Wednesday, December 24, 2008

15 películas que confirmaron la adicción por el cine durante 2008


Persepolis
Marjane Satrapi/ Vincent Peronnaud

There will be blood
Paul Thomas Anderson

El hombre de su vida
Zabou Breitman

Coeurs
Alan Resnais

I’m not there
Todd Haynes

El huésped
Bong Joon-Ho

Before the devil knows you’re dead
Sidney Lumet

En la ciudad de Sylvia
José Luis Guerín

XXY
Lucía Puenzo

Lake Tahoe
Fernando Eimbcke

The diving bell and the butterfly
Julian Schnabel

La soledad
Jaime Rosales

Vicky Cristina Barcelona
Woody Allen

El arte de llorar en coro
Meter Schonau Fog

Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo
Yulene Olaizola

15 discos que se usaron de soundtrack durante 2008


Third
Portishead

Accelerate
R. E. M.

With a buzz in our ears We play endlessly
Sigur Rós

Oracular Spectacular
MGMT

Book of Longing
Philip Glass/ Leonard Cohen

@#%&*! Smilers
Aimee Mann

Never Greens vol. 1
Los Fancy Free

El ídolo
Adanowsky

Hercules & Love Affair
Hercules & Love Affair

Sleep through the static
Jack Jonson

Peaceful, the world lays me down
Noah & the whale

Nights out
Metronomy

Distortion
The Magnetic Fields

Velocifero
Ladytron

15 canciones que se tararearon durante 2008



“Supernatural superserious”
R. E. M.

“The Rip”
Portishead

“Ballantines”
Aimee Man

“Blind”
Hercules & Love Affair

“That’s how people grow up”
Morrissey

“Go on”
Jack Johnson

“Touch me, I´m going to scream pt. 2”
My Morning Jacket

“Ja ja ja”
Los Fancy Free

“Gobbledigook”
Sigur Rós

“Time to pretend”
MGMT

“Compagnon du ciel”
Adanowsky

“Versus”
Ladytron

“Ready for the floor”
Hot Chip

“Dance! Dance! Dance!”
Marlango

“Kriss Kross”
Guillemots

Diez libros que se deshojaron durante 2008


Los inconsolables
Kazuo Ishiguro

La fragilidad del bien. Ética y fortuna en la tragedia y la filosofía griega
Martha C. Nussbaum

Little Children
Tom Perrotta

La pianista
Elfriede Jellinek

Unspekeable Truths: Facing the Challenge of Truth Comissions
Priscilla B. Hayner

Life of Pi
Yann Martel

Fiambres. La fascinante vida de los cadáveres
Mary Roach

Acerca de la dificultad de vivir juntos. La prioridad de la política sobre la historia
Manuel Cruz

Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio
Samantha Powers

Pájaros de América
Mary McCarthy

Thursday, October 02, 2008

To Be Myself Completely

Well my heart has fallen down
Thought I’d talked myself around
But to be myself completely
I’ve just got to let you down

Well I knew I’d say goodbye
Though it’s not my time to cry
And forever and for no one
I will let it all go by
And to be myself completely
I’ve just got to say goodbye
Z-list star in a hundred grand garrett
The ladies say “Hey baby, you’ve earned it!”
I’m not so sure, I toured the land
You could call it work if you count the band
Still your voice calls out to me
Escort me to the harmony
I’m not sure what I will be
Find me in a bitter sweet hello

Well my heart has fallen down
Thought I’d talked myself around
Though we say goodbye and wonder
What’s to know and who’s to blame
But to be myself completely
I will love you just the same


[¿Qué se necesita para poder ser uno mismo de manera plena? ¿Qué tiene que ocurrir para que uno vea su reflejo en el espejo e inmediatamente lo reconozca como propio, e incluso le dedique una sonrisa de complicidad? Como pensaba Sócrates, uno mismo sólo se conoce en su interacción con los demás, porque el demonio ­que nos define como lo que somos –el enanito de pantuflas verdes que nos juega a veces malas pasadas y en otras ocasiones nos premia con la buena fortuna– , sólo es visible para los ojos de los demás, pues se encuentra parado sobre el hombro derecho. Uno sólo puede ser uno mismo entre los demás, entre quienes nos miran de manera crítica pero con una mirada no exenta de ternura. Porque siempre se necesita ser observado como inocente por alguien, aunque se tengan las manos llenas de sangre; porque siempre el corazón reclama vendajes para heridas que aún no han ocurrido. Para poder ser uno mismo, se necesita la buena fortuna que nos conduzca hasta los caminos de las personas que habrán de limpiar nuestros paisajes interiores después de la batalla; aquellos que nos demostrarán con su paciencia que vale la pena renunciar al paraguas para salir a caminar bajo la lluvia, porque de esta manera quizá podríamos necesitar guarecernos en el quicio de una puerta detrás de la cual haya alguien importante esperando. Con buena fortuna y buen ánimo, parece que es posible ser uno mismo de manera completa… Anticipando la pregunta, hace poco le dije a alguien que cuando pareciera que yo me encontrara ausente, me buscara en una canción de Belle & Sebastián –cualquiera, todas se pueden bailar con la misma tristeza en el rostro. Podría ser en alguna pieza del If you’re feeling siniter, y entonces lo que aparecería sería la versión más cínica y desesperada de mí. Pero también está el Fold your hands child, You walk like a peasant, y entonces se asomaría mi rostro más inocente y dispuesto a creer en todas las promesas de redención y solidaridad. Tal vez habría que revolver las letras de Dear Catastrophe Waitress para hallar al individuo que acepta las derrotas, pero aún sigue empeñado en apostar su resto en una partida de cartas mientras sostiene una copa de vino caliente en la mano izquierda y se siente nervioso porque se le han terminado los cigarros. Probando a emprender la excursión en busca del tiempo perdido –o en busca del perdedor del tiempo profesional que soy yo–, tendríamos que estacionarnos por 40 minutos en The Life Pursuit, para confirmar lo que ya era sospecha: que el chico raro que soy yo a veces no hace más que observar el desfile que pasa por la calle mientras espera a que su ropa esté lista en la lavadora, y que otras veces corre todo lo que puede para llegar a la fiesta y se da cuenta de que se equivocó de día, de lugar y hasta de siglo. Por último, pero no al último, habría que regresar al origen de toda esta melancolía de adolescente a punto de cumplir los 30 años y detenerse un poco en los versos que pueblan The Boy with the Arab Strap, que hablan de un buen chico que se entretiene escribiendo en su diario sobre cosas simples como el amor y los héroes de infancia, que sin embargo dan origen a situaciones muy complicadas cuando se quedan mucho tiempo dando vueltas bajo el sombrero…Para ser yo mismo de manera completa, hay que tener la disposición a dejarse llevar por el ritmo y empezar a mover el pie en cuanto empieza a sonar cualquier canción de Belle & Sebastián… Aunque también podría intentar un cambio de tonada: ¿qué tal algo de Tori Amos?]

Thursday, July 31, 2008

No es país para viejos



[The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, por Damien Hirst]

Quizá, uno de los elementos más intrigantes de No es país para viejos, la novela del gran Cormac McCarthy convertida en película por esos sobrevivientes del cine estadounidenses –expertos en caer siempre de pie, como los gatos– que son Joel y Ethan Coen, es la relación que la narración establece entre el título y lo que se cuenta. Como todos sabemos, el mundo –no éste o aquél país– no es un espacio diseñado para que la debilidad, la vejez, el cuerpo que se ha deteriorado a fuerza de acumular años, se hagan visibles. Al contrario, lo viejo se esconde, porque queremos pensar que la juventud y la plenitud –sexual, intelectual, en la capacidad de dominar a los otros– siempre nos ocurren a nosotros, y que la decadencia y la muerte son acontecimientos desafortunados que sólo les suceden a los demás. No hay espacio para los viejos, porque no tiene caso hacer espacio para unos seres abstractos en los que nunca nos convertiremos. No hay lugar para los débiles, porque la selección natural opera de manera misteriosa –a veces bajo la forma de las leyes del mercado– y va desechando a los individuos que representan una carga para el resto de la especie. La trama de No es país para viejos se refiere a algunos de estos sentidos de la idea de envejecer, porque aunque nos esforcemos por invisibilizar la decadencia, la misma negación del hecho terrible implica que éste se encuentra de manera permanente en los paisajes de nuestras pesadillas, como la piedra en el zapato, como el cinturón que ya no se ajusta a la cintura que ha aumentado de talla. Nadie quiere envejecer, porque no hay lugar para los viejos, y el círculo vicioso se completa porque todos nuestros esfuerzos se dirigen a expulsar de los territorios que habitamos a los cuerpos que evocan la decadencia y la decrepitud. Por eso, en No es país para viejos, el hallazgo de una maleta repleta de dólares puede significar el pasaporte a una vejez digna, lejos de todos los que nos han conocido y pueden testimoniar la gloria que se ha ido de nuestro cuerpo. También es cierto que el asesino despiadado que inicia una carrera de antemano perdida para la presa que huye con la ilusión de esconderse en México, es un tipo a quien la debilidad molesta, porque es el obstáculo en razón del cual tiene que mancharse las manos de sangre para asegurar el triunfo sobre los otros, que siempre son imaginados como enfermos agonizantes. En medio del asesino despiadado y el iluso escapista, se encuentra la mujer de este último, resignada a que la vejez no es algo que a ella le pueda ocurrir como le sucedía en los viejos tiempos a la buena gente, o al menos que llegar a la etapa final de su vida le significaría esfuerzos penosos y una soledad que difícilmente valen la pena comparados con la pesadilla materializada de la edad acumulada.

Nosotros –habitantes de un país con una historia de envejecimiento político, en la que se encuentran arraigados los vicios de una clase política acostumbrada a negociar favores a cambio de votos y también la corrupción que a todos nos define como seres inservibles si carecemos del dinero necesario para garantizarnos una vida decorosa en lo mínimo–, ¿somos un país de viejos o de jóvenes? Repensando por qué McCarthy nombró No es país para viejos a su parábola sobre la lucha entre la fuerza que encarna la violencia y la debilidad que implica la esperanza de no envejecer, eso mismo le preguntaba yo a dos amigos, una que apenas rebasa los 25 años y que quisiera que el tiempo se detuviera allí, y otro que se encuentra ya cómodamente instalado en su sexta década y anhelante de que se concrete su sueño de huir definitivamente de esta ciudad que le recuerda a cada momento que no hay lugar para los débiles. Ella me decía que evidentemente somos un país joven, pues basta salir a la calle para constatar que quienes tienen menos de 30 años dominan los espacios de éxito social. Mi amiga me decía que, para ella, México es como un chaval inexperto, que sabe que se sitúa en el umbral de edad en el que las responsabilidades empiezan a ser ineludibles y amenazan con convertirse en destino; pero este mismo chaval inexperto, todavía se daría el lujo de levantarse tarde un día sí y otro también, porque precisamente la juventud está hecha para equivocarse y volver a emprender el camino, como si el fracaso no pesara más que la moneda que se le da a la anciana que mendiga en la esquina del barrio, y que ya ni nos inmutamos en saludar de tan constante que es su presencia. Este tío vital y en la plenitud de sus fuerzas que sería mi país, de acuerdo con mi amiga, no habría pasado en blanco por esos veintipocos años: estaría habiendo acopio de experiencias –las buenas, las malas y las inclasificables–, pero con la idea de capitalizarlas en su vida de adulto, que llegará en algún momento pero no ahora; quizá, este chaval inexperto ha leído muchos libros de teoría de la justicia y democracia, pero no se inmuta a la hora de corromper al oficial de tránsito que le recuerda que se ha estacionado en donde no debía, y tampoco se siente culpable por mentir un poco si puede obtener un poco de placer, dinero o tiempo libre adicionales. Lo importante es vivir ahora, aprovechar el tiempo, rehuir la responsabilidad, correr para llegar a tiempo al examen para el que no se ha estudiado, salir temprano de clase y fumarse un porro antes de que los padres pasen revista a la hora de la cena. Este es México –el chaval irresponsable pero encantador, torpe pero en proceso de aprendizaje– desde el punto de vista de mi amiga.

Con mi otro amigo, la visión es diferente. Él, demasiado crítico con todo, pero todavía con el corazón tibio como para dar un buen consejo a los pocos que de verdad aprecia, dice que México es un país de jóvenes que nacieron viejos. Siempre que tengo la fortuna de encontrarme a mi amigo el profesor desencantado, él me dice que el día de hoy es peor que ayer, cuando pensaba que ya nada podía hacer más trágico el panorama. Al azar, él abre su periódico y cualquier noticia le sirve para confirmar su diagnóstico: nos estamos ahogando en la podredumbre y seguimos concentrados en la frivolidad de la sección de espectáculos –aunque él no sabe que ésta es precisamente la primera que reviso del diario–, sin darnos cuenta de que estamos nadando en mierda, y que mierda y no otra cosa es lo que sale de nuestras bocas cada vez que hablamos, que mentimos, que decimos las cosas a medias para no ofender. Para mi amigo que rebasa los 60 años, tenía razón el Coronel de García Márquez cuando decía que lo único que comeremos el día de mañana será mierda. Pero el profesor también dice que no somos del todo culpables en corromper todo lo que nuestras manos tercermundistas tocan, que nuestros padres tuvieron que aprender a sobrevivir en medio de la corrupción que definía la vida política de México, y que pensaron que la mejor forma de hacernos fuertes –de mostrarnos que no hay lugar para los débiles– era enseñarnos a sobrevivir aun y cuando por nuestro sistema circulatorio corriera coca cola light, y no la sangre que hace a las personas rehusarse a vivir con la bota en el cuello. Mi viejo profesor nos observa a todos –creo que incluso a mi– como jóvenes que nacimos viejos, que estamos fascinados por procurarnos la sobrevivencia diaria si por esto entendemos aletargarnos un poquito con la televisión o el cine, en lugar de cobrar conciencia del desastre nacional y arrancarnos los ojos como el viejo Edipo. Por eso, el profesor –ogro filantrópico, esfinge de buen corazón– no entiende que yo pasé tanto tiempo en el cine, fascinado por un reflejo de la realidad que no es la realidad en sí, repasando historias que no me han ocurrido a mi pero que me emocionan inevitablemente en primera persona. No obstante, el viejo profesor siempre me pregunta –a mí, el joven que nació viejo, como toda su generación– cuál ha sido la última película que he visto.

Si no hay lugar para los débiles –si nuestro país es de jóvenes que huyen de la vejez o de viejos que por azares del destino poseen un cuerpo todavía joven–, ¿se agota la imagen de mi país en los retratos que han pintado mi joven amiga y el viejo profesor a propósito de la edad metafórica de la sociedad que somos? Me parece que la respuesta es negativa. En No es país para viejos, a través de las conductas del iluso escapista y el asesino despiadado, se revelan dos imágenes diferentes, aunque complementarias, de la sociedad que McCarthy cree que somos. Es cierto, pero el relato es lo suficientemente complejo como para dejarnos sospechar que las acciones del escapista y el asesino contribuyen tanto o más que el destino a modelar esta imagen de Estados Unidos, despiadada y brutal con la vejez. Magritte dijo (¿fue él quien lo dijo o mi memoria de joven avejentado me traiciona?) que incluso al plasmar en el lienzo un picaporte, el pintor hacía un autorretrato. Flaubert sentenció que todos y cada uno de sus personajes –y sobre todo Emma Bovary– eran retratos de sí mismo. Por mi parte, pienso y repienso si México es un país de jóvenes o de viejos, de viejos que no se han dado cuenta de que les queda algo de juventud para cambiar las cosas, o de jóvenes envejecidos que se han resignado a la pasividad porque el mundo que les heredaron sus padres ya estaba muy maltratado. Y me doy cuenta de que las imágenes de mí país que han delineado mi joven amiga y el viejo profesor no son absolutas, porque –como dijo el Subcomandante– en México caben muchos Méxicos. No obstante, tratando de satisfacer mi curiosidad sobre la relación entre el título y lo narrado en No es país para viejos, ambos han hecho un retrato de sí mismos, de lo que se esconde en sus más profundos anhelos, de aquel destino que temen más para sí mismos y para la sociedad que somos.

Personalmente, creo que en México todavía no hay el espacio suficiente para los débiles, es decir, para aquellos que carecen del dinero o los medios para hacerse escuchar; y también creo que la corrupción ha avejentado nuestra capacidad de responder políticamente de una forma diferentes a la negociación turbulenta o el agandalle total (término que cada vez me veo más forzado a emplear a propósito de la lectura diaria del periódico). Incluso, se me ocurre que es engañosa la misma idea de querer hacer un espacio para los débiles, pues esconde el paternalismo y la condescendencia con que nos trató el Partido que nos gobernó más de 70 años. Creo que México podría ser –aparte del chaval inexperto y el viejo decrépito– un tipo a punto de cumplir los 30 años, descontento por el lugar en que se encuentra y que es distinto de cómo se imaginaba al inicio de su juventud, pero que también se siente satisfecho por las cicatrices y los huesos rotos que ha acumulado en su cuerpo, ya no tan elástico pero todavía dispuesto al cambio. Este tipo –ni joven ni viejo, pero con la ansiedad de los jóvenes y ya con algunos de los miedos irracionales y el insomnio que definen los últimos años de la vida– sería capaz de reconocer sus errores, que éstos han sido el producto de una elección –consciente o no– y no golpes del destino, y también sabe que difícilmente cambiarán las cosas para mejor, pero que tiene que hacer de cuenta que todo esto no es más que una apreciación subjetiva. Quizá, todavía no haya en México espacio para los viejos, pero eso no significa que no lo pueda haber en el futuro; quizá, este joven a punto de cumplir los 30 años que visualizo como mi país, crea que la tragedia acecha a la vuelta de la esquina, pero también se rehúsa a no correr cuando siente que esa tragedia le está pisando los talones. En su carrera hacia el futuro, el casi treintón que me he imaginado es mi país –y que también soy yo, como pensaban Magritte y Flaubert– quiere hacer cosas imposibles: acompasar la teoría con la práctica, lograr el equilibrio entre los extremos, reservarse algunos golpes de adrenalina, jugar a la guerra con los amigos más queridos, encontrar un lugar para reconocerse débil y lamerse las heridas.

Sunday, May 25, 2008

Sin apetito para el postre



Hace un par de años, de la nota roja –el mejor surtidor de narraciones para quienes han hecho del acto de contar cuentos su oficio– saltó para ofender nuestras buenas conciencias la historia de dos solitarios alemanes que un mal día coincidieron en Internet: uno, demandando la satisfacción de un fetiche imposible de solicitar cara a cara, y el otro, dispuesto a ofertar su voluntad para saciar el deseo que la mayoría pronuncia de manera metafórica y nunca literal. Uno pedía un compañero para una serie de juegos sexuales que culminarían en el acto de devorar al otro, con su pleno consentimiento, sin engaños; incluso, uno le daría al otro una probada de su propia carne antes de que el trato terminara con la muerte de quien ofertaba su cuerpo para satisfacer la demanda de placer. Al menos, así lo planteaba el anuncio de Internet: uno buscaba al amante total, aquel que fuera capaz de hallar su propio placer en el proceso de diluir su cuerpo en el de la otra persona; el otro, por su parte, ofrecía hacer de su anatomía el espacio para la experimentación total. Así como Franz Kafka escribió un cuento acerca de las peripecias de un artista del hambre, la nota roja alemana nos ofreció la historia de un par de artistas del canibalismo. Seguramente –y aquí es donde la imaginación permite colorear las escenas cuya descripción minuciosa la nota roja siempre omite– uno y otro muchas veces habían dicho y escuchado –o querido decir y escuchar– aquello que es propio de las escenas de alcoba entre amantes: te quiero devorar, regálame tu corazón para despedazarlo a mordidas, te ofrezco mis labios para que los mastiques con los dientes, no te detengas hasta que sienta yo que tu carne y la mía son una sola. Y es que –lo dicho– la mayoría sublima sus deseos y vuelve metafórico lo literal, porque si se confiesa la intención de parasitar el alma del otro, de querer volverse un apéndice más del cuerpo ajeno –si se hace explícito el deseo de constatar que nada diferencia a la sangre de dos personas si se riega por el suelo de la habitación–, casi siempre la historia termina en la nota roja y no en la sección de sociales del periódico. Quizá, sea esa incapacidad de transitar entre lo metafórico y literal la que hace que una historia de amor termine en la sección de bodas y bautizos del periódico y la otra se consigne en la nota roja.

La reacción de los lectores del periódico alemán –que a través de Internet fueron el conjunto de esa entidad abstracta que se ha llamado la sociedad civil global– se horrorizaron y asquearon frente a la conducta del caníbal alemán y su víctima sumisa. Se dijo que sólo una vida mediocre y solitaria llevaba a un individuo a esa conducta extrema y no humana; proliferaron los psicoanalistas que hablaron de infancias tortuosas y existencias sórdidas que buscaban el placer sexual donde la mayoría ni siquiera se atrevía a mirar; incluso se insinuó que, de cierta forma, el caníbal había hecho un favor a la sociedad alemana al librarla de una presencia tan indeseable como la del pobre diablo que fue devorado. Por supuesto, todas éstas son muestras de horror, es decir, del espontáneo –aunque no por ello justificable– deseo humano de encapsular lo que no se entiende, separarlo de lo normal y depositarlo en el bote de la basura para que las hojas de la nota roja que dan constancia de la historia del caníbal y su víctima sean usadas para envolver pescado o alguna otra inmundicia ya descompuesta e incomible. No obstante, el asco evidencia una reacción más primitiva en los individuos: es la reacción que nos obliga a voltear la cara cuando un olor o el contacto con la materia orgánica putrefacta nos recuerda que nosotros somos también un cuerpo que gradualmente se va descomponiendo, que inexorablemente se dirige a la muerte. El asco es la reacción inmediata y primitiva frente al hecho de que nunca podremos liberarnos de la primera tiranía: aquélla que nos ata a un cuerpo que se corrompe, a unos músculos que gradualmente van perdiendo elasticidad, a un cerebro que se hace calloso y con el tiempo empieza a confundir los recuerdos y las experiencias presentes. Por eso, no es de extrañar que la historia del caníbal alemán despertara horror y asco a partes iguales entre los lectores de la nota roja. Lo paradójico es que, si el encuentro entre estos dos individuos no se habría producido sin la mediación de Internet, también fue la propia red la que propició que conociéramos esta historia para indignarnos y pensar que –afortunadamente– gente como esa no ronda en nuestro vecindario y que deseos como los de los frustrados amantes nunca podrían anidarse en nuestros corazones. O al menos, que es mejor pensar eso antes que reconocer todo lo que enmascaran el horror y el asco que despierta el amor en el infierno, la ternura que surge entre quienes no son lo suficientemente hermosos como para imaginárnoslos como protagonistas de una comedia romántica.

Thomas de Quincey –en uno más de sus escritos heréticos– nos pidió suspender por un momento los juicios morales y considerar al asesinato como una de las bellas artes. Alfred Hitchcock solía decir que no hay mente más malévola que la del legislador que se encarga de imaginar los crímenes más atroces, como preámbulo para el diseño de castigos proporcionales. Por su parte, Luis Buñuel alguna vez señaló que la verdadera perversidad radicaba en no aceptar que uno era capaz de sentir el deseo de asesinar al tipo que ha huido con la esposa amada o, simplemente, al fulano que se ha pasado un alto en un día particularmente fastidioso. Por supuesto, ni de Quincey ni Hitchcock ni Buñuel se referían a una estetización del mal o la violencia; no pedían confundir el valor de la vida humana con el de la obra de arte y subordinar la importancia de la primera a las dimensiones de la segunda. Lo que sí pedían era el ejercicio de la imaginación en dirección del lado oscuro del camino, hacia el territorio donde la mayoría de las personas localizan el horror y el asco y, por tanto, nunca observan con los ojos totalmente abiertos sino con la mirada de la sospecha que acompaña al dedo índice acusador. Confiemos en de Quincey, en Hitchcock y en Buñuel –y es que tenemos muy buenas razones para hacerlo– e intentemos –sólo por un momento– suspender el horror y el asco para imaginar cómo es que las trayectorias del caníbal alemán de la nota roja y la víctima sumisa coincidieron: cómo fue el primer contacto, qué se contaban uno a otro en el preámbulo al acto sexual total, cómo discutieron la resolución de los detalles técnicos de la obra magna –¿qué parte del cuerpo tendría mejor sabor o cuál sería la de más difícil digestión?–, incluso si no fue capaz de establecerse algún tipo de complicidad amorosa entre ambos. Eso es precisamente lo que hicieron el dramaturgo Noé Morales Muñoz y el director de escena Ginés Cruz, y el resultado es la obra de teatro que han titulado irónicamente Los prohombres.

Los prohombres lleva al extremo la idea de que observar al monstruo a la cara nos devuelve una imagen nítida de nosotros mismos, de que lo que hacemos como parte de los rituales amorosos o de los juegos que dan sentido a la vida es más excéntrico de lo que nosotros mismos nos imaginamos, si se mira desde la distancia. Pero no se trata tanto de un teatro de ideas como de emociones, integrad por sutiles golpes de ironía y negrísimo sentido del humor que los creadores nos propinan sin el menor aviso, para desarmarnos de nuestros prejuicios y de nuestra capacidad para sentir repulsión frente a aquello que se desconoce. El autor no asume el papel del titiritero al que sus criaturas importan poco más allá de la manipulación que puede hacer de ellas; más bien, el autor se coloca en la posición del fisgón que se acerca –y nos permite acercarnos de paso– a espiar a través de la ventana del edificio de enfrente, que generalmente permanece cerrada y un buen día se abre, para descubrir el diálogo entre dos solitarios que, precisamente, por su renuencia a aceptar la conmiseración para sí mismos, se nos acaban volviendo entrañables.

En Los prohombres el caníbal tienen nombre, Franki, y su invitado a la cena también, Sepo. Su autor no prejuzga, y el inicio de la obra no permite suponer el motivo de la reunión. Podría tratarse de un excéntrico promotor de los hábitos alimenticios sanos –Franki– que ha invitado a cenar a un viejo amigo –Sepo–, con quien tiene cierta familiaridad como para disculparle extravagancias, como siempre mantener la persiana de la ventana cerrada o tratar de convencerlo para que deje de beber coca-cola y, en su lugar, se refresque con agua traída directamente de los alpes suizos para la satisfacción de los comensales. Sin embargo, en el aire se respira cierta tensión. Imaginamos que cualquier de los dos se despedirá en cualquier momento, pues los alimentos servidos no son de la satisfacción de uno de los invitados; no sabemos si Franki y Sepo llegaran hasta el postre. Franki presta demasiada atención al cuerpo de Sepo, aunque no en un sentido propiamente sexual: lo pesa, lo mide, observa cómo se sofoca a causa de los kilos que el segundo tiene de más en el cuerpo, dibuja sobre él como se hace sobre las reses para delimitar los cortes exquisitos de los que no lo son.

Pero, además, Sepo muestra una paciencia infinita frente a los discursos interminables en los que Franki le explica su filosofía de la superficialidad de las relaciones humanas. Porque Franki tiene una filosofía personal. Él observa al mundo y sus habitantes como el entomólogo a sus insectos: detrás del cristal y con una necesidad imperiosa de inspeccionarles las entrañas para remarcar que entre esas criaturas y él no existe mayor semejanza que poseer una boca y el deseo permanente de alimentarse. La filosofía de la vida de Franki se desliza por el filo de la navaja que separa al cinismo de una frialdad que parece ser el producto de una profunda incapacidad para comunicarse con ese mundo que tanto desprecia. Pero, al mismo tiempo, Franki es ingenuo, pues cree que puede sentir la textura del mundo a través de Internet y que no vale la pena hacerlo con su propia piel.

Como puede verse, muy pocos –quizá nadie– aceptaría una invitación a cenar con un individuo como Franki. O, más bien, sólo lo haría alguien que observa las relaciones humanas con un desencanto semejante, pero que aún preserva en su interior un corazón generoso y que quiere ser desmentido de esa visión trágica de las cosas por alguien que lo reciba tal como es, sin pedirle nada a cambio ni que cambie nada de sí mismo. Y este sólo puede ser Sepo, el tipo que no puede detener el latido acelerado de su corazón cada vez que cruza la ciudad para encontrarse con Franki y que, a su vez, trata de transmitir esa excitación a su estoico anfitrión, esperando que quizá se desate una respuesta proporcional. Sepo fantasea con las aventuras sexuales de su vecino, se enorgullece de tener a alguien –Nico, su perro– que depende totalmente de sus cuidados y para quien es el centro de atención permanente. Incluso –y armado con una coca cola en la mano que se va a beber sin pedirle permiso a nadie– Sepo se atreve a desafiar el pacto que ha establecido con Franki, y de cuyo contenido siniestro nos enteramos más allá de la mitad de la obra. Justamente, la revelación ocurre en un momento –rubricado por la hermosa versión que Gary Jules hizo de “Mad World”– en el que las excentricidades de Franki y la transparencia de Sepo ya nos los han vuelto entrañables, y por ello mismo, se nos dificulta verlos como los estereotipos que la nota roja nos presentaría a propósito de su comportamiento poco frecuente.

Un momento antes del final, Franki y Sepo reconocen que la complicidad que surgió a partir del desencanto y el escepticismo respecto de los vínculos humanos, los ha colocado en una posición de empatía, de ternura despertada por la tormenta que uno reconoce en los ojos del otro y viceversa. Sin embargo, ambos detienen lo que parece el mecanismo del enamoramiento –o al menos el de la amistad– puesto a funcionar en el momento en que ambos buscaban –irónicamente– reconocer la futilidad del afecto. Como dice la canción de Gary Jules: “when people run in circles, it’s a ver very mad world” y “the dreams in which I’m dying are the best I’ve ever had”. El banquete de sarcasmo y complicidad al que fueron convocados Franki y Sepo –el caníbal cuya mirada es la de Humberto Busto y la víctima que transpira Enrique Cueva– concluye sin que se haya servido el postre. Quizá, porque éste invita a la sobremesa y a prolongar la charla y la compañía hasta más allá de las horas en que uno se pone solemne. Frente al postre y el café, uno comienza a ponerse ligero, a reírse de la seriedad con que se han dicho las sentencias más graves y profundas mientras se degustaba el plato fuerte. Y ese es un lujo que no se pueden permitir quienes van a cumplir un ritual de muerte y explicitación de los deseos impronunciables en público. Hay cosas que no comemos por prejuicio, y otras que no podemos comer sin deshacernos de los prejuicios; existen postres cuya sola apariencia nos lleva a rechazarlos, y hay ocasiones en que el exquisito sabor de este tipo de comida nos deja sin habla, al reconocer que nos hemos equivocado al prejuzgarla.

No obstante –hacia el final del banquete y a la espera de que se sirva el postre–, parece inevitable una pregunta: ¿cómo puede uno excavar en las profundidades del alma del verdugo y sondear los abismos de la sumisión y, después, intentar volver a la superficie para tomar una nueva bocanada de aire? Esto parece imposible. La historia de Franki y Sepo parece estar condenada a un final trágico. Pero la puesta en escena se detiene antes de que se consume el ritual, dejando sus creadores que nuestra imaginación complete la escena, a partir de su propio arsenal de recuerdos atroces. Pero este final suspendido en el tiempo también podría ser el comienzo de una nueva historia de complicidad y ternura, en la que sí haya espacio para compartir el postre tras una abundante comida. No en vano es “Take Me Out” –la endiabladamente bailable canción de Franz Ferdinand– la pieza que cierra el hermoso, desconcertante y tiernamente trágico ritual que es Los prohombres.



[
Los prohombres se representa los miércoles y jueves entre el 30 de abril y el 17 de julio, a las 20 hrs., en el Foro Shakesperare, ubicado en Zamora núm. 7, en la Colonia Condesa]

Sunday, May 04, 2008

Petróleo y sangre



Quizá, el pensador fundamental del siglo XX haya sido Martin Heidegger. Y lo fue por su acierto al describir el surgimiento de la conciencia humana fundamentalmente en su enfrentamiento con la muerte, con la finitud de la propia vida que se experimenta entre otros seres igualmente mortales. Pero también es fundamental Heidegger porque retrata, como pocos filósofos, la simultánea situación de oportunidad y de peligro para el logro de la libertad humana que significa la técnica, es decir, la posibilidad de que el ser humano produzca cosas con sus manos y las integre en una cadena de bienes consumibles. De acuerdo con Heidegger, el ser humano sabe que va a morir –incluso que ha nacido para morir–, pero también encuentra su redención –o la posibilidad de su perdición– en la construcción de la cultura, con la mediación de la técnica. Sabemos que vamos a morir y que el poco tiempo que se nos ha concedido será en su mayor parte sufrimiento, extrañamiento, reflexión sobre la propia finitud, pero aun así no perdemos la oportunidad de construir cosas con nuestras manos, que se erijan como monumentos para preservar nuestra memoria en el futuro.

Heidegger caracterizaba a la técnica simultáneamente como un destino y como un peligro. Destino, porque la actividad técnica que instrumentaliza a la naturaleza no es controlable por el individuo. Éste no ha elegido tener un par de manos que permanentemente buscan arrancar materias primas a la naturaleza y, en consecuencia, él tampoco puede detener su afán por transformar en el oro de la utilidad todo lo que esas manos tocan. Peligro, porque la técnica modifica a la naturaleza, pero también la obliga a entregarle sus frutos de manera violenta, como si estos fueran el producto de un acto sexual forzado, en el que buena parte del placer radica en la certeza del agravio. El destino trágico a que el ser humano se enfrenta con la técnica consiste en que él mismo termine convertido en un medio para conseguir propósitos más elevados, que él se diluya en la utilidad y pierda la posibilidad de encontrar sentido en esa cadena de bienes consumibles que se prolonga hasta la eternidad. Como afirma el propio Heidegger en La pregunta por la técnica (1953), el campesino que ara la tierra se sujeta a los ciclos naturales y a la composición genética de la semilla, que no puede sino originar una planta igual a ella; no obstante, ese campesino nada tiene que ver con el físico que obliga a la naturaleza a desdoblar sus átomos y a generar formas de energía que no están al alcance de la mano de los seres humanos sin mediación de la propia técnica. En un caso, la técnica sigue a la naturaleza; en el otro, la técnica violenta a la naturaleza, la cual es observada como un inmenso depósito de materias primas que se vuelve valioso sólo al entrar en contacto con manos humanas. En este sentido, para Heidegger, el físico se ha convertido en el arquetipo del científico, porque sus manos manipulan una realidad que no es palpable de manera directa –los átomos, la materia estelar, la luz–, pero que no sería cognoscible sin los recursos de la propia técnica.

Lo que hay, para Heidegger, es una reducción del valor de la vida a su utilidad; una erosión de los espacios humanos a fuerza de querer sacarles provecho, aun y cuando ya no hay nada que extraer. En esta cadena de producción, la libertad se pierde; no hay libertad para dotar de sentido a los procesos, sino sólo la creencia falsa de que la libertad se reduce a despejar de obstáculos el camino para el ejercicio de la técnica. Todo se vuelve superfluo, en el marco de la creencia de que lo único relevante es lo que no distrae al individuo de su destino como predador. Como una serpiente que se muerde la cola; como un profeta que intenta bendecir un pozo petrolero para incrementar la utilidad y alejar la mala suerte; como un comerciante de petróleo que convierte a su técnica en el dios pagano para adorar y rendir sacrificios.

There Will Be Blood, la nueva y operática película de Paul Thomas Anderson, es una parábola sobre las consecuencias trágicas de permanecer ciego frente al destino de poseer un par de manos que sólo saben extraer la utilidad del mundo. En este sentido, la película puede observarse como una ilustración de la tesis heideggeriana sobre la técnica como un destino y un peligro para el ser humano. There Will Be Blood se centra en la figura de Daniel Plainview, un aventurero que, como muchos otros a principios del siglo XX, toma su pala y pico para intentar responder al llamado de las entrañas de la tierra, la cual es una deidad celosa que sólo concede el beneficio de su oro negro a los pocos que estén dispuestos a sacrificarlo todo en la empresa. Desde el principio, Plainview tiene éxito. Él descubre petróleo y obtiene sus primeras utilidades, pero también la intuición de que la suya es una empresa solitaria: los trajes de gala que puede comprar sólo serán usados en las reuniones para embaucar a los pueblerinos y que ellos le vendan sus tierras al menor costo posible. Porque el destino de Plainview es permanecer la mayor parte del tiempo bajo la tierra, cubierto de polvo y aceite, o vigilando cómo otros trabajan como si fueran extensiones de sus propias manos. El destino, ya lo dijo Friedrich Nietzsche, se experimenta como continuidad, como repetición no elegida, como cadena de la que es imposible escapar sin desgarrar la quijada de la serpiente que se muerde la cola. En There Will Be Blood, esta idea de destino está remarcada por la obsesiva y minimalista música que Jonny Greenwood (guitarrista de Radiohead) compuso, estableciendo una continuidad orgánica entre el ritmo de dos sonidos tan distintos como el latido acelerado de un corazón asustado ante la perspectiva de perderlo todo y, por otra parte, el ruido de las máquinas perforadoras que no se detendrán hasta desgastar sus engranes.

Daniel Plainview (el soberbio Daniel Day Lewis) es un tipo reflexivo, inteligente, de pocas palabras, de mirada astuta que –intuimos– se pierde en infinitas cadenas de pensamientos mientras permanece en la soledad de su atalaya, observando cómo los demás trabajan para él. Pero él es incapaz de verbalizar cualquier pensamiento si no puede referirlo a la utilidad. Incluso, cuando la paternidad lo asalta por sorpresa, asumirá el compromiso porque es justo compensar a quien ha perdido la vida en la tarea de producirle más dinero. Hay gratitud, pero no la certeza de que ésta sea expresable de forma diferente al beneficio económico. Ahora bien, en medio de las tierras yermas donde Plainview desarrolla su existencia –siempre corriendo de un lado para otro, compitiendo con otros seres igual de ciegos al destino que les ha impuesto la técnica–, él se encontrará con un espejo en el cual reflejarse. Se trata de Paul Sunday (Paul Danno), un chico con delirios de Mesías, quien también ha invertido el orden de las cosas con la mediación de la técnica, y se ha autoproclamado como el engrane fundamental en la cadena de la producción de milagros. Los destinos de Paul y Plainview se cruzarán, como en las tragedias griegas, para producir consecuencias inesperadas para ambos. En un arranque de megalomanía, Paul obligará a Plainview a confesar la corrupción de su alma, empapada de la negrura y la pesadez del petróleo en medio del cual ha pasado su vida entera. Pero la revancha llega, y es Plainview quien evidenciará –hacia el final de la película y en una de sus mejores secuencias– el carácter instrumental de la religión para el falso profeta que es Paul Sunday. “Soy un falso profeta y Dios es una superstición rentable”: eso es lo que grita Paul, y lo hace con la misma convicción con la que ofrece sus sermones en público. Quizá Plainview interiormente esté profiriendo un evangelio similar: “Soy el verdadero profeta, porque el Dios al que sirvo es el único y el verdadero, es decir, la técnica”. Aunque defensores de diferentes dioses –el petróleo y otro abstracto pero igual de inmisericordioso– Plainview y Paul transitan por caminos similares, empujados por un destino que, para ellos, parece imposible de renunciar. La paradoja es que, para que Plainview entienda esta profunda verdad sobre sí mismo, tendrá que hacerlo reconociéndose reflejado en el falso profeta que no tiene pudor en aceptar su charlatanería.

¿Pero es Plainview culpable de no saber establecer relaciones al margen de la utilidad? ¿Puede reclamársele a voz en cuello no conocer el significado del afecto desinteresado? Incluso, cabría preguntar: ¿es que existe algo como el afecto desinteresado en un mundo dominado por la técnica? La respuesta de Paul Thomas Anderson es compleja. Quizá Plainview no es culpable, pero no por ello puede escapar a la responsabilidad por sus acciones. Para Plainview –como para muchos sobrevivientes de la tragedia capitalista–, el destino es un sendero que se bifurca: ser el opresor o el oprimido, gozar de la opulencia o padecer la miseria. Heidegger afirmaba que la tragedia del destino del hombre dedicado en cuerpo y alma a la técnica, radica en entender a la existencia, precisamente, como una disyuntiva entre la productividad o la pasividad. Cuando la técnica y sus instrumentos –o el cuerpo instrumentalizado– lo dominan todo, el mundo se vuelve un páramo hostil, incapaz de despertar en el individuo la más mínima brizna de pensamiento autónomo y desinteresado. Cuando el corazón no se observa más que como un fino mecanismo de relojería capaz de sustentar la vida, y se pierde la posibilidad de ensayar todo tipo de metáforas amorosas sobre este órgano, entonces, nos habremos convertido en Daniel Plainview. En ese momento, nuestros pensamientos serán incapaces de salir por la boca, porque la boca sólo sirve para comer y no para comunicar. Entonces, como en There Will Be Blood, seremos finalmente dominados por el destino que es la técnica.

Sunday, April 06, 2008

De humor para probar la tarta de zarzamora


¿Por qué al final del día la tarta de zarzamora permanece intacta cuando todos han decidido cortar y saborear, hasta hacerlo desaparecer, el pastel de queso con chocolate? La razón es imposible de saber. Ambos postres, quizá, fueron preparados con la misma dedicación y amor de quien ama su trabajo, o de la misma manera mecánica y rutinaria por quien está harto de cocinar para los demás. Pero el resultado es que una tarta fue elegida y la otra no, una fue motivo de discusión en la sobremesa por su sabor incomparable y la otra se quedará en el fondo del refrigerador hasta que alguien la tire a la basura. No hay razones mejores que otras para elegir un sabor sobre otro. Incluso, como dice uno de los desencantados personajes de My Blueberry Nights, si el vodka tiene un sabor fuerte y no particularmente grato, lo seguimos tomando porque anhelamos su efecto de languidez sobre el cuerpo y de adormecimiento sobre los pensamientos. He allí una buena razón, posterior a la elección, para decidir embriagarse con vodka la noche en que queremos evitar pensar en el desamor y en los motivos que llevaron a la persona a quien amamos de manera desesperada a decidir –simplemente– que nosotros somos la tarta de zarzamora que merece quedarse sin probar.

En el corazón de My Blueberry Nights, Wong Kar Wai sitúa una cafetería en Nueva York, donde se encuentran, a propósito de unas llaves extraviadas y una discusión sobre las puertas que se cancelan para siempre si el dueño no regresa a reclamarlas, dos personajes –Jude Law y Norah Jones– que sólo tienen en común el buen ánimo y la reciente pérdida amorosa. Como si fuera el ojo del huracán en el que las cosas permanecen en calma –en un caos calmo–, la cafetería será el espacio para discutir sobre el amor, el destino, la soledad, las cosas que hacen a la gente encontrarse y separarse, todo acompañado de la rebanada de la tarta de zarzamora que ninguno de los comensales quiso probar.

Jude Law, Norah Jones, Chan Marshall (también conocida como Cat Power), Natalie Portman, Rachel Weizs y David Strathairm (la tristeza personificada), son filmados por la cámara de Wong Kar Wai mientras hablan, ríen, lloran, acompañan a quien necesita de la compañía o demandan la presencia de un extraño que escuche atento sin juzgar con dureza. Ellos son retratados a veces en cámara lenta, otras bañados por luces de neón, con una música de fondo lánguida y hermosa que los hace parecer aún más sensuales en su depresión. Como si los sentidos fueran exacerbados por el cuerpo que anhela el encuentro amoroso y la certeza de que ese encuentro es, por ahora, imposible. Por supuesto, es la misma historia que Wong Kar Wai ha filmado, de distintas maneras, desde el inicio de su carrera. Jude Law podría ser Tony Leung en Happy Together, y ambos ensayarían las mismas miradas de contención y alegría por el encuentro destinado a no concretarse en el acto amoroso. Norah Jones podría ser Maggie Cheung en In the Mood for Love, detenida sobre su tacón derecho, antes de abrir la puerta que la separa del amante del que sabe que no podrá separarse si decide ceder a la tentación. Las llaves se extravían, pero aun recuperándolas, no siempre la persona que anhelamos está al otro lado de la puerta esperando. Con My Blueberry Nights, el extranjero que es Wong Kar Wai se ha instalado a vivir en un país propio –como Wenders con Paris, Texas, como Von Traer en Dogville–, que a veces se parece a Estados Unidos. En cualquier caso, se trata del país de la tristeza, poblado de cafeterías a las que sólo llega gente melancólica, cansada de pelear por llamar la atención sobre la conveniencia de tomar lo que otros han despreciado en el pasado; un territorio donde sólo se sirve la tarta de zarzamora que nadie quiso probar antes. Las noches sabor a zarzamora de unos son, de manera paradójica, las mismas noches de quienes no necesitaron el sabor dulce de un postre si pudieron probarlo directamente de los labios de ese oscuro objeto del deseo que, en muy contadas ocasiones, se vuelve real…


Sunday, March 30, 2008

10 / 100

Hace muchos, pero muchos años –en la prehistoria de mi adolescencia–, tuve la oportunidad de ver una película china, La vida en un hilo –dirigida por Kaige Chen, quien después haría esa maravilla que es Adiós a mi concubina–, que relataba una extraña historia de obsesión con la música y los números. Un hombre ciego, virtuoso en el manejo de un instrumento de cuerda parecido al banjo, cree que al romper la cuerda número 1000 de su carrera como músico callejero, él recuperará la vista. Como todas las ideas románticas, la creencia del músico tiene algo de ingenuo y mucho de declaración de principios. Si en La vida en un hilo somos seducidos por la idea de que la música puede hacer recuperar la vista a un hombre, es porque todos hemos experimentado lo que es aferrarnos a una canción como a una tabla de salvación en medio del mar. Por eso me gustaba la historia del músico ciego y su obsesión por el número mil. Por eso es que me gusta pensar que los números que integran la cuenta de nuestros días alguna relación tienen –no siempre evidente– con la música que escuchamos y que nos hace cantar mientras caminamos distraídamente por la calle, hasta que caemos en la cuenta de nuestra excéntrica conducta por la cara de sorpresa de algún transeúnte desconcertado al contemplar nuestro ensimismamiento con una tonada que nadie más que uno mismo puede escuchar.

No han sido 1000 las cuerdas que he roto del banjo al que no sabría sacarle ni una sola nota armónica, pero si han sido 100 veces las que he podido ponerle punto final a un texto para compartirlo en este espacio virtual, el cual me ha servido de tabla de salvación y me ha permitido recuperar la vista a través del diálogo con otras miradas más nítidas que la mía. No han sido 1000 canciones las que se han desgarrado como acompañamiento de estos fragmentos de las cosas que amo, y que he tratado de expresar con palabras. Tal vez, eso sí, son más de 1000 veces las que han sonado un puñado de 10 canciones que podrían acompañar a cualquiera de los 100 posts a los que el día de hoy llego. He aquí esa lista que integraría el soundtrack de una película que bien podría llamarse Nunca nadie hizo tanto con tan poco que le tocó:

1.- “If you’re feeling sinister”/ Belle & Sebastian



2.- “Lucky”/ Radiohead



3.- “Love Will Tear Us Appart”/ Joy Division



4.- “The Great Beyond”/ R. E. M.



5.- “If It Be Your Will”/ Leonard Cohen



6.- “Mad World”/ Gary Jules



7.- “Common People”/ Pulp



8.- “Sexy Boy”/ Air



9. “Everloving”/ Moby



10.- “Pioneer To The Falls”/ Interpol



Cada una de estas canciones es una forma de agradecer a quien ha tenido la paciencia de pasarse por este espacio a lo largo de 100 entradas, detenerse un momento para leer y –en el colmo de una generosidad inmerecida– dejar testimonio de que el ciego que no sabe tocar el banjo en el que me he convertido, todavía puede esperar que al escribir el post número 1000 quizá recupere un poco de la visión de la que carecía al principio de esta aventura.

Como cantaría Gustavo Cerati, gracias totales por el acompañamiento en este tiempo que se ha caracterizado por querer hacer cosas imposibles.

Monday, March 24, 2008

That’s How People Grow Up

I was wasting my time
Trying to fall in love
Disappointment came to me and
Booted me and bruised and hurt me
But that's how people grow up
That's how people grow up
I was wasting my time
Looking for love
Someone must look at me and
See their sunlit dream
I was wasting my time
Praying for love
For a love that never comes
From someone who does not exist
And that's how people grow up
That's how people grow up
Let me liveB
efore I die
No not me
Not I
I was wasting my life
Always thinking about myself
Someone on their deathbed said
There are other sorrows too
I was driving my carI crashed and broke my spine
So yes there are things worse in life than
Never being someone's sweetie
That's how people grow up
That's how people grow up
That's how people grow up
That's how people grow up
As for me I'm okay
For now anyway

[Del disco Greatest Hits, de Morrissey, quien después de tantos años sigue tan fresco como una lechuga y con la misma disposición para hacer crecer su copete en las ocasiones que así lo amerite. ¿Quién, sino él, podría cantar con una sonrisa en los labios que el amor es un bien terriblemente escaso y que más nos valdría colocar una vedad en el territorio donde pretendemos desarrollar los rituales del cortejo y el apareamiento? A diferencia de la chica que es protagonista de Juno, Morrissey no cree que crecer sea el resultado de correr, tropezarse y levantarse de nuevo para reiniciar la carrera. No es tan sencillo para quien ha vivido un idilio permanente con el fantasma de James Dean y alguna vez fue líder de The Smiths. ¿Qué significa crecer? ¿Cómo es que uno se da cuenta de que el paso que está dando en este momento nos separa definitivamente del pasado y que, en este sentido, para bien o para mal, hemos crecido? Quizá, sugiere Morrissey, la gente crece cuando acepta, con la misma sonrisa en los labios, que la energía que implican los rituales del cortejo y el apareamiento no siempre es proporcional al éxito de la empresa. Así es como nos damos cuenta de que hemos crecido: nos volvemos escépticos del amor, de las relaciones, pero aún así seguimos componiendo canciones pop que se pueden cantar en el metro mientras uno va de camino a casa del objeto de nuestro afecto, o que se pueden tararear mientras uno se ducha y escucha que en la otra habitación alguien se esmera por prepararnos el desayuno… Así de sencillo: correr, crecer y tropezarse; dejar de correr, hacer cicatrices en las rodillas después de tantas caídas, crecer y endurecer el corazón un poco]

Thursday, March 06, 2008

Fragmentos de las cosas que amamos



[Para Toño Fidalgo, cuyos fragmentos de vida son más sólidos que lo que parece ser una totalidad imposible de superar]


Pieces of the people we love es el título de ese endemoniadamente movido disco de The Rapture, que tiene el poder de hacerme proferir unos sonidos guturales y agudos particulares y sospechosos, lo cual ni siquiera logra el dolor de golpearme el dedo chiquito del pie con la pata de la cama en un día de frío. Cada una de las canciones que componen este disco me parecen pequeños orgasmos convertidos en sonido, y por lo tanto, escuchar (cantar y bailar) a The Rapture deja una sensación de cansancio placentero. Fragmentos de placer inmediato y no culpable que se encadenan en la noche, o en el día que tiene la densidad de la noche más permisiva. Como estar permanentemente a punto de cerrar los ojos, y con las ganas de fumarse el cigarrillo posterior al coito, ese que hace olvidar que el ser humano –como dijo alguien– es sobre todo un animal triste con un humor poscoital permanente. Fragmentos de las personas que amamos, antes de que las cosifiquemos; fragmentos de las cosas que amamos y que tratamos como si fueran personas que queremos permanentemente en nuestro ecosistema; fragmentos de totalidades que, consideradas como unidades cerradas, se vuelven inabarcables, pero que reconstruidas resultan lúdicamente accesibles. Por eso es tan divertido el disco de The Rapture que alude a los fragmentos de las personas que amamos: no hay duda respecto de la solidez del objeto del afecto, pues todo se aprecia distorsionado por la luz de colores que le otorga a la realidad aristas y ángulos que tal vez no existan más que en la mirada del observador. La melancolía, al contrario, resulta de contemplar un paisaje infinito, inabarcable con la mirada. Y es que la mirada se siente más alegre si se concentra en los detalles, si fragmenta el paisaje en trozos de tierra, en espacios de agua claramente delimitados, en los árboles y no en el bosque en el cual sería muy fácil extraviarse. De fragmentos: así han estado compuestos los días entre el post de la lluvia de ranas en el valle de San Francisco y el día de hoy, en el que un buen amigo me recomendó no abandonar la escritura, no descuidar este espacio que ha sido como tablita de salvación en muchos casos. Estos han sido días en que los fragmentos no dejan ver el bosque. Concentrarse en la astilla clavada en el dedo, distrae de la contemplación de la totalidad de una existencia que se parece, en el mejor de los casos, a una hoja en blanco atrapada en el rodillo de una máquina de escribir; y, en el peor, a la última hoja de un cuaderno usado para algo tan creativo y excitante como llevar la contabilidad en una tienda de abarrotes.

Mientras regresa la inspiración, y tratando de mantener el buen ánimo de los fragmentos de las cosas que aman los chicos de The Rapture, hago una lista de aquellas ideas que, adecuadamente desarrolladas, podrían haber ocupado el espacio de este post fragmentado:

1) El nuevo disco de R. E. M. No está de más decirlo: pero R.E.M. fue mi primera banda favorita y Michael Stipe una especie de primer gurú, en la época de mi adolescencia real (no la metafórica, de la que creo no podré salir nunca). R.E.M. hizo un disco perfecto (Automatic for the People) que deprime y llena de energía a partes iguales. Stipe, con esa aura de profeta místico e indigente que ha perdido la razón y deambula por las calles de Nueva York, hacía cine, política y se declaraba el mejor amigo de Kurt Cobain. Hoy tengo que cerrar un poco los ojos para enfocar esos días lejanos. Hoy uso lentes y tengo un trabajo serio. Hoy Stipe ha perdido casi todo el pelo y sigue bailando como cuando su cráneo estaba cubierto por unos rizos rubios que constantemente obstruían la contemplación de sus ojos azules. Siendo y no los mismos, Stipe y compañía están a punto de editar un nuevo disco: Accelerate, del que ya he escuchado un primer avance, la canción “Supernatural Superserious”. Es muy pronto para decir si esta pieza me gusta o no. Es el R.E.M. típico y no lo es; se aprecia la vena creativa de siempre, pero también el paso del tiempo. Ojalá que esas ganas de meter el acelerador a fondo, que se anuncian en el título del disco, se reflejen en Accelerate. Un dísco nuevo y por escuchar de R.E.M. no es cosa de todos los días. Eso bien ameritaba un post.

2) Lo mucho que me gusta la línea de “Corazón de neón” en la que Javier Gurruchaga canta que “la ciudad es un pájaro herido, envuelto en papel celofán”. Porque muchas de las cosas que pasan en la Ciudad de México son eso, un pájaro herido envuelto en papel celofán. En la Ciudad de México, la tragedia siempre está a punto de ocurrir, pero se diluye en el buen humor provocado por la música guapachosa de algún vendedor ambulante; un individuo te asalta y al final de la operación comercial forzada te desea que tengas un buen día y que la Virgen de Guadalupe te cuide para que nada malo te pase de regreso a casa; los asesinatos más sádicos son cometidos en nombre del amor; el suicida tiene que sonreír porque se da cuenta de que es fin de quincena y se le ha terminado el gas con el que pensaba acabar con su vida, así que tendrá que posponerlo hasta que llegue de nuevo el pago. Siempre ese “pájaro herido, envuelto en papel celofán” me recuerda aquel cuento de Octavio Paz en el que un chico le quiere arrancar los ojos a un fuereño que los tiene de color azul, porque le prometió a su novia conseguirle un ramillete de ojos azules.


3) ¿Por qué razón alguien da el nombre de “Heidegger” a un local que se dedica a vender helados y paletas de hielo? El detalle es delicioso: uno va subiendo el camino rumbo a la Preparatoria del Gobierno del Distrito Federal que se encuentra en Xochimilco, y un poco antes de llegar, a la izquierda, se encuentra con un local que vende este tipo de viandas y que lleva por nombre el del filósofo alemán. Como sé que la filosofía no es una actividad particularmente lucrativa, puedo imaginarme una historia que es la de muchos filósofos profesionales sin campo laboral para ejercer. A punto de terminar la carrera, el filósofo en cuestión se obsesiona con la filosofía de Martin Heidegger, con desentrañar el significado de su idea según la cual el ser no se reduce a los entes (quizás porque los entes que constituyen el universo particular del filósofo heideggeriano son grises, obtusos y no lo inspiran a nada). Pero como el joven aspirante a filósofo se ha quedado sin recursos económicos para seguir escribiendo una tesis en la que ya lleva enfrascado demasiado tiempo, decide contribuir a la economía familiar y hacerse cargo del negocio de paletas heladas. Colocar el nombre del filósofo alemán que da sentido a su vida, le otorga un motivo de felicidad diario al chico obligado a comportarse como adulto. Y es que pocos fetichistas como los filósofos: para mí, en la época laboral más difícil (cuando enloqueció el que era mi jefe en aquel momento, y empezó a adoptar tácticas de intimidación dignas de Milosevic), las Lecciones de ética de Kant, colocadas permanentemente sobre mi escritorio y sin abrir, eran la marca para recordarme la razón por la que había terminado confinado en ese lugar.

4) Lo mucho que me gusta la línea de “De perros amores”, la canción de Control Machete y Ely Guerra para la película Amores perros, en la que se escucha como pregunta incómoda “¿Cuantas veces se ha detenido el sol a mediodía porque ya no quiere vivir más atardeceres?” Y si el sol no se deprime por hacer lo que irremediablemente tiene qué hacer, ¿por qué hay veces que ya no tengo fuerza para pensar en siquiera sobrevivir hasta el atardecer? ¿Por qué uno siempre se rebela a la rutina que la mayoría de la humanidad adopta sin chistar: nacer, crecer, reproducirse, mantener vivo el cuerpo y morir? La canción hace parecer que preocuparse por el sol y si éste tiene ánimo o no de llegar al atardecer, deja de ser una abstracción filosófica para convertirse en una pregunta dolorosa y cotidiana. “¿Qué pasaría si las flores sólo se marchitaran o sólo se quedaran como botones”: esa es otra de las líneas más hermosas de la canción que ameritaba también un post.

5) Wonderboys y la pregunta de Edmundo. Alguna vez, Don Edmundo me preguntó por qué uno prefiere la cómoda rutina frente a la fresca sorpresa, y me dijo que por eso le gustaba tanto el título que Ximena Sariñana dio a su disco, es decir, Mediocre. También me preguntó por qué parece que la intolerancia es un síntoma de envejecimiento, por qué los años acumulados nos hacen desesperarnos con más facilidad. Siempre prometí escribirle un post sobre Wonderboys, la peli de Crustis Hanson sobre la novela de Michael Chabon, que habla de eso: de crecer, correr y tropezarse; de aprender a ser un héroe de la propia historia y aprender a ser intolerante hacia todas las cosas que nos lastiman; de lo heroico que resulta encontrarle sentido a la vida, aunque éste sea pequeño, opaco y radique en alegrías más bien minúsculas, como disfrutar del caramel macchiato o alegrarse porque la coca cola zero ya no contiene ciclamida. En la peli, el personaje principal (Tobey Maguire, quien carga siempre en su mochila con la biografía de Montgomery Clift) es un chico confundido, capaz de recitar los suicidios ocurridos en el star system hollywoodense desde su creación, pero que no puede dejar de decir mentiras. Este chico acabará observándose a sí mismo como el prodigio que es, no a causa de su talento literario excepcional ni de su capacidad para vincularse con la parte más vulnerable de las personas, sino por haber aprendido a encontrar (¿constuir?) su lugar en el mundo y a localizar un par de ojos reales (no los de Montgomery Clift) en los cuales descansar su mirada, para refrescarla y limpiarla. Por eso es que el post sobre Wonderboys era una forma de responder a las preguntas de Don Edmundo.

Monday, January 07, 2008

Música para contemplar una lluvia de ranas y escribir una película imaginaria

[Para Don Edmundo, que conoce muy bien el oficio de inventar –o encontrar en la nota roja– los argumentos para todo tipo de películas imaginarias]

La escritura antecede, casi siempre, a la imagen filmada. Pero existen las excepciones que confirman esta regla. Pensemos en el trabajo previo a la filmación que hace alguien como Mike Leigh, quien esboza de manera general el sentido de la película y luego, en el set, comienza la verdadera reescritura del guión con los actores, a quienes les pide que actúen de manera instintiva, desarrollando las reacciones de sus personajes por decisión propia. La ironía, como señaló en alguna ocasión el propio Leigh, es que el guión de películas tan complejas como Naked o Secrets & Lies, no existe como tal. La escritura de Mike Leigh es sólo el punto de partida en un proceso de creación colectiva que el propio director no sabe bien en qué dirección concluirá, pero que lo sujeta a la propia coherencia orgánica de lo narrado. Por eso es que las historias de Leigh, situadas en el frágil borde entre la comedia y la tragedia, entre lo pueril y lo sublime, entre la compasión y la ironía, siempre tienen un tono de verosimilitud: así ocurre en su crónica del reencuentro entre dos chicas que se conocieron en la universidad –las protagonistas de Career Girls– invocando a Charlotte Brönte para adivinar su futuro; también sucede con la disección que el cineasta inglés hace de aquello que la cultura ha denominado el instinto de maternidad –el tema de Secrets & Lies–; y también con la descripción de las desventuras legales de una mujer, Vera Drake, quien sólo quiere ayudar a chicas que se descubren embarazadas y que no pueden hacerse cargo del problema.

Algún escritor de quien no recuerdo el nombre señaló que el universo de un creador queda definido por sus vivencias hasta antes de los veinte años. En el borde de esa edad, el paraíso personal, con su contraparte de sombras, ya se habría construido de manera completa; cuando se acumulan dos décadas de vida, el individuo es capaz de saber la medida de sus fuerzas y de definir, aunque nunca de manera totalmente clara, aquellos objetos y personas que desea lo acompañen de allí en adelante. El resto de la vida no sería, entonces, sino un intento por recuperar esa imagen idílica construida hasta los veinte años, o el esfuerzo por darle cuerpo en la realidad, sabiendo que la voluntad siempre encuentra obstáculos insalvables. Hasta esa edad, un escritor se alimenta de las más diversas influencias, pensando siempre cuáles serán las mejores palabras para describir la experiencia o qué adjetivos son superfluos y necesita despojarse de ellos para transmitir una emoción de la manera más transparente. Todo lo que se vive, los sabores que se paladean, la música que se escucha, la gente que se conoce, gradualmente van integrando escenas que, con un poco de suerte, acabarán formando una historia orgánica que el creador necesitará contar de manera imperiosa y con los recursos del cine. Hasta los veinte años, uno ya ha escuchado las canciones que integran la banda sonora de las historias que quiere contar; hasta los veinte años, uno ya habría conocido a las personas, o sus rasgos, que delinearán el carácter de los protagonistas de las futuras películas que se dirigirán. Algo semejante le ocurrió a Paul Thomas Anderson con la música de Aimee Mann, que fue la base del guión para su película Magnolia y los personajes que allí se entrecruzan un día despejado que concluye en una torrencial lluvia de ranas sobre el Valle de San Fernando.

Magnolia
es una película sobre el azar –un tema recurrente en el cine a partir de la década de 1990–, pero también sobre la forma en que los vértices que generan las vueltas de la fortuna producen un vacío permanente en el alma humana, mismo que clama por ser satisfecho de alguna manera. De cierta forma, la vida –esa acumulación de años y de experiencias– no es otra cosa que la sucesiva lucha diaria por encontrar aquello que llene de la mejor manera este hueco en el centro del corazón. El vacío permanece siempre, aunque el azar nos de la ilusión de que es posible, por fin, ser salvados de convertirnos en aquellos inadaptados sociales de quienes nadie en su sano juicio se podría enamorar. En el corazón de Magnolia se localiza una canción de Aimee Mann, “Save Me” que, precisamente, habla sobre ese sentimiento: “You look like a perfect fit/ For a girl in need of a tourniquette/ But can you save me? Save me from the ranks, of the freaks who suspect they could never love anyone”.



En Magnolia, la gente se encuentra y se enamora, pero eso no basta para construir una historia compartida con final feliz; allí, la casualidad produce accidentes que dejan incapacitados para relacionarse con otras personas a los niños genio que asisten a programas de concurso; las mujeres arribistas acaban enamoradas del marido con quien se casaron por interés económico, condenadas a vivir la agonía que sólo se puede calmar con el gas del escape del auto de lujo que están a punto de heredar; el domador de mujeres aprenderá que la compasión es un sentimiento que también él puede despertar; el policía bueno se dará cuenta de que los sueños se cumplen en la realidad, aunque no de la manera exacta en que se imaginaron, sino de una forma más bien irónica y retorcida; y todo esto, al momento en que una lluvia de ranas cae sobre la ciudad, como plaga bíblica, dándoles a todos un motivo para sentirse redimidos. Al principio de la película, una voz advierte: “Este es el tipo de historias que si ves en una película, automáticamente piensas: ‘No, esto no ocurriría en la vida real’”. Y, sin embargo, Magnolia es una película viva, con un sistema nervioso al borde del colapso y cuyas ramificaciones se cruzan de manera caótica pero funcional, tal y como lo hacen las rutas del tráfico en el valle de San Fernando. Si bien los personajes de Magnolia salen más o menos bien librados de la película –salvo el chico suicida que termina con un boquete en el estómago al inicio–, ellos han sobrevivido a sí mismos y no se han dejado succionar por el vacío que los rodea. Una canción de Aimee Mann, “Wise Up”, les recomienda a esos personajes que lo mejor es darse por vencido de antemano, pues no se debe esperar nada bueno de la vida, para poder sentir gratitud si la fortuna les trae un poco de inesperada paz. “You’re sure there is a cure/ And you have finally found it/ You think one drink can shrink you until you’re undeground/ But it’s not going to stop until you wise up/ No, it’s not going to stop/ So just give up”



El propio Paul Thomas Anderson ha dicho que sin la música de Aime Mann, y las semillas que en ésta el cineasta encontró para germinar sus propias historias, Magnolia no existiría. Si los guiones de Mike Leigh se reducen a unas diez páginas de anotaciones a mano, el que Paul Thomas Anderson escribió para Magnolia podría haberse plasmado en papel pautado y con muchas anotaciones ilegibles al margen, las mismas que Aime Mann realiza siempre tratando de encontrar la forma más directa y seca de contar sus historias de perdedores que encuentran la redención un instante antes de estrellarse contra el suelo.

De acuerdo con Paul Thomas Anderson, las canciones de Aime Mann caen en alguna de estas tres categorías: 1) aquellas que dicen lo que siempre pensaste pero que no sabías como expresar; 2) las que pudiste haber escrito tú, si tuvieras el talento suficiente para hacerlo, y 3) aquellas que, incluso no habiéndolas escuchado nunca antes, de inmediato te resultan familiares. Aimee Mann es una chica con una cara muy peculiar, dura, con una sonrisa que parece más producto de la esquizofrenia que del bienestar. La música que ella produce no es sencilla de digerir, o más bien, se resbala hacia el interior de uno con cierta facilidad por la suavidad de sus acordes, por lo sencillo de los estribillos, pero una vez dentro, produce una indigestión existencial que no se cura sino cuestionando hasta el fondo el sentido y el propósito de ese día afortunado en que uno descubrió la música lúgubre de Aimee Mann. Ella canta la miseria de la vida, pero no para recomendar que la gente se suicide en masa: no, eso sería una forma demasiado fácil de terminar con la película. Lo que necesitan los protagonistas de sus canciones no es una cuota extra de drama que la que las circunstancias les han otorgado. Simplemente, Aimee Mann canta extrañas canciones de cuna para hacer dormir los atormentados corazones de, por ejemplo, la chica que se descubre embarazada de un perdedor igual que ella o del tipo que se da cuenta que ha desperdiciado la mitad de su vida vendiendo boletos para la feria de su pueblo. Un sueño profundo para curar los golpes del día: esa es la moraleja y la recompensa tras la escucha de cualquiera de las canciones de Aimee Man. Precisamente, eso es lo que obtuvo Paul Thomas Anderson, y en medio del descanso y el alivio, él pudo soñar con los personajes a los que Julianne Moore, Tom Cruise, Phillip Seymour Hoffman, William H. Macy y John C. Reilly, entre otros, prestaron sus rostros en Magnolia.

Si se escucha con calma lo que ha hecho Aimee Mann después de la banda sonora de Magnolia, es decir, sus discos Lost in Space y The Forgotten Arm, se podría imaginar una secuencia que no está incluida en la película de Paul Thomas Anderson, pero que completa el cuadro.

La secuencia imaginaria podría ir más o menos de la siguiente manera. Un día después de la lluvia de ranas –en ese Valle de San Fernando vacío de gente que se resguarda en las habitaciones de los hoteles, embriagándose porque no conocen el poder de la música de Aimee Mann para perder el sentido– alguien –interpretado quizá por John Turturro– se acerca a su carro, limpia los fragmentos de los cuerpos de las ranas que lo cubren, y emprende el viaje que realiza diariamente al trabajo. La recepción de la antena del auto del personaje de John Turturro no es buena, a él le gusta la música country, pero las estaciones que la programan suenan con demasiada interferencia para ser entendibles. Entonces, buscando en el cuadrante de la radio, se topa con la voz suave de una mujer que se escucha clara aun en medio de la interferencia. Parece una tonada agradable, rítmica, con una guitarra muy bien ejecutada marcando el ritmo. Pero algo no está bien: esta chica da muy malos consejos, habla de lo fácil que es extraviarse en medio de una vida perfectamente normal, de lo sencillo que es hacer las maletas y dejarlo todo atrás porque lo conocido empieza a dar nauseas. A John Turturro, los versos de la canción que escucha le caen como una lluvia de ranas que lo sorprendiera en medio del desierto, sin paraguas ni lugar para guarecerse. De repente, todo lo familiar se vuelve pesado, el aire se calienta hasta volverse irrespirable, el olor de su propia colonia barata le resulta insoportable. Y la chica sigue cantando: “So better pack your bags and run/ Staying until the jobe is done/ Maybe you could sudden hoppe/ That providence will fray the rope/ And sink like a stone”. Termina la canción, y el locutor anuncia que se trata de Aimee Man y “Today’s the Day”, de su disco Lost in Space, una canción que programó no porque a él le gustara, sino porque se la pidió por teléfono una chica que lloraba inconsolable. John Turturro tiene ahora los ojos inyectados de sangre y no sabe por qué hoy tiene que ser, precisamente, “el día”. ¿Un gran día? ¿Para qué propósito? Llovieron ranas ayer, pero eso es perfectamente explicable en términos científicos. De acuerdo con su filosofía personal, a John Turturro todos los días le parecen un gran día, la oportunidad para superarse, para ser amable con los compañeros de su oficina, de vender más ofertas por teléfono de la tienda para la que trabaja. Pero, ¿cómo volver a la realidad después de haber escuchado a esa tal Aimee Mann cuyo nombre le era completamente desconocido? ¿Qué dirían su esposa y su hijo único si no llegara a casa a la hora de costumbre, un poco después de que la primera terminó las tareas del hogar y un poco antes de que el segundo caiga rendido por el sueño? ¿Qué se sentiría simplemente manejar en línea recta hasta que la gasolina se termine y hospedarse en el primer motel que encuentre? Súbitamente, en medio de la miseria y el aburrimiento, el personaje que interpretaría John Turturro en una película imaginaria basada, como Magnolia, en las canciones de Aimee Mann, se percata de que hay un cierto placer insano en planear lo que de todos modos no puede conseguir: ser alguien diferente de sí mismo. Pero valdría la pena intentarlo, manejar tarareando esa canción que no puede sacarse de la cabeza, y sólo parar en el próximo pueblo para buscar un casette –porque su carro no cuenta con reproductor de discos compactos– con la música de la tal Aimee Mann. Mientras maneja hacia ningún lado, alejándose del trabajo y del hogar, John Turturro piensa lo diferente que el día de hoy habría sido si ya tuviera la antena para su carro que pensaba comprar con la paga del viernes, y pudiera haber disfrutado su música country de siempre. Pero no fue así: el azar le descubrió la voz de una chica muy rara, y simplemente todo se torció en esta mañana posterior a una lluvia de ranas en el Valle de San Fernando…

Wednesday, January 02, 2008

10 libros que se deshojaron durante 2007



Los detectives salvajes

Roberto Bolaño

(por recomendación de Zelig)


Howards End

E. M. Forster


El rey de los alisos

Michel Tournier


The Road

Cormac McCarthy

(por recomendación de Issa)


The Year of Magical Thinking

Joan Didion


Thinking About the Longstanding Problems of Virtue and Happiness

Tony Kushner


Big Fish

Daniel Wallace


Las vidas de los animales

J. M. Coetzee


La historia del amor

Nicole Krauss


No será la tierra

Jorge Volpi