Tuesday, April 05, 2011

Balada triste para el hombre común


“Soy un escritor, malditos fenómenos. Creo, y con mi arte describo y sirvo a la vida del hombre común. Trabajo para redimirlos de sus vidas miserables”: ésta es la declaración de principios de un eufórico Barton Fink frente al mundo entero representado por un grupo de marinos que tratan de divertirse en un salón de baile en Los Ángeles. La euforia le viene a Barton del cansancio y el éxtasis logrados tras haber puesto punto final a lo que considera es su obra maestra, la pieza literaria que la posteridad recordará como el primer eslabón de un collar de perlas.

Barton Fink, la criatura parida por el ingenio de los Hermanos Coen en 1991, ha conocido demasiado pronto el éxito como autor teatral, y se jacta de que por fin Broadway se ha rendido ante la épica del hombre común. En la mente de Barton, el hombre común ríe, sufre, llora y se queda callado porque no sabe expresarlo. El hombre común necesita que alguien más, con el talento de Barton, venga a poner en su boca las palabras que aquél no podría pensar por sí mismo. La tragedia del vendedor de pescado que tiene que echar su mercancía no vendida a la basura; el horror de la quinceañera embarazada que imagina que su vida futura no será muy diferente a la de su madre; la tristeza del chico a quien no aceptan en el ejército, como el resto de sus amigos en transición de hombreas a niños, por tener miopía. Todas esas personas son reales, pero su vida emocional se extinguiría por la noche cuando ponen la cabeza en la almohada, a menos que Barton Fink -la gran promesa de Broadway adoptada por Hollywood- les cumpla la promesa de que toda vida representada en el escenario teatral se vuelve más grande que cualquier sueño. El escenario es el mismo a través del tiempo: lo pisaron los trágicos griegos, Ibsen, Shakespeare, Valle Incláa, y ahora también las criaturas de Barton Fink. En ese escenario invariable en lo esencial a través del tiempo, y por el mero acto de ponerse la máscara y esperar entre bambalinas la tercera llamada, el hombre común se convierte en dios o el diablo, en la virgen y en la prostituta, en la víctima y el verdugo. Y eso genera una sensación de omnipotencia que embriaga al buen e inexperto Barton Fink.

Pero muy pronto la vida -encarnada en un asesino serial con la cara amable de John Goodman- vendrá a mostrarle al ingenuo Barton que la tragedia del hombre común americano se experimenta en silencio, precisamente porque a esto es a lo que más se parece la frustración, la certeza de cargar pecados inexpurgables, la muerte. No es que el talento de Barton Fink sea insuficiente para cantar la balada del hombre común, sino que el tono grandilocuente en que ha elegido hacerlo habla más de su propio universo que de la textura emocional de las vidas comunes, de esas que nacen y se extinguen todos los días. La grandilocuencia teatral es, en el caso de Barton, como los merengues que adornan un pan seco y duro con la intención de convertirlo en un pastel de bodas magnífico. Por eso, cuando Barton le espeta en la cara al mundo que él es un creador, y los demás sólo bestias inconscientes y anestesiadas contra la realidad, él lo hace con tal teatralidad y convicción impostadas porque -podemos adivinar- a sí mismo se observa como un hombre común en busca de una épica para habitar. En pocas ocasiones como ésta, el cine nos ha mostrado el esplendor y la miseria del proceso de la creación; lo que significa ser poeta en una época en la que ellos tienen que ganarse la vida y la bebida escribiendo guiones para películas de luchadores de serie B.

Barton Fink es un prodigio del humor negro; una épica del escritor que olvida su posición de hombre común y quiere escribir historias sobre hombres comunes como si ellos fueran insectos de otra especie; un milagro a propósito del horror que provoca iniciar el proceso creativo y enfrentar la hoja en blanco, pero también una profesión de fe sobre el oficio narrativo por medio del cual los hombres comunes se transforman en escritores.

Tuesday, March 29, 2011

La piel que habita el escritor

Hace un par de años, a propósito del lanzamiento de la novela de Salman Rushdie The Enchantress of Florence, el MAM de Nueva York reunió en una charla al escritor británico de origen indio con Jeffrey Eugenides, autor de esa maravilla de la introspección adolescente que es The Virgin Suicides. A petición de Eugenides, Rushdie hizo el experimento de comparar su memoria como escritor con una casa. ¿En qué habitación colocaría él cada memoria para observar su vida literaria como una construcción que, planeada o construida de manera espontánea, puede sostenerse por su propios cimientos? Rushdie colocó sus recuerdos sobre la infancia feliz en Bombay en el recibidor de la casa; obviamente, las memorias sobre el amor ocupan las habitaciones de la planta alta y con cama, unas con más luz y otras con el aire densamente condensado en su interior; en la sala se encontrarían sus encuentros con colegas y estudiantes que le han permitido observarse a sí mismo con ironía y distancia; en el comedor situó su vida familiar, bulliciosa y relajada, como son las reuniones entre personas no religiosas. Pero, ¿en qué lugar de la casa guarda Rushdie los plano de la construcción? Siempre es bueno saberlo, en caso de que la obra necesite reparaciones o haya que exigir a la aseguradora la indemnización por la pérdida total.

Rushdie dijo que más que planos, lo que tenía era una bitácora de cómo fue construyendo la obra en el tiempo. Y que esa evolución podría reducirse a dos momentos que siguió el hipotético arquitecto: primero, empezó construyendo la obra como lo haría un escritor cuyo principal interés es expresar su visión del mundo y, al final, llegó a privilegiar el punto de vista del lector, quien ocasionalmente es autor y quiere experimentar el mundo como lo hacen los que se acercan a los libros con la devoción que ciertas personas sienten por la religión. Es decir, que Rushdie habría empezado escribiendo como escritor, valga la expresión, y acabaría creando como lector.

Eugenides, de manera sorprendente, dijo que él se observaba a sí mismo de manera similar. Sólo que su bitácora de construcción tenía tres etapas: primero, él empezó buscando las frases perfectas, entre más cortas mejor, que condensaran al mundo entero reflejado en una gota de agua; después, él fue en busca de la trama perfecta, aquélla que por más excéntrica que fuera, tuviera el don de la verosimilitud y generara la suspensión de la incredulidad del lector; y, finalmente, Eugenides querría dibujar personajes de carne y hueso, con la misma densidad emocional de las personas que tuvieran la condescendencia de leer sus novelas.

Eugenides entonces le pidió a Rushdie que elaborara un poco más su idea sobre el escritor que anhela crear como lector. Quizá por el nerviosismo de la proximidad del micrófono, él no pudo hallar entre los escritores el ejemplo para mostrar el tipo de obra que él quería crear como lector travestido. Vaciló un momento y acabó citando a Pedro Almodóvar como el modelo de narrativa que a él le interesaba más: sus guiones son terriblemente complejos, incluso inverosímiles si se saca a los personajes y las situaciones del contexto, pero toda la información es presentada al espectador en el preciso momento en que él la necesita conocer para conectarse emocionalmente con la película. Ni antes ni después. Almodóvar no es Greenaway ni quiere saturar con referencias culteranas, pero tampoco es González Iñárritu para mostrar que es un malabarista excelso sin nada sustancioso qué contar.

Nos enteramos, por ejemplo, del pasado de Agrado en Todo sobre mi madre en el momento en que Marisa Paredes y Candela Peña tienen una pelea y se suspende la función de Un tranvía llamado deseo. Entonces ella se sube al escenario y relata las cirujías y las madrizas que le ha propinado la vida en la calle, y todo por hacerle la vida más agradable a los demás. No hay flashbacks ni una plática en la intimidad entre Agrado y Cecilia Roth para rememorar el pasado; lo que Almodóvar decidió poner en escena es la coincidencia entre la forma y el fondo: toda la vida del personaje de Antonio San Juan ha sido una representación, y sin embargo rebosa autenticidad, coherencia, fidelidad a lo que uno siempre ha soñado de sí mismo. Por eso la escena no podría haber ocurrido en otro lugar que en el escenario del teatro. Como espectador, Almodóvar crea una escena que muestra las tripas del personaje, pero sin agotar la narrativa o exponer al personaje al ridículo o la caricatura. Y ése es el punto de vista que Rushdie anhela para su propia obra.

Otro caso que cita el escritor indio es Hable con ella -quizá la mejor película de Almodóvar-: una sucesión aparentemente infinita de cajas chinas, en la que los personajes se encuentran en el pasado y en las conversaciones que tienen sobre otros personajes, y acaban cediendo bajo el peso de toda esa palabrería dicha a quien no quiere o puede escucharla. Curiosamente, Almodóvar ha construido una película sobre la necesidad de hablar, en la que los personajes no pueden comunicarse con quienes tienen más necesidad de romper el silencio. Sólo Benigno y Marco pueden hacerlo, pero es demasiado tarde para pensar en permanecer en el mundo cuando la chica de la que está enamorado el primero ya está fuera de su alcance. Las palabras vinculan a Marco y Benigno -como en la escena de la visita al reclusorio donde el segundo le dice al primero que desea abrazarlo, aunque eso implique sugerir que ambos son pareja para solicitar la visita conyugal-, pero el muro de cristal que los separa es menos denso que la pérdida de mundo que él ha experimentado en su ostracismo de la mujer en coma que cuidaba en el hospital. El milagro que es el guión de Almodóvar en Hable con ella hace que la escena de la violación nunca la conozcamos, más que a través de las palabras que convierten a Benigno responsable de vulnerar un cuerpo indefenso. Almodóvar nunca disculpa el hecho de la violación, pero no puede dejar de sentir simpatía por ese hombre que ha conocido la intimidad y el deseo de manera distorsionada. Por eso lo que vemos es el relato de la escena de una película -una caja china con otra dentro, el reflejo de un reflejo-, la cual evocada por el espectador cuando él conoce toda la verdad, nos permite observar el dolor de la víctima y el agresor de manera simultánea.

Todo lo anterior viene a cuento porque Almodóvar, para satisfacción de Rushdie, está a punto de estrenar su nueva película La piel que habito. Quizá, sea la oportunidad de comprobar el milagro que es el cine hecho desde la perspectiva del espectador, el prodigio que es la escritura hecha desde el punto de vista del lector.

Monday, February 28, 2011

Extremadamente fuerte, increíblemente cerca y completamente iluminado

De acuerdo con Jonathan Safran Foer, lo opuesto del silencio no es la literatura -porque las letras pueden usarse para describir el propio silencio o contar sobre lo difícil que es comunicar el dolor o la alegría- sino la risa. Allí están los chistes sobre judíos para probarlo. Dice Foer que, si un judío está en el metro de Berlín y se queja de que los trenes apestan y hay demasiada gente, su amigo también judío lo calmará diciéndole: “Recuerda que los alemanes son expertos en eso de organizar el transporte de personas en tren”. ¿Por qué nos reímos? Porque esperamos que, al final del chiste, la sonrisa aparecerá en la boca de los judíos. Porque reír es estar vivo. Y los muertos no pueden reír. Por eso la risa es lo opuesto del silencio. Incluso, cuando reímos nos relajamos de tal manera que los dientes se muestran de forma impúdica y la voz alcanza notas agudas que contradicen la gravedad y solemnidad que queremos dar a nuestras palabras. Reímos porque hemos sobrevivido. Reímos porque no estamos solos y parece que otros también han sobrevivido para escuchar un chiste de judíos.

Conozco dos de las novelas de Foer, Everything is Illuminated yExtremely Loud and Incredibly Close. Ambas tratan de la muerte violenta y el hueco que deja en quienes la experimentan como sobrevivientes: la primera, se sitúa en el espacio de la memoria sobre el Holocausto -que ya sabemos no es un Holocausto, sino el exterminio sistemático de personas por el hecho de su condición racial o los prejuicios que asociamos a ella- y la segunda en el duelo pospuesto de un chico por el padre muerto en el 9/11. Al final de ambas, aflora la sonrisa: ésa que es patrimonio del sobreviviente, de quien sabe que peores cosas podrían pasarte que escuchar un chiste políticamente incorrecto desde la comodidad de tu sobremesa.

El más reciente libro de Foer, Eating Animals, es un ensayo que se ocupa de nuestros hábitos alimenticios. Siendo él mismo un vegetariano, Foer afirma que se aburre profundamente con quienes predican y hostigan a los carnívoros sobre la inmoralidad de sus hábitos alimenticios. No obstante, cree moralmente relevante contar completo el chiste: no es que las granjas donde se crían las criaturas que nos comeremos sean lugares de felicidad como los que visitan los niños de Plaza Sésamo. Al contrario, esos espacios son terriblemente crueles y deshumanizan a quienes tiene que trabajar degollando animales, confinándolos en espacios miserables y sucios, obligándolos a comer hasta que literalmente mueren de abundancia. La cuestión no es tanto preguntarnos por qué no podemos comer carne sino por qué no debemos hacerlo. En el primer caso, se trata de un enfoque sobre la potencia del hombre como única criatura capaz de utilizar la razón para anticipar el sufrimiento de otros seres, planearlo cuidadosamente y sacar la mayor ventaja. En la segunda pregunta, lo que aparece es el individuo estableciendo una relación crítica con sus propios hábitos: ¿realmente es necesario infligir tanto sufrimiento a otro ser vivo? ¿Necesitamos que el centro de nuestras festividades sea un pavo al que nunca se le permitió extender sus alas en toda su amplitud? ¿No nos degradamos a nosotros mismos subiendo el volumen a la música para no oír la agonía de los cerdos u otras especies? El dolor, como la risa, se expresan en voz alta -increíblemente fuerte y extremadamente cerca-; pero después del dolor surge el silencio, mientras que la risa sólo trae como consecuencia un dolor de quijada cuando es prolongada y el deseo de contar más chistes.