Tuesday, April 24, 2007

Música de verano para cualquier época del año



Hasta el momento, el último disco de R.E.M. es Around the Sun, una obra largamente esperada, que decepcionó a buena parte de los seguidores de la banda de Athens. Las razones del desencanto son varias. No había en este disco una canción que se pudiera cantar en la ducha, como “Loosing my religión”, ni el desgarramiento profundo que resulta de sentirse como un molusco sin su concha en un mundo que es todo piedras afiladas, como al que Michael Stipe le cantaba en “Everybody Hurts”. Más bien, se trataba de una obra sobre la pérdida, sobre la sensación de aparecer como la única persona desenfocada en una fotografía de gente hermosa y feliz; un disco acerca de la forma en que el mundo puede avanzar hacia el futuro y dejarnos en el camino. Sin duda, en Around the Sun, la pieza más brillantemente opaca en su desolación es “Leaving New York”, oración fúnebre por la Gran Manzana en la que Stipe afirma: “It’s easy to leave than to be left behind/ Leaving was never my proud/ Leaving New York never easy/ I see the lights turning down”.

Around the Sun
es una postal del Nueva York de Jonathan Safran Foer en Extremely Loud and Incredible Close; es la tierra de los encuentros improbables de Paul Auster; es el lugar donde un viejo festeja la caída de las Torres Gemelas porque sus plantas volverán a recibir la luz natural del sol, tal y como lo retrató Sean Penn en un cortometraje poderosísimo; es el Nueva York en el que Moby conoce a Deborah Harris para discutir en un café existencialista sobre los saldos de la noche americana después del 11 de septiembre; es Oz, la ciudad a la que cuatro provincianos de Kansas llegaron para fundar Scissor Sisters y gritarle al mundo que esta noche no tienen ganas de bailar mientras los demás bailan al ritmo de su tonada. Around the Sun, es en este sentido, un disco crepuscular, compuesto para ser escuchado mientras la lluvia ácida empieza a enfriarse y caen los primeros copos de nieve del invierno, al tiempo que tratamos de evocar la calidez del verano cuya partida en ese momento nos resulta palpable. Al final de Around the Sun, precisamente en la canción que da título al disco, Stipe se distancia del mundo en una cápsula espacial, a través de una balada para la hibernación, y dice: “I want the sun to shine on me/ I want the truth to set me free…/ Hold on world ‘cause you don’t know what’s comming/ Hold on world ‘cause I’m not jumping off/ Hold onto this boy a little longer/ Take another trip around the sun”. Pero incluso una ciudad tan hermosamente decadente como Nueva York, exige un viaje de verano, para añorarla y pulir su imagen en la memoria.

Aun y con el calentamiento global, el invierno viene precedido del verano, también en el caso de la música de R.E.M. Reveal es el disco que antecede a Around the Sun, y en palabras de los miembros de la banda, fue la obra que estuvo a punto de no ser, pues los desacuerdos creativos entre ellos habían llegado a un punto extremo. Por eso Reveal es un disco fácil, en el mejor sentido de la palabra, como si Michael Stipe y su banda hubieran querido construir un espacio de convergencia y no un nicho para los enfrentamientos. No hay en este disco dobles intenciones, ni metáforas difíciles de desentrañar. Es un disco para quedarse en casa, escuchándolo mientras se disfruta de la compañía de los amigos, con la cabeza de la persona que amas recostada en tus piernas. Es un disco directo, sin misterio, pleno como el verano y que entibia el aire en cuanto uno empieza a descubrirse preso de sus tonadas. De hecho, Michael Stipe dijo en alguna ocasión que Reveal es un disco en torno no del verano como dimensión temporal, sino acerca de la idea del verano que todos tenemos en la cabeza. Cuando pensamos en el verano, ésta aparece como la época del año en la que todo es pleno y los amigos se reúnen para desvelarse, pues no tienen que ir a trabajar el día siguiente. La realidad del verano, por supuesto, es otra cosa diferente.

La primera parte de Reveal, entre “The Lifting” y “Dissapear”, es acerca de los viajes en el verano, de esa sensación de estar perdido en la carretera, con un destino fijo en la playa, pero con el tiempo suficiente como para hacer paradas en el camino y conocer pueblos de cinco manzanas y nadar desnudo en algún arroyo para calmar el calor. “Humming all the way to Reno/ You’ve written your own directions and whistle the rules of chance/ You know what you are/ You gonna be a star”. Todos sabemos lo que somos, de dónde venimos, aunque el destino del viaje sea otro que el que habíamos planeado al principio. Y aunque el verano nos maree hasta hacernos perder la noción del lugar donde estamos parados, todavía queda fuerza para silbar una canción pop y dulce para ahuyentar el miedo.

La segunda parte de Reveal, entre “Saturn Return” y “Summer Turns to High”, es un conjunto de variaciones sobre un mismo tema: la embriaguez del verano, ese momento en el que uno podría renunciar sin problemas al trabajo para irse a poner un bar en la playa. Aquí se encuentra la joya de la corona en Reveal: “Imitation of Life”. Frente al verano y su sol que despelleja la piel de los pómulos, todo puede sacrificarse. Conservar un rayo de sol bien vale opacar la rutina para el resto de la vida. Uno se imagina que el verano es la época en la que el amor no duele, en donde el sol lo baña todo y la gente no tiene lugar para guardar sus secretos, y por eso tiene que ser honesta. Un poco borrachos por la felicidad, el verano de Reveal es el momento preciso para hacer confesiones que nos helarían el corazón si las sacáramos a la luz en el invierno o que morirían de inanición en la primavera. “Charades, pop skill/ Water hyacinth named by a poet/ Imitation of life/ Like a coi in a frozen pound/ Like a goldfish in a bowl/ I don’t want to hear you cry/ That sugar cane/ That tasted good/ That’s cinamonn/ That’s Hollywood”. En el verano de nuestra vida, al calor del baile y la tentación de mandarlo todo al diablo, no duele confesar que la adolescencia es una etapa que nunca superamos, que seguimos tratando de ir al baile de graduación lo más presentables posible y que nos esforzamos por lucir como si no nos hubiéramos esforzado en nuestro aspecto. Al calor del verano, es posible decir que la vida no es lo que se esperaba, que el amor de tu vida nunca llegó y sin embargo eres feliz con la persona que tienes al lado; entonces se puede confesar que la música que te hace llorar sólo provoca risas entre los adolescentes que ves caminando por la playa.

Reveal finaliza, entre “Chorus and the Ring” y “Beachball”, con la resaca del verano. El calor ha sido intenso, y las nubes se condensan sobre nuestra cabeza. Amenaza la lluvia, se nos ha pasado la borrachera y el verano agoniza. Uno piensa que es mejor que llueva pronto, para que las gotas se confundan con nuestras lágrimas. ¡Qué tristeza da saber que un buen día está llegando a su fin y que el día de mañana no garantiza la preservación de la felicidad que se ha conseguido el día de hoy! Los planetas siguen orbitando alrededor del Sol, la luna nos acompaña en nuestro viaje por el Universo, y las estaciones seguirán sucediéndose en el tiempo, hasta que todo esto termine. El verano finaliza, y hay que regresar a trabajar, dormirse temprano para cumplir puntualmente con las obligaciones de mañana, hacer citas que nunca llegarán para comer con los amigos. Somos felices, porque es el último día del verano, pero dejamos de serlo en cuanto nos percatamos de esto. La película está a punto de terminar, y no sabemos si esto ha sido una tragedia o una comedia. La luz del verano se debilita cada segundo, y ya no es realidad sino sólo una idea. “I used to think as birds take wings/ They sing through life/ So why can’t we?/ We cling to this and claim the best/ If this is what you’re offering/ I’ll take the rain”... Pero al verano le quedan unos minutos, los suficientes para meter en la mochila un poco de calor para desempacarlo en la oficina. El verano se ha ido, pero la idea del verano se queda, y ese es, parecen decirnos Michael Stipe y compañía, motivo suficiente para llegar al invierno, resistir su duración completa, y estar esperanzados de que un nuevo verano está a la vuelta de la esquina. Con suerte, los amigos también hicieron acopio de fuerzas y sobrevivieron a las tres estaciones siguientes; si son afortunados, los adolescentes que se burlaban de nuestra nostalgia musical, llegarán a la edad en que se habrán convertido en aquellos que éramos nosotros el verano pasado.

Sunday, April 15, 2007

La reina, el demócrata, su esposa y la princesa amante


Un cuento moral sobre las aventuras del canal alimenticio, que empieza en la boca y termina en el ano
: así definió Peter Greenaway a su película El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante (1989), en la que, de manera metafórica, se refería a la voracidad caníbal como el principal rasgo de la política neoliberal en la época de Margaret Thatcher. Se trata de una fábula sobre los excesos de un ladrón que no puede saciar su hambre con nada, ni con los platos más exquisitamente preparados en el restaurante de su propiedad, ni con las humillaciones con que somete a una esposa ricamente ataviada por los diseños de Jean Paul Gaultier; una historia con moraleja sobre la conveniencia de la moderación alimenticia, que comienza con la humillación de una esposa sumisa y un pobre diablo que no puede pagar la deuda que ha contraído, y que termina con el acto supremo de codicia: devorar la carne de otro ser humano a quien se odia a muerte porque representa una forma de vida que no es comprensible para el ladrón voraz –un personaje que se parece mucho al político conservador que imagina que los límites del mundo en su conjunto son los límites de su visión moral del mundo. Y siempre, el ladrón, en el intento de devorarlo todo, acaba encontrando un placer que no puede compartir –autorreferencial y onanista– y que lo hace atragantarse con el contenido de su plato, aunque de hecho ya no tenga hambre.

El comportamiento del ladrón de Greenaway es (podría ser) como el del banquero: que tienta a quienes quiere someter con la promesa de prosperidad y crédito ilimitado, para terminar cobrando con intereses inauditos hasta los modales exquisitos con que la presa fue conducida al rastro. El cuento moral de Greenaway comienza con la descripción meticulosa de los ingredientes que se preparan cuidadosamente en Le Hollandais –el restaurante propiedad del ladrón Albert Spica–; tiene en su nudo dramático el tibio amor que florece entre la esposa del ladrón y un tímido librero, quienes deambulan entre los escenarios de color cambiante fotografiados por Sacha Vierney y en una coreografía que tiene como música de fondo los acordes de Memorial, la soberbia pieza compuesta por Michael Nyman; y concluye violentamente –como la digestión lo hace en el punto que concluye el canal alimenticio– con una ceremonia de expiación en la que el caníbal será obligado a dimitir, a aceptar que su voracidad le impide disfrutar cualquiera de los bienes que ha logrado por medios inmorales. La digestión originalmente tiene la función de mantener vivo al organismo; el ladrón es incapaz de digerir lo que se lleva a la boca sin control, y por eso tendrá que ser sometido a una purga que acabara expulsándolo del mundo junto con todo el rencor acumulado en los súbditos que le servían en Le Hollandais.

El cuento moral de Greenaway tiene obvias resonancias políticas, y se refiere a una época en la que la moral de unos pocos estaba decidiendo –anulando– el destino de una nación que había gestado la tradición liberal como una forma de potenciar la libertad individual al abrigo de instituciones políticas justas. Sin embargo, Greenaway es lo suficientemente inteligente como para no elaborar un panfleto político. Greenaway sabe –como Ken Loach, a su manera– que la del cineasta es la posición más cómoda para ser radical, que el mundo no va a cambiar aunque se exponga la voracidad del ladrón. A lo más que puede aspirar el contador de historias profesional –use los recursos del cine, el teatro o la novela–, es a plasmar la complejidad del mundo y a escenificar los conflictos morales como algo distinto de los juegos de suma cero, es decir, como representaciones trágicas en la que las dos partes enfrentadas tienen sus razones para comportarse cómo de hecho lo hacen. La historia del ladrón onanista de Greenaway no hace explícito el sentido de su crítica política. El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante es una fábula que va acumulando situaciones de humillación, momentos de violencia simbólica, actos de voracidad extrema, in crescendo, para que el espectador se sienta incómodo y empiece a preguntarse cuál es la fuente de ese malestar: si todo eso no le resulta desagradable por serle terriblemente familiar, si él no ha vivido en carne propia la experiencia de ser cocinado a fuego lento por las deudas o el sistema de justicia.

La voracidad es una de las experiencias políticas más extendidas en las sociedades que aceptan la lógica del mercado como forma suprema de racionalidad política, que convierten a los derechos en objetos de regateo y a la dignidad en un plato que se puede cocinar de muchas maneras, para complacer a quien tenga el dinero suficiente para pagarlo. Greenaway muestra la violencia de la relación que se establece entre quien no tiene otra cosa que vender más que su dignidad y quien está tan corrompido que no sabe sino ofrecer dinero a cambio de ésta. Con una sencilla fábula sobre las aventuras del canal alimenticio, Greenaway se toma su parte de revancha contra un sistema que ha confundido la productividad con las sangrías a muerte, y que vuelve repulsivos los modales y la cultura que se construyen para disfrazar –para hacer tolerables– las relaciones políticas esencialmente depredadoras y voraces.

Los tiempos cambian, aunque las instituciones y sus funcionarios se resistan a ello. La voracidad de un ladrón como el que retrata Peter Greenaway no durará mucho. Aunque esto no significa que se produzca el progreso moral de la humanidad cuando suceda el cambio político. El ladrón es derrocado por un político que aparece cubierto por el aura de la virtud en un momento dado, y probablemente al cabo de la gestión de éste último, el político virtuoso será indiferenciable del ladrón repudiado por quienes son tratados por él como súbditos más que como ciudadanos. La opinión de la sociedad civil es cambiable, frágil como la virtud del ladrón que sabe que nadie lo está observando, terriblemente inestable como la confianza entre los seres humanos. Ninguna sociedad resiste la renovación total. La revolución es el cambio de las estructuras políticas antiguas por otras nuevas, pero siempre tiene que apelar a un relato fundacional que le otorgue legitimidad. La revolución de independencia de Estados Unidos fue exitosa, por ejemplo, porque los Padres Fundadores apelaron a la igualdad como una cuestión de evidencia natural y de fe, y porque se sentían los restauradores de la virtud política desplegada por los senadores romanos. La historia nos dice que el cambio político no puede ser total: que los cimientos de una nueva cultura tienen que ser sostenidos por las ruinas de otra civilización.



Idealmente, las sociedades democráticas aspiran a fundar la legitimidad de sus gobiernos en la regla de la decisión de la mayoría y, más importante, en el respeto irrestricto a los derechos fundamentales garantizados universalmente. Pero en la realidad, la tradición y la lealtad a la nación siguen siendo la fuente de legitimidad de los regímenes políticos. En este sentido, la institución monárquica es el vínculo entre el pasado y el futuro que ha permitido, en Inglaterra, la relativa celeridad con que se han producido los cambios políticos: del conservadurismo voraz de Margaret Thatcher, al afán modernizador socialdemócrata de Tony Blair, pasando por el reformismo de John Major. Y, sin embargo, como escribía Shakespeare, algo podrido flota en el ambiente de Dinamarca: la voracidad del ladrón parece emparentarse con el parasitismo de una nobleza cuya única función es legitimar la estabilidad de la nación inglesa en el tiempo, de darle la sensación de no ser huérfana incluso en los peores momentos.

Mostrar la necesidad del cambio, de la sustitución de lo viejo por lo nuevo, sin aspavientos ni énfasis panfletarios: ésta es la principal virtud de La reina, la más reciente película de Stephen Frears, quien hace evidente la caducidad de los ideales tradicionales asociados a la monarquía, simplemente mostrando su incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, a las demandas de reconocimiento e inclusión que formularon los actores políticos laboristas desde la década de 1980; por eso los laboristas acabarían reconociendo en el entonces políticamente exitoso Tony Blair al adalid de la modernización en todos los ámbitos. La fábula de Frears –además de la extraordinaria presencia de Helen Mirren– tiene en común con el cuento moral de Greenaway una cierta renuencia a la dramatización excesiva, una buena dosis de ironía para mostrar como una minúscula piedra en el zapato –la aventura amorosa de la esposa del ladrón en un caso, la muerte de la Princesa Diana de Gales en el otro–, acaba siendo el motivo para el derrumbe de un organismo político completo.

La reina se lamenta en silencio que el pueblo no reconozca en su sentido del pudor para expresar el duelo por la muerte de la reina de corazones –de la joven cenicienta que llegó a ser princesa–, un síntoma del carácter flemático inglés que tanto admiran los extranjeros y que tan bien celebran los poetas nacionalistas. La reina se burla del afán modernizador de Tony Blair, y le espeta en su primera visita al palacio que a ella no le van a contar cuentos sobre el futuro de Inglaterra, cuando ha visto desfilar la gloria y la decadencia de todos los primeros ministros desde la época de Winston Churchill. La esposa de Blair –Cherie, quien acabaría metida en un escándalo financiero casi al final del mandado de Tony Blair– se siente indignada frente al protocolo real que la obliga a nunca darla la espalda a la reina. El propio Tony se deja seducir por los atributos de lo que él imagina el ciudadano común inglés, mientras se enfrenta en la vida real –no en los escenarios delineados por la filosofía política de la tercera vía– con el problema de la voluntad cambiante de un pueblo que el día de hoy lo ama, que odia a la reina, pero que el día de mañana podría negarle sus favores amorosos.

Y es que, parece decirnos Stephen Frears, el colapso del conservadurismo inglés no vino de la mano de un reconocimiento del estado de injusticia al que las políticas neoliberales habían conducido al país; tampoco por la evidencia del parasitismo de una familia real que sólo se preocupaba por ajustarse la falda y el tocado en los actos protocolarios; mucho menos por la objetividad de los medios de comunicación que supieron ver en la incapacidad de la reina para vincularse emocionalmente con su pueblo, un síntoma de debilidad política. El colapso político –el final de la fábula sobre la voracidad de los ladrones en el poder– vino de la mano de una opinión pública que convirtió a una chica de la clase obrera, casada con un príncipe eunuco y cuya debilidad era tener un corazón puro, en heroína nacional. Por supuesto, la realidad es más compleja que el planteamiento de Stephen Frears. Probablemente, la reina nunca haya dicho frases tan agudas como aquella de añorar el voto, porque éste representa la ocasión de ser arbitrario al momento de decidir otorgar sus favores a uno u otro bando de la contienda política. Quizá la familia real nunca se haya lamentado que, incluso al momento de su muerto, Diana se las arreglara para molestarlos. Seguramente, la reina nunca contempló con genuina tristeza el acoso de la familia real al último ciervo con un asta de catorce puntas que deambula por sus bosques, representante de una época en que las familias eran honorables y la caza era un deporte al que no importunaban los ambientalistas defensores de los derechos de los animales. Pero la ironía de Frears es más sutil: se dirige a cuestionar el sentido de la legitimidad política en el mundo moderno, a hacernos preguntar por la forma en que amalgamos lo nuevo y lo viejo, el conservadurismo y el progresismo, en nuestros sistemas políticos. ¿Realmente queremos que se acaben los privilegios para todos o sólo esperamos nuestra tajada del pastel para permanecer callados? ¿Por qué el destino de la socialdemocracia inglesa se perdió entre las patas del caballo que guiaba Tony Blair, cuando éste perdió el rumbo y se contagió de la histeria de Bush? ¿Por qué la realeza, aunque sea reconocida en su obsolescencia desde hace mucho tiempo, sigue siendo el motivo de portadas para revistas de chismes, y constituye el referente inmediato de éxito social para una buena parte de la población?

El ciervo magnífico que corre por los bosques de Balmoral, la finca de descanso de la familia real, finalmente no será cazado por ningún miembro de la nobleza inglesa, sino por un común y corriente banquero que posee una propiedad colindante. Al final, la reina contempla la cabeza del ciervo separada de su cuerpo, con la misma misericordia con que ella espera la observe la historia cuando se haya retirado de la vida pública. Y seguramente, en ese momento de claridad mental, la reina desea lo mismo a Tony Blair: un juicio justo de la historia que sepa valorar sus acierto y sus defectos, y que sepa ver en sus decisiones no síntomas de voracidad suprema –como las del ladrón Albert Spica– sino el aura de la santidad que el pueblo inglés asoció en un momento dado con la Princesa Diana de Gales.

Thursday, April 05, 2007

Tres notas para una teoría del escándalo


I. En el siglo XVIII, el joven Immanuel Kant tuvo lo que él denominó posteriormente un violento despertar de su sueño dogmático de la razón, motivado por el escepticismo del inglés David Hume. De acuerdo con Kant, el sueño en el que él y el pensamiento moderno estaban sumergidos consistía en creer, apoyados en la religión o la tradición, que la realidad era de una manera y que ésta no cambiaría con el tiempo. ¿Cómo garantizar que el mundo –integrado por realidades que se perciben por los sentidos que a veces nos engañan, por emociones cambiantes que siempre nos desilusionan y por cuerpos que crecen y que se corrompen en el tiempo inevitablemente– tiene una cierta unidad, una estabilidad que nos permita irnos a dormir tranquilos sabiendo que mañana ese mismo mundo estará allí cuando nos despertemos? Unos años antes que Kant y Hume dudaran de todo, un piadoso obispo inglés, George Berkeley, imaginó que si el mundo cesa de existir para nosotros cuando dejamos de percibirlo con nuestros sentidos, la única forma de salvar su continuidad es suponer que un ser omnisciente y cuya percepción no se interrumpe en el tiempo –Dios– soporta la unidad del mundo en que habitan los seres humanos. El Dios de Berkeley era una especie de ojo que no parpadea, y por eso, él pudo decir que ser es ser percibido y que el observador privilegiado de todas las cosas –incluido el corazón humano, que observa sin pudor y horrorizado– es Dios. Andando el tiempo, David Hume sacudió violentamente la epistemología moderna al señalar que un ejercicio coherente de la razón nos lleva a cuestionar incluso ideas que son el fundamento de nuestros sistemas de conocimiento: que existe un Dios omnisciente y sumamente bondadoso, que el mundo tiene una unidad en el tiempo, que existe el alma y que, al final de los tiempos, las acciones de los seres humanos van a ser castigadas o premiadas, según sea el caso, por un tribunal divino y justo. Para Berkeley, nada de esto está garantizado en un mundo que cambia constantemente y que desafía las herramientas de comprensión humanas –finitas y engañosas por definición. Cuando Kant hizo su irrupción en la historia de la filosofía occidental, la crítica de Hume al dogmatismo lo había hecho dudar, incluso, que el día de mañana el sol saliera por el oriente y que la rutina humana volviera a comenzar tal y como había sucedido la jornada anterior. A Kant, quien además de ser un defensor de la sensibilidad humana y un ferviente creyente en la legitimidad de la creencia en Dios, le parecía un escándalo que nadie pudiera ofrecer razones para justificar el conocimiento del mundo, la solidez del entendimiento humano y la fraudulencia del escepticismo y el cinismo en materias epistemológica y moral. Kant deseaba oponer razones contundentes, por una parte, a quienes predicaban la orfandad de los seres humanos en ausencia de una demostración eficaz de la existencia de Dios; y, por la otra, a quienes pretendían desconocer el mandato moral de respeto a la dignidad humana ante la inexistencia de una explicación que demostrara la necesidad del comportamiento bondadoso, sin afirmar que éste garantizara a quien lo practicara un premio en este mundo o en el otro. El escándalo, para Kant, consistía en permitir que la razón se durmiera en sus laureles y que, al hacerlo, el ser humano perdiera su confianza en su capacidad de acción y conocimiento en un mundo que Dios convirtió en su dominio. Toda la filosofía trascendental de Kant –que delimita el ámbito en que la razón humana puede conocer y señala que la existencia de Dios es inaccesible a la razón, pero necesaria su creencia en Él para hacer del mundo un espacio moralmente habitable– es una intento por superar el escándalo que significan tanto el escepticismo como el dogmatismo en materia epistemológica y moral.




II. Pocas fuerzas como el deseo sexual suministran la energía suficiente como para poner en crisis la existencia del mundo, de nuestro mundo, constituido por hábitos y creencias que parecen solidamente edificados hasta que aparece otro ser humano que se convierte en objeto de nuestro afecto. El deseo, trágicamente, nos vuelva vulnerables. Si se tiene suerte, el deseo se verá correspondido; si no hay suerte, el deseo consumirá a quien lo porta, a menos que se aletargue de nuevo en la rutina o encuentre un sustituto en otra persona o algún hábito adictivo. El deseo tiene una capacidad arrolladora –quizá sólo comparable a la certeza de la inminencia de la muerte– para hacernos dudar de que lo que vivimos en el pasado fue real o, al menos, lo suficientemente valioso como para justificar el momento del camino en el que nos hallamos parados. Como suponía Platón, el deseo –o el amor que se le parece– no es la fuerza divina más plena, sino la forma de carencia más necesitada de complemento: quien desea, lo hace porque se descubre carente de la energía suficiente para continuar viviendo, falto de ánimos para dejar el lecho de quien lo ha hecho perder la razón por el tiempo que dura la faena previa al orgasmo. Quien desea, es un ser carente, que está dispuesto a renunciar a su mundo tal y como lo conocía, a cambio de una sonrisa –por muy retorcida que ésta sea– del objeto del deseo. A Barbara Covett, la protagonista de Notes on a Scandal, el deseo la vuelve vulnerable como nunca imaginó que le sucedería; el deseo la hace querer construir un mundo en el que nada más que ella y Sheba, la amiga de quien se descubre enamorada súbitamente, tengan cabida. No importa que Sheba esté casada y tenga un par de hijos; al contrario, en las ensoñaciones de Barbara, el amor todavía no correspondido le daría a Sheba un pretexto para abandonar su realidad de hastío y conformismo. El mundo estorba frente al deseo que lo domina todo. El mundo sobra, pues sólo es fuente de distracción y de más deseo, y Barbara sabe que no quiere anhelar nada más que las caricias de Sheba y la torpe réplica que la propia Barbara les puede dar como ensoñaciones infantiles o miradas extraviadas. El escándalo para Barbara es que su propio mundo se descubra de pronto como una mentira, como una parodia de otra existencia sensual que adivina más plena y prometedora de placeres insospechados. La única forma de responder al escándalo que le provoca la certeza del deseo consiste, para Barbara, en conquistar a Sheba y volverla un objeto dócil, manejable, que satisfaga todos su caprichos sin que sea capaz de oponer resistencia. También es motivo de escándalo para Barbara, descubrir que el deseo sexual va ineluctablemente unido al deseo de posesión, y que éste último se emparenta con el deseo de destrucción. Trágicamente, Zöe Heller y Richard Eyre –autores respectivamente de la novela y la posterior adaptación fílmica de Notes on a Scandal– nos descubren que una forma habitual de construir un mundo nuevo, después de que el que habitábamos se colapsa por el deseo, es colonizar el de alguien más para instalarnos de manera parasitaria en éste. Heller y Eyre le otorgan a Barbara Covett, en el relato del deseo no correspondido que ella protagoniza, la voz cantante: el mundo que se colapsa es el suyo, el deseo que observamos lastimosamente escudriñar a Sheba es el de ella, la ironía que destila la voz en off resulta de una inteligencia que se ve excitada por el deseo. Por eso, la voz de Barbara es la que nos cuenta los hechos; son sus ojos los que observan el escándalo que se suscita en la pequeña comunidad inglesa y puritana en la que se sitúa la escuela en la que enseñan ella y Sheba, a partir del descubrimiento público del deseo que ésta última siente por uno de los chicos que tiene como alumno. El deseo de Sheba por su alumno genera un escándalo público; el deseo de Barbara por Sheba nunca sale a la luz, y por eso acaba pudriéndose en el sótano al que Barbara ha confinado sus anhelos más caros. En la película Notes on a Scandal, la obsesiva narración de Barbara Covett está rubricada por la música minimalista de Philip Glass. Nunca antes la música del compositor estadounidense había tenido una cualidad tan lúgubre, tan irónica, tan granguiñolesca. Lo que se narra es algo grave, de un tono operático que se aproxima mucho a la farsa: porque el deseo se puede narrar en un tono heroico, pero también a través de una narración irónica cuando no es correspondido de manera plena. Y es que parte del escándalo consiste en descubrir que el deseo no correspondido nos vuelve lúcidos, que trágicamente agudiza la mirada para anticipar la inminencia del naufragio.


III. Dudar de la existencia del propio mundo, y el escándalo que viene aparejado, también es consecuencia de encontrar una vocación insólita en la comprensión que uno tiene de sí mismo. Cuando nos concebimos como personas limitadas, la existencia es gris, pero plácida y segura; en cambio, el descubrimiento de un deseo de creación que tiene que ser satisfecho, produce inquietud y ansiedad, aunque también nos revela que el mundo tiene una paleta de colores ante la que hasta ese momento habíamos permanecido ciegos. Es escandaloso descubrir que nuestras manos producen cosas o realizan movimientos de los que ni siquiera nos imaginábamos capaces. Cuando surge una vocación, el mundo entero de un individuo se desgarra entre la lealtad a los hábitos conocidos y la herejía que significa abrazar nuevas formas de creatividad y de experimentación con la propia identidad. Las biografías de los artistas nos revelan este tránsito de la vida ordinaria al extraordinario descubrimiento de la vocación de creación. Y casi siempre, el mundo que rodea al artista se escandaliza, se aferra a sus pies para obligarlo a quedarse en la tierra e impedirle levantar el vuelo. El escándalo es que, aunque él no lo quiera, la vocación obliga al artista a dudar del mundo convencional en el que ha crecido, para abrazar la vocación de posar una nueva mirada sobre las cosas. El mundo de este individuo se colapsa cuando se le observa con una mirada nueva, con un ojo que quiere devorarlo todo y reciclarlo en nuevas formas de creación. A propósito de su película Balas sobre Broadway, Woody Allen dijo que ser artista es un feliz accidente de nacimiento, y no una profesión que se pudiera abrazar a través de la educación y la sensibilización. Diane Arbus, la fotógrafa estadounidense que revolucionó la fotografía en la segunda mitad del siglo XX, hubiera agregado que ser artista es un feliz accidente que bien vale el escándalo de renunciar a familia y comodidades, para prestar oídos a una voz interior que taladra como un martillo; una voz interior que a ella la obligó a dejar de fotografiar enceres domésticos para los catálogos de Sears y, en su lugar, sacar su cámara a la calle –a la América profunda– para retratar la miseria de la sociedad estadounidense a partir de los seres –monstruosos, deformes, marginales– que ésta colocó en la periferia. El escándalo que Diane Arbus quería provocar consistía en mostrar que lo monstruoso anidaba en el corazón de las buenas costumbres, en los vestidos de raso azul y en la vaselina que se untaban en el cabello los hijos de las buenas familias; el escándalo era producto de una deformidad en la conciencia estadounidense que estigmatizaba como anormales a un grupo de seres humanos –los sin hogar, los enfermos, los seres deformes, los pobres– que habían sido orillados a la marginalidad por esa misma sociedad burguesa. La belleza de una película como Fur: An Imaginary Portrait of Diane Arbus, dirigida por Steven Shainberg, consiste en mostrar el escándalo que resulta de la irrupción de la vocación artística en la vida de un individuo común. Más audaz es la propuesta de Shainberg, porque se sitúa en el terreno de la ficción biográfica o de la biografía imaginaria, para leer la vida de Diane Arbus de manera retrospectiva, como si el encuentro con el arte le hubiera venido de la mano de una bestia con corazón de oro, capaz de hacerla comprender su propia complejidad como ninguna otra persona “normal” lo habría hecho. Un esfuerzo cinematográfico de una belleza negra quizá sólo comparable a otra gran biografía imaginaria de la vida sentimental de una presencia fundamental para la cultura popular mexicana, es decir, Lucha Reyes, retratada por Arturo Ripstein en La reina de la noche. El escándalo para los estudiosos y devotos de la vida de estas dos mujeres atípicas –Arbus y Reyes, cada una en su ámbito y rompiendo tabúes propios– fue que ni Shainberg ni Ripstein optaron por la hagiografía –el relato devoto de la vida de quien ha alcanzado la santidad– ni el homenaje nostálgico. En su lugar, tanto Fur como La reina de la noche convierten a sus protagonistas en cuerpos y conciencias en proceso de autoexploración y subversión, en los que pueden reconocerse todos los que hayan sentido el deseo de crear y dinamitar los límites del propio mundo. Fur culmina el escándalo de su lectura de la vida de Diane Arbus, haciéndola desfilar por un campo nudista –en el hermoso cuerpo de Nicole Kidman, quien también tiene la capacidad de escandalizar a sus seguidores, al escoger propuestas fílmicas tan arriesgadas como ésta o Dogville junto a películas abiertamente comerciales–, cubierta por un abrigo fabricado de pelo humano. Por su parte, el escándalo perpetrado por Ripstein, La reina de la noche, culmina con Lucha Reyes a punto del suicidio, transitando entre espejos en los que ya no alcanza a reflejarse, como un recipiente que ya no puede contener más emociones –con el rostro trágico de Patricia Reyes Spíndola, quien, como dijo un crítico nacional hace no mucho, no sabe actuar mal y es incapaz de aparecer como irrelevante en una película, así sea por sólo cinco minutos.