el vuelo, oscureciendo las clases sociales con sus alas de cuero y ha proclamado: ‘Todos los hombres son iguales… es decir, todos los hombres que poseen paraguas’, y así, el joven se había visto obligado a reafirmar su distinción para no caer en el abismo donde nada cuenta y donde los asertos de la democracia se vuelven inaudibles […] Leonard creía en el esfuerzo y en la preparación constante para el cambio que deseaba. Pero carecía del concepto de cultura como herencia que se adquiere paso a paso: confiaba en llegar a la cultura súbitamente, como los adventistas confían en llegar a Jesús. Las Schlegel habían llegado, habían realizado el sortilegio, habían tomado las riendas en sus manos, de una vez por todas”.

¿Cómo se lee un fragmento como éste a principios del siglo XXI, casi cien años después de que fue escrito? No cabe duda de la ironía con que Forster observa el absurdo del sistema inglés de castas, ¿pero basta con esa tibia crítica para hacer cimbrar las conciencias de los lectores contemporáneos de Forster? ¿No somos un poco como el propio escritor inglés, es decir, gigantes atrapados en la jaula de hierro de nuestra cultura? ¿Hasta dónde los barrotes de nuestra jaula simbólica nos permiten estirar las manos para tocar el mundo fuera del encierro? ¿Cómo hacemos para despreciar la perspectiva de la libertad, una vez que nos damos cuenta de que es imposible forzar la cerradura de nuestra cultura? Cuando hoy perdemos un paraguas en el teatro, ¿hasta qué punto somos conscientes de la historia que nos llevó a estar sentados en una butaca presenciando una representación y a otros a fabricar paraguas y a nunca olvidarlos en el teatro? Y si tú le fallas a la gente, ¿de dónde van a sacar ellos la música y el significado para consolarse después de cenar? ¿Cómo se ve el siglo XXI con los ojos de Forster posados en nuestra cultura? ¿Podría el viejo autor inglés todavía sonreír con amargura por el destino de nuestra propia sociedad de castas?

Tuesday, March 13, 2007

El fin del juego





La facultad de juzgar no produce ningún sustituto para la acción política. La función principal del juicio político, según la caracterización de Hannah Arendt, es suministrar un modelo de racionalidad deliberativa que permita la realización del diálogo libre de violencia y coerciones en un espacio público de carácter democrático; el juicio, en este sentido, otorga a los individuos la experiencia de la pluralidad que los prepara para acciones políticamente responsables. El pensamiento y el juicio, considerados de manera independiente, permanecen en tensión con la acción concertada que se produce en el espacio público. No se pude considerar al juicio como el vínculo extraviado entre la teoría y la práctica políticas que muchos pensadores, frustrados por el carácter imprevisible de la libertad humana, anhelan recuperar. La imprevisibilidad y fragilidad de la acción humana son rasgos permanentes de una existencia libre y autónoma, que no pueden ser erradicados, a menos que se arrebate a los seres humanos su espontaneidad –como intentó la ideología totalitaria. De hecho, de acuerdo con Arendt, no se ha perdido ningún vínculo entre la teoría y la práctica políticas, porque de hecho nunca ha existido más que en el contexto de la ideología que aspira a modelar el mundo de acuerdo con la fuerza lógica de sus premisa; en su lugar, lo que está disponible para seres frágiles y libres como nosotros, es un espacio público abierto a la discusión y consideración crítica de aquellas narrativas que aportan ejemplos del pasado que arrojan luz sobre la mejor forma de articular la convivencia política en el presente. La acción no puede condicionarse de manera teórica porque, de ser así, se perdería su potencial milagroso, es decir, su capacidad para aportar significados novedosos e inaugurar cadenas de sucesos en el mundo. Porque, de acuerdo con Arendt, la acción y su fragilidad inherente permanecen como un recordatorio de que los seres humanos, “aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar algo nuevo […] Con la creación del hombre, el principio del comienzo entró en el mundo; lo cual […] no es más que otra forma de decir que, con la creación del hombre, el principio de libertad apareció en la tierra”. Cuando el juicio tiene la característica de liberar la imaginación moral que prefigura de manera hipotética el tipo de debate y deliberación que debería ocurrir de manera real en el espacio público, éste se constituye como la más política de las facultades humanas y no sólo de manera tangencial como en los tiempos de oscuridad –cuando el juicio independiente permite a los individuos renunciar a volverse cómplices de la barbarie. Un ciudadano políticamente responsable en sus juicios y acciones es quien “sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado”.


Este es el párrafo final –concluido el domingo pasado– del cuarto y último capítulo de una tesis de maestría en filosofía política que trató de arrojar un poco de luz sobre la interpretación de la facultad de juzgar como herramienta de comprensión política, que Hannah Arendt configuró a partir de Immanuel Kant. Para mi –al menos eso espero–, es el fin de una especie de juego masoquista y placentero a partes iguales, que comenzó en el año 2004 y que se arrastró con más pena que gloria hasta este momento. Es mucho o poco tiempo, según se le quiera ver.


Una de las cosas que más me seduce de Hannah Arendt es su intento por comprender un hecho político, el totalitarismo del siglo XX en sus versiones alemana y soviética, sin el apoyo de la filosofía tradicional o el pensamiento religioso. Desde el punto de vista de la filosofía, el totalitarismo aparecía como un hecho que había roto los esquemas de comprensión humanos, y ante el cual no cabía más que el silencio. Adorno habría dicho, en este sentido, que después de Auschwitz, nadie se debería atrever a escribir poesía. Por su parte, la religión habría dicho que el mal que se mostró de manera exacerbada en los campos de concentración, era parte de un mundo diverso y plural, en el que la libertad humana, con la que Dios en su infinita bondad no pretendería intervenir, produce violencia y discriminación imparables por los muros simbólicos que constituyen las leyes. A Arendt, ni la filosofía ni la religión le servían para saldar cuentas con este pasado doloroso. Para ella, dominar el pasado significaba aceptar que la libertad humana produjo espacios de degradación como los campos de concentración; pero también implicaba que si estos actos de maldad extrema eran libres, tenían que poder ser juzgados y servir de inspiración para construir instituciones políticas que evitaran la recurrencia de la violencia y la discriminación en el futuro. Los alemanes que accionaron los mecanismos asesinos de las cámaras de gas, no eran demonios ni enfermos mentales; simplemente, se trataba de gente banal que se rehusó a colocarse en el lugar de las víctimas y que, de esta forma, causaron un mal inédito en la historia de la humanidad. Arendt decía que el mal es como un hongo: un organismo terriblemente simple que puede matar a un bosque entero rápidamente. Mientras que el mal es superfluo, banal, porque fallan todos los intentos de sus perpetradores para explicar sus conductas en términos morales, sólo la conducta políticamente responsable tiene raíces en el mundo. En última instancia, Arendt creía que la política debe ser el cuidado del mundo plural en el que vivimos, para que podamos entregarlo a la siguiente generación de seres humanos en la misma condición de apertura que lo encontramos nosotros y que nos permitió nacer en él…

En un momento dado de la escritura de la tesis, me sentía como Graddy Trip, el personaje que creó Michael Chabon como protagonista de su novela Wonderboys. Graddy Trip es un profesor de literatura en una prestigiosa universidad de Estados Unidos, a quien después de haber publicado un best seller, se le seca la fuente de la creatividad. Para el momento en el que Chabon inicia Wonderboys, Trip no puede concluir su nueva novela, cuando ya lleva más de mil páginas en las que describe detalladamente hasta la genealogía del caballo que aparece en la primera página de la obra y la historia de sus sillas de montar y sus frabricantes. Trip no puede parar de escribir, porque ha extraviado el impulso inicial que lo hizo sentarse frente a la hoja de papel en blanco. Sentirse extraviado en medio de un proyecto que de verdad se ama y que se ha iniciado como un asunto vital más que profesional, es una experiencia frustrante como pocas. En otras ocasiones me sentía como una de las piezas musicales que Philip Glass escribía en la década de 1980, parecidas a las que usó para la trilogía Qatsi de Godfrey Regio: extendiendo en un espacio de tiempo muy amplio, las variaciones musicales de dos o tres acordes cuidadosamente escogidos para agotar todas su posibles combinaciones y, de alguna manera, poner al escucha en un estado hipnótico. No había ninguna nota nueva en una pieza que se había extendido más del tiempo que yo había planeado, y si una sensación de repetición constante que anulaba mi capacidad de distancia crítica…

Ahora no sé si celebrar o lamentar que el juego masoquista y placentero que me ocupó durante todo este tiempo, se haya terminado. Ya me imaginé qué es lo que me gustaría trabajar en el doctorado, pero también me acuerdo de lo difícil que fue concluir la maestría y de los dolores de cabeza y frustraciones temporales que me significó. Debo confesar que este blog surgió en un momento, a la mitad de la tesis, en el que la confianza en mi trabajo estaba muy próxima a acabarse. Así que alguien me dijo: “tienes dos opciones: o vas al psicólogo para descubrir la fuente del bloqueo, o te pones a escribir sobre todo lo que se te ocurra para que tu mismo encuentres por qué tus obsesiones antes placenteras, ahora se han vueltos pesadas y dolorosas”. Y me puse a escribir. Por lo pronto, olvidaré por un momento la tesis, hasta que lleguen las correcciones finales y el examen público…

Thursday, March 08, 2007

A veces es preferible bailar que cualquier otra cosa

Hoy es un día de esos, en los que sería mejor bailar, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo. Así lo hace el mísmismo Erlend Oye, el chico de tez más blanca en el mundo: como si estuviera sólo en la intimidad de su cuarto, nadie lo viera, y trajera puestos los audífonos a todo volumen... Mientras tanto, el buen Eirik Glambek cumple con su chamba...



Grabado el 7 de marzo pasado, en el Poliforum Cultural Siqueiros de la Ciudad de México. No es lo que se dice una película, pero al menos yo sostuve el teléfono celular y los temblores de la imagen son producto de un calambre en el brazo...

Thursday, March 01, 2007

Lo que uno no quiere ser de mayor




“This is what you've been running away from your whole life, buddy boy”: así se dirige, con mucha ironía y mala leche, Nathaniel Fischer Sr. a su hijo Nate, una vez que el primero ha muerto por tratar de encender un cigarrillo sin percatarse de que un camión viene directo hacia la carroza fúnebre que va manejando. El Sr. Fischer le hace una última y plúmbea broma a Nathaniel Jr., obligándolo a hacerse cargo del negocio familiar, una funeraria, del que este último siempre quiso escapar. Y es que, en buena medida, de eso se trata la serie de televisión Six Feet Under, que terminó hace un año después de seis temporadas al aire: de lo que te sucede mientras estás haciendo planes para tu vida en otro sentido. La muerte –pero también el amor, el desamor, la mala suerte, la buena fortuna, los hijos, los amigos, el trabajo– son cosas que te ocurren cuando estás pensando en la inmortalidad del cangrejo. Para más ironía, en la serie los muertos hablan con los vivos y los vivos son incapaces de comunicarse entre sí. Eso es una tragedia: que la gente viva el día a día como si estuviera muerta. Pero no, en Six Feet Under, incluso la muerte permite un último comentario irónico antes de bajar la palanca de la energía. Uno se muere, y generalmente los últimos minutos no están cubiertos de gloria ni de heroísmo; te puedes morir ahogado con un trozo de bistec, cuando por fin llegó a tu cerebro un pequeño coágulo que se ha originado en tus piernas mientras estabas sentado esperando cancelar tu cuenta del banco o, felizmente, en un intercambio de fluidos corporales. Entonces, el Sr. Fischer tendría que recibirnos en el más allá (tenga el nombre que cada quien guste darle de acuerdo con sus creencias religiosas) con una frase similar a esta: “De esto, amiguito, es de lo que estuviste huyendo la vida entera”.





Six Feet Under cuenta la historia de un puñado de individuos que el destino integró en una familia disfuncional, y que tienen en común haber crecido y haberse convertido de mayores en las personas que nunca quisieron ser de pequeños. No hay en la familia Fischer zoólogos, biólogos marinos, pianistas ni cineastas (que son las cosas que yo quería ser de mayor, a los seis años). Lo que hay es lo que se ve: Ruth, una madre histérica que empieza a explorar su sexualidad bien entrada la década de los cincuenta (y que tardíamente descubre los placeres de la masturbación); Nate, un bohemio que pasó la treintena de años huyendo de todo lo que se supone implica una vida decente; David, el chico gay que quiere encontrar a un hombre que llene sus expectativas de una vida simple y convencional; Claire, la hija menor que tendrá que ser artista a pesar de sí misma y de su egoísmo; Federico, el embalsamador de origen latino que quiere ser uno de los Fischer y que constantemente es pateado fuera del nido; y Brenda, la niña genio adicta al sexo con Nate, y que ha crecido sin poder concretar ninguno de sus talentos más que el de la autodestrucción. Todos son personajes disfuncionales, generosos, egoístas, necesitados de ternura, mentirosos, leales, cobardes, enfrentados a una última aventura vital, frágiles y, por ello mismo, profundamente entrañables y cercanos a las miserias de todos los días. Cada capítulo de Six Feet Under comienza con una muerte casi siempre accidental y casi siempre irónica en su gratuidad: la mujer recién divorciada que literalmente pierde la cabeza al salir a tomar aire, eufórica, por la capota de una limusina; el soldado estadounidense, envejecido a sus treinta años, por haber ido a pelear por ideales de humo a Irak; el tipo que es aplastado por su propia camioneta mientras intenta recoger el diario desde su auto en marcha. La gente se muere sin avisar, e incluso los que notifican de sus intenciones, dejan a los demás la preocupación de qué hacer con los restos mortales. Porque no es lo mismo que a uno se lo coman los gusanos o que se mezclen sus cenizas con el plancton marino. Mientras Federico se ocupa de hacer presentable el cuerpo del muerto y sus deudos le lloran o se pelean por la herencia, los Fischer tienen que lidiar con esas vidas que no escogieron, pero que tienen que asumir de la manera más digna. Particularmente entrañable es David, el mayor de los hijos, que se debate entre su homosexualidad reprimida y una fe anglicana que le dice que los de su clase (aunque todos los días oficien desde el púlpito) no tienen derecho al cielo. David se mueve como un adolescente incómodo con su propio cuerpo, como si los brazos y las piernas le hubieran crecido de repente y el resto de su anatomía se resistiera al cambio. David es un tipo a quien le han cosido un traje demasiado ajustado, pero del que no puede deshacerse hasta que termine de complacer a todos los invitados de su fiesta. Y en el afán de complacer a todos, acaba insatisfecho con su vida. Pero, en el fondo, David no quiere algo distinto de lo que sus hermanos o su madre: alguien a quien amar y por quien perder el aliento algunas veces al día (como decía el lema comercial de una compañía de seguros mexicana).








Algunas décadas antes de que a Allan Ball se le ocurriera la historia de los Fischer, Edith Warton escribió, a principios del siglo XX, una novela que tiene como protagonista a un chico listo que se convirtió en el adulto que nunca imaginó. Se trata de La edad de la inocencia, la obra de madurez de Warthon que fue convertida e una hermosa e injustamente menospreciada película dirigida por Martin Scorsese. Newland Archer vive en un Nueva York semidesierto y es un abogado liberal, culto, informado de las últimas novedades literarias en Europa, que se observa a sí mismo como audaz en sus arriesgadas posturas sobre la moda masculina, el valor de la pintura impresionista o la legitimidad de la lucha de las mujeres por la igualdad. Curiosamente, Scorsese situó su película en las capas adineradas del Nueva York de principios de siglo, que se esforzaban por pasar como europeos en un nuevo mundo; y años después, el mismo Scorsese filmaría una historia que ocurría en el mismo escenario y en la misma época, sólo que en los bajos fondos y entre pandillas de inmigrantes que se disputan el control de la floreciente ciudad. Y a ambos personajes, tanto al Newland Archer de La edad de la inocencia como a El Carnicero de Pandillas de Nueva York, el estupendo Daniel Day Lewis les presta su rostro. El Newland Archer de Wharton y de Scorsese se siente cómodo con esa vida que su tribu eligió para él, hasta que aparece en el horizonte una mujer, la condesa Olenska, que representa todo lo que él asocia con un deseo secreto de libertad y de independencia. Ni en la novela ni en la película, me parece, sabemos si verdaderamente Newland está enamorado de la condesa o si, más bien, se siente fascinado por el estilo de vida que asocia con todo lo que él no es en el presente. La condesa tiene un pasado turbio en Europa, es la comidilla de todas las mujeres del clan Archer y de la prometida de Newland y, además, osa decorar su casa con pequeñas esculturas africanas (“los restos de mi naufragio”, dice la condesa) y con pinturas cuyos rostros humanos son manchones de pintura y no retratos naturalistas sin pizca de emoción en el manejo de la luz. A la larga, la pasión de Newland tendrá que ser reconducida a su antigua prometida y, finalmente, él se convertirá en lo que no quiso ser de pequeño: un padre de familia que dejó la aventura y el gusto por lo exótico para mejor ocasión. Pero, ¿existe otra oportunidad para vivir una vida diferente a la que actualmente se lleva?






En la película de Scorsese, el hermoso y elegante texto de Edith Wharton es recitado por la voz en off de Joanne Woodward, mientras el rostro de Daniel Day Lewis está siempre a punto de resquebrajarse de rabia y de frustración, lo que nunca sucede. Scorsese preserva el texto con la voz en off porque él ha dicho que fundamentalmente quería reproducir la sensación que él tuvo al momento de leer la novela de Wharton. Además, la voz en off no es un elemento accesorio, sino parte fundamental de la narración para ilustrar el flujo de una conciencia reprimida y contradictoria –la de Newland Archer– que lucha por convertirse en lo que siempre su dueño soñó de sí mismo de pequeño. Un manejo similar de la voz en off, para mostrar la distancia entre las intenciones y los resultados de sus protagonistas, es el que hace el cineasta Todd Field en su adaptación de lo que supongo (porque no conozco la novela) es un estupendo texto de Tom Perrotta: Little Children. La voz en off, y la música de Thomas Newman –quien ha hecho dos bandas sonoras grandiosas en su minimalismo: la de Belleza americana y la de Lemmony Snicket– añaden un comentario irónico a la película: lo que se narra son las vidas estancadas de seres lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de la posición crítica en la que se hallan. Cuando se lleva una vida mediocre pero se ha adormecido la conciencia lo suficiente, el proceso es indoloro; pero cuando se es consciente de la propia decadencia, las alternativas son la ironía o el suicidio. Sarah es la madre de una niña caprichosa que (como yo) tiene amarrada a la cintura el ancla que significa una tesis de maestría inacabada. Brad es un tipo al que su mujer ha sacado de trabajar y que se encarga de cuidar a su hijo pequeño, asustado (como yo) de lo que significa asumir un futuro laboral en serio. Tanto Sarah como Brad acaban enamorados, o al menos entusiasmados por lo que una aventura significa en la mediocre vida que han asumido y que, seguramente, no imaginaron de pequeños. La voz en off recita las irónicas observaciones de Tom Perrotta sobre las vidas de Brad y Sarah: Madame Bovary puede ser incluso una feminista luchando contra su jaula de hierro; Tom es el “Rey del Baile” y se fija en Sarah aunque ni siquiera sea particularmente hermosa; Sarah tiene ganas de entusiasmarse por los logros de su amante en el fútbol americano como lo haría cualquier esposa; cuando la mujer de Brad le reclama que no le llame por teléfono más a menudo, él reclama que lo haría si ella le comprara un teléfono móvil. La película es hermosa, lánguida, triste, sensual: una gran película, pues. Todd Field presenta uno de los coitos más dolorosos y tristes que del cine de los últimos años; el director ilustra a la perfección aquello de que el individuo postcoital es un animal triste. Por otra parte, la película es subversiva en cuanto vuelve entrañable a un personaje que el vecindario de Brad y Sarah se esfuerzan por maltratar: el exhibicionista incapaz de controlar su filia por los niños. Hace mucho que no veía llorar con tanta tristeza a un niño (atrapado en un cuerpo de adulto) por su madre desaparecida. Lo trágico de este personaje es que, para ser un poco lo que su madre soñó de él como adulto, acaba autoflagelándose (Por cierto, si Kate Winslet y Jackie Earle Haley están estupendos en sus roles, ¿por qué no considerar el trabajo de Patrick Wilson, el breve pero contundente papel de Jane Adams como la fallida cita de Ronie, la música, la dirección de fotografía, la dirección de arte, para los premios de la Academia estadounidense?).

No se si es mejor, pero si más cómodo, hacer la lista de las cosas que otros, sobre todo si son personajes de ficción, querían ser de mayores y que no han conseguido todavía. Ensayar el ejercicio en primera persona es algo que tengo pendiente de hacer, aunque a través de David Fischer, Newland Archer y el Brad Adamson que creó Tom Perrotta, puedo vislumbrar algunos de sus elementos. Por lo pronto, creo que la voz en off de mi película personal podría decir, en un tono neutro pero cargado de ironía: “This is what you've been running away from your whole life, buddy boy”. En esa secuencia, por supuesto, tendría que estar sonando como música de fondo “If you´re feeling sinister” de Belle & Sebastian.


PD: Gracias a Medeo por compartirme unos fragmentos del libro de Tom Perrotta, que se ha colado a la fila de los que espero leer próximamente. Lo mismo hicieron Issa y Zelig con sus sugerencias de The Road y algo de Roberto Bolaño (¿será adecuado empezar por Los detectives salvajes?). Creo que pocas cosas hay más generosas en el mundo que compartir un objeto (libro, película, canción, etcétera) que se considera parte imprescindible del universo personal…