Tuesday, March 29, 2011

La piel que habita el escritor

Hace un par de años, a propósito del lanzamiento de la novela de Salman Rushdie The Enchantress of Florence, el MAM de Nueva York reunió en una charla al escritor británico de origen indio con Jeffrey Eugenides, autor de esa maravilla de la introspección adolescente que es The Virgin Suicides. A petición de Eugenides, Rushdie hizo el experimento de comparar su memoria como escritor con una casa. ¿En qué habitación colocaría él cada memoria para observar su vida literaria como una construcción que, planeada o construida de manera espontánea, puede sostenerse por su propios cimientos? Rushdie colocó sus recuerdos sobre la infancia feliz en Bombay en el recibidor de la casa; obviamente, las memorias sobre el amor ocupan las habitaciones de la planta alta y con cama, unas con más luz y otras con el aire densamente condensado en su interior; en la sala se encontrarían sus encuentros con colegas y estudiantes que le han permitido observarse a sí mismo con ironía y distancia; en el comedor situó su vida familiar, bulliciosa y relajada, como son las reuniones entre personas no religiosas. Pero, ¿en qué lugar de la casa guarda Rushdie los plano de la construcción? Siempre es bueno saberlo, en caso de que la obra necesite reparaciones o haya que exigir a la aseguradora la indemnización por la pérdida total.

Rushdie dijo que más que planos, lo que tenía era una bitácora de cómo fue construyendo la obra en el tiempo. Y que esa evolución podría reducirse a dos momentos que siguió el hipotético arquitecto: primero, empezó construyendo la obra como lo haría un escritor cuyo principal interés es expresar su visión del mundo y, al final, llegó a privilegiar el punto de vista del lector, quien ocasionalmente es autor y quiere experimentar el mundo como lo hacen los que se acercan a los libros con la devoción que ciertas personas sienten por la religión. Es decir, que Rushdie habría empezado escribiendo como escritor, valga la expresión, y acabaría creando como lector.

Eugenides, de manera sorprendente, dijo que él se observaba a sí mismo de manera similar. Sólo que su bitácora de construcción tenía tres etapas: primero, él empezó buscando las frases perfectas, entre más cortas mejor, que condensaran al mundo entero reflejado en una gota de agua; después, él fue en busca de la trama perfecta, aquélla que por más excéntrica que fuera, tuviera el don de la verosimilitud y generara la suspensión de la incredulidad del lector; y, finalmente, Eugenides querría dibujar personajes de carne y hueso, con la misma densidad emocional de las personas que tuvieran la condescendencia de leer sus novelas.

Eugenides entonces le pidió a Rushdie que elaborara un poco más su idea sobre el escritor que anhela crear como lector. Quizá por el nerviosismo de la proximidad del micrófono, él no pudo hallar entre los escritores el ejemplo para mostrar el tipo de obra que él quería crear como lector travestido. Vaciló un momento y acabó citando a Pedro Almodóvar como el modelo de narrativa que a él le interesaba más: sus guiones son terriblemente complejos, incluso inverosímiles si se saca a los personajes y las situaciones del contexto, pero toda la información es presentada al espectador en el preciso momento en que él la necesita conocer para conectarse emocionalmente con la película. Ni antes ni después. Almodóvar no es Greenaway ni quiere saturar con referencias culteranas, pero tampoco es González Iñárritu para mostrar que es un malabarista excelso sin nada sustancioso qué contar.

Nos enteramos, por ejemplo, del pasado de Agrado en Todo sobre mi madre en el momento en que Marisa Paredes y Candela Peña tienen una pelea y se suspende la función de Un tranvía llamado deseo. Entonces ella se sube al escenario y relata las cirujías y las madrizas que le ha propinado la vida en la calle, y todo por hacerle la vida más agradable a los demás. No hay flashbacks ni una plática en la intimidad entre Agrado y Cecilia Roth para rememorar el pasado; lo que Almodóvar decidió poner en escena es la coincidencia entre la forma y el fondo: toda la vida del personaje de Antonio San Juan ha sido una representación, y sin embargo rebosa autenticidad, coherencia, fidelidad a lo que uno siempre ha soñado de sí mismo. Por eso la escena no podría haber ocurrido en otro lugar que en el escenario del teatro. Como espectador, Almodóvar crea una escena que muestra las tripas del personaje, pero sin agotar la narrativa o exponer al personaje al ridículo o la caricatura. Y ése es el punto de vista que Rushdie anhela para su propia obra.

Otro caso que cita el escritor indio es Hable con ella -quizá la mejor película de Almodóvar-: una sucesión aparentemente infinita de cajas chinas, en la que los personajes se encuentran en el pasado y en las conversaciones que tienen sobre otros personajes, y acaban cediendo bajo el peso de toda esa palabrería dicha a quien no quiere o puede escucharla. Curiosamente, Almodóvar ha construido una película sobre la necesidad de hablar, en la que los personajes no pueden comunicarse con quienes tienen más necesidad de romper el silencio. Sólo Benigno y Marco pueden hacerlo, pero es demasiado tarde para pensar en permanecer en el mundo cuando la chica de la que está enamorado el primero ya está fuera de su alcance. Las palabras vinculan a Marco y Benigno -como en la escena de la visita al reclusorio donde el segundo le dice al primero que desea abrazarlo, aunque eso implique sugerir que ambos son pareja para solicitar la visita conyugal-, pero el muro de cristal que los separa es menos denso que la pérdida de mundo que él ha experimentado en su ostracismo de la mujer en coma que cuidaba en el hospital. El milagro que es el guión de Almodóvar en Hable con ella hace que la escena de la violación nunca la conozcamos, más que a través de las palabras que convierten a Benigno responsable de vulnerar un cuerpo indefenso. Almodóvar nunca disculpa el hecho de la violación, pero no puede dejar de sentir simpatía por ese hombre que ha conocido la intimidad y el deseo de manera distorsionada. Por eso lo que vemos es el relato de la escena de una película -una caja china con otra dentro, el reflejo de un reflejo-, la cual evocada por el espectador cuando él conoce toda la verdad, nos permite observar el dolor de la víctima y el agresor de manera simultánea.

Todo lo anterior viene a cuento porque Almodóvar, para satisfacción de Rushdie, está a punto de estrenar su nueva película La piel que habito. Quizá, sea la oportunidad de comprobar el milagro que es el cine hecho desde la perspectiva del espectador, el prodigio que es la escritura hecha desde el punto de vista del lector.