Friday, January 16, 2009

El mal aliento del monstruo


Según el relato bíblico, milagrosamente Jonás fue devuelto a la vida después de pasar tres días en el vientre de una ballena. El Nuevo Testamento relata las vicisitudes del piadoso Jonás, quien por mandato divino fue a la ciudad de Nínive para alertar a sus pobladores sobre lo impío de su comportamiento idólatra. Ellos, de acuerdo con el ánimo de que amanecían y la nueva penuria a la que se enfrentaban, invocaban cada vez a un dios diferente para salvar sus vidas, las de sus múltiples esposas e hijos y aquellas posesiones que los ataban a la tierra y cuya codicia los separaba cada vez más del reino de los cielos. Asumiendo que el mal y el vicio se realizan por ignorancia, Jonás predicó con el ejemplo, mostrando que las calamidades mundanas no eran otra cosa que el producto de la ira divina cayendo inclemente sobre el pueblo de industriosos pero paganos mortales. El Libro de Jonás cuenta que, al principio, el profeta huyó de la tarea impuesta por Yavé y tomó un barco para dirigirse a Tarsis. En su huída, Jonás tomó un barco, pero a media travesía lo sorprendió una tormenta. Mientras el piadoso Jonás dormía en el fondo del barco, la tripulación invocaba a todo tipo de deidades suplicando piedad y el buen regreso a casa. Pero como Yavé ya había decidido el destino de Jonás, y sus caminos de acción siempre han sido misteriosos, él también quiso que la superstición de los marineros los convenciera de que había que sacrificar a uno de los tripulantes del barco para aplacar la ira del mar. El elegido fue Jonás. Aceptando su destino, Jonás se tiró al mar, quizá, con la sonrisa de la gacela que cuelga plácidamente del hocico del tigre. Al momento, Yavé ordenó a una ballena que lo devorara y lo transportara en su vientre, durante tres días con sus noches, hacia la costa en dirección de Nínive.

Como ocurre con las historias ejemplares, lo que importa en el caso de Jonás es el tránsito desde su negativa a cumplir con el mandato divino hacia el gozo provocado por la certeza de haber contribuido a difundir la palabra del único Dios que debe ser invocado en épocas de vacas flacas y honrado con sacrificios en los momentos de prosperidad. Jonás llegó a Nínive, la ciudad habitada "por ciento veinte mil personas que no sabían distinguir el bien del mal", y produjo el cambio en dirección de la conducta pía y respetuosa de la ley divina. Se relata, pues, el antes y el después del momento de la revelación, en este caso, ocurrido en lo que podemos imaginar es el oloroso vientre de una ballena. Pero nada se dice de esos tres días con sus noches en los que Jonás permaneció sumergido en el mar, en la penumbra, reposando entre jugos gástricos y observando como otras criaturas tan indefensas como él eran deglutidas por el monstruo para saciar su apetito. ¿Cómo entretenía Jonás sus horas muertas en el vientre de la ballena? ¿Imaginaba que las costillas del monstruo eran los barrotes de una cárcel ridícula? ¿Tuvo él tiempo para observar con calma los dientes de la ballena y percatarse de que estaban tan picados y despostillados como los suyos?

En “If The World Ends”, de su disco Trough The Window Pane, los Guillemots ensayan una extraña canción de cuna para silbar en el vientre la ballena: palabras más o menos, Fyfe Dangerfield canta que, si el mundo llega a su fin y a uno le ha tocado la mala suerte de estar vivo todavía, lo único que se necesita es estar cerca de la persona con la que uno se pueda destornillar a carcajadas, precisamente, para no morirse prematuramente de miedo (If the world ende/ I hope you're here with me/ I think we could laugh just enough/ To not die in pain). Estar vivo es reír, o al menos evocar objetos vivos e inanimados para esbozar sonrisas tímidas, para no cagarse de miedo de cara al azar y la fragilidad que determinan la existencia humana. El sentido del humor es la tabla de salvación para sobrevivir en el vientre de la ballena, sin que nos corroa la propia amargura antes de que lo hagan los jugos gástricos del monstruo; una mirada irónica posibilita jugar con la idea de que el mal no es demoníaco ni ajeno, sino cercano a la propia corporalidad, porque el monstruo también tiene mal aliento por la mañana o los dientes picados a causa de una deficiente higiene bucal. Por eso, si el mundo llega a su fin, lo mejor es correr hacia el lugar que uno imagina siempre es refugio seguro –la casa de los padres, el traspatio de la escuela, el cine donde vimos por primera vez una película de Buñuel–, con la maleta cargada de víveres y canciones para silbar, y dejando el mayor espacio posible para la ironía.

El monstruo que devora tiene muchas caras; a veces su rostro es de metal, otras tiene ridículos colores pastel, y en ocasiones las facciones de alguien que gradualmente se ha hecho con el control de nuestro barco. El monstruo que devora es inclemente, pero también tiene mal aliento, los dientes picados de caries, camina con dificultad por la edad, alberga deseos de ternura que no corresponden a la repulsión que provoca, puede ser culto y escribir un monólogo infinito para explicarse a sí mismo los motivos del lobo. El monstruo, entonces, puede ser la profesora más odiada por nosotros durante el bachillerato, al reconocer en ella toda la soledad, amargura, decrepitud y sordidez que no desearíamos para nosotros mismos; la víctima devorada por la ballena, en cambio, siempre tiene un poco de nosotros mismos, no se ha convertido en un animal desconfiado que evita el contacto con los seres humanos, juega despreocupadamente con su sombra en medio de la tormenta, come sólo aquellas provisiones que no han tenido rostro. En What Was She Thinking? Notes on a Scandal, Zoë Heller hace la crónica de una presa suculenta devorada por la ballena omnívora. Heller relata el encuentro entre dos mujeres separadas por más de veinte años y las posiciones de una –Barbara Covett– como monstruo depredador y de otra –Sheba Hart– como víctima propiciatoria que baja la guardia para entregarse a los rituales del apareamiento. La novela de Heller –convertida luego en película por Richard Eyre– es, precisamente, el relato de los días en el interior de la ballena, cuando Sheba ha sido parasitada por los deseos sexuales sublimados bajo la figura de la amistad desinteresada que le ofrece Barbara. Sheba, atrapada en el vientre de un matrimonio medio –no mediocre–, siente la tentación de abandonarse a una última aventura amorosa que le erice los vellos de los brazos y la haga sonrojarse como cuando tenía trece años y se enamoró por vez primera; y el destinatario de estos deseos –su compañero de encierro en el vientre de la ballena– es su alumno en el taller de artes plásticas, de tan sólo dieciséis años, quien la usará como tea ardiendo para explorar el interior de su propio monstruo constituido por el deseo sexual en efervescencia. Por azar –como siempre ocurre–, Barbara se convertirá en la confidente de Sheba, en la página en blanco para que ella escriba la crónica de su hundimiento en las demandas del sexo insatisfactorio pero anhelado siempre que se está cenando en medio de las rutinas asexuales de la familia ejemplar.

Zoë Heller describe el interior del vientre monstruoso en que se convierte Barbara Covett, transcribiendo para el lector el diario que ella escribe para explicar de manera virginal un interés netamente sexual por su amiga Sheba. Y lo hace en un tono que recuerda un poco al mejor Jorge Ibargüengoitia de Las muertas: uno se ríe de los comportamientos predatorios que ejerce el monstruo, mientras mendiga un poco de compañía, hace la compra, lleva al gato al veterinario, se enfrasca en discusiones inútiles con los otros profesores de la escuela. A Barbara Covett le duelen las caderas por la edad, la embarga la emoción por una comida en casa de Sheba que ella imagina como cita amorosa, la anega en llanto la muerte de su gata que ha sido la única compañera de estos años de envejecimiento. Sheba sólo se revela a través de los ojos lujuriosos de Barbara, siendo un maniquí sin vida más que cuando estos ojos la contemplan con las garras a punto de clavarse en su tersa piel. La afinidad entre los tonos que eligen Ibargüengoitia y Heller viene dada por la seriedad con que ambos emprender el retrato de los vicios humanos, de la carcajada oculta tras el asesinato que no es ritual ni operático, sino absurdo e imperfecto. Y es que sólo devoramos aquello que revela la fragilidad de nuestro deseo; sólo sacamos nuestras mejores ropas –canciones, versos, poemas, citas culteranas– cuando sabemos que ha empezado el ritual del apareamiento, y tememos que la cópula sólo se concrete en la imaginación. Es cierto que en Notes on a Scandal hay mucha ironía en el retrato de Barbara Covett, la virginal ballena que devora a Sheba, la medusa confundida por sus deseos de aparearse; pero lo que no hay es la caricatura fácil ni el ritual ridiculizador del deseo, porque Heller sabe que éste nos habita de manera permanente y nos coloca en la posición de la ballena que devora y que la víctima sólo percibe como un monstruo ridículo con mal aliento.