Monday, January 05, 2015

17 películas / 2014


  1. Mommy: Xavier Dolan
  2. Only Lovers Left Alive: Jim Jarmusch
  3. Ida: Pawel Palikowski
  4. Leviathan: Andrey Zvyagintsev
  5. Deux Jours, une nuit: Luc & Jean Pierre Dardenne
  6. Maps to the Stars: David Cronenberg
  7. Interstellar: Christopher Nollan
  8. God Help the Girl: Stuart Murdoch
  9. Gone Girl: David Fincher
  10. Quai d’Orsay: Bertrand Tavernier
  11. Clouds of Sils-Maria: Olivier Assayas
  12. Violeta se fue a los cielos: Andrés Wood
  13. Stories We Tell: Sarah Polley
  14. The act of killing: Joshua Oppenheimer
  15. Her: Spike Jonze
  16. Quebranto: Roberto Fiesco
  17. Chef: Jon Favreau





Monday, December 30, 2013

17 películas / 2013




1. La vie d'Adéle (Chapitres 1 & 2) - dir: Abdellatif Kechiche

2. El artista y la modelo - dir: Fernando Trueba

3. To the Wonder - dir: Terrence Malick

4. Gravity - dir: Alfonso Cuarón

5. Todo el mundo tiene a alguien menos yo - dir: Raúl Fuentes

6. Before Midnight - dir: Richard Linklater

7. Tu y yo - dir: Bernardo Bertolucci

8. Blue Jasmine - dir: Woody Allen

9. Gloria - dir: Sebastián Lelio

10. The Secret Life of Walter Mitty - dir: Ben Stiller

11. In another country - dir: Sang-soo Hong

12. Metegol - dir: Juan José Campanella

13. Like father, Like son - dir: Hirokazu Koreeda

14. Behind the Candelabra - dir: Steven Soderbergh

15. Caesar must die - dir: Paolo & Vittorio Taviani

16. Hannah Arendt - dir: Margarethe von Trotta

17. Blancanieves - dir: Pablo Berger

Monday, December 02, 2013

"Homeland", la seguridad colectiva y los derechos humanos



Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, pudimos observar cómo se iba perdiendo la falsa ilusión de la  seguridad colectiva y, además, constatamos la arbitrariedad en la construir de la identidad del enemigo político. Como señalaba el personaje de Judi Dench en la última entrega de la saga cinematográfica de James Bond, ése día fue el inicio de una nueva era de incertidumbre: durante la Guerra Fría, el enemigo estaba ideológicamente delimitado por el comunismo y vivía en países lejanos con lenguas ininteligibles; ahora, él podría ser cualquier civil con acceso a un teléfono móvil y la capacidad de detonar un explosivo a distancia o, tal vez, un usuario de las redes sociales en un perfecto inglés británico.

Por supuesto, en el centro de cualquier reflexión sobre el terrorismo y la exposición cuasi pornográfica de los cuerpos destrozados en los medios masivos de comunicación, deberían situarse las víctimas y sus derechos –tanto los que define la seguridad humana como los que se refieren a las reparaciones del daño y las garantías de no repetición. No obstante, el 11 de septiembre generó un movimiento ideológico distinto al colocar en el centro de interés el tema de la seguridad, pero entendido en clave antagonista, como si lo que colisionara violentamente durante el acto terrorista fuera una víctima propiciatoria y un enemigo absoluto–ambas posiciones inasimilables al Estado constitucional de derecho y el debido proceso–; como si las sociedades democráticas liberales tuvieran que definirse a partir de una exaltación acrítica del patriotismo y debieran blindarse con políticas preventivas que anulan los derechos de quienes razonablemente se sospecha son terroristas. Así, resulta imposible no relacionar espacios carcelarios como Guantánamo, el endurecimiento de las políticas de inmigración y la concesión de visados, así como la intrusión en las comunicaciones entre civiles, con un imaginario colectivo en el que el mal se encarna en la figura del otro que es potencialmente enemigo de la democracia y los privilegios derivados de los poderes fácticos transnacionales. Y es aquí donde se abre una brecha de significado –entre el pasado y el futuro, para usar la expresión de Hannah Arendt– que necesita herramientas renovadas de comprensión.

Uno de los efectos inmediatos del 11 de septiembre ha sido el surgimiento de dispositivos narrativos que, con mayor o menor fortuna,buscan generar una memoria sobre el hecho; una memoria que nos permita saldar cuentas con el pasado y, también, desafiar ese modelo antagonista y de paranoia frente a la otredad, que tan cómodamente se ha instalado en nuestros imaginarios políticos. Y es que, si el pasado no se transforma en memoria,resulta imposible su aprehensión política y la traducción del lenguaje del sufrimiento en el lenguaje de los derechos humanos. Tan fuerte, tan cerca –la novela de Jonathan Safran Foer–,World Trade Center –la película deOliver Stone– o la discusión acerca de qué edificar sobre el espacio de las derribadas Torres –de expandir espacialmente la memoria, según la expresión de Andreas Huysen– permanecen como los hitos iniciales en este proceso de comprensión. No obstante, ha sido Homeland, la serie de televisión creada por Alex Gansa y Howard Gordon, el vehículo narrativo que ha situado al gran público estadounidense en una relación crítica con la memoria de aquel 11 deseptiembre.

Homeland cuenta la historia del Sargento Nicholas Brody, un militar liberado por el ejército estadounidense después de ocho años de cautivero en Irak, en una célula terrorista de Abu Nazir –alter ego de Osama bin Laden–, quien de inmediato es recibido en su país –el hogar materno familiar e irreconocible, al que alude el título de la serie– como el héroe que actualiza el carácter indoblegable del espíritu estadounidense. La única persona que tiene sospechas respecto de Brody es Carrie Mathisson, agente de la CIA a cargo de la investigación de las operaciones terroristas de Abu Nazir y que se siente culpable por no haber previsto lo que ocurriría el 11 de septiembre de 2001.Mientras la carrera política de Brody asciende, y se convierte en senador y  posible candidato a la vicepresidencia, Carrie va confirmando sus sospechas, al tiempo que descubre una conspiración para realizar un acto terrorista de gran escala en Washington. El problema se vuelve, entonces, la credibilidad de la agente federal: durante toda su estancia en la CIA ha ocultado su trastorno bipolar, y aquí es que el estigma y la discirminación sobre la condición mental funcionan como distractor respecto de las verdaderas fuerzas detrás del temido gran atentado terrorista después de aquél 11 de septiembre.

Más allá de la consistencia argumental, Homeland  es relevante como vehículo narrativo acerca dela memoria del 11 de septiembre, al menos, por tres razones. Primero, porque su trama ocurre en un escenario de absoluta incertidumbre respecto a la capacidad del terrorismo para vulnerar la seguridad, pero también en relación con las posibilidades de los gobiernos para controlar ese poder fáctico que se ha construido transnacionalmente, prohijado por una política colonialista violatoria de las soberanías locales. Así, la serie nos conduce por espacios de poder –no políticos– cada vez mas reacios al escrutinio público, donde el dinero acaba convirtiéndose en un bien secundario frente a la posesión de información. Entonces, casi nos colocamos en la posición de desear que exista una tecnología cada vez mas intrusiva para desentrañar los complots en ambos bandos de la guerra contra el terrorismo; y hasta nos llegan a parecer irrelevantes los derechos civiles que protegen a la ciudadanía frente a la exposición mediática de cada fragmento de su existencia. Segundo, porque la construcción de los personajes evidencia como las dos caras de la misma moneda la manera en que, mediáticamente, es posible crear héroes y traidores para legitimar las acciones no democráticas encaminadas a garantizar una seguridad que siempre admite sacrificios y la instrumentalización de los derechos humanos. Por una parte, Brody se convierte en el héroe sin talentos para la política pero que tiene el mismo magnetismo y aura de invulnerabilidad que asociamos con los valores de la nación estaodunidense. Pero, cuestionando los mecanismos de la manipulación y el populismo, está Carrie Mathison. Y en este punto es que Homeland se revela comoun hito para la comprensión del imaginario colectivo posterior a aquél 11 de septiembre: la serie establece una conexión muy sutil entre la salud mental dela agente federal y la demonización de la otredad,como reflejo de una desconfianza institucionalizada hacia aquellos esquemas de comprensión y formas de vida que se apartan de lo que se ha construido sociológicamente como la normalidad.El estigma que pesa sobe Carrie una vez que se conoce su condición bipolar, ysu caracterización como una persona irracional e incapaz de percibir el vínculo entre los agentes del terrorismo y los del propio gobierno que en público se declara su enemigo acérrimo, la vuelve una víctima mas de la histeria colectiva patriótica. Públicamente desacreditada, sin derechos, islada, la estancia de Carrie en el hospital psiquiátrico –con todas las salvedades– evoca los espacios para interrogatorios y carcelarios destinados a los terroristas. Ni el hospital psiquiátrico ni los centros de procuración de justicia deberían ser espacios sustraídos de la transparencia y la rendición de cuentas, porque en estos las personas experimentan una vulnerabilidad particularidad que, en buena medida, tiene su origen en el estigma discriminatorio.

Mucho se ha dicho acerca de que el objetivo último de Homeland podría ser una reivindicación postmetafísica del patriotismo estadounidense como un crisol en el que es posible armonizar los derechos fundamentales, la seguridad colectiva y el sentido de pertenencia a una comunidad democrática. Más bien, parece lo contrario: el planteamiento de serias dudas acerca de la posibilidad de la coexistencia de tales elementos, al menos, mientras se mantenga ese imaginario colectivo en que la satanización delas identidades construidas como anormales desde la paranoia antiterrorista, lleva a plantear como una disyuntiva excluyente la relación entre la garantía de derechos y la salvaguarda de la seguridad.

Mario Alfredo Hernández

[Una versión reducida de este texto se publicó el día de hoy, 2 de septiembre, en el suplemento DH, del diarmio Milenio]

Tuesday, April 05, 2011

Balada triste para el hombre común


“Soy un escritor, malditos fenómenos. Creo, y con mi arte describo y sirvo a la vida del hombre común. Trabajo para redimirlos de sus vidas miserables”: ésta es la declaración de principios de un eufórico Barton Fink frente al mundo entero representado por un grupo de marinos que tratan de divertirse en un salón de baile en Los Ángeles. La euforia le viene a Barton del cansancio y el éxtasis logrados tras haber puesto punto final a lo que considera es su obra maestra, la pieza literaria que la posteridad recordará como el primer eslabón de un collar de perlas.

Barton Fink, la criatura parida por el ingenio de los Hermanos Coen en 1991, ha conocido demasiado pronto el éxito como autor teatral, y se jacta de que por fin Broadway se ha rendido ante la épica del hombre común. En la mente de Barton, el hombre común ríe, sufre, llora y se queda callado porque no sabe expresarlo. El hombre común necesita que alguien más, con el talento de Barton, venga a poner en su boca las palabras que aquél no podría pensar por sí mismo. La tragedia del vendedor de pescado que tiene que echar su mercancía no vendida a la basura; el horror de la quinceañera embarazada que imagina que su vida futura no será muy diferente a la de su madre; la tristeza del chico a quien no aceptan en el ejército, como el resto de sus amigos en transición de hombreas a niños, por tener miopía. Todas esas personas son reales, pero su vida emocional se extinguiría por la noche cuando ponen la cabeza en la almohada, a menos que Barton Fink -la gran promesa de Broadway adoptada por Hollywood- les cumpla la promesa de que toda vida representada en el escenario teatral se vuelve más grande que cualquier sueño. El escenario es el mismo a través del tiempo: lo pisaron los trágicos griegos, Ibsen, Shakespeare, Valle Incláa, y ahora también las criaturas de Barton Fink. En ese escenario invariable en lo esencial a través del tiempo, y por el mero acto de ponerse la máscara y esperar entre bambalinas la tercera llamada, el hombre común se convierte en dios o el diablo, en la virgen y en la prostituta, en la víctima y el verdugo. Y eso genera una sensación de omnipotencia que embriaga al buen e inexperto Barton Fink.

Pero muy pronto la vida -encarnada en un asesino serial con la cara amable de John Goodman- vendrá a mostrarle al ingenuo Barton que la tragedia del hombre común americano se experimenta en silencio, precisamente porque a esto es a lo que más se parece la frustración, la certeza de cargar pecados inexpurgables, la muerte. No es que el talento de Barton Fink sea insuficiente para cantar la balada del hombre común, sino que el tono grandilocuente en que ha elegido hacerlo habla más de su propio universo que de la textura emocional de las vidas comunes, de esas que nacen y se extinguen todos los días. La grandilocuencia teatral es, en el caso de Barton, como los merengues que adornan un pan seco y duro con la intención de convertirlo en un pastel de bodas magnífico. Por eso, cuando Barton le espeta en la cara al mundo que él es un creador, y los demás sólo bestias inconscientes y anestesiadas contra la realidad, él lo hace con tal teatralidad y convicción impostadas porque -podemos adivinar- a sí mismo se observa como un hombre común en busca de una épica para habitar. En pocas ocasiones como ésta, el cine nos ha mostrado el esplendor y la miseria del proceso de la creación; lo que significa ser poeta en una época en la que ellos tienen que ganarse la vida y la bebida escribiendo guiones para películas de luchadores de serie B.

Barton Fink es un prodigio del humor negro; una épica del escritor que olvida su posición de hombre común y quiere escribir historias sobre hombres comunes como si ellos fueran insectos de otra especie; un milagro a propósito del horror que provoca iniciar el proceso creativo y enfrentar la hoja en blanco, pero también una profesión de fe sobre el oficio narrativo por medio del cual los hombres comunes se transforman en escritores.

Tuesday, March 29, 2011

La piel que habita el escritor

Hace un par de años, a propósito del lanzamiento de la novela de Salman Rushdie The Enchantress of Florence, el MAM de Nueva York reunió en una charla al escritor británico de origen indio con Jeffrey Eugenides, autor de esa maravilla de la introspección adolescente que es The Virgin Suicides. A petición de Eugenides, Rushdie hizo el experimento de comparar su memoria como escritor con una casa. ¿En qué habitación colocaría él cada memoria para observar su vida literaria como una construcción que, planeada o construida de manera espontánea, puede sostenerse por su propios cimientos? Rushdie colocó sus recuerdos sobre la infancia feliz en Bombay en el recibidor de la casa; obviamente, las memorias sobre el amor ocupan las habitaciones de la planta alta y con cama, unas con más luz y otras con el aire densamente condensado en su interior; en la sala se encontrarían sus encuentros con colegas y estudiantes que le han permitido observarse a sí mismo con ironía y distancia; en el comedor situó su vida familiar, bulliciosa y relajada, como son las reuniones entre personas no religiosas. Pero, ¿en qué lugar de la casa guarda Rushdie los plano de la construcción? Siempre es bueno saberlo, en caso de que la obra necesite reparaciones o haya que exigir a la aseguradora la indemnización por la pérdida total.

Rushdie dijo que más que planos, lo que tenía era una bitácora de cómo fue construyendo la obra en el tiempo. Y que esa evolución podría reducirse a dos momentos que siguió el hipotético arquitecto: primero, empezó construyendo la obra como lo haría un escritor cuyo principal interés es expresar su visión del mundo y, al final, llegó a privilegiar el punto de vista del lector, quien ocasionalmente es autor y quiere experimentar el mundo como lo hacen los que se acercan a los libros con la devoción que ciertas personas sienten por la religión. Es decir, que Rushdie habría empezado escribiendo como escritor, valga la expresión, y acabaría creando como lector.

Eugenides, de manera sorprendente, dijo que él se observaba a sí mismo de manera similar. Sólo que su bitácora de construcción tenía tres etapas: primero, él empezó buscando las frases perfectas, entre más cortas mejor, que condensaran al mundo entero reflejado en una gota de agua; después, él fue en busca de la trama perfecta, aquélla que por más excéntrica que fuera, tuviera el don de la verosimilitud y generara la suspensión de la incredulidad del lector; y, finalmente, Eugenides querría dibujar personajes de carne y hueso, con la misma densidad emocional de las personas que tuvieran la condescendencia de leer sus novelas.

Eugenides entonces le pidió a Rushdie que elaborara un poco más su idea sobre el escritor que anhela crear como lector. Quizá por el nerviosismo de la proximidad del micrófono, él no pudo hallar entre los escritores el ejemplo para mostrar el tipo de obra que él quería crear como lector travestido. Vaciló un momento y acabó citando a Pedro Almodóvar como el modelo de narrativa que a él le interesaba más: sus guiones son terriblemente complejos, incluso inverosímiles si se saca a los personajes y las situaciones del contexto, pero toda la información es presentada al espectador en el preciso momento en que él la necesita conocer para conectarse emocionalmente con la película. Ni antes ni después. Almodóvar no es Greenaway ni quiere saturar con referencias culteranas, pero tampoco es González Iñárritu para mostrar que es un malabarista excelso sin nada sustancioso qué contar.

Nos enteramos, por ejemplo, del pasado de Agrado en Todo sobre mi madre en el momento en que Marisa Paredes y Candela Peña tienen una pelea y se suspende la función de Un tranvía llamado deseo. Entonces ella se sube al escenario y relata las cirujías y las madrizas que le ha propinado la vida en la calle, y todo por hacerle la vida más agradable a los demás. No hay flashbacks ni una plática en la intimidad entre Agrado y Cecilia Roth para rememorar el pasado; lo que Almodóvar decidió poner en escena es la coincidencia entre la forma y el fondo: toda la vida del personaje de Antonio San Juan ha sido una representación, y sin embargo rebosa autenticidad, coherencia, fidelidad a lo que uno siempre ha soñado de sí mismo. Por eso la escena no podría haber ocurrido en otro lugar que en el escenario del teatro. Como espectador, Almodóvar crea una escena que muestra las tripas del personaje, pero sin agotar la narrativa o exponer al personaje al ridículo o la caricatura. Y ése es el punto de vista que Rushdie anhela para su propia obra.

Otro caso que cita el escritor indio es Hable con ella -quizá la mejor película de Almodóvar-: una sucesión aparentemente infinita de cajas chinas, en la que los personajes se encuentran en el pasado y en las conversaciones que tienen sobre otros personajes, y acaban cediendo bajo el peso de toda esa palabrería dicha a quien no quiere o puede escucharla. Curiosamente, Almodóvar ha construido una película sobre la necesidad de hablar, en la que los personajes no pueden comunicarse con quienes tienen más necesidad de romper el silencio. Sólo Benigno y Marco pueden hacerlo, pero es demasiado tarde para pensar en permanecer en el mundo cuando la chica de la que está enamorado el primero ya está fuera de su alcance. Las palabras vinculan a Marco y Benigno -como en la escena de la visita al reclusorio donde el segundo le dice al primero que desea abrazarlo, aunque eso implique sugerir que ambos son pareja para solicitar la visita conyugal-, pero el muro de cristal que los separa es menos denso que la pérdida de mundo que él ha experimentado en su ostracismo de la mujer en coma que cuidaba en el hospital. El milagro que es el guión de Almodóvar en Hable con ella hace que la escena de la violación nunca la conozcamos, más que a través de las palabras que convierten a Benigno responsable de vulnerar un cuerpo indefenso. Almodóvar nunca disculpa el hecho de la violación, pero no puede dejar de sentir simpatía por ese hombre que ha conocido la intimidad y el deseo de manera distorsionada. Por eso lo que vemos es el relato de la escena de una película -una caja china con otra dentro, el reflejo de un reflejo-, la cual evocada por el espectador cuando él conoce toda la verdad, nos permite observar el dolor de la víctima y el agresor de manera simultánea.

Todo lo anterior viene a cuento porque Almodóvar, para satisfacción de Rushdie, está a punto de estrenar su nueva película La piel que habito. Quizá, sea la oportunidad de comprobar el milagro que es el cine hecho desde la perspectiva del espectador, el prodigio que es la escritura hecha desde el punto de vista del lector.

Monday, February 28, 2011

Extremadamente fuerte, increíblemente cerca y completamente iluminado

De acuerdo con Jonathan Safran Foer, lo opuesto del silencio no es la literatura -porque las letras pueden usarse para describir el propio silencio o contar sobre lo difícil que es comunicar el dolor o la alegría- sino la risa. Allí están los chistes sobre judíos para probarlo. Dice Foer que, si un judío está en el metro de Berlín y se queja de que los trenes apestan y hay demasiada gente, su amigo también judío lo calmará diciéndole: “Recuerda que los alemanes son expertos en eso de organizar el transporte de personas en tren”. ¿Por qué nos reímos? Porque esperamos que, al final del chiste, la sonrisa aparecerá en la boca de los judíos. Porque reír es estar vivo. Y los muertos no pueden reír. Por eso la risa es lo opuesto del silencio. Incluso, cuando reímos nos relajamos de tal manera que los dientes se muestran de forma impúdica y la voz alcanza notas agudas que contradicen la gravedad y solemnidad que queremos dar a nuestras palabras. Reímos porque hemos sobrevivido. Reímos porque no estamos solos y parece que otros también han sobrevivido para escuchar un chiste de judíos.

Conozco dos de las novelas de Foer, Everything is Illuminated yExtremely Loud and Incredibly Close. Ambas tratan de la muerte violenta y el hueco que deja en quienes la experimentan como sobrevivientes: la primera, se sitúa en el espacio de la memoria sobre el Holocausto -que ya sabemos no es un Holocausto, sino el exterminio sistemático de personas por el hecho de su condición racial o los prejuicios que asociamos a ella- y la segunda en el duelo pospuesto de un chico por el padre muerto en el 9/11. Al final de ambas, aflora la sonrisa: ésa que es patrimonio del sobreviviente, de quien sabe que peores cosas podrían pasarte que escuchar un chiste políticamente incorrecto desde la comodidad de tu sobremesa.

El más reciente libro de Foer, Eating Animals, es un ensayo que se ocupa de nuestros hábitos alimenticios. Siendo él mismo un vegetariano, Foer afirma que se aburre profundamente con quienes predican y hostigan a los carnívoros sobre la inmoralidad de sus hábitos alimenticios. No obstante, cree moralmente relevante contar completo el chiste: no es que las granjas donde se crían las criaturas que nos comeremos sean lugares de felicidad como los que visitan los niños de Plaza Sésamo. Al contrario, esos espacios son terriblemente crueles y deshumanizan a quienes tiene que trabajar degollando animales, confinándolos en espacios miserables y sucios, obligándolos a comer hasta que literalmente mueren de abundancia. La cuestión no es tanto preguntarnos por qué no podemos comer carne sino por qué no debemos hacerlo. En el primer caso, se trata de un enfoque sobre la potencia del hombre como única criatura capaz de utilizar la razón para anticipar el sufrimiento de otros seres, planearlo cuidadosamente y sacar la mayor ventaja. En la segunda pregunta, lo que aparece es el individuo estableciendo una relación crítica con sus propios hábitos: ¿realmente es necesario infligir tanto sufrimiento a otro ser vivo? ¿Necesitamos que el centro de nuestras festividades sea un pavo al que nunca se le permitió extender sus alas en toda su amplitud? ¿No nos degradamos a nosotros mismos subiendo el volumen a la música para no oír la agonía de los cerdos u otras especies? El dolor, como la risa, se expresan en voz alta -increíblemente fuerte y extremadamente cerca-; pero después del dolor surge el silencio, mientras que la risa sólo trae como consecuencia un dolor de quijada cuando es prolongada y el deseo de contar más chistes.

Sunday, December 26, 2010

17 películas/ 2010


1) UN PROFETA - Jacques Audiard

2) WHERE THE WILD THINGS ARE - Spike Jonze

3) A SINGLE MAN - Tom Ford

4) HACE TIEMPO QUE TE QUIERO - Philippe Claudel

5) MICMACS - Jean-Pierre Jeunet

6) COPIE CONFORME - Abbas Kiarostami

7) THE SOCIAL NETWORK - David Fincher

8) SOMOS LO QUE HAY - Jorge Michel Grau

9) THE ROAD - John Hillcoat

10) DE HOMBRES Y DIOSES - Xavier Beauvois

11) BUDA EXPLOTÓ DE VERGÜENZA - Hanna Makhmalbaf

12) SUBMARINO - Thomas Vinterberg

13) SOMEWHERE - Sofia Coppola

14) MOON - Duncan Jones

15) YO, TAMBIÉN - Antonio Navarro & Álvaro Pastor

16) UNCLE BOONMEE WHO CAN RECALL HIS PAST LIVES - Apichatpong Weerasethakul

17) L’HERISSON - Mona Achache

17 discos/ 2010



1) THE SUBURBS: Arcade Fire

2) THIS IS HAPPENING: Lcd Soundsystem

3) HELIGOLAND: Massive Attack

4) HIGH VIOLET: The National

5) WRITE ABOUT LOVE: Belle & Sebastian

6) PLASTIC BEACH: Gorillaz

7) LEAVE YOUR SLEEP: Natalie Merchant

8) HERE LIES LOVE: David Byrne & Fat Boy Slim

9) THE AGE OF ADZ: Sufjan Stevens

10) NO GOSTHLESS PLACE: Raised by Swans

11) FALLING DOWN A MOUNTAIN: Tindersticks

12) LOVE REMAINS: How to Dress Well

13) THE SOCIAL NETWORK: Trent Reznor & Atticus Ross

14) I AM LOVE: John Adams

15) GO: Jonsi

16) FAMILIAL: Phillip Selway

17) RECORD COLLECTION: Mark Ronson & The Business Intl.

17 libros/ 2010


1) La fiesta del chivo: Mario Vargas Llosa

2) De qué hablo cuando hablo de correr: Haruki Murakami

3) Swimming in a Sea of Death: David Rieff

4) El libro de la almohada: Sei Shonagon

5) El año del diluvio: Margaret Atwood

6) Unchopping a Tree. Reconciliation in the Aftermath of Political Violence: Ernesto Verdeja

7) El embrujo de Shangai: Juan Marsé

8) El contrato sexual: Carole Pateman

9) Diario de una buena vecina: Doris Lessing

10) Las repúblicas de aire: Rafael Rojas

11) Un día perfecto: Melania G. Mazzucco

12) Push. A Novel: Sapphire

13) En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea: Nora Rabotnikof

14) Pragmatismo y política: Richard Rorty

15) Los días que vivimos en peligro: Samtiago Llach (ed.)

16) WIld Justice. The Moral Lives of Animals: Marc Bekoff & Jessica Pierce

17) Closing the Books. Transitional Justice in Historical Perspective: Jon Elster

Friday, August 20, 2010

El color del mal


En nuestros imaginarios colectivos, Auschwitz permanece como el paradigma de la capacidad de los seres humanos para ejercer daños extremos sobre la carne y el espíritu de sus semejantes. En algún momento llegamos a pensar que era imposible no sólo escribir poesía después de Auschwitz –como sugirió Theodor W. Adorno–, sino sostener cualquier tipo de esperanza sobre el progreso moral de la humanidad y acerca de nuestra capacidad para aprender de las catástrofes del pasado. En la literatura y el cine, se han multiplicado las reflexiones generadas por la pregunta acerca de qué fue lo que ocurrió en la Europa de la primera mitad del siglo XX y que promovió conductas asesinas entre ciudadanos comunes y corrientes. Unos –como Daniel Goldhagen– afirman que el antisemitismo es un rasgo quintaesencial de la cultura europea y otros –como Hannah Arendt– señalan que el asesinato en masa de personas tuvo su origen en la incapacidad de los burócratas nazis y los ciudadanos que los solaparon para pensar desde la perspectiva del otro, de quien estaba siendo despojado de sus derechos, pertenencias y dignidad, y era conducido a la cámara de gas. Así, Auzchwitz permanece como una advertencia sobre los abismos de barbarie a los que podemos descender si suspendemos nuestra relación crítica con la cultura y la tradición que heredamos y que definen los límites movibles del mundo en que vivimos.

La película El listón blanco, de Michael Haneke, es una forma de plantear estas preguntas: ¿hasta qué punto somos capaces de escapar de la jaula de hierro, si no conocemos otra circunstancia que la del encierro? ¿En qué medida podemos responsabilizarnos por la violencia de nuestras acciones, si hemos sido educados para reaccionar con violencia y exclusión hacia quien es diferente? ¿En qué momento los límites del mundo se expandieron y dejamos de pensar que la autoridad suprema era la patriarcal y para, entonces, afirmar nuestra independencia respecto del hogar y sus tradiciones? No es casual que Haneke, hábil y ambivalente a la hora de diseccionar las causas del mal en el mundo contemporáneo, haya elegido una villa alemana en los meses previos a la Primera Guerra Mundial para narrar la eclosión de la violencia y el enrarecimiento de la conciencia moral de quienes, con el tiempo, acabaron dando su apoyo al nazismo y la tragedia totalitaria.

Lo que ocurre en este pueblo es el crecimiento de la sospecha mutua y la organización colectiva del crimen y la exclusión cuando no se puede localizar al autor de una serie de accidentes inéditos: la caída del caballo del médico a causa de una cuerda de acero colocada deliberadamente en el camino, la muerte de una granjera en el cobertizo, la golpiza al hijo del terrateniente local, la tortura del hijo con discapacidad intelectual del ama de llaves. La constante frente a estos hechos, escenificados por personajes sin nombre, es la certeza de que la pureza de la comunidad no puede tolerar estas desviaciones, que es necesario encontrar un culpable y condenarlo al ostracismo para que el mal no se contagie. Sin embargo, todo apunta a que los niños del pueblo saben mucho sobre estos accidentes, aunque sean precisamente ellos los depositarios de esa pureza virginal que los adultos tanto se esfuerzan por preservar. Precisamente, el título de la película alude al listón blanco que el pastor coloca en el brazo de sus hijos para recordarles de manera permanente su incapacidad para distinguir el bien del mal sin la tutela paterna, su absoluto sometimiento a la vigilancia de un Dios que es más castigo que perdón. Ese mundo de oscuridad –que es el de principios del siglo XX pero también el nuestro dominado por los mismos prejuicios discriminatorios– sólo podría haber sido retratado, como hace Haneke, con la textura preciosista del blanco y negro que asociamos con los retratos de nuestros abuelos y bisabuelos, frente a quienes nos pensamos como modernos y liberales, aunque no nos demos cuenta que eso mismo dirán nuestros descendientes cuando contemplen las jaulas de hierro en que de hecho vivimos.

No obstante, la mirada de Haneke no está filtrada por el determinismo histórico: el mal que conoció el mundo en Auschwitz es imperdonable y requiere de un ajuste de cuentas con la mediación de una idea de justicia. Pero la intención del cineasta austríaco es obligarnos a desmenuzar los códigos y costumbres en que ciframos la responsabilidad y nuestra comprensión del mal. Exigimos a los ciudadanos del mundo político postotalitario que se comporten como adultos y se hagan responsables por sus decisiones, también desalentamos las formas de violencia asociadas a los prejuicios y estereotipos discriminatorios, pero conservamos como tesoro de pureza la doble moral que nos permite lanzar la piedra y esconder la mano. Probablemente, el color de la pureza sea más la marca de la represión que de la libertad, y la mayor ventaja del mal sobre el bien sea su capacidad para camuflarse con nuestras costumbres más arraigadas, pero lo cierto es que –como ocurre con la voz del narrador de El listón blanco– tenemos que hacer el esfuerzo por contemplar nuestras acciones desde la distancia y preguntarnos en qué medida nuestras buenas intenciones generan los actos más atroces.