Friday, August 20, 2010

El color del mal


En nuestros imaginarios colectivos, Auschwitz permanece como el paradigma de la capacidad de los seres humanos para ejercer daños extremos sobre la carne y el espíritu de sus semejantes. En algún momento llegamos a pensar que era imposible no sólo escribir poesía después de Auschwitz –como sugirió Theodor W. Adorno–, sino sostener cualquier tipo de esperanza sobre el progreso moral de la humanidad y acerca de nuestra capacidad para aprender de las catástrofes del pasado. En la literatura y el cine, se han multiplicado las reflexiones generadas por la pregunta acerca de qué fue lo que ocurrió en la Europa de la primera mitad del siglo XX y que promovió conductas asesinas entre ciudadanos comunes y corrientes. Unos –como Daniel Goldhagen– afirman que el antisemitismo es un rasgo quintaesencial de la cultura europea y otros –como Hannah Arendt– señalan que el asesinato en masa de personas tuvo su origen en la incapacidad de los burócratas nazis y los ciudadanos que los solaparon para pensar desde la perspectiva del otro, de quien estaba siendo despojado de sus derechos, pertenencias y dignidad, y era conducido a la cámara de gas. Así, Auzchwitz permanece como una advertencia sobre los abismos de barbarie a los que podemos descender si suspendemos nuestra relación crítica con la cultura y la tradición que heredamos y que definen los límites movibles del mundo en que vivimos.

La película El listón blanco, de Michael Haneke, es una forma de plantear estas preguntas: ¿hasta qué punto somos capaces de escapar de la jaula de hierro, si no conocemos otra circunstancia que la del encierro? ¿En qué medida podemos responsabilizarnos por la violencia de nuestras acciones, si hemos sido educados para reaccionar con violencia y exclusión hacia quien es diferente? ¿En qué momento los límites del mundo se expandieron y dejamos de pensar que la autoridad suprema era la patriarcal y para, entonces, afirmar nuestra independencia respecto del hogar y sus tradiciones? No es casual que Haneke, hábil y ambivalente a la hora de diseccionar las causas del mal en el mundo contemporáneo, haya elegido una villa alemana en los meses previos a la Primera Guerra Mundial para narrar la eclosión de la violencia y el enrarecimiento de la conciencia moral de quienes, con el tiempo, acabaron dando su apoyo al nazismo y la tragedia totalitaria.

Lo que ocurre en este pueblo es el crecimiento de la sospecha mutua y la organización colectiva del crimen y la exclusión cuando no se puede localizar al autor de una serie de accidentes inéditos: la caída del caballo del médico a causa de una cuerda de acero colocada deliberadamente en el camino, la muerte de una granjera en el cobertizo, la golpiza al hijo del terrateniente local, la tortura del hijo con discapacidad intelectual del ama de llaves. La constante frente a estos hechos, escenificados por personajes sin nombre, es la certeza de que la pureza de la comunidad no puede tolerar estas desviaciones, que es necesario encontrar un culpable y condenarlo al ostracismo para que el mal no se contagie. Sin embargo, todo apunta a que los niños del pueblo saben mucho sobre estos accidentes, aunque sean precisamente ellos los depositarios de esa pureza virginal que los adultos tanto se esfuerzan por preservar. Precisamente, el título de la película alude al listón blanco que el pastor coloca en el brazo de sus hijos para recordarles de manera permanente su incapacidad para distinguir el bien del mal sin la tutela paterna, su absoluto sometimiento a la vigilancia de un Dios que es más castigo que perdón. Ese mundo de oscuridad –que es el de principios del siglo XX pero también el nuestro dominado por los mismos prejuicios discriminatorios– sólo podría haber sido retratado, como hace Haneke, con la textura preciosista del blanco y negro que asociamos con los retratos de nuestros abuelos y bisabuelos, frente a quienes nos pensamos como modernos y liberales, aunque no nos demos cuenta que eso mismo dirán nuestros descendientes cuando contemplen las jaulas de hierro en que de hecho vivimos.

No obstante, la mirada de Haneke no está filtrada por el determinismo histórico: el mal que conoció el mundo en Auschwitz es imperdonable y requiere de un ajuste de cuentas con la mediación de una idea de justicia. Pero la intención del cineasta austríaco es obligarnos a desmenuzar los códigos y costumbres en que ciframos la responsabilidad y nuestra comprensión del mal. Exigimos a los ciudadanos del mundo político postotalitario que se comporten como adultos y se hagan responsables por sus decisiones, también desalentamos las formas de violencia asociadas a los prejuicios y estereotipos discriminatorios, pero conservamos como tesoro de pureza la doble moral que nos permite lanzar la piedra y esconder la mano. Probablemente, el color de la pureza sea más la marca de la represión que de la libertad, y la mayor ventaja del mal sobre el bien sea su capacidad para camuflarse con nuestras costumbres más arraigadas, pero lo cierto es que –como ocurre con la voz del narrador de El listón blanco– tenemos que hacer el esfuerzo por contemplar nuestras acciones desde la distancia y preguntarnos en qué medida nuestras buenas intenciones generan los actos más atroces.