Tuesday, January 30, 2007

El amor acaba, y mal


Hay ocasiones en que las buenas ideas no se llevan a una adecuada conclusión. Así como existen hombres y mujeres “casi” hermosos, a veces aparecen ideas que sacadas de su contexto son geniales. Y es que, como escribía Henry James a propósito de Isabel Archer, la heroína de Retrato de una dama, su problema no era que tuviera muchas ideas, sino que la mayoría de éstas eran muy malas y convencionales. Así le pasó a Anne Fontaine, que hizo una película bastante anodina con un título excepcional: Las historias de amor acaban mal, en general. Evidentemente, hay mucha ironía y mala leche en una película que se titula así y que termina en final feliz, después de que la protagonista ha ensayado muchas formas y tiempos gramaticales de conjugación del verbo amar y decide que es mejor regresar a lo conocido, aunque no lo haga con mucho entusiasmo.


Muchas veces acabo desmenuzando películas con amigos y me descubro mezclando escenas y líneas narrativas que nunca pasaron en la obra de referencia, pero que tomaron cuerpo en mi imaginación. De acuerdo con mi memoria, las miradas entre Ingrid Bergman y Humphrey Bogart duraron una eternidad en Casablanca; también puedo jurar que en Fanny y Alexander hay una escena en la que la cara de Dios casi puede verse escondida entre las marionetas de las secuencias finales; y siempre he pensado que los murales que Juliette Binoche le muestra al soldado británico en El paciente inglés son así de hermosos, y provocan tal enamoramiento súbito, porque están contemplados con esos ojos en los que Kieslowski hurgó para buscar el significado de la libertad. Las películas se mezclan. La historia no es lo que ocurrió, sino lo que recordamos que ocurrió.


Las historias de amor acaban mal, en general
, podría ser el título de muchas otras películas que versan sobre la pasión y las leyes que rigen ese extraño universo que se forma cuando dos personas se enamoran.


Primer acto de Las historias de amor acaban mal, en general. Un estafador calvo emplea las revistas de corazones solitarios para contactar a mujeres solas, enamorarlas, robarles su dinero y después acabar matándolas. Este personaje ególatra, enamorado de sí mismo y de un linaje que lo hace imitar el acento español, conoce a una enfermera con dos hijos, soltera y agobiada por la rutina de una vida que la hace ir sin variaciones de la preparación del desayuno a la aplicación de inyecciones a viejos moribundos. Coral, que así se llama la enfermera pasada de kilos y enamorada de Charles Boyer, responde el aviso de Nicolás, el calvo sentimental que asegura es idéntico al actor francés que es la devoción de Coral. Pero la historia de amor no empieza en este momento de la película, pues Coral es pobre y ni siquiera le parece atractiva a Nicolás. Pero ella, como en toda buena película de crímenes, sabe demasiado de Nicolás: que es calvo, que su vida es un castillo de naipes y que sus actividades amorosas tienen una intención criminal. Sin embargo, lo improbable ocurre: Nicolás cae rendido ante el amor que le ofrece Coral, porque puede contemplarse en sus ojos como frente al espejo, sin ocultar sus defectos ni ensalzar sus virtudes. Ambos no vivían, se esperaban. Y este es sólo el principio de una carrera criminal que establece la confianza a partir de la complicidad y que encuentra en la sangre ajena, no en la propia, un motivo de comunión. Al final, cuando el universo que han creado Nicolás y Coral se desborda, el mundo exterior, ese que habitan los seres que crean leyes para evitar matarse mutuamente, aparece en escena. La carrera criminal de Coral y Nicolás está a punto de terminar. El que a hierro mata, a hierro muere, dice el lugar común. Con la barra que mides, serás medido, tercia otro refrán popular en México. Así que lo natural es que los amantes asesinos mueran asesinados. En el mundo que Coral y Nicolás han excluido deliberadamente de su universo, se piensa que morir es la mejor forma de castigo. Pero, ¿qué sigue después de una relación amorosa tan intensa, tan plena de complicidad y sacrificios mutuos? ¿No es la muerte la última cosa que queda por experimentar juntos para estos amantes que ya lo han experimentado todo? La escena final de Las historias de amor acaban mal, en general en la versión de Arturo Ripstein (mejor conocida como Profundo carmesí) termina con los amantes asesinos muertos en un charco de sangre, rubricada por un diálogo en el que Coral declara que éste ha sido el día más feliz de su vida.


Segundo acto de Las historias acaban mal, en general. Un niño francés, fanático del helado de vainilla y contrariado porque su madre le hace usar unos trajes de baño tejidos que le irritan la entrepierna, conoce a una peluquera que parece extraída de una película de Fellini. La mujer en cuestión también está pasada de kilos, usa un lápiz de labios que le recuerda mucho a los de su madre y, además, da unos masajes en el cuero cabelludo que lo hacen evocar los placeres del vientre materno. Es el principio de una historia de amor, como puede verse, en la que el complejo de Edipo tiene un papel fundamental. Pero el chico es muy pequeño para consumar su amor con la peluquera y ésta es demasiado codiciada en el barrio para esperarlo los años que hagan falta. La historia de amor acaba mal, como sucede en general. Pero el destino quiere que el chico, vuelto ahora un solterón maduro, tenga una segunda oportunidad. La peluquera de su barrio posee unas piernas kilométricas y la capacidad de ser todo lo que él siempre asoció con el amor: el helado de vainilla, la castración, Schubert, el mar, los masajes en el cuero cabelludo. Y además ella es hermosa. En la peluquería, ellos construyen un microcosmos cerrado, en el que el amor prácticamente puede ser respirado por todos los clientes, quienes súbitamente se vuelven más optimistas y afirman tener el corte de pelo con el que siempre soñaron. No hay en este caso un fiscal que amenace la relación del chico con la peluquera de sus sueños. Pero el virus de la duda se incuba al interior de la feliz peluquería, donde la castración incluso puede tener un gusto a dulce de vainilla. Matilde, la peluquera, un buen día hila un razonamiento muy sencillo de dos premisas y una conclusión: A. Soy feliz y estoy viva; B. No quiero dejar de ser feliz; C. Por lo tanto: dejo de estar viva. Y se lanza al río, temerosa de que su historia de amor perfecta acabe agrietándose por la convivencia diaria y las pequeñas tragedias de todos los días que corrompen a las obras humanas. ¿Es un final trágico o feliz? ¿Se puede esperar más felicidad cuando ya se ha alcanzado lo que ambos integrantes de la relación amorosa piensan que es la perfección? Finalmente, el chico vuelve a ser un solterón maduro y vuelve a la peluquería en la que conoció sus días más felices. Por eso es que esta versión de Las historias de amor acaban mal, en general, dirigida por Patrice Leconte, pudo haberse llamado (y de hecho así se llama) El marido de la peluquera. Y además, la película está rubricada por la música de Schubert arreglada por Michael Nyman. ¿Qué más se le puede pedir a una historia de amor?


Y siempre hay un tercer acto, también de Las historias de amor acaban mal, en general. Ahora, un guionista de Hollywood se muda a Las Vegas para consumir lo que él imagina son sus últimos días en una borrachera permanente. Por ciertos detalles –porque la película es un derroche de sutilezas– intuimos que el guionista tuvo una carrera exitosa que no pudo mantener ante las presiones del sistema, y que lo que era una hermosa familia se desmembró como consecuencia del fracaso profesional. Quienes conocen la ciudad, dicen que Las Vegas es como vivir las 24 horas del día en un aparador de navidad decorado con sólo accesorios de plástico barato. En un lugar así, surgen los encuentros más improbables. Y el guionista conoce en esas jornadas de autodestrucción a una prostituta hermosa, de buen corazón, como en las mejores novelas de Dickens. La prostituta muestra una actitud defensiva, y el director nos permite intuir que es la actitud de quien ha padecido las peores humillaciones y encima ha tenido que dar las gracias después de recoger la paga por ellas. Ninguna clase de golpe, rebaja a su dignidad o relación sórdida parece ser desconocida para la chica. Y lo inevitable sucede: acaban enamorados. Pero es un sentimiento tan honesto y maduro, que no se hacen ilusiones de cambiarse mutuamente ni se realizan promesas de que el amor durará para siempre. El amor dura hasta que se acaba, y si son lo suficientemente fieles a sus principios, quizá puedan despertar abrazados hasta el día siguiente. No hay nada más que eso: no hay ilusiones falsas ni chantajes, mucho menos rencor acumulándose como resultado de promesas no cumplidas. Ella no dejará las calles y él continuará con su propósito de matarse. Las últimas pastillas de antiácido el guionista se las bajará con un trago de whisky, y será incapaz de consolar a su chica que acaba de ser violada por una pandilla de estudiantes. La versión más dura, pero también la más lucida, de Las historias de amor acaban mal, en general fue realizada por Mike Figgis. Un tipo del que se extraña cada vez más su cine, después de lo que hizo en Adiós a Las Vegas.


El amor puede ser un perro infernal, como dijo Bukowski, pero también sigue siendo cierto que, como cantaron ciertos ingleses, todo lo que necesitas es amor. El amor es el diablo, como sugiere la obra de Francis Bacon. Pero también es la búsqueda de la mitad que, en el mito platónico, completa la unidad indivisible que éramos al inicio de los tiempos. Hay amores celosísimos, como el del Dios del Antiguo Testamento que exige el sacrificio de los hijos como prueba de lealtad. Otros son tan libres que permiten que, como la Luna y la Tierra, cada uno de los implicados conserve su espacio de acción. Sabiendo que las historias de amor acaban mal, en general, podemos agradecer cuando, en lo particular, nos encontremos enfrascados en una relación que cumpla con tres condiciones: 1) que nos haga querer matar al mundo entero para defender el universo construido, aunque de hecho nunca lo llevemos a la práctica; 2) que nos permita suponer que el objeto del afecto es el que se ajusta a nuestras más tiernas fantasías sobre el amor, es decir, aquellas que tienen un gusto a vainilla, y 3) que nos lleve a no intentar cambiar nada de la otra persona, porque incluso sus defectos resultan parte fundamental del conjunto por el que ahora sentimos devoción. Decir que las historias de amor acaban mal en general, pierde su validez de regla universal frente a ejemplos concretos de gente que es feliz, que se enamora todos los días y que, sabiendo lo difícil que es vincular dos mundos radicalmente opuestos, acepta el reto de dejarse llevar por el instinto.

Thursday, January 25, 2007

Canciones para todas ocasiones

Una canción para prepararse antes de asistir a una orgia:



Una canción para recordar que las historias sobre gente derrotada pueden ser fascinantes:



Una canción para cantarle a alguien que no se quiera ir de nuestra cama:



Una canción para dar gracias por lo bueno y lo malo de estar vivos:



Una canción para todos los actores frustrados que hay en México:



Una canción para prepararse para ver el mundo con ojos nuevos:



Una canción para hacer tal escándalo que nos arreste la policia:



Una canción para enamorarse como a los 16 años:



Una canción para deslizarse por ella como si fuera un tobogán y aún así continuar tristes:



Y, finalmente, una canción para reconciliarnos con un mundo que es desquiciado desde cualquier punto de vista:

Wednesday, January 24, 2007

Cumpliendo compromisos contractuales…


Y precisamente así se titula una pieza instrumental de Los Planetas, esa banda española que se sitúa a medio camino entre Belle & Sebastian y La Unión. Pero a diferencia de otros compromisos contractuales, el que me ha encomendado el sapientísimo Medeo es de muy grato cumplimiento.

Pero vayamos por partes. Como todo juguete rabioso, primero van las instrucciones, que el placer del juego tiene que ver con seguir adecuadamente las reglas…

1. Coja el libro que tenga más cerquita.
2. Vaya a la página 123.
3. Váyase ahora a la quinta oración.
4. Copie las siguientes tres oraciones.
5. Publíquelas en su blog junto con el nombre del libro y el autor.
6. Ponga la cadena de tarea a otros tres cristianos.

Y el resultado, del libro Big Fish de Daniel Wallace (sí el mismo en el que se basó la entrañable película de Tim Burton), es:

“And I grew up so quickly. His wife couldn’t see it as clearly, but he could. Coming back he saw this incredible growth, and seeing it realized how much smaller this made him, relatively speaking…”

Resulta que en esta parte del libro el aventurero de Edward Bloom (interpretado en la película por Ewan McGregor y por Albert Finney) empieza a sentir que el hogar que acaba de construir con la mujer que ama es demasiado pequeño en comparación con el mundo que se extiende más allá de sus ojos: ese mundo que es un espacio que su imaginación ha llenado con mujeres orientales de dos cabezas, gigantes que devoran todo lo que encuentran a su paso pero que “todo lo que necesitan es amor”, pueblos fantasmas habitados por quienes no se atrevieron a renunciar a la seguridad del hogar… Y en medio de todas esas ansias de aventura, de repente sucede la paternidad y el sentimiento de irse haciendo más pequeño mientras el hijo va creciendo tanto como el propio Bloom lo hizo en su juventud… Lo que hizo conmigo a los dieciocho años Donde mejor canta un pájaro... de Jodorowski en clave mística, lo está haciendo ahora el libro de Wallace en un tono agridulce: reconciliarme con mi padre y con el padre que potencialmente puedo ser yo…

Última cláusula del compromiso contractual:

Deben escogerse tres bloggers y asignárseles la tarea de replicar el ejercicio. Yo apuesto por: Arkturo, el Juntacadáveres y Zelig…

Es romper la regla, pero tengo otros tres: Beto, Issa y Tessitore

Monday, January 15, 2007

El encanto del vacío




Para qué negarlo: como dice la canción ranchera, nada me han enseñado los años, porque siempre vuelvo a los mismos lugares, los mismos escritores, los mismos directores, las mismas películas, la misma música, las mismas personas. Con el tiempo, el círculo de cosas entrañables se va estrechando, aunque cada vez acumulemos más experiencias en un espacio que nos fue entregado vacío al nacer. Decía Henry James que uno no hace la defensa de su Dios, porque el Dios que elegimos es la defensa de nuestra persona. En mi caso, uno de los autores cuya primera película que descubrí tuvo el aura de una revelación fue el inglés Mike Leigh. Siendo agnóstico y horrorizado ante la perspectiva de los milagros (porque significarían que la voluntad de Dios puede ser tan arbitraria incluso para ir en contra de las leyes físicas que él mismo habría creado), tengo una idea muy particular de lo que es una revelación en tiempos cínicos y seculares como estos: una persona, un lugar, un autor, un sonido, que parecen estar hechos para una sola persona en el mundo, y que da la casualidad que eres tú mismo. Es como ir pasando por un mercado ambulante, de esos donde se venden todo tipo de cosas inservibles (como muñecas sin cabeza o legiones incompletas de soldaditos de plástico), y descubrir un objeto que no tiene valor para nadie más y que para ti se vuelve algo precioso que deseas poseer de inmediato. El deseo de posesión, por decirlo de algún modo, se presentó en este caso como una revelación.


En 1993, descubrí una película que para mí tuvo esa aura de la revelación, sólo que en este caso se trató de la revelación de un mensaje de nihilismo puro. Naked fue la película que me hizo enamorarme del cine de Mike Leigh, y desde entonces no hemos roto relaciones amorosas (como si me ha sucedido con otros autores). En esta película, un hombre del que no se nos dan mayores antecedentes se dedica a recorrer Londres durante un día para poner en crisis las certezas más arraigadas de todas las personas con las que entra en contacto durante esa jornada. Johnny, interpretado por David Thewlis, le echa en cara a medio Londres el que se hallen tan cómodos en sus vidas, sin saber que la ausencia de solidaridad, la miseria, la imposibilidad de ser feliz sin dinero o la tendencia de las personas a confundir el miedo a la soledad con el amor, son los rasgos que en la modernidad secular toma el Apocalipsis. Particularmente, me resultaba graciosamente aterrador el episodio en el que Johnny se encuentra con el velador de un edificio, quien lo invita a tomar un te con él mientras espera que llegue la madrugada y pueda regresar a su casa. El velador es un tipo amable en su neutralidad y agradable en su falta de espíritu crítico: el opuesto completo de Johnny, pues. El velador le da a Johnny un paseo completo por el edificio a su cuidado: un complejo de oficinas muy bien iluminado, decorado bajo las reglas del minimalismos más uniforme y, paradójicamente, pletórico de espacio vacío.


“Si entendí bien, ¿te encargas de cuidar el vacío?”, pregunta Johnny con una mueca de rabia que amenaza con desbordarse. “Así es”, responde el velador que no tiene resquicios de ironía para ocultar dobles intenciones. “¿Y para qué lo haces?”, replica de nuevo el héroe cínico de Naked. “Pues para ganar dinero, poder llevar comida a mi casa y, en un futuro no muy lejano, darme la gran vida con mi mujer una vez que me jubilé en algunos pocos años”, dice el velador. “¿Y si el mundo se acabara mañana, como anuncian las profecías apocalípticas, no te sentirías terriblemente furioso antes de morir con toda tu familia y saber que dedicaste los últimos años de tu vida a cuidar un espacio vacío, a vigilar que la nada siguiera intacta?”, pregunta Johnny. Con una mirada de miedo que gradualmente se va convirtiendo en terror, el velador le escupe en la cara a Johnny: “El mundo no se puede acabar de la noche a la mañana. Toda mi vida y la vida de los londinenses no pueden terminar por un castigo de Dios. Tiene sentido cuidar el vacío porque en él van a vivir muchas personas, con familias como la mía y con sueños de jubilación como los míos. El vacío es la promesa de lo nuevo, de que hay un espacio libre para que la gente haga cosas buenas en su interior”. “No se puede discutir contigo, amigo. Estás demasiado consciente del fin del mundo, demasiado aterrorizado por el futuro, como para convencerte a ti mismo de que eso nunca va a ocurrir”. Yo tenía en ese entonces 15 años e inmediatamente mi cinismo me puso del lado del personaje de David Thewlis: no tiene sentido perseguir sueños de opio o, en este caso, sueños vacíos como cajas de zapatos.


Andando el tiempo, leí algo que me recordó inmediatamente esta disertación sobre el vacío en la película de Mike Leigh. Bueno: lo leí y después lo escuché. En el booklet de su disco Hotel, Richard Melville Hall, mejor conocido como Moby, escribe una oda a los espacios vacíos y sus posibilidades:


Why hotel? A variety of reasons, but here’s one of them: hotels fascinate me in that they’re incredibly intimate spaces that are scoured every 24 hours and made to look completely anonymous. People sleep in hotel rooms and cry in hotel rooms and bathe in hotel rooms and have sex in hotel rooms and start relationships in hotel rooms and end relationships in hotel rooms and etc and etc, but yet every time we check into a hotel room we feel as if we’re the first guest and we get very upset if there’s any remnant of a previous guest’s stay. Something about this idea, that these intimate spaces are wiped clean every 24 hours, fascinates me: that we enter a hotel room and it becomes our biological home for a while and then we leave. In some ways it’s similar to the human condition. We exist and we strive and we love and we cry and we laugh and we run around and we sleep and we build things and we have sex and then we die and, not to sound too depressing, the world is wiped clean of our biological presence, which from my perspective, makes our brief biological time here all the more precious due to its relative brevity. Hotels in specific, fascinate me in that so much effort is expended to maintain a perfect neutrality. And my hope in this record is not to celebrate or represent the vacuum like neutrality of an empty hotel room but rather to represent the part of the human condition that compels us to lead big and expansive and messy biological lives. I’m fascinated by the airless and lifeless neutrality of so many man-made spaces (empty airports, empty lobbies, empty office buildings etc) but I don’t feel like making music that is airless and lifeless because I also really like people and the messy miasma of the human condition and I want to make messy, human records that are open and emotional because whether I like it or not, I’m messy and human, too (even though like all good sci-fi geeks I do occasionally wish I was a robot). Have I said too much? Should I err on the side of cryptic and esoteric explanations? Well this explanation is neither cryptic nor esoteric, so there you go. And that’s why the record is called “Hotel”. Thanks, and I hope that you like what you hear.

Y es que a Moby le fascina retratar espacios vacíos, como este:




Entre el desencanto optimista de Mike Leigh y el optimismo desencantado de Moby se tiene un abismo insalvable. Hoy le creo más a Moby que a Mike Leigh sobre el valor de los espacios vacíos, y esto no implica que no me guste ya el cine del autor inglés o que me guste en la misma medida todo lo que hace Moby. Simplemente, ha pasado el tiempo y creo que tuve la fortuna de no conocer la soledad metafórica y literal de los espacios vacíos hasta bien entrados mis veintes. Me gusta la música de Moby, porque juega con la idea de ir llenando un espacio de cinco minutos o más (lo que dura una canción) con sonidos fragmentados que se repiten hasta mostrar no el absurdo del vacío, sino que el vacío tiene sentido porque en él pueden colocarse cosas significativas para las vidas de las personas. El vacío que Moby va llenando con sonidos es cálido algunas veces (como el espacio que construye en Play u Hotel) y en otras ocasiones es de una tristeza infinita, como la de los androides de Blade Runner (el caso de Animal Rights o Ambient). Pero siempre Moby da testimonio de lo que significa llenar un espacio vacío de cosas auténticamente humanas, por hermosas, trágicas, finitas y, además, falibles. Decía hace un momento que nunca me sentí tan confundido, ni en mi adolescencia, como el día de hoy, precisamente por la perspectiva del vacío que tengo delante de mí. No es que piense arrojarme de cabeza al vacío, al menos no por el momento; sino que siento que estoy en un momento en el que dispongo de muchos espacios vacíos para irlos llenando gradualmente con cosas y personas que me acompañaran durante el resto de mi vida. El vacío da vértigo, pero también es una zona de creatividad por activar. Que algo esté como posibilidad, no significa que prospere sin dificultades, del mismo modo que la existencia de la semilla no significa el desarrollo completo y pleno del árbol.

En Tres colores: Azul, Kieslowski ensaya una definición de la libertad que es negativa: se aproxima a este valor de los revolucionarios del siglo XVIII a partir de la ruptura del personaje de Juliette Binoche con todo aquello que la hace una persona no libre, a partir del momento en que su esposo e hija mueren en un accidente, dejándola sola en el mundo, en un espacio vacío lleno de cosas que no le pertenecen a ella. Julie decide abrazar la oportunidad de ser verdaderamente libre de todo que el destino le ha dado: entonces rompe con la sujeción del dinero, con su familia, con sus amigos y, finalmente, se instala en un departamento al que deja parcialmente vacío. Julie no quiere llenarse nuevamente de cosas que entorpezcan su tránsito por el mundo; aferrarse al espacio vacío le da una sensación de intimidad consigo misma que la vida en familia y todas las comodidades burguesas le había impedido experimentar. Pero a Julie le queda un largo camino por descubrir, para al final de la película darse cuenta de que, como pensaba Kant, ser libre es poder atarse a aquellas relaciones que uno puede decir que ha escogido de manera autónoma. Hay un objeto que Julie trajo de su antigua casa a su nuevo –y vacío– departamento: un candelabro de cuentas de vidrio de color azul, el mismo que siempre quiso alcanzar cuando era pequeña, pero que ahora que había crecido y podría tocarlo sin esforzarse, se había olvidado del propósito de ese caprichop infantil. El candelabro azul, como la música de Van den Budenmayer, le recuerdan a Julie que el vacío está allí para llenarse de cosas y relaciones significativas que no signifiquen una carga sino, al contrario, el equipaje necesario para emprender el viaje largo y sinuoso que son los años que le quedan por delante. Al final de la película, Julie puede llorar y abrazar el vacío de una existencia –como la humana– que está condenada a nunca ser completamente libre. Pero el vacío tiene su encanto: si en él se conjunta el escepticismo de Naked, la ternura de Moby y la sabiduría que Kieslowski expresa en Azul.



Sunday, January 07, 2007

Los héroes están fatigados


“It is the time just before rain, the time when the flies bite like kamikaze, when the birds fly low and the sky hangs overhead black, heavy and expectant, when all the colors are washed in gray, subdued and intense, yet punched through by radiant hues. It’s about to burst. A heavy sense of expectation, of lowering, of time just before something large overwhelms the picture, the frame, the rhythm, the colors, the light, the music and the characters. Still, the story moves fast, faster than words”.

Milcho Manchevski, Before the Rain


Las personas e incluso las naciones pueden contar, llegado el momento preciso, la historia de su educación sentimental. La educación sentimental es ese conjunto de creencias y valores que Gustave Flaubert mostró como el sustrato que da unidad a la diversidad de experiencias que resultan del encuentro de la propia subjetividad con la subjetividad ajena. Solo nosotros habríamos podido responder como en efecto lo hicimos frente al odio, amor, deseo, pasión, rencor, atracción, repulsión o indiferencia que la otra persona nos expresó, porque tenemos una educación sentimental que nos hace particulares. La educación sentimental, vista de manera retrospectiva, permite a una persona reconocer el proceso que la ha llevado a ser lo que de hecho es, y mirar en sí lo que tiene de condicionamiento y de elección libre. Somos libres para leer de manera retrospectiva esa educación sentimental, pero no lo somos tanto como para distanciarnos totalmente de ella.

En muchos sentidos, la libertad y autonomía que deseamos como propias son negación de la educación sentimental que recibimos en la familia, la tradición, la escuela y el trabajo en los que de manera más o menos voluntaria nos hallamos insertos. Y si es difícil renunciar a la familia de la que provenimos para constituirnos como personas autónomas, mucho más lo es tomar distancia del conjunto de prácticas tradicionales que configuran la idea de nación a la que se supone debemos tener lealtad incondicional. En algún momento de mi adolescencia me di cuenta de que no me identificaba con la idea de lealtad de mis padres, con la religiosidad de mis tías, con la visión esencialista de las personas que aprendí en la escuela y, mucho menos, con el desmadre y la irresponsabilidad que se supone nadan en la sangre de los mexicanos de manera natural. “Podría ser mi padre, podría ser mi madre, pero también podría ser yo”: así describía Ingmar Bergman en Las mejores intenciones su necesidad imperiosa de recuperar su educación sentimental de una manera ficticia –no fiel a los hechos, sino a la coherencia de las experiencias– y que le permitiera reconciliarse con el pasado. Ese pasado –de acuerdo con Bergman– está conformado por una multitud de actos de generosidad, pero también está poblado por gestos de ira, odio, envidia y egoísmo que nos hacen ser lo que somos. Recuperar la generosidad y el egoísmo que nos constituyen a partes iguales, y reconciliarnos con las personas en las que hemos depositado estos sentimientos, es parte del proceso de observar críticamente nuestra educación sentimental.

En la educación sentimental de las personas, los héroes desempeñan un papel fundamental. La forma narrativa que ha configurado la modernidad occidental nos ha acostumbrado a exigir de las novelas –y ahora del cine– la existencia de un personaje central alrededor del cual giran los acontecimientos que se acumulan para nuestro entretenimiento. Queremos conocerlo todo de ese protagonista, y exigimos que sus actos sean explicables a partir de las premisas del psicoanálisis o cualquier otra escuela de pensamiento que asuma como tarea la de predecir la conducta humana de manera completa. Incluso nos decepcionamos si el héroe de la narración reacciona de una manera inesperada. En este sentido, como decía Borges en su relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, reconocemos una narrativa no occidental por su renuencia a atribuir las obras a un solo autor y a hacer depender la trama de las fluctuaciones de los estados de ánimo de los personajes. En las narrativas no occidentales no habría una descripción psicológica de los estados de ánimo como tampoco existiría la noción de plagio: pues ambas cosas dependen de un relato configurado desde la subjetividad y dirigido a explorar la subjetividad. Pero nosotros, que somos occidentales sin remedio, necesitamos de los héroes.

Hannah Arendt localiza el declive de la cultura helénica en la transición de la épica heroica de hizo de Aquiles el paradigma del valor a la tragedia ática que colocó a Edipo como arquetipo de la heroicidad. Aquiles, u Odiseo posteriormente, eran nombres que en la Hélade de los tiempos de Homero (ese coro de poetas que la historia de la literatura ha reunido en un solo autor) evocaban el valor y el coraje a prueba de cualquier obstáculo. Aquiles tenía un espíritu noble y valeroso que le venía por su origen divino y, por tanto, bastaba con su presencia en el campo de batalla para que los ejércitos se doblegaran ante él. Aquiles no podría haber conocido la derrota, a no ser que la fortuna –y no los actos de otro ser humano– le hubiera puesto una trampa. Para Arendt, esta imagen de heroicidad no podría haber sobrevivido en la Atenas de Pericles, porque lo que la política griega necesitaba era una idea del valor y del coraje que pudiera estar al alcance de todos los seres humanos y no sólo de un pequeño puñado de semidioses. Los héroes griegos debían tener el coraje suficiente no para ganar guerras sino para batirse en duelos de argumentación en el Ágora. Por eso es que, de acuerdo con Arendt, en la Atenas democrática empezaron a florecer los héroes trágicos como Edipo, Filoctetes o Medea.

Edipo no era responsable de su tragedia, e incluso cuando intentó usar su fuerza para remontar su suerte funesta, esto no hizo sino precipitar la espiral de violencia sobre él. Filoctetes regresó de la guerra de Troya herido, y esperaba en el campo de batalla el auxilio de los dioses para curar su cuerpo y volver a combatir al enemigo. Medea, por su parte, clama que existen leyes justas que la naturaleza fija y que deben servir para corregir las injusticias de las leyes creadas por los seres humanos. El conflicto trágico surge, precisamente, porque el héroe se localiza en medio de una situación que es ambigua y que no puede resolverse por referencia a la virtud o la bondad. El héroe trágico no tiene el control total de sus fuerzas –como sí lo tenía Aquiles– y debe reconocer que aquellos que lo enfrentan son tan dignos de respeto y consideración como él mismo. La razón acompaña a Edipo, a Filoctetes y a Medea, pero la tragedia radica en que los enemigos de estos héroes también tienen buenas razones para defender sus posturas vitales. A Edipo, Filoctetes y Medea, el ejercicio de la virtud tal y como los griegos la concebían –la unidad de la bondad, la belleza y la verdad– no les trae como consecuencia automática la felicidad. La conciencia griega empezó a resquebrajarse cuando las ambigüedades y contradicciones del mundo real –ese que empezaron a invadir los romanos imperialistas– hicieron insoportable la existencia del héroe trágico. Los héroes ya estaban fatigados de luchar, de ser virtuosos, sin que sus esfuerzos les garantizaran el logro de la felicidad al final de sus días.

Ya no tenemos héroes totales como los de la Grecia arcaica, y más bien nos parecemos mucho a Medea: tanto, que sus lamentos dirigidos al cielo reclamando una justicia divina que corrija las injusticias humanas podrían ser los nuestros. Pero que los héroes estén fatigados, no significa que nos hayamos quedado sin modelos para nuestra educación sentimental. Más bien, debemos volver los ojos hacia otro lado: el esplendor de la virtud antigua ya no está disponible. La modernidad significa, entre otras cosas, hacernos responsables de nosotros mismos porque Dios no tiene cabida en un mundo que convierte al ser humano en la medida de todas las cosas.

En mi educación sentimental han sido fundamentales muchos héroes, algunos reales y otros ficticios: mi madre, mi padre, Luis Buñuel, Thomas Ripley, Isabel Archer, Salman Rushdie, Leonar Cohen, Mozart, el chico de El guardián entre el centeno, mis amigos que han hecho de su vida una obra de arte, Henry James, Francisco de Goya, Hannah Arendt, Schubert, Arturo Ripstein, Pasolini, Bergman, Kieslowski, los comunistas franceses del mayo del 68, Rosa Parks, Martin Luther King Jr., los familiares de las costureras que se unieron para rescatar a las víctimas del terremoto de 1985 que destruyó la Ciudad de México, los mexicanos de izquierda que no se han dejado seducir por el dogmatismo. Pero estos héroes son coherentes en su falta de coherencia; unitarios en todas su ambigüedades; sus vidas son como frescos esplendorosos pintados sobre muros que se están cayendo a pedazos. Estos héroes son como vasijas griegas que mantenemos artificialmente unidas e intactas en los museos, como recuerdo del poder de la creatividad humanas. Si las vasijas no tuvieran fracturas, carecerían de historia. Si los héroes no hubieran flaqueado en momentos claves, quizá no hubieran tenido esa lucidez inconsciente que les permitió arrojarse a la acción sin esperar sus resultados. Con héroes vivos de este tipo quiero acompañarme a partir de este momento en mi vida: ahora que estoy tan falto de valor, de certezas y de apoyos, y que al mismo tiempo quiero poder asomarme al espejo para contemplar a una persona auténticamente libre que toma decisiones de manera responsable y no obligado por las circunstancias y el desánimo. Seguro que en el camino tendré que desaprender muchas cosas que constituyen el núcleo de mi educación sentimental, pero creo que vale la pena intentarlo.