
Si algo tienen en común dos escritores como J. M. Coetzee y Michel Tournier, tan diferentes en su procedencia geográfica y en el mapa narrativo que definen con sus temas y personajes recurrentes, es el interés por responder a la pregunta por el sentido de la vida a partir de una referencia constante a la muerte, o a las situaciones en las que sería mejor estar muerto en vista de la humillación que significan para un ser humano. Curiosamente, ambos autores han hecho referencia al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial para reflexionar sobre el sentido de la muerte en nuestros días, cuando la mayoría de las personas consideran un rasgo de civilización retirarse para morir fuera de los ojos de los demás.
En El rey de los alisos, casi al final de la novela, cuando el pequeño universo de devoción por los niños del ogro Tiffauges está a punto de ser destruido con la llegada del ejercito aliado a Kaltenborn, Tournier obliga a su protagonista a compartir sus impresiones al ver los caminos atestados de personas cadavéricas que portan la estrella de seis puntas en sus harapos (por supuesto, nosotros conocemos el resto de la historia: que los oficiales nazis los estaban sacando de los campos de concentración para no dejar huella de su crimen, y los fusilaban o quemaban vivos en los bosques cercanos). Abel Tiffauges ya no ve en aquellos seres humanos rastros de vida, sino cadáveres; y a él se le ocurre que la muerte es aquello que le empieza a ocurrir a las personas un segundo después de alcanzada la madurez sexual, cuando el cuerpo empieza a desear y comienza a entender que hay una barrera para su propia voluntad y que ésta son las voluntades de los demás. Para Abel, si no se puede poseer todo lo que se desea, es preferible la muerte del deseo y del objeto del deseo. Por supuesto, que la mente del ogro Tiffauges sólo puede producir este tipo de razonamientos lógicos terribles en su simplicidad. La pluma de Tournier describe lo que el corazón atrofiado de Tournier siente:
“Venían de Reval y de Pernau, en Estonia, de Riga y de Libau, en Letonia, de Memel y Kowno, en Lituania, y llamaban la atención menos que los demás refugiados porque viajaban sobre todo de noche, con una escolta de S.S. que hacía el vacío a su alrededor. Una vieja campesina que los vio pasar al claro de luna en un silencio fantasmal dijo que los muertos de los cementerios del este se habían levantado de sus tumbas y huían ante el enemigo, que violaba sepulturas. Otros testigos confirmaron que tenían el cráneo rapado y que sus rostros semejaban calaveras, pero añadían que flotaban como maniquíes de palos articulados dentro de unos pijamas a rayas, y que a veces iban encadenados entre sí. Cuando uno de ellos caía de agotamiento, el vigilante más cercano lo remataba de un balazo en la nuca, y éstos eran los vestigios que dejaba tras de sí aquel secreto éxodo.”
Por su parte, en La vida de los animales, Coetzee elige una estructura narrativa curiosa, la del juego de espejos, para reflexionar sobre la muerte humana y cómo le damos un sentido especial, rebajando las existencias de los animales y sometiéndoles a toda clase de humillaciones. Coetzee fue invitado, en 1998, a dictar las célebres Conferencias Tanner de la Universidad de Princeton, pero usó un formato inusual. Lo que Coetzee leyó en Princeton fue el texto de La vida de los animales, una ficción protagonizada por Elizabeth Costello, una afamada novelista australiana a quien el autor sudafricano lleva a Estados Unidos para dictar una conferencia sobre su tema favorito, es decir, el sufrimiento de los animales y la indiferencia de los seres humanos frente a éste. Coetzee dicta una conferencia a través de un personaje de ficción que también es invitada a dar una conferencia. Lo que nos muestra Coetzee es su reflejo en un espejo que él ha colocado deliberadamente frente así mismo. Elizabeth Costello dice lo que Coetzee piensa sobre el sufrimiento de los animales, y Coetzee dibuja las relaciones de ella con el mundo para mostrar qué es lo que lleva a un ser humano a sentirse profundamente ofendido y violentado por el trato injusto que damos a los animales. En el núcleo de la conferencia de Costello, Coetzee hace una aguda analogía entre el sufrimiento de los animales y el sufrimiento de los judíos en el campo de concentración:
“Regreso a los campos de concentración. El muy especial horror de los campos, el horror que nos convence de que lo que allí sucedió fue un crimen contra la humanidad, no estriba en que a pesar de la humanidad que compartían con sus víctimas los verdugos las tratasen como a piojos. Eso es demasiado abstracto. El horror estriba en que los verdugos se negaran a imaginarse en el lugar de las víctimas, del mismo modo que lo hicieron todos los demás. Se dijeron: ‘Son ellos los que van en esos vagones para el ganado que pasan traqueteando’. No se dijeron: ‘¿Qué ocurriría si fuera yo quien va en ese vagón para transportar ganado?’ No se dijeron: ‘Soy yo quien va en ese vagón para transportar ganado’. Dijeron: ‘Deben de ser los muertos que incineran hoy los responsables de que el aire apeste y de que caigan cenizas sobre mis coles’. No se dijeron: ‘¿Qué ocurriría si yo fuera quemado?’ No se dijeron: ‘Soy yo quien se quema, son mis cenizas las que se esparcen por los campos’ […] Hay personas que gozan de la capacidad de imaginar que son otras; hay personas que carecen de esa capacidad […], y hay otras personas que disponen de esa capacidad, pero que optan por no ejercerla.”
La analogía entre lo que sucede en los mataderos y lo que ocurrió en los campos de concentración ofende a algunos de los asistentes de las conferencias de Elizabeth Costello, principalmente a quienes tienen un origen judío. Y Coetzee sugiere que ellos también tienen razón: pues, ¿cómo se sentiría la propia Elizabeth si el momento paradigmático de dolor en su historia personal fuera comparado con lo que sucede en un rastro? Los profesores acorralan a la escritora en el banquete que brinda la universidad, y la hacen pasar un mal rato. Ella sólo dice lo que siente, aunque no pueda defenderlo con argumentos tan sofisticados como los de los académicos. El hijo de Elizabeth, que también es profesor, le pide a su madre que dejé de meterse en asuntos que no conoce: ella es escritora y debe de hablar de la ficción; que se ocupe de los tigres de Borges y no de las ovejas que mueren para que todos podamos disfrutar un banquete. Sin embargo, Elizabeth lo tiene muy claro (quizá es la única cosa clara que tiene al final de su vida): nos hemos acostumbrado a pensar en la muerte y en el dolor como algo no humano, como algo que ocurre a las criaturas que no tienen conciencia. Nosotros, tenemos a la medicina y a la química para paliar el dolor, para dejar que los seres queridos se vayan de este mundo con una expresión de serenidad en el rostro. Y Coetzee bendice que exista la medicina y todas las herramientas tecnológicas que nos permiten desmentir la sentencia bíblica de que el mundo es un valle de lágrimas. Porque Coetzee es un ser moderno, que siente a partes iguales optimismo y horror por el futuro del ser humano.
Costello no es una caricatura: no es Lisa Simpson ni persigue a Homero para que dejé en paz al cerdito que se va a comer con los amigos. Elizabeth sabe que preocuparse de tal forma por los animales tiene cierta dosis de ingenuidad, no porque la causa sea innoble, sino porque la sola presencia de cualquier persona en el planeta implica un grado de depredación hacia la naturaleza imposible de modificar. Nacer en un mundo es, de cierta forma, arrebatar un espacio que originalmente pertenecía a otras especies. Pero Elizabeth Costello y Coetzee quieren hablar del sufrimiento de los animales y de lo que nos hacemos a nosotros mismos al comportarnos de esa forma injusta.
Coetzee repite a través de Costello lo que ya todos sabemos muy bien: que los simios son despellejados vivos para probar fármacos, que los conejos sirven para las pruebas de seguridad de los aparatos electrodomésticos, que los gatos se pasean con el cerebro a flor de piel en los laboratorios que experimentan con los límites del dolor. Todo eso lo sabemos muy bien, aunque disimulemos. Lo que no sabemos tan bien es que la analogía entre el campo de concentración y el matadero de ganado (tan extendida entre los estudiosos del totalitarismo para expresar su indignación moral) revela una normalización de la masacre y de la violencia: si esto sucedió en seres humanos, no tiene por qué volverles a ocurrir a ellos. Pero nadie dijo que estaba prohibido hacer lo mismo con los animales. O ejercer violencia similar sobre personas que consideramos no humanas: y cada época ha hecho un catálogo de rasgos de la persona (el color de la piel, la orientación sexual, la condición de salud, la clase social) que le “merecen” un trato animal. ¿No es esto lo que hace el ogro Tiffauges? ¿No trata él de apropiarse de los niños a quienes no concibe como seres con voluntad propia? ¿No son los niños para Tiffauges meros objetos decorativos, fuente de puro placer estético?
A los retratos de Tournier y Coetzee sobre el significado de la muerte humana a través del sufrimiento animal, habría que añadir la parte final –la más hermosa, creo– de La insoportable levedad del ser, aquella que Kundera dedica a la sonrisa de Karenin, el perro de Tomás y Teresa, que en los sueños de esta última parió un panecillo y dos abejas. Karenin tiene cáncer, se está muriendo. Y Tomás quiere tener una foto, para recordarlo cuando ya no esté. Teresa, indignada, le pregunta a Tomás cuándo le tomará a ella la fotografía para recordarla cuando también se haya muerto. Kundera, que hace filosofía narrativa o narraciones filosóficas, dice en ese momento que el verdadero significado del imperativo categórico de Immanuel Kant (“obra como si la máxima de tu acción fuera elevada a regla universal” o, más simple, “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti mismo”) cobra sentido frente a los animales: son ellos los seres de los que no podemos esperar nada más que el afecto y la compañía, y que por tanto la conducta moral se prueba frente a ellos. Quien puede maltratar a un animal, no tardará en hacerlo en el cuerpo de un ser humano. Sin dudar de la vocación ética de Tournier, Coetzee ni mucho menos de Kundera, siempre queda el resquemor de saber que somos criaturas antropocéntricas: que no podemos desprendernos de nuestro egoísmo y que cualquier reflexión sobre el dolor de los animales inevitablemente conduce a un examen de lo que significa el dolor humano.