Friday, February 06, 2009

El silencio en el interior de una caja china



[Para Ronnie, cuya lucidez no cabe ni en una sucesión infinita de cajas chinas]

Casi siempre, lo exótico, lo distante de nuestros usos y costumbres, viene del oriente, preferentemente desde China. Imaginamos que las costumbres más licenciosas, la tecnología que por fina materializará nuestros placeres inconfesables o el lujo grandilocuente a precio de imitación accesible al contenido de los bolsillos, son todos chinos. Chinos son, también, los cuentos que sabemos no podemos ceder a la tentación de creer, pero que por un momento resultan plausibles dada la certeza brillando en los ojos del embaucador que los cuenta. Chinos son también esos juguetes disponibles en los bazares del centro de la ciudad, como el mahjong o las cajas que contienen una sucesiones infinitas de otras cajas en su interior; juguetes que –como una pieza musical de Philip Glass o las pinturas de Hokusai– nos proporcionan placeres simples, nos colocan en un estado de trance o somnolencia, nos hacen repetir jugadas de manera mecánica a partir de un puñado de reglas elementales y de combinaciones infinitas, pero que al terminar de manipularlos sospechamos que no son tan inocentes como suponíamos. Mirado desde la distancia –quizá desde un puerto chino al que la imaginación nos ha transportado por arte de magia– lo que hacemos todos los días se vuelve excéntrico, los espacios que construimos para vivir vidas plenas y felices se vuelven miniaturas incapaces de contener las aspiraciones incluso de una diminuta mosca. No obstante, probablemente ni el mahjong ni las cajas de contenido infinito sean de origen chino.

En Bella de día –la inocente película de Luis Buñuel sobre los placeres que por oscuras razones tendemos a calificar como perversos–, la aburrida ama de casa interpretada por Catherine Deneuve ocupa sus mañanas trabajando en un burdel, convencional en casi todos los aspectos. Si bien es cierto que el interés de una partida del juego chino del mahjong está dado por la pericia de los jugadores, también es verdad que el colorido de un burdel radica en el exotismo de los clientes. Y al burdel de Catherine Deneuve acude un tipo de ojos rasgados, barriga prominente, sonrisa fácil y maletín abultado –chino, para más señas–, con la petición de gastar un par de francos con una de las chicas, siempre y cuando ella acepte el juego erótico contenido en una cajita que el cliente cela como si fuera la última pieza de una sucesión infinita de cajas chinas. Todas las mujeres a quienes el chino muestra el contenido de la caja son captadas por la cámara de Buñuel con expresiones de horror, los rasgos desencajados y los ojos a punto de explotar, incapaces de contener todas las imágenes relacionadas con las infinitas posibilidades de placer asociadas al objeto que guarda la cajita china. Todas rechazan la paga del chino, menos Catherine Deneuve, quien cede gustosa al intercambio erótico propuesto por el cliente, incluido el juego con el contenido de la caja. Nosotros –el público fisgón de los exóticos usos y costumbres del burdel de Catherine Deneuve– nunca observamos el contenido, y cuando a Buñuel los curiosos –los incapaces de aceptar la existencia del misterio– le preguntaban qué había en el interior de la cajita del chino, él simplemente decía: “¡lo que usted quiera!”. Por supuesto, esa respuesta es extravagante, al menos si se piensa que el cineasta tiene la obligación de destripar su narración para vender las vísceras a precio de oro, para que sean consumidas y digeridas tan rápida como indoloramente. Pero Buñuel iba siempre en sentido opuesto de la solemnidad y las costumbres al uso: para él, el cine era preservación del misterio; filmar significaba escenificar el milagro de vivir en el vacío y continuar un día sí y otro también caminando por el mundo con los ojos cerrados; elucidar la inocencia presente en la crueldad de los niños y sus juegos con soldados y sangre artificial; descubrir la perversión en la intención de salvar al prójimo y vestir el traje del buen samaritano. Buñuel, aún filmando en español y tapizando sus historias con imaginería católica, parece un cineasta chino, por ajeno, familiar, exótico, lúdico, perverso y simple.

Ludwig Wittgenstein –excéntrico vienés y no chino– decía que la labor del filósofo era semejante a la de quien se esfuerza por hacer que una mosca salga del frasco en donde se halla encerrada. El filósofo, entonces, podría despojarse de la solemnidad y correr descalzo por el burdel de Catherine Deneuve para liberar a lo que él supone es un insecto encerrado en la cajita del cliente chino. No recuerdo bien por qué, pero a mí siempre se me ocurrió pensar que, en Bella de día, dentro de la cajita del asiático había una mosca, algo turbada por el encierro y el calor, y que el placer propuesto para compartir era jugar a liberarla o no, a salvarle la vida y devolverla al mundo o a hundirla en un vaso con cerveza hasta la muerte. Para la mosca, la cajita quizá sería un universo entero, con el aire suficiente para respirar –dosificado a través de un agujerito hecho por el cliente chino–, tibia como para dormitar al tiempo que se olvida de su situación de cautiverio. Y también se me ocurría pensar que algo similar le ocurría al personaje de Catherine Deneuve, sólo que para mí no era tan claro si la caja china era el burdel, la casa marital o el espacio intermedio mientras caminaba de un encierro a otro.

En Revolutionary Road –la feroz novela de Richard Yates convertida en una incómoda película por Sam Mendes–, el rostro predispuesto a encontrar placer donde no lo hay para otros, no es el de Catherine Deneuve sino el de Kate Winslet. Encerrada en una caja de cerillos que nadie quiere abrir para darle algún uso lúdico producto de la imaginación inocente puesta a fantasear sobre prácticas perversas, el ama de casa que interpreta Kate Winslet acaba golpeándose contra los muros de su encierro. El dolor no provoca alaridos, sino sólo ruidos guturales, pues ella tampoco dispone de mucho aire para invertir en un grito pleno. En algún momento de la narración de Revolutionary Road, Kate Winslet dice que ella no quiere escapar del encierro, sino dar un paso al interior del mundo. Porque lo que la mosca de Wittgenstein y del cliente chino toma como el mundo entero no es más que el encierro definido por las paredes de la caja en que se halla presa; porque el verdadero contenedor de nuestra encerrada soledad no tiene barrotes ni paredes definidas, y sólo produce moretones cuando nos arriesgamos a correr contra paredes invisibles.

Hay una imagen que estamos acostumbrados a pensar como propia de la exótica cultura china: la del silencio producto de la contemplación y los años de sabiduría ganados con sacrificio y dolor. Si China es el lugar del ruido, el lujo y la falsificación, por arte de magia también la transformamos en el espacio de la quietud, la paz interior y la ausencia de ruido. La mosca de Wittgenstein, Catherine Deneuve en Bella de día y Kate Winslet en Revolutionary Road merecerían ser retratadas en un paisaje chino en este sentido "profundo" de la palabra: sabiendo que el silencio por el que vale la pena hacerse moretones no es el del interior de la cajita, sino el que se encuentra afuera, en un paisaje lo bastante amplio como para que nos movamos a nuestras anchas sin llegar a sentir las rejas que definen el propio encierro. No porque no existan los barrotes de la celda, sino porque el silencio significa la ausencia de cualquier sonido que rebote contra ellos y nos haga conscientes del encierro. Aunque quizá, Bella de día, la visión que de la filosofía tenía Wittgenstein y Revolutionary Road no sean sino cuentos chinos escuchados por aturdidos oídos occidentales.