Monday, November 27, 2006

Cuando uno se parece a una película de Kusturica…




Si uno se enamora varias veces en la vida, y a cada nueva relación uno la declara sin más el amor de su vida, ¿por qué habríamos de ser fieles en nuestros gustos cinematográficos? Yo soy bastante promiscuo y fácil: me rindo ante la belleza estándar del cine estadounidense, me encanta la desfachatez con la que el cine español te guiña un ojo, me fascina el tono culterano y medio avejentado del cine francés, las posiciones ideológicas del cine ruso me han seducido en su momento, vaya que no le he hecho el feo ni al cine iraní del que tanta gente me ha advertido su carácter voluble. Cuando empecé a enviciarme con esto del cine, e incluso adquirí el placer onanista de verlo solo y a escondidas de mis padres, el primer director que me sedujo tanto como para declararlo el amor de mi incipiente vida cinéfila fue Emir Kusturica. Ahora, visto a la distancia, sigo recordando esos días del primer enamoramiento con dulzura, aunque también reconozco que ahora el objeto de mi afecto ya no me parece tan atractivo ni tan lozano. En el camino he tenido otros amores, algunos definitivos (como Ripstein o Buñuel), otros sólo para encuentros ocasionales (como Cronenberg o Egoyan), y nuevas fuentes de pasión que estoy descubriendo (como Paul Thomas Anderson). Ni hablar, que sobre mi han pasado los años. Debo confesar que perdí mi inocencia leyendo sobre la teoría francesa del cine de autor o algún ejemplar de Cahiers du Cinema o Positif que descubrí en la biblioteca de la Cineteca. Ahora, pues ya no soy tan inocente ni me enamoro con tanta facilidad, lo cual lamento seriamente.


Como sucede con todos los viejos amores que se reencuentran, he descubierto que sobre Kusturica y sobre mí se han dejado caer los años. En aquella época fue Kusturica quien me hizo imaginar que yo podía dedicarme al cine, pues sus historias estaban pobladas de gente que era como mis tíos más divertidos y que escuchaban música que se parecía mucho a la tambora de Sinaloa. En aquellos días, Kusturica quería hacer un cine eminentemente político, que tomara partido y se preocupara por hablar del “alma eslava”, algo que él no podía definir pero que se esforzaba por mostrar en los gestos de generosidad y de violencia que un mismo personaje podía engendrar. Ahora, yo sigo con la idea firme de hacer cine, y veo que mis posibilidades son más reales que entonces con la “democratización” de este arte que está produciendo la tecnología digital. Ahora, Kusturica ha olvidado por un momento la vocación política que lo hacía autonombrarse yugoslavo cuando esta nacionalidad de hecho ya no existía, y por lo que sé está persiguiendo a Maradona alrededor del mundo para filmar un documental sobre él. Y, por supuesto, también recorre el mundo con la “No Smoking Orchestra”, cantando que “la vida puede ser un milagro…”


Primero le conocí El tiempo de los gitanos y me quedé muy perturbado por esa historia de venganza y traición que empieza con una novia llorando frente a su recién adquirido esposo, ebrio, y termina con otra novia que empuña una pistola para vengarse a sí misma sabiendo que tarde o temprano tendría que hacerlo. Lloré con la imagen del guajolote volando entre las nubes, producto del delirio de un moribundo, para atacarme de risa un segundo después con la secuencia final, del niño corriendo bajo la lluvia cubierto por una caja de cartón a la que le ha hecho un par de orificios para los ojos. Pensé que eso era el “alma eslava”: la generosidad y la violencia expresados en un mismo acto. Pero ahora creo que no es patrimonio de la gente de esa región empobrecida de Europa esos arrebatos, y que me reconozco a mí mismo y a la gente que quiero en esa ambigüedad moral. Luego vino Cuando papá se fue en viaje de negocios, y me recordó mucho toda mi infancia, porque hasta los siete años siempre escuché que mi papá estaba en eso, en viajes de negocios. No sé si sea cierto o no, pero creo que me quedo con la duda y con la idea de que tal vez mi papá, como el de la película de Kusturica, fue un disidente político obligado al exilio por hacer un chiste sobre el dictador del momento. Para Arizona Dream, mi incondicionalidad al cine de Kusturica ya era total. Recuerdo la película de manera muy vaga, como si sólo estuviera integrada por escenas donde Johnny Depp, Faye Dunaway y Lili Taylor cantan alternadamente “Bésame mucho” o, más bien, “Bisamee Mouchou” con la entonación de quien no sabe español. Y, ¿cómo se me pudo olvidar?, la entrañable relación entre Depp y su tío Jerry Lewis, que vendía autos usados. Cuando muere el entrañable tío, Depp ve cómo se eleva al cielo en uno de sus autos de lujo de segunda mano, guiado por un pez plateado que se niega a morir fuera del agua. La película vale la pena por esa escena, y por los arrebatos pasionales de esas almas “no eslavas”.


Creo que la cúspide de mi relación amorosa con Kusturica llegó con Underground, el ejemplo perfecto de la película imperfecta de un gran director. Y como toda cumbre, vino seguida de un gradual enfriamiento de la relación. Me acuerdo de Undeground y me da mucho gusto, por la película en sí, porque tenía 18 años, por quién era yo en ese momento y por que andaba en esos años viviendo mi primer enamoramiento serio con una persona real (no con un directo de cine).


¿De qué se trata Underground? Es una metáfora del totalitarismo y de la forma en como la ideología suspende la relación con la realidad de los ciudadanos, para hundirlos en un sótano lleno de mentiras y sueños fabricados en serie. La película abre con el bombardeo del zoológico, y creo que no hay respuesta más lúcida que la que dio Kusturica a por qué tomo esa elección: estamos tan acostumbrados a ver cómo la gente muere en los noticieros, que él esperaba que ver a seres totalmente inocentes desgarrados por la violencia nos hiciera sacudir las entrañas. Y lo consiguió. Aún moribundo, un tigre le parte el cuello a un cisne. ¿Será que así somos los seres humanos: que aún moribundos somos capaces de hacer mal a los demás? Y la película termina con una escena onírica y simbólica a más no poder: la tierra se separa de la tierra, mientras los muertos vuelven a la vida, ya sin nacionalidad de por medio, para saldar sus cuentas con el pasado y olvidar las ofensas. A fin de cuentas, en esa isla de civilización que Kusturica tanto se afanó en proteger, todos podemos ser yugoslavos a secas (no serbios ni bosnios, ni musulmanes ni católicos). De nuevo, lloré con esta metáfora de la solidaridad humana, y creo que no tanto por la belleza plástica y lírica de la secuencia, sino por la profunda desesperación con que Kusturica clamaba por una reconciliación que sabía imposible. Entre la escena del zoológico y la del desgarramiento de la tierra, ocurre una boda kilométrica, en la que la novia vuela y la gente se besa a diestra y siniestra, mientras una mujer gorda escapada de una película de Fellini lo observa todo y ríe. Esa boda decanta los esfuerzos de Kusturica por retratar el “alma eslava”. Y no me sorprendería (de hecho, lo anhelo secretamente) que a la próxima boda que me inviten, la novia se vaya volando por la ventana con el novio y la fiesta se extienda una semana entera, para que al final los músicos y los invitados nos lancemos al agua para seguir cantando y bailando. Eso de tener “alma eslava” tiene secuelas.


Me acordé de Kusturica y de nuestra relación interrumpida, pero de la que conservo los mejores recuerdos, porque estoy a punto de ponerle punto final a esa tesis que se convirtió en un dolor de cabeza, en una obsesión y en una fuente de placer por más de dos años. En el momento de ver Underground, pensaba convertirme en una cosa diferente de lo que soy ahora, no se si mejor o peor, pero diferente. No es que no me guste quién soy, pero me costó mucho trabajo darme cuenta que el mundo onírico de Kusturica en el que quería vivir no se ajusta muy bien al asfalto de la Ciudad de México, y que las bodas kilométricas tienen que ser interrumpidas para que la gente vaya a trabajar.


La tesis va saliendo, poco a poco. ¿Me gusta el resultado? No lo sé. Creo que me gusta como me gustó Underground en su momento, con todos sus chipotes y sus cabos sueltos, con sus excesos y sus carencias. Como a la película de Kusturica, creo que a mi tesis le faltó tiempo en la mesa de edición. Creo que le podría quitar unas 50 páginas, de la misma forma que a Underground le sobra media hora. Me gusta la tesis por ciertos momentos, como cuando ensayo una forma de conceptualizar el mal y el totalitarismo a partir del cine, pensando que las películas también son narraciones que pueden someterse a una discusión amplia en el espacio público. Me gusta haber usado a Borges, a Missing (la película de Costa Gavras), a Rojo de Kieslowski y a Manderlay del gran Lars como ejes de cada uno de mis cuatro capítulos. No me gusta que se me quedaron muchas cosas en el tintero. No me gusta que mi asesora me haya tirado a la basura un capítulo completo porque lo empezaba con un epígrafe de Tony Kushner y Ángeles en América, autor y obra que odia rabiosamente. No me gusta que el tiempo me volvió a comer. Creo que la recuperación de Kant pudo haber sido más cuidadosa. Me duele haber tenido que sacrificar el capítulo final, donde iba a hablar sólo de películas que se refieren a eventos traumáticos del pasado reciente (como Hotel Ruanda o Ararat). Me duele pensar que un trabajo de tanto tiempo va a terminar guardado en la biblioteca de la Universidad, leído solamente por mi asesora y los jurados del examen que está planeado para enero del próximo año. Pero, en fin, así es la vida y, como decía un poeta, siempre uno quiso decir lo que quiso decir, pero acaba diciendo lo que acaba diciendo.


El estado actual de mi tesis se parece, pues, a la copia de Underground que dicen Kusturica llevó corriendo al Festival de Cannes para pasarla el penúltimo día: tosca, sin un buen trabajo de edición, y con dos o tres momentos de los que me siento orgulloso, no se sí por su calidad (eso no me toca juzgarlo a mi), pero sí porque hablan de quién soy y expresan el momento por el que estoy pasando en este trabajo de filosofía política. De eso si me siento orgulloso: creo que he expresado lo que soy a través de un trabajo que generalmente se estila académico y despersonalizado.


Y luego me quedé pensando si la analogía con la película de Kusturica aplica sólo para la tesis. Creo que no. Siempre he pensado que a la vida le falta trabajo en el cuarto de edición, para desechar los momentos amargos y extender los largos en la cámara lenta. Siempre he creído que las buenas secuencias están dosificados en medio de grandes vacíos de creatividad. Siempre he imaginado que la reconciliación es factible por el sólo hecho de que la luz puede conjurar imágenes de generosidad y amistad. Siempre he imaginado que la vida es mejor con música de fondo y resuelta a través de largos y elegantes planos- secuencia en los que todo encaja a la perfección. Y bueno, no pierdo la esperanza de encontrarme una novia que vuele, y que me revele que, aunque mexicano, yo también tengo un pedacito de “alma eslava”.

Saturday, November 25, 2006

Siete

7 cosas que quiero hacer antes de morir

A) Dirigir una película, aunque sea de consumo casero para la familia y los amigos.
B) Leer En busca del tiempo perdido, de Proust; escuchar la obra completa de Schubert; ver de un tirón las ocho horas de Shoa, de Claude Lanzmann.
C) Convertirme en la persona más importante para alguien (no en el mejor amigo, aquel en quien siempre se puede confiar, el colaborador más eficiente, ni en el hijo consentido o el único alumno que tolera las histerias del profesor).
D) Concluir un día cualquiera del futuro, sintiendo que hice todo lo que debía de hacer en ese día y que no dejé ningún asunto pendiente.
E) Emprender un viaje largo por Europa y Estados Unidos, en solitario, tratando de conocer la dimensión profunda de ambas geografías.
F) Aprender a tocar el piano.
G) No permitir que ninguna de las personas que quiero o he querido a lo largo de toda mi vida, deje de saber lo importante que han sido como soporte del día a día y, también, del día siguiente cuando parecía que éste no iba a llegar.

7 cosas que hago bien

A) Reírme de la desgracia ajena y de la propia.
B) Expresarme por escrito.
C) Repetir el milagro de la multiplicación de los peces cada que se necesita, claro, metafóricamente hablando. Es decir, cuando ya todos dan por perdida la situación, la sensación de coqueteo con el desastre me hace sacar fuerzas no sé de dónde (Así está saliendo avante la tesis de maestría y así han salido muchos proyectos laborales importantes. Quien sepa trabajar sin presión, que me diga cómo se hace).
D) Desfacer entuertos.
E) Disfrutar la soledad.
F) Hacer sentir cómodas a las personas.
G) Planchar las rayas de los pantalones y las camisas, perfectamente rectas.

7 cosas que no puedo o no sé hacer

A) Seguir los planes que diseño para mediar entre los recursos de que dispongo y los objetivos que persigo.
B) Llegar puntual a todas mis citas, siempre acabo llegando con cinco minutos de retraso por lo menos (pero en este país de gente impuntual, no se nota tanto).
C) No desesperarme ante tareas de largo aliento, incluso si se que mis fuerzas me dan para concluirlas satisfactoriamente.
D) Dejar de escuchar una conversación ajena cuando estoy en un lugar público, sobre todo cuando es una pelea o se trata de confesiones y cosas peores.
E) Seguir el consejo de Joaquín Sabina, y no detenerme a invertir en quimeras.
F) Tolerar al intolerante.
G) Fingir que me interesa una conversación que me aburre mortalmente, lo cual no es bueno cuando estás con personas con más poder que uno.

7 cosas que digo frecuentemente

A) “Evidentemente”
B) “Yo en tu lugar…”
C) “¿Sabes que es lo bueno de esto tan malo que te ocurrió?”
D) “Déjalo en mis manos…”
E) “Es una ilusión pensar que vas a encontrar el momento adecuado para hacer las cosas. Las cosas se hacen y punto”.
F) “¿Te acuerdas de la escena esa de aquella película en la que la actriz esa que no me acuerdo su nombre dijo un diálogo que iba más o menos así…?”
G) “¿Cuánto dinero le cuesta al país la estupidez humana?”

7 cosas que odio

A) Que la gente que aprecio no se atreva a correr contra sus propios límites.
B) Sentarme en cualquier lugar junto a niños que van con las manos llenas de comida, y cuya madre o padre están tan hartos, que se niegan a disciplinarlos. En momentos como esos, se extraña a Herodes.
C) Llegar al cine cuando la película ya empezó (y perderme incluso los cortos, porque una ida al cine completa debe incluir los avances de otras películas).
D) Ser injusto conmigo mismo.
E) Saber que no existe el infierno, para que finalmente sean castigadas las personas que han hecho cosas terribles y van a escapar ilesas de la vida.
F) Que un concierto empiece después de la hora pactada.
G) Que la gente sea tan estúpida como para no darse cuenta de sus propios prejuicios y limitaciones (esto aplica para mí mismo en primer lugar).

7 cosas que me gustan mucho

A) Ir al cine, sobre todo por la mañana cuando no hay gente y puedo imaginar que soy un aristócrata que no tienen necesidad de trabajar porque sus inversiones le están generando intereses a cada minuto que pasa.
B) Las discusiones bizantinas (sobre cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler o cuestiones igual de fundamentales para el funcionamiento de la economía mundial) con amigos bizantinos.
C) Platicar con niños inteligentes que se comportan como niños y no como adultos chiquitos.
D) Descubrir que he completado una tarea que pensé que no podría realizar.
E) Saber que a otras personas les gusta estar conmigo.
F) Reírme hasta que me duela el estómago y se me acalambre la quijada.
G) Poner el punto final en un texto que me ha costado mucho trabajo.

[Tomado el ejercicio, sin autorización, del blog de TNF25 (paracuando.blogspot.com), una bitácora muy divertida y emotiva que acabo de descubrir]

Monday, November 20, 2006

Los restos del resto de tu vida




Sólo hay una certeza en la vida: la muerte. La muerte sucede todos los días y nos deja un alivio muy grande cuando comprobamos que sólo nos ha visto, nos ha señalado con el dedo para dejar claro que estamos en la mira, pero ha decidido irse de largo y pillar al vecino, que quizá estaba descuidado cuando cruzó la calle o dejó que un dolorcito en el estómago se convirtiera en cáncer. La muerte ocurre a velocidades diferentes, como la propia vida. Hay quien se bebe en una noche toda la intensidad que ha reservado durante más de cincuenta años; hay otros que prefieren dosificar su existencia, y distribuirla a lo largo de más de sesenta años de existencia en el letargo y la anestesia. Lo mismo sucede con la muerte: la obsesión por la salud y el cuidado del cuerpo a lo largo de toda una vida, significan una negación de la muerte y el deterioro de lo que somos. Pero ese amor a la salud no es más que la imagen en negativo fotográfico de un miedo cuasi infantil a morir.

Sentimos pesar por la gente que muere después de una larga vida, sobre todo si nos ha tocado compartir con ellos un buen trecho de la misma. No duele tanto que, por ejemplo, un ser tan abyecto como Augusto Pinochet esté sufriendo la maldición de Herodes, viendo como su propio cuerpo se consume infectado por los parásitos de la culpa y el hedor de la irresponsabilidad política. Pero, ¿qué sucede cuando la muerte se presenta en el momento que no debía de presentarse, y en un tiempo en el que no le tenemos un aprecio particular a la vida? De eso, tan complejo y tan sencillo a la vez, se trata la última película de Francois Ozon: Le temps qui reste, es decir, El tiempo que todavía queda. El autor de obras tan estimables como 5 X 2, 8 mujeres, Bajo la arena o Swimming Pool, nos cuenta lo que le sucede a Romain, un fotógrafo de mucho éxito, instalado al final de sus veintes, con un amante de planta al que trata con la misma indiferencia que a su familia, y en cuyo vientre se está expandiendo un cáncer que lo va a matar en menos de un año. Como sucedía en La panza del arquitecto de Peter Greenaway, mientras que los cuerpos de las modelos que retrata están llenos de vida y por ello mismo pueden permitirse toda clase de frivolidades, el vientre de Romain sólo está preñado de muerte.

Ozon no disfraza el dolor que significa para una persona ser enfrentada súbitamente con la certeza de su propia mortalidad. Pero tampoco puede sobredimensionar el impacto que la noticia del cáncer terminal tendrá en una persona que no se siente particularmente cómoda en el mundo. Uno de los capítulos más hermosos de Los Simpson es aquél en que Homero ingiere pez globo mal cortado, y piensa que le queda menos de un día de vida. Homero hace su lista de cosas pendientes antes de morir, y las va cumpliendo una a una con su natural torpeza, sólo para darse cuenta de que si ha podido ser tan irresponsable en el mundo es porque se encuentra rodeado de una familia que lo quiere a pesar de sí mismo. Lo mismo hacía el personaje de Sarah Polley en la película de Isabel Coixet, Mi vida sin mí. En La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos, el personaje de Bruno Ganz hallaba una pequeña tarea que cumplir antes de internarse en el hospital, ayudando a un niño albano a cruzar la frontera. Y lo mismo puede decirse de la familia Fisher, de Six Feet Under, a quien cada muerte recibida en su pequeña agencia funeraria les significa un poco más de aprecio por la vida. Pero, ¿qué significa la muerte para una vida sin propósito y que nunca ha considerado que estar vivo tenga algún valor?

Romain no pierde el tiempo o, más bien, no sabe cómo invertir el poco tiempo que le queda. Cumplir listas de cosas que no ha hecho no es una opción; tampoco derrumbarse en brazos de quienes parecen amarlo hasta el momento. Lo que intenta hacer es darse cuenta de en qué lugar está parado, para poder dejar el mundo al menos con esta pequeña conciencia que la mayoría de los seres humanos nunca alcanzarán. En su ayuda, está su cámara fotográfica, que le permite capturar las imágenes de las que quisiera formar parte (la abuela, ese tótem del cine que es Jeanne Moreau, por ejemplo), pero de las que se halla demasiado distante a causa de una indolencia frente a la vida. Las imágenes que ha tomado a lo largo del día, vistas en la soledad de su apartamento, pueden empezar a resultar menos ajenas. Pero ya es muy tarde para Romain. Él ha iniciado el camino de la reconciliación con el mundo, de encontrar su lugar en un mundo del que se creía ajeno, pero el tiempo que le queda por delante no es mucho. Y si no puede completar la tarea de la redención, por lo menos concentrará todo su esfuerzo en tenderse sobre la playa, solo y sin disfraces, para encarar la soledad en que de hecho se encuentra. La muerte ya no da tanto miedo cuando se reconoce como algo no muy diferente de la vida. Y Romain sabe, poco antes de morir, que nunca estuvo tan vivo como el hijo no nacido que acaba de engendrar para una pareja de desconocidos.

En su película sobre la solidaridad como valor enarbolado por los revolucionarios franceses del siglo XVIII, Tres colores: Rojo, Krzysztof Kieslowski llegaba a una conclusión trágica sobre el sentido de la muerte en el mundo moderno. El accidente de un ferry que va de Suiza a Inglaterra reúne a los protagonistas de las dos películas anteriores sobre los colores de la bandera francesa. Como un “acto de Dios”, Kieslowski reúne a estos personajes que se han cruzado constantemente, incluso rozado, a lo largo de la trilogía, pero que no han llegado a sospechar que se conocen. Decía Kieslowski que el detonador de esta última parte de la trilogía de los colores fue un poema de Wislawa Szymborska titulado, precisamente, “El amor a primera vista”, en el que ella habla de lo maravilloso y lo trágico que es que dos personas que se descubren enamoradas llevaran mucho tiempo antes rondándose y aproximándose sin saberlo. Quizá, ambos pusieron la mano en el mismo picaporte sin darse cuenta. Tal vez los dos hojearon el mismo libro en la biblioteca, con sólo unos días de diferencia. Pero el amor sirve, de acuerdo con Kieslowski y con Szymborska, para olvidarnos el hecho fundamental que nos hermana como seres humanos y que tendría que ser la fuente primaria de la solidaridad: saber que hasta el momento hemos escapado de la muerte.

Somos iguales, porque poseemos el mismo terror infantil y primigenio frente al no ser, frente a la no existencia. El tiempo que nos queda, es muy poco. Como nos sabemos falibles, el resto de nuestros días es contemplado desde el presente como un puño de cenizas que el viento poco a poco va dispersando. Quizá, sin darnos cuenta, somos como los sobrevivientes de un naufragio que están tan asustados por la proximidad de la muerte, que no saben valorar el puño de días que les quedan por delante.

Saturday, November 18, 2006

El carnaval en los días del fin del mundo

En su estudio sobre el surgimiento de la opinión pública burguesa (Historia y crítica de la opinión pública), Jürgen Habermas apunta como una de las manifestaciones del principio del fin de la época monárquica, la celebración del carnaval previa a la cuaresma en los países católicos. En estos días, nobles y plebeyos se mezclaban, al amparo de las máscaras y los disfraces, en los días en que Jesús no estaba presente en la tierra, para entregarse a todo tipo de excesos y conductas prohibidas por la Iglesia. Y es que así ha sido siempre: el pecado existe porque hay un orden institucional y nada divino que lo define por oposición a la virtud y el comportamiento moral. En los días del carnaval, el diablo se hace con el control de las almas y ensaya una representación del fin del mundo.

La última película de Arturo Ripstein, El carnaval de Sodoma, tiene como punto de partida, como buena parte de su cine reciente, la representación del fin de un orden cuidadosamente construido en el encierro y que empieza a resquebrajarse cuando la realidad del exterior empieza a filtrarse. En este caso, se trata del Royal Palace, el decadente burdel que preside una pareja de asiáticos, ubicado frente a la Catedral de La Vega, desde la que el Padre Cándido predica el cierre del antro de vicio y perdición, esperando que esta obra pía sea suficiente para convertirlo en santo y que al morir su carne no se corrompa. Las aspiraciones del Padre Cándido son profundamente sacras, pero el mundo trastocado en el que le ha tocado vivir lo hace anhelar la majestuosidad del Vaticano al tiempo que se niega a ofrecer la absolución a los habitantes del Royal Palace, cuyas almas considera perdidas de antemano.

En el burdel vive una corte de los milagros integrada por prostitutas y perdedores que parecen escapados de muchas de las anteriores películas de Ripstein. Allí está la prostituta que sufre al pasarse las noches en blanco y sin clientes, porque por el pueblo se ha corrido la voz de que estar con ella atrae la mala suerte. Allí vive la china Lulú, perdida en sueños de opio en los que se imagina que su esposo no la maltrata y que el cielo le ha regalado los hijos que tanto anhela. Al burdel lo ronda Ángel el Angel, un alcohólico desencantado que a lo único que aspira es a que le rompan la cara a golpes, para sentirse un poquito vivo de nuevo. También está Edoy, el poeta que escribe endecasílabos sobre flores que no conoce, para un concurso literario nacional en el que sólo se inscriben tres personas. Tora es un revolucionario profano que afirma que los orgasmos que se consiguen en el Royal Palace son mejores que cualquier triunfo del proletariado. Y, finalmente, como un fantasma que recorre el burdel, está la mítica presencia de la Princesa de Jade, a quienes todos dicen haber poseído en la mejor de las noches de su vida, pero que se ha esfumado a la mañana siguiente sin dejar huella. Sin embargo, en la escala litúrgica del Padre Cándido, los habitantes del Royal Palace tienen un rango todavía menor que los africanos, y merecen el sufrimiento eterno de vivir en un infierno que se parece mucho al carnaval que precede a la destrucción del burdel.

Cada nueva película de Ripstein es, al mismo tiempo, idéntica y diferente a las otras que integran el conjunto de su filmografía. El carnaval de Sodoma comparte las ansías de apurar el fin del mundo de los personajes de El evangelio de las maravillas; también evoca el infierno cerrado que es el burdel de El lugar sin límites; además, a la película la permea ese humor amargo que marca el ritmo de la tragedia griega en Así es la vida… Es la misma película, pero también es diferente. Ahora la inspiración no es sólo una idea de Paz Alicia Garciadiego, sino la novela de Pedro Antonio Valdés que ella ha adaptado. Cuando leí Carnaval de Sodoma, y sabiendo que Ripstein estaba filmando la película, no dejaba de intrigarme la forma en que Paz Alicia resolvería visualmente los delirios de los parroquianos en torno a la Princesa de Jade, las apariciones de santos al moribundo Padre Cándido o, incluso, los malabares eróticos que sólo tienen cabida en el Royal Palace. Pero la película es una creación radicalmente diferente de la novela. Y como siempre sucede con la dupla Ripstein-Garciadiego, la fuente de inspiración es sólo eso, el punto de partida para una construcción absolutamente personal.

Debo decir que la película me pareció menos afortunada que obras mayores como El lugar sin límites, Principio y fin o Profundo carmesí, pero no por ello dejo de encontrar momentos de genialidad en ella. La descripción del ritual sadomasoquista de los chinos dueños del burdel me parece una de las historias de amor y violencia más conmovedoras en la obra de Ripstein, y se parece mucho a lo que él contaba en Mentiras piadosas. La gracia con que María Barranco interpreta el personaje de la prostituta que da mala suerte, es insuperable. La ironía con que Fernando Luján evoca la doble moral de los curas que predican en cada esquina de las calles de la Ciudad de México, se convierte en un ejercicio de subversión política. La música deslavada de David Mansfield no podría ser mejor rúbrica para este ritual del fin del mundo que se cumple puntualmente. La fotografía y la dirección de arte integran una unidad, y ya no puedo dejar de imaginarme que, de existir, el infierno tiene que ser del color y la textura de El carnaval de Sodoma. La película tiene, a su favor, un saludable sentido del humor que permite a Ripstein tomar distancia de lo narrado y volver entrañables a sus criaturas grotescas. A diferencia de sus otras películas, el humor y no el dolor, es el rasgo principal que nos permite reconocernos en los parroquianos del Royal Palace. Finalmente, Ripstein ensaya, como hizo en La mujer del puerto, una estructura a lo Rashomon, en la que las dos últimas noches antes de que cierren el burdel son contadas desde cinco puntos de vista diferentes. Los hechos son los mismos, pero las voces que los relatan se contradicen y se complementan a cada momento. No obstante, creo que la película puede resultar confusa para quien no haya leído la novela.

Ripstein ha dicho que no es el director favorito de nadie, y que esto le permite una libertad creativa inusual. Quizá lo que digo sobre la película no sea tan objetivo, siendo la obra de Ripstein uno de los pilares de mi educación sentimental y de la formación de mi gusto cinematográfico. Vamos, que a los ojos del enamorado, el objeto de la pasión siempre es más hermoso que en la realidad. Pero no puedo dejar de sentir una curiosidad morbosa por ver cuál será el nuevo paso en una obra polémica, que se ha construido a contracorriente de las modas, y que no tiene pudor en desatender las críticas y las quejas de quienes afirman querer ver en el cine una realidad que no sea la que ven todos los días en la calle. Quizá el propio Ripstein se halle atrincherado en su carnaval, esperando que las paredes de su universo cinematográfico se colapsen en cualquier momento. Pero mientras eso sucede, y mientras la vida duela, seguiré fumando y esperando la próxima película de Ripstein.

P.D.: ¿Es mi imaginación o los problemas para publicar y dejar comentarios son más agudos con la versión Beta de Blogger?

Friday, November 17, 2006

Concerning the UFO...

Últimamente ando un poco carente de objetivos concretos, navengando a la deriva pues. Así que me he propuesto como meta del día de hoy difundir la palabra de Sufjan Stevens...





Se viene días de mucho trabajo, en el que terminar la tesis antes del 1 de diciembre me dará la posibilidad o no de darle la vuelta a la página y avanzar a lo que sigue. Si no es así, me temo que terminaré el año con un cadáver escondido bajo la alfombra, que tarde o temprano empezará a oler mal. Deséenme suerte, que la cuenta regresiva ya empezó...

Monday, November 13, 2006

Sangrar, aunque el corazón esté seco...



Estos días se han estrenado en la Ciudad de México muchas películas, si no de producción mexicana, si facturadas por cineastas mexicanos. Hace unos días “La virgen de la lujuria” sólo resistió la semana de rigor en cartelera. “Efectos secundarios” afortunadamente sigue en los cines, demostrando una inusual capacidad de comunicarse con el público. “Las vueltas del citrillo”, del gran Felipe Cazals, llegó con quince copias que pagó una sociedad cooperativa formada por algunos de sus actores. “Babel” y “El laberinto del fauno” no tendrán problemas para continuar en cartelera, no tanto por sus valores estéticos, sino por todo el aparato publicitario que tienen detrás. Frente a estas propuestas dispares y producto más del esfuerzo individual que de circunstancias económicas y culturales favorables, ¿qué decir del estado de salud del cine mexicano?

Wittgenstein decía que el lenguaje es como una ciudad que ha crecido desordenadamente: podemos reconocer una plaza central a partir de la cual fue extendiéndose hacia la periferia, y vemos cómo los vecindarios definidos por la arquitectura de una época van siendo tomados por estilos nuevos o, incluso, por la ruina y la convivencia promiscua de referencias culturales diversas. Pero no se puede detener el avance de la ciudad. Una ciudad es muchas ciudades, con edificios construidos sobre las ruinas de vecindades o cantinas. Y eso no significa que exista una suerte de ciudad arquetípica, a la que el paso del tiempo simplemente se encargaría de arruinar. Así es el cine mexicano. Entre los tótems que significaron Fernando de Fuentes o el “Indio” Fernández”, se instaló un templo herético en el que Buñuel oficiaba. Después, este templo fue remodelado por gente como Cazals, Ripstein o Jaime Humberto Hermosillo, para que pudiera ser habitable por sus propias y personales obsesiones. Con el cambio de siglo, muchas nuevas habitaciones se han construido en esta ciudad, que ya es indiferenciable de las imágenes que la han capturado en el cine.

Hace más de diez años, el gobierno fabricó una etiqueta, la del “nuevo cine mexicano”, para agrupar a cineastas que tenían en común un deseo por reactivar la industria nacional al margen de la burocracia y la censura. Hubo muchas propuestas interesantes, otras no tanto, e incluso algunas francamente fallidas. Alfonso Arau maquiló el éxito internacional de “Como agua para chocolate”. Otro Alfonso, éste de apellido Cuarón, tuvo la audacia de tratar en clave de comedia el tema del VIH/SIDA, y se preocupó por darle a “Sólo con tu pareja” una factura técnica inusual en aquella época. Dana Rotberg, que sólo realizó una película más después, hizo “Ángel de fuego” y exploró el tema del sincretismo religioso en clave paródica. El hoy mundialmente reconocido Guillermo del Toro filmó “Cronos”, reviviendo el género del cine fantástico que tanto arraigo tuvo en México en la década de 1970. María Novaro filmó en “Danzón” la educación sentimental de una generación que creció en los salones de baile. Muchos de estos jóvenes cineastas nunca volvieron a filmar. Los veteranos, contra viento y marea, continúan esforzándose por hacer cine en un país donde cualquier muestra de creatividad lo vuelve a uno sospechoso de disidencia.

Una evaluación de los años recientes no nos deja un saldo tan interesante como el de este “nuevo cine mexicano”. Una devaluación monetaria de por medio, la conversión del boleto de cine en un artículo de lujo y la falta de una política cultural responsable durante los últimos dos sexenios, han hecho sus estragos en el cine. Sin embargo, el cine mexicano sigue vivo, aunque su salud no sea la mejor. En los últimos años he sentido curiosidad por seguir la trayectoria de cineastas debutantes como Julián Hernández (“Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor”), Iván González Dueñas (“Adán y Eva, todavía”), Fernando Eimbcke (“Temporada de patos”, por mucho, la mejor película mexicana de los último años), Jorge Aguilera (“Seres humanos”, injustamente desapercibida), Ignacio Ortiz (“Cuento de hadas para dormir cocodrilos”) o Juan Carlos Martín (“Gabriel Orozco”). Mientras la mayor parte de la ciudad, para continuar con la metáfora de Wittgenstein, se cae a pedazos y se anegan sus calles, hay algunos espacios cuya lozanía puede permitirnos soñar que no todo está perdido. Aunque la savia ya no corra tan fluidamente por sus venas, el árbol del cine mexicano sigue produciendo retoños. Aunque el corazón ya no bombee con la misma fuerza, si rascamos un poco la piel, nos encontraremos con sangre tan roja como la de las mejores épocas.

Ante la falta de recursos económicos suficientes, los cineastas han tenido que hacer acopio de ingenio para seguir contando sus historias de una manera original. La teoría francesa del cine de autor acuñada en la década de 1960, señalaba que el sello de un director en su película debía ser tan reconocible como su propia caligrafía. Por eso es que la actitud de Hermosillo sigue siendo heroica, ahora que ha descubierto el video digital de alta definición y ha declarado tener tantas ganas de experimentar como en su juventud, pues ya no se enfrenta a la presión de la taquilla y el presupuesto. Pero aunque el formato sea digital, Hermosillo y sus temas recurrentes siempre serán los mismos. Por su parte, Fernando Eimbcke hizo un ejercicio de sensatez para pensar qué tipo de película se podía hacer en un país como México en estos días, cuando son muy pocos los que se atreven a experimentar el cine que no venga de Estados Unidos. El resultado fue “Temporada de patos”, crónica existencial de un domingo por la tarde en Tlatelolco, filmada en blanco y negro, con pocas locaciones y un guión de hierro en su estructura narrativa y la definición de sus personajes. Frente a propuestas como la de Hermosillo y Eimbcke cabe preguntarse si la salud del cine mexicano no reside tanto en la disposición de recursos económicos como en el ingenio necesario para sortear cualquier tipo de obstáculo.

“Sangre”, de Amat Escalante, me hizo repensar de nuevo lo que significa hacer cine en estos días, se sea mexicano o de cualquier otra nacionalidad. Se pueden tener los mejores presupuestos y a los actores más eficientes para interpretar un guión (allí está “Babel” y la presencia de Cate Blanchet para demostrarlo, o “Children of men” y la actuación de Julianne Moore), pero ¿cómo decir algo nuevo en el contexto de un arte que es demasiado joven, pero al mismo tiempo tan dependiente de las estructuras narrativas del siglo XIX? Amat Escalante, sin duda, lo hace. Escalante toma una historia anodina, la de un matrimonio que practica el sexo con la misma indiferencia que ve la televisión, coloca en su centro dramático el suicidio de uno de los personajes, para concluir su narración sin explicar nada más de lo que muestra en pantalla. Los personajes no expresan gran cosa con la mirada o los diálogos y, sin embargo, sabemos que están plenos de emociones y de cosas no dichas. Sabemos que si no lloran o se desgarran, no es porque no tengan nada que decir, sino al contrario: precisamente, viven en contextos que los obligan a despersonalizarse y anular su individualidad para seguir funcionando y ganar el pan de cada día. Y, sin embargo, la mirada no es sociológica, ni Escalante reduce el aplanamiento emocional de sus personajes a una carencia de recursos. La obra es tan compleja como molesta. La película tiene momentos hilarantes y, al mismo tiempo, hace que uno desvíe la atención de la pantalla para no seguir siendo partícipe de ese horror cotidiano que conocemos tan bien de primera mano. Los actores son inexpresivos si se los compara con Jack Nicholson o Meryl Streep, pero después de ver la película creo que ellos y no otros poseen lo rostros adecuados para contar esta historia.

Escalante es discípulo de Carlos Reygadas, y aunque sus visiones del cine se parecen mucho, el primero se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que el segundo sólo enuncia de manera incompleta. Escribo sin saber exactamente si “Sangre” es una gran película o una tomadura de pelo. Algo me dice que no es ninguna de las dos cosas, pero indudablemente sé que tiene una vitalidad y fuerza expresiva de la que la mayor parte del cine mexicano carece. Porque el árbol sigue sangrando, aunque pensemos que el corazón se ha secado…

Saturday, November 11, 2006

No satirizarás al profeta…





El País, 11 de noviembre de 2006.- Abdellah Derkaoui, de 36 años, se muestra algo abrumado ante tanta llamada y solicitud de entrevista por parte de la prensa de países islámicos. Este oscuro caricaturista de un diario oficialista marroquí, Al Sahara al Magrebia, que completaba sus ingresos ilustrando cuentos para niños, se ha convertido de sopetón en un personaje popular.

Su hazaña consiste en haber ganado el concurso de caricaturas sobre el Holocausto convocado por el diario iraní Hamshahri, pero patrocinado por el Ministerio de Cultura y de Orientación Islámica de Irán, para replicar a las caricaturas del profeta Mahoma, publicadas por el rotativo danés Jyllands-Poste, que suscitaron la ira de los musulmanes.

Hace una semana, Mohamad Hossein Zafra Harandi, el ministro iraní, proclamó vencedor al marroquí Derkaoui y afirmó: “El tabú se ha roto”. “La gente no deberá ya creer que poner en tela de juicio el Holocausto es un crimen”, añadió, según la agencia iraní IRNA. “En sus trabajos, los caricaturistas expresaron su odio contra los opresores y su amor hacia las víctimas” palestinas.

El Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel reaccionó inmediatamente, a través de su portavoz Mark Regev, lamentando que “el régimen iraní se haya sumado al coro obsceno de los que niegan el Holocausto” y algunos hackers israelíes emprendieron una ofensiva en la Red para evitar que los motores de búsqueda pudiesen localizar las viñetas vencedoras.

Derkaoui repite hasta la saciedad, sin embargo, que no niega el Holocausto. “Hubo un Holocausto y hoy día el pueblo palestino sigue pagando muy caro el drama que padecieron los judíos antes y durante la II Guerra Mundial”, señala a este corresponsal. “Eso es lo que explico en mi dibujo”.
En su viñeta, una grúa israelí construye un muro en torno a Al Aqsa, la gran mezquita de Jerusalén y tercer lugar santo del islam, con enormes piedras en las que está dibujada la entrada del campo de exterminio de Birkenau, adyacente a Auschwitz, las dos localidades polacas donde fue gaseado el mayor número de judíos.

“El muro es el que construye Israel, amparándose en la historia del pueblo judío, para aislar a los palestinos, para separar a unos palestinos de otros, para apartar a los palestinos de su tierra”, sostiene Derkaoui. “No soy partidario de echar a los judíos al mar, sino de que compartan con los palestinos una misma tierra”.

Derkaoui envió tres viñetas al concurso iraní y se llevó una “sorpresa” cuando supo que había sido galardonado con el primer premio. El embajador de Irán en Marruecos le entregará en breve un talón de 12.000 dólares (9.400 euros) y una estatuilla que representa a unos chavales palestinos que lanzan piedras con una honda.

No todos los marroquíes le han felicitado. La prensa francófona de Marruecos, la más liberal, ignora al galardonado o resalta la “estupidez” del concurso e incluso lo tacha de “ignominia”. “¡Qué insulto para esta gran religión que es el islam ser defendida de esta manera!”, escribe Aboubakr Jamai en el editorial del semanario Le Journal.

Los organizadores del certamen, que tienen la intención de reeditar la experiencia el año próximo, recibieron unas mil viñetas de 64 países, de las que 204 están expuestas en el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán. En segundo lugar, después de Derkaoui, quedaron clasificados empatados un brasileño de origen árabe, Carlos Latuff, y la caricaturista francesa ultraderechista Françoise Richard, que firma con el seudónimo Chard en el semanario Rivarol.

Latuff pintó a un palestino vestido con el uniforme a rayas y la estrella de David que llevaban los judíos en los campos de concentración. Aunque puede ser encontrada en alguna página web, la viñeta de Chard no fue divulgada por las autoridades iraníes porque su autora podría ser denunciada en Francia por antisemitismo. La caricaturista negó en un comunicado haberse presentado al concurso, aunque reconoció que el dibujo era suyo “pero estaba destinado a un uso privado”.

El legado perdido de la revolución














Una de las aportaciones más interesantes de Hannah Arendt consiste en hacernos conscientes de que el vocabulario que usamos para articular nuestras experiencias en el dominio de la política desempeña un papel fundamental en la definición de nuestras expectativas como ciudadanos. El vocabulario de la política ha incorporado términos que, en su origen, pertenecieron al dominio de la religión, la tradición premoderna o, incluso, la ciencia. Precisamente, uno de los conceptos fundamentales en la historia de las ideas políticas es el de revolución. Hoy la revolución evoca de manera tímida el furor que algún día sintieron los líderes que tomaron la Bastilla hacia finales del siglo XVIII, lo que derrocaron al zar ruso hacia principios del XX o quienes organizaron el movimiento Solidaridad polaco durante la década de 1980.

Durante la época que Arendt vivió en Estados Unidos (entre 1940 y 1970), la ideología revolucionaria hacía sospechoso de traición y antipatriotismo a cualquiera que enarbolara el ideal del cambio radical con la mediación de la fuerza de las armas o –en la vertiente romántica– la coerción de las ideas. Aunque está bien documentada la curiosidad con que la propia Arendt siguió los movimientos estudiantiles de liberación durante la década de 1960, a ella el interés por el fenómeno revolucionario se lo despierta, más bien, su evaluación particular de la forma en que las ideologías de izquierda y derecha pervirtieron los ideales de la Revolución Francesa y, en consecuencia, dificultaron el establecimiento de comunidades donde la autonomía política fuera una realidad. La promesa de la grandeza alemana implícita en la ascensión de Hitler al poder, así como la necesidad de depurar a las fuerzas de la revolución rusa de sus enemigos de clase, engendraron movimientos de violencia y desmesura que ninguna forma de civilización pudo contener. Para Arendt, la liberación de la tiranía acaba engendrando más violencia y opresión si de inmediato no se constituye un cuerpo político con leyes inclusivas y democráticas. Estas leyes, además de protegerlos frente a los excesos del poder, les permitirían a los ciudadanos tomar un lugar en el espacio público para la discusión de los problemas comunes.

En el marco del pensamiento religioso milenarista o las interpretaciones no democráticas de Marx, se llegó a la certeza de que cada acto de violencia secular, cada hecho que condujera a la progresiva degradación del ser humano, no haría sino acelerar el proceso histórico que de manera ineluctable nos conduciría a la revolución y, con la mediación de este evento de violencia destructiva, a ser partícipes de la eternidad o de la libertad respecto de la necesidad material. Desde este punto de vista escatológico, la revolución deja de tener un sentido humano, secular, en tanto cada evento histórico presente, pasado o futuro no admitirían más que la interpretación de ser síntoma, profecía o constatación de un hecho futuro –la revolución– sobre el que los seres humanos no tendrían ningún control.

Si bien es cierto que la revolución es un fenómeno que nos atañe en tanto compartimos con los revolucionarios modernos la convicción de que debemos ser capaces de ejercer nuestra autonomía política en todo momento, a partir de la caída del Muro de Berlín se ha experimentado una desconfianza hacia la revolución y la acción política concertada cuya forma exacerbada sería el fenómeno revolucionario. Es difícil imaginar una comunidad política donde puedan coexistir, sin fricciones, el conservadurismo político y la curiosidad hacia lo que Arendt llamó el legado perdido de la revolución, es decir, la lección sobre las potencialidades liberadoras de la humana capacidad de autodeterminación política. En este sentido, pensemos en lo que sucedió en Estados Unidos hacia 1950, cuando el senador Joseph McCarthy desató, en medio de una oleada anticomunista, lo que Arthur Miller retrató, de manera metafórica en su obra teatral El crisol, como una auténtica cacería de brujas. En épocas de conservadurismo –como la segunda posguerra en Estados Unidos o la de la presidencia de George W. Bush–, se vuelve incómoda cualquier rememoración de la revolución –a la manera de Arendt– como el evento que, primero, sustituye un régimen político caduco por otro más acorde con la libertad política y, después, intenta involucrar al mayor número posible de ciudadanos en la toma de las decisiones vinculantes.

Thursday, November 09, 2006

El cineasta no tiene quien lo vea



He aquí la trascripción de una entrevista televisiva que le hicieron a Arturo Ripstein hace unos días. Después de leerla, confirmo que Ripstein no sólo es para mí el más entrañable de los cineastas, sino también alguien que posee un profundo y negro sentido del humor, el cual he llegado a la conclusión es simplemente una forma modesta de la lucidez. Como decía mi profe Luis Salazar, no se puede ser un poco listo y optimismista al mismo tiempo en un mundo como éste en que nos tocó vivir. Por eso Ripstein es para mi tan entrañable. Fernando Pessoa tiene un poema muy hermoso en el que se queja de que el mundo que le tocó vivir está poblado de príncipes y triunfadores: nadie reconoce haber amado y no ser correspondido, muy pocos están dispuestos a aceptar la derrota. Pessoa –se dice a sí mismo– es tan miserable porque sabe lo que es el desamor, el desconsuelo y la amargura, sentimientos que no parecen significar nada en un mundo poblado de gente que no se quita la careta ni se acepta como frágil y falible. ¿Quién más que el viejo coronel en que se ha convertido Ripstein aceptaría que su cine no tiene propósito? ¿Quién más que este viejo cineasta encontraría en el tortuoso proceso de creación, y no en las mieles del triunfo, la razón de continuar filmando?

HECTOR DE MAULEON (HM): El próximo 17 de noviembre se estrena en la Cineteca, la nueva película de Arturo Ripstein, “El carnaval de Sodoma”, esta cinta está basada en una novela de un escritor dominicano, Pedro Antonio Valdez, que cuenta una serie de historias que transcurren en un burdel y esta contada desde cinco puntos de vista distintos. Tenemos el honor de contar en el estudio con la presencia del maestro Ripstein, el gran maestro del cine mexicano, Arturo, gracias por aceptar la invitación.

ARTURO RIPSTEIN (AR): Un gusto

HM: Bienvenido a “Confabulario”

AR: Gracias

HM: El burdel es el gran tema del cine mexicano, ¿cómo te puedes acercar nuevamente a un tema tan manejado, tan explotado?

AR: No, el burdel es uno de ellos, probablemente la cuna del cine mexicano sea, sea…, haya sido la familia, en el núcleo, cuando el cine mexicano habla de hacer el melodrama más prístino, normalmente tomas a tus familiares; el burdel era circunstancial, normalmente infernal, entonces no es uno de los grandes temas, lo he tocado menos. Yo me acerco al burdel sin límites, hace años ya y esto es una aproximación más a esto. Es el lugar perfecto, porque es la abolición de todo, de las sépticas del tiempo, de los espacios, de la edad, es un lugar donde el encierro permite el infinito.

DÉBORAH HOLTZ (DH): Oye ¿y cómo llegaste a la novela de Valdez, que es un escritor dominicano? Comentábamos hace un momento que no se había publicado todavía la novela en México, a pesar de ser publicada por Alfaguara. Los últimos guiones de tus películas los has hecho con tu mujer, Paz Alicia, y generalmente basados en escritores que están más a la mano. ¿Cómo llegaste a Valdez?

AR: Por mera casualidad, por pura suerte. Exactamente igual como he visto mi carrera que es producto de la sal y de la buena fortuna. En un pequeño festival de cine, en Santo Domingo, una de las actividades era llevarnos a la librería. Pedí que me enseñarán la sección de “cultura dominicana”, que desconocía prácticamente, y me compré unas ocho, diez novelas, entre las que estaba ésta porque el título me gustaba mucho. Por cierto, no lleva artículo, se llama nada más “Carnaval de Sodoma”. Me gustó, la novela me encantó, hablé con este hombre y me dio los derechos. Singularmente, las novelas publicadas por las grandes editoriales ya no tienen una buena distribución. Cuando yo era un joven, aprendiz de cineasta y un joven lector, te enterabas de todo lo que estaba pasando. Por eso pudimos conocer el mundo y la literatura latinoamericana: sabías perfectamente bien que es lo que estaba pasando en Argentina, en Chile, en Perú y en México, y todo mundo se intercambiaba.

HM: ¿Qué te atrajo de la novela?

AR: Para empezar, el título, y después el formidable tratamiento de atmósferas y de personajes. Es una novela muy vasta, enorme, es una novela de 500 páginas más o menos: Mi película no pudo ser una adaptación puntual de la novela, que tampoco pretendía yo hacer. Entonces le di a leer la novela a Paz y le dije “¿puedes adaptarla?”. Ella me respondió: “no”, por grande. Entonces dije: “bueno, entonces escógete 80 páginas de la novela y sobre eso nos vamos”. Algunos de los personajes, de las circunstancias, de las atmósferas, es lo que está en la novela, y lo repetimos desde varios puntos de vista. Se trata de una vieja técnica de relato.

DH: Has trabajado con muchos escritores anteriormente. Hay algunos guiones que han sido hechos originalmente para el cine, pero en esta relación que has tenido con los escritores desde García Márquez, Carlos Fuentes, Ibargüengoitia, etcétera, ¿vuelve Paz Alicia o tú a conversar con ellos, una vez que el guión está realizado? Porque alguna vez leí que Paz Alicia decía que ella leía tres veces la novela, la guardaba y luego ya no quería volver a saber nada de ella porque interfería con la voz que le tenía que dar a los personajes. ¿Huno alguna conversación, por ejemplo, con Valdez?

AR: No, para nada. Yo he tenido la enorme fortuna de tener espléndidos escritores con los que yo he colaborado para hacer mis películas, empezando por García Márquez, José Emilio Pacheco, Fuentes y Leñero. Vaya, un buen número de espléndidos escritores; guionistas no me gustan tanto. Yo preferí escritores, yo asumía las soluciones técnicas y entonces ya hablaba mucho con ellos. Pero una vez que encontré al justo punto de guionista que es Paz Garciadiego, pues dije que en vez de escribir en su casa se viniera a vivir a la mía y nos ahorrábamos el fax. Desde hace unos años atrás ya hemos hecho todas las películas juntos, muchas adaptaciones. La mitad de las cosas que hemos hechos juntos son adaptaciones, pero les advertimos a los escritores, los que están vivos o los que son accesibles como García Márquez, que la película queda como tal. Es inmodificable, para bien o para mal, y es una traducción más que la obra original.

HM: Pero, ¿cómo lo toman ellos? ¿García Márquez lo acepta?

AR: Pues más o menos lo toman bien. Creo que se comprometen menos en suponer que ellos podrían haber hecho tal o cual película a partir de sus ideas. Es muchísimo más fácil no engañar y decir “te voy a traicionar y voy a sacar solamente lo que a mí me guste y los que a mí se me antoja y no lo que tú querías, porque lo que tú querías no era necesariamente lo que yo quería”. Es una inspiración, como cualquier otra cosa.

DH: Por ejemplo, con García Márquez trabajaste muy al principio de tu carrera, con una increíble intuición literaria tuya. Porque García Márquez no era García Márquez en ese momento. Y después, cuando hiciste “El coronel no tiene quien le escriba”, si bien entiendo, , fue él mismo el que te propuso que la filmaras. Debió haber habido una cierta complacencia.

AR: Pues yo ya no sé a estas alturas si es complacencia o contumacia, pero él insistió en que la hiciera. Al final de cuentas, yo nunca supe si a García Márquez le gustó o no le gustó la película, o si simplemente se resigna a que las películas no salen como la novela. Él se acuerda que él ya escribió la obra y que prácticamente es imbatible.

HM: Hay una cierta tendencia tuya, Arturo, a confrontar a los personajes en lugares totalmente cerrados. En el 52 o 62, me parece, trabajaste con Buñuel. Estuviste muy cerca de él en la filmación de “El Ángel Exterminador”, que es una película que ocurre en un lugar donde los personajes están encerrados. ¿Hay una relación entre lo que aprendiste ahí y esta tendencia que aparece en algunas de tus películas?

AR: No, no, para nada, fue en el 62, en el 52 yo tenía 8 años, entonces…

DH: ¿Todavía estabas enfermo?

AR: Sí, sí, pero solamente, ligeramente, no estaba inútil a esa edad. La infancia es un tránsito en la estupidez. No, con Buñuel no se aprendían estas cosas; con Buñuel lo que aprendías era lo que te influenciaba, lo determinante era la mirada que él tenía sobre su obra y el enfrentamiento al hecho mismo, muchísimo más que aprender asuntos técnicos o inspirarse en una serie de cosas de encierros o no. En su cine no hay encierros, quizás “La edad de oro” y después “El Exterminador”. No, yo lo que aprendí es a respetar mi trabajo y a intentar no traicionarlo. No he logrado ninguna de las dos cosas, es inevitable traicionar, pero he hecho lo que he podido.

DH: ¿Por qué dices que no eres el director preferido de nadie?

AR: Mis películas nunca son las preferidas de nadie, y es muy tranquilizante. No te das a tu público, puedes hacer lo que te da tu gana y de todos modos vas a seguir sin ser el director favorito de nadie. Eso da serenidad.

HM: Por otro lado, eres un director muy galardonado en el extranjero, y poco visto y premiado en México. ¿Qué pasa en México? Se estrenó el mes pasado una película, “La virgen de la lujuria”, con tres copias ¿no?

AR: Dos son demasiadas. ¿Qué pasa? Yo quisiera saberlo. Normalmente lanzaría varias películas para que se vieran. Cuando no se ven, es otra especie de género cinematográfico, de cine rigurosamente invisible, del que de alguna manera se puede comentar, pero no es necesario verlo. Es lo único que me equipara con Dante, quien escribió un libro del que todo mundo discute y poquísimos han leído. No me comparo, pero tenemos el mismo destino triste.

DH: Sin embargo, has hecho más de 40 películas, eres de los directores contemporáneos más prolíficos y conocidos.

AR: No tantas películas, pero sí un montón.

HM: Sobreviviendo a la censura, al Estado, a la crítica, a la magra distribución, a todo eso que has tenido que enfrentar en 40 años de carrera, ¿no?

AR: Sí, es cierto. Como decía yo antes, soy muy afortunado. He podido hacer una serie de cosas, ciertamente no ha sido lo que yo quería, pero haberlas hecho ya es un paso adelante.

DH: Pero sólo tú y Woody Allen hacen una película al año ¿quién más?

AR: No, pues habemos motones. Pero a él le va mejor que a mí.

DH: Pero es más o menos el ritmo que llevan, digo, cada año y medio, cada dos años.

AR: Él hace más que yo. Llegó un momento en que hacía muchas películas, y de pronto quizá eran demasiadas. Ahora estoy más silencioso, más echado para atrás.

DH: Me gustaría saber ¿cómo ves a los nuevos directores mexicanos, el cine que están haciendo? Hay una amplia gama y son directores que filman en otras partes. Yo sé que para ti hay una discusión sobre si eso es cine mexicano o no, pero ¿cómo ves este cine, digamos de González Iñárritu, el de Reygadas?

AR: Reygadas sí representa mucho lo que se está haciendo en México, y él a pesar de que no vive acá, sí filma acá. Iñárritu está fuera, filma con Brad Pitt y con Blanchet, con actores que no son asequibles económicamente. Suponer que los filmes de Iñárritu son mexicanos es como si dijéramos que “El bebé de Rosemary” es polaca.

DH: ¿Pero “Amores Perros”?

AR: “Amores Perros” es una película con una fuerza indiscutible. Iñárritu es un director muy interesante, sin duda. Reygadas, Sisniega y unos cuántos más, Nacho Ortiz, son los que a mí me interesan, son por los que yo pongo mi apuesta. Son los encargados del estandarte.

HM: ¿No hay una tendencia a hacer cine para festival?

AR: Por supuesto, ya es un género. En México, en el mundo realmente, hay dos géneros: ópera prima y cine para festivales. Tratas de complacer a cierta crítica o un cierto fulgor en festivales. Lo que te permite es engañar a tu productor para que te entregue dinero y hacer la siguiente cinta. Pero lamentablemente sí hemos caído en la marginación. Hay montones de personas a las que uno les pregunta: “¿cuáles películas han visto, que no sean en inglés?” Pues no han visto ninguna. No hago cine para ellos. Vamos a intentar hacer cine, pues, que complazca a un público muy pequeño, muy elitista. Por otro lado, si en este país Octavio Paz hizo ediciones de 4000 ejemplares, ¿cómo puedo pretender yo tener más de 4000 espectadores? Ciertamente las películas no son comerciales, ni masivas, ni del gusto general, ni mucho menos, es una cosa muy pequeña. Y a mi edad, después de no tener espectadores, he tenido la gloria de convertirme en un viejo amargo, insoportable y que habla mal de todo el mundo con una cierta soltura.

HM ¿Perseverar sin esperanza?

AR: Me preguntaban en la universidad: “¿qué consejo le da a los jóvenes cineastas?” E insistía mucho en eso: persistir sin esperanza. De pronto, el consejo que puedo dar ahora es que sigan en odontología, no meterse a esto, es caduco, se está acabando, es un arte del siglo XIX.

DH: Hablando del cine mexicano y latinoamericano es sabido por todos las múltiples imposibilidades que existen para hacer cine y crear una verdadera industria. ¿Cómo ves estos nuevos intentos por promover la inversión en el cine a partir de las nuevas modificaciones en Hacienda? ¿Crees que esto contribuya a hacer una industria más grande?

AR: Por supuesto. El cine es muy caro. Tendríamos que pensar en cómo abatir una serie de costos, hacer cine mucho más barato, que tuviera una salida y que su recuperación fuera viable. Prácticamente todo el cine que se hace es casi inviable, a menos que sean grandes éxitos. Todo apoyo es indispensable para que se hagan más cosas. Yo sí creo en un Estado mecenas, que no se diversifique y no haga cine comercial de calidad o cosas lamentables en esos términos, y que trate de apoyar al cine que pretende irse por un lado donde se incluye la palabra cultura y, probablemente, la palabra arte. Todos los apoyos fiscales que puedan darse, bienvenidos sean.

HM: ¿Los formatos digitales facilitan el trabajo del cineasta?

AR: Sin la menor duda. Es el mejor momento para el desastre. Cuando eras un joven aprendiz de cine y querías hacer tu primera película o un corto, tenías que tener el equipo técnico grande. Había gente especializadísima en cómo se usaba una cámara con celuloide insertado. Era muy complicado. Los aparatos para editar eran dificilísimos. Ahora una cámara pequeñita, con la que yo filmo a mis nietos, es con la que puedo hacer mis películas y una computadora. El cine se democratiza sin la menor duda. El cine se parece ya a la pintura: compras un lienzo, pinceles y una pinturita. Para escribir un soneto, tienes un papel y un lápiz, con eso lo resuelves. Claro, no quiere decir que vayas a hacer un buen soneto o una buena pintura, mucho menos una buena película. La cantidad de basura que necesariamente saldrá será mucha, sin duda.

DH: ¿Es una especie de exaltación?

AR: Es una de las formas del optimismo, sales de ver una película dura y dices: “ay qué bonito está Paseo de la Reforma”.

DH: No recuerdo quién dijo una vez que tu cine le parecía increíblemente cómico, una cosa como muy refrescante.

AR: Fue Almodóvar y yo en cambio con él me río poco…

HM: ¿De “El castillo de la pureza” para acá te has dedicado a filmar comedia?

AR: Yo siempre pensé que era comedia. Todas mis películas aspiran, secretamente, a ser comedias. No tienen mayores explicaciones. Salvo una o dos muy puntuales, todo lo demás está absolutamente plagado de desmadre, relajo y sentido del humor.

HM: Tienes una relación muy particular con la nota roja, ¿no?, este espacio de destrucción total.

AR: Tiene la ventaja de la estructura perfecta. La nota roja (no de los crímenes mexicanos que no se resuelven nunca) es una estructura muy perfecta; tiene un principio y un final, y un enorme cúmulo de acontecimientos en medio. La nota roja da para muy buena narrativa, porque es muy cerrada y muy justa.

DH: ¿Todos los días lees la nota roja?

AR: Es muy ocasional. Hace más de 30 años que no leo el periódico, que no veo noticieros. Pero siempre hay una alma pura que te cuenta todo lo que está pasando, y entonces se me paran los pelos de punta.
DH: ¿Entonces las películas que has basado en la nota roja, es porque alguien te las ha contado?

AR: No necesariamente. Por ejemplo, “Profundo carmesí” no es una nota del periódico, sino de una compilación de relatos sobre crímenes.

HM: “El castillo de la pureza” si es casi un caso calcado de lo que uno fue leyendo a medida que iba apareciendo en el periódico diariamente.

AR: Lo que pasa es que el cine va más a fondo que el hecho. Es muy semejante a lo que nosotros hicimos. “El castillo de la pureza” es una gran invención de José Emilio Pacheco, basada en una serie de acontecimientos más o menos cercanos a la película, que no tenía nada qué ver con lo que fue en realidad. En el auténtico caso los integrantes de la familia salían y entraban de la casa, no mucho, pero sí lo suficiente para estar acostumbrados a la vida real. Nosotros lo encerramos todo, nos metimos y contamos la historia. Inventamos la leyenda de esta familia, y ya el acontecimiento es exactamente tal cual. Es que la leyenda tiene infinitamente un mayor poder.
HM: ¿El cine de Ripstein es el cine de un director que no cree en el amor o sí crees en la posibilidad del amor entre los personajes?

AR: Sin duda, pero no creo que el amor sea dulce. Estoy convencido que es una de las formas del horror.

HM: Por ese lado se liga con esas familias que filmas, auténticos criaderos de alacranes

AR: Exactamente, es por amor.

DH: A lo largo de tu carrera parece que te mueves con tu familia, la gente con la que escribes, con la que filmas. Es como denostar a la familia en las películas que haces, pero por otro lado tu vida, al menos cinematográficamente, se lleva a cabo en familia.

AR: Y fuera del cine también. Yo quiero mucho a mis hijos, mis nietos me encantan, los visito con mucha frecuencia, a mi papá y a mi mamá los veo por lo menos una vez a la semana. Soy muy familiero como dice la hija de Paz, a mi eso me sostiene y me determina. Por supuesto que también me da una óptica y un punto de vista, puedo pensar todos los horrores porque los cometo. Lo mismo en mis películas: llevo los mismos equipos porque saben de qué pie cojeo y yo de ellos. Pero en cada nueva película hay un número mayor de técnicos y actores, algunos me dejan de hablar. Entonces se me está estrechando el mundo, pero también me da mucho júbilo y me libera.

DH: ¿Pero hay los ultra fieles?

AR: Vea usted que los ultrafieles también te dan para acá.

HM: ¿Tus amoríos fuera del set, por ejemplo el descubrimiento de Fernando Luján?

AR: Fue una cosa muy linda, porque a Luján lo conozco de toda la vida. Chiquitín, Luján trabajaba en películas de mi papá. Luján era un muchacho bastante mayor que yo en aquel momento, aunque cuando terminamos “El coronel no tiene quién le escriba”, Luján insistió en que era dos o tres años menor que yo. Pero bueno, esas son cosas de actor. Yo siempre supe la calidad de actor que tenía Luján, siempre hacía buenos papeles. Es como Rafael Inclán: haciendo películas serias, revela sus enormes capacidades y talento.

DH: Si tuvieras que voltear atrás y decir ésta es la película que más satisfacciones te ha dejado, ¿cuál sería?

AR: Ninguna. Ni pretendo de ninguna manera voltear atrás y verlas. Mis películas van de malas a peores, únicamente. A uno le dan la ventaja, el don de hacer las películas, pero al mismo tiempo te dan tu fuete, que consiste en tener que verlas.

HM: Pero tu fuiste a tocarle la puerta a Buñuel, le dijiste:” quiero trabajar con usted”. Él te la cerró en la nariz, luego la abrió y dijo: “pase” y te puso “Un perro andaluz”, y te dijo: “esto es lo que yo hago”. ¿Si llegara un cineasta joven a tocar a tu casa, para repetir el mismo trámite, qué película le mostrarías?

AR: “El perro andaluz”, sin la menor duda.

Friday, November 03, 2006

Viaje al corazón de las tinieblas



Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén (1963), formuló la tesis que la hizo célebre y objeto de críticas por parte de la comunidad judía de su época: la banalidad del mal, para referirse a la superficialidad del carácter moral de los oficiales nazis. A consecuencia de sus afirmaciones sobre la colaboración de los consejos judíos europeos con el gobierno nazi para organizar la transportación de personas y la confiscación de sus bienes, Gerschom Scholem le reclamó a Arendt que no tenía corazón y que se había olvidado de lo que significaba ser hija de Israel. Por su parte, Walter Lacqueur señaló que el libro sobre Adolf Eichmann era producto del desprecio que Arendt sentía por todo el mundo, incluida ella misma. Arendt no quiso referirse al sufrimiento de los judíos y otros grupos como consecuencia del nazismo, como insignificante o merecido. Al contrario. Lo que Arendt quiso decir, me parece, es que las peores formas de irresponsabilidad y violencia no son producto de una personalidad maligna, sino al contrario, de las acciones seres banales en su incapacidad para imaginarse las cosas desde un punto de vista diferente del propio. Hitler no era un demonio, aun y si estaba empeñado porque el mundo lo viera de esa manera. Eichmannm por su parte, fue un simple oficial nazi que era incapaz de dar razones de sus acciones, que derivaron en la muerte de millones de judíos, y su mayor orgullo siempre fue obedecer las órdenes de sus superiores sin oponer la menor resistencia. Por eso Hannah Arendt afirmaba que el mal es como un hongo o como un virus, los cuales sin ser organismos fisiológicamente muy complejos, pueden destruir el suelo de un bosque completo o una comunidad humana entera. Para ella resultaba muy iluminadora la idea que Joseph Conrad plasmó en su obra El corazón de las tinieblas, según la cual el mal es una tentación permanente para los seres humanos que se hallan viviendo al margen de instituciones y leyes que frenen sus conductas criminales.

Un periplo similar –desde un acercamiento imparcial al mal radical hasta la conclusión del carácter banal de sus perpetradores–, es el que describe el cineasta alemán Oliver Hirschbiegel en su película El hundimiento (2005). La película generó un debate en Alemania, precisamente, por presentarla su director como un intento por humanizar la figura de Adolf Hitler. Frente a la idea de considerar a Hitler como algo diferente de un monstruo inhumano, buena parte de la sociedad se escandalizó. Reacios a enfrentarse con un ejemplo de juicio político novedosos sobre el pasado reciente, ciertos alemanes se negaron a considerar las virtudes de la película –en especial la interpretación del actor suizo Bruno Ganz. Una predisposición a evaluar imparcialmente las virtudes y defectos de una obra, también la padeció Arendt al momento de escribir Eichmann en Jerusalén. A Arendt siempre la pareció una solución política muy cómoda pensar que la bestialidad de Hitler era inédita en la historia y que, por lo tanto, una vez muerto, la posibilidad de una renovación del totalitarismo se cancelaba. En el caso de El hundimiento, más que humanizar a la figura de Hitler, lo que hace su director es elaborar una aproximación imparcial e inédita a sus últimos días de vida.

La película inicia con el testimonio de Traudl Junge, la secretaría particular de Hitler en los días del búnker en Berlín, poco antes de morir, intentando disculpar su complicidad con el nazismo alegando que ella era muy joven para saber del exterminio de los judíos y que nunca estuvo en sus manos tener una perspectiva general de las cosas y que, si lo hubiera hecho, su posición insignificante en el aparato burocrático le hubiera impedido oponérsele. A lo largo de la película, la cámara de Hirschbiegel recorre los pasillos del búnker siendo testigo de la gradual huida de los colaboradores más cercanos a Hitler, de las fiestas fuera de lugar que Eva Braün organizaba para celebrar la victoria que nunca llegó, del asesinato de los hijos de Joseph Goebbels a manos de su madre para privarlos de vivir en un mundo sin nazismo, de los discursos heroicos que pronunciaron oficiales de alto rango antes de suicidarse y, sobre todo, de la incapacidad de Hitler para percibir la inminente derrota, cobijado por la ideología y con la esperanza de recibir ayuda de ejércitos imaginarios. Tras contemplar todos estos actos de irresponsabilidad política, discursos ideológicos proferidos sin pudor en medio de una ciudad en ruinas y suicidios masivos en nombre del honor, Hirschbiegel nos deja con una sensación de vacío y nausea, la misma que se genera en Traudl Junge a través de lo que ella describe como un profundo sentimiento de irrealidad. Hirschbiegel intenta encontrar una fundamentación moral de los motivos de Hitler y sus colaboradores más cercanos y se topa con el vacío. El juicio político del cineasta alemán es exitoso en la medida que nos confronta, a partir de la evidencia histórica disponible, con lo ocurrido en el búnker de Berlín y con los actos cobardes cubiertos de megalomanía de un puñado de seres banales que, paradójicamente, ocasionaron un mal radical e inédito. La película concluye con la misma imagen con la que inició: Traudl Junge en primer plano, confesando ahora su vergüenza por haberse negado a abrir los ojos frente a la realidad.

El juicio político de Hirschbiegel no es simplemente especulación y tiene un fundamento histórico sólido en el diario de Traudl Junge y las investigaciones de Joachim Fest. De acuerdo con Fest, la época de Hitler “termina con una caótica serie de sucesos, llenos, como apenas ninguna otra historia, de contradicción, ceguera y drama. El observador se encuentra con destinos personales terribles, incluso trágicos. Sin embargo, le resulta difícil emplear la palabra tragedia. Para eso hubo en juego demasiada sumisión, demasiado ciego servilismo” (Joachim Fest, El hundimiento. Hitler y el final del Tercer Reich, México, Galaxia Gutemberg, 2005, p. 201).

[Sobre el problema del mal y su tratamiento filosófico-político, me parece que es de lectura imprescindible el libro que mi asesora de tesis ha compilado sobre el tema: María Pía Lara (ed.), Rethinkign Evil. Contemporary Perspectives, Berkeley, University of California Press, 2001.]