Thursday, July 31, 2008

No es país para viejos



[The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, por Damien Hirst]

Quizá, uno de los elementos más intrigantes de No es país para viejos, la novela del gran Cormac McCarthy convertida en película por esos sobrevivientes del cine estadounidenses –expertos en caer siempre de pie, como los gatos– que son Joel y Ethan Coen, es la relación que la narración establece entre el título y lo que se cuenta. Como todos sabemos, el mundo –no éste o aquél país– no es un espacio diseñado para que la debilidad, la vejez, el cuerpo que se ha deteriorado a fuerza de acumular años, se hagan visibles. Al contrario, lo viejo se esconde, porque queremos pensar que la juventud y la plenitud –sexual, intelectual, en la capacidad de dominar a los otros– siempre nos ocurren a nosotros, y que la decadencia y la muerte son acontecimientos desafortunados que sólo les suceden a los demás. No hay espacio para los viejos, porque no tiene caso hacer espacio para unos seres abstractos en los que nunca nos convertiremos. No hay lugar para los débiles, porque la selección natural opera de manera misteriosa –a veces bajo la forma de las leyes del mercado– y va desechando a los individuos que representan una carga para el resto de la especie. La trama de No es país para viejos se refiere a algunos de estos sentidos de la idea de envejecer, porque aunque nos esforcemos por invisibilizar la decadencia, la misma negación del hecho terrible implica que éste se encuentra de manera permanente en los paisajes de nuestras pesadillas, como la piedra en el zapato, como el cinturón que ya no se ajusta a la cintura que ha aumentado de talla. Nadie quiere envejecer, porque no hay lugar para los viejos, y el círculo vicioso se completa porque todos nuestros esfuerzos se dirigen a expulsar de los territorios que habitamos a los cuerpos que evocan la decadencia y la decrepitud. Por eso, en No es país para viejos, el hallazgo de una maleta repleta de dólares puede significar el pasaporte a una vejez digna, lejos de todos los que nos han conocido y pueden testimoniar la gloria que se ha ido de nuestro cuerpo. También es cierto que el asesino despiadado que inicia una carrera de antemano perdida para la presa que huye con la ilusión de esconderse en México, es un tipo a quien la debilidad molesta, porque es el obstáculo en razón del cual tiene que mancharse las manos de sangre para asegurar el triunfo sobre los otros, que siempre son imaginados como enfermos agonizantes. En medio del asesino despiadado y el iluso escapista, se encuentra la mujer de este último, resignada a que la vejez no es algo que a ella le pueda ocurrir como le sucedía en los viejos tiempos a la buena gente, o al menos que llegar a la etapa final de su vida le significaría esfuerzos penosos y una soledad que difícilmente valen la pena comparados con la pesadilla materializada de la edad acumulada.

Nosotros –habitantes de un país con una historia de envejecimiento político, en la que se encuentran arraigados los vicios de una clase política acostumbrada a negociar favores a cambio de votos y también la corrupción que a todos nos define como seres inservibles si carecemos del dinero necesario para garantizarnos una vida decorosa en lo mínimo–, ¿somos un país de viejos o de jóvenes? Repensando por qué McCarthy nombró No es país para viejos a su parábola sobre la lucha entre la fuerza que encarna la violencia y la debilidad que implica la esperanza de no envejecer, eso mismo le preguntaba yo a dos amigos, una que apenas rebasa los 25 años y que quisiera que el tiempo se detuviera allí, y otro que se encuentra ya cómodamente instalado en su sexta década y anhelante de que se concrete su sueño de huir definitivamente de esta ciudad que le recuerda a cada momento que no hay lugar para los débiles. Ella me decía que evidentemente somos un país joven, pues basta salir a la calle para constatar que quienes tienen menos de 30 años dominan los espacios de éxito social. Mi amiga me decía que, para ella, México es como un chaval inexperto, que sabe que se sitúa en el umbral de edad en el que las responsabilidades empiezan a ser ineludibles y amenazan con convertirse en destino; pero este mismo chaval inexperto, todavía se daría el lujo de levantarse tarde un día sí y otro también, porque precisamente la juventud está hecha para equivocarse y volver a emprender el camino, como si el fracaso no pesara más que la moneda que se le da a la anciana que mendiga en la esquina del barrio, y que ya ni nos inmutamos en saludar de tan constante que es su presencia. Este tío vital y en la plenitud de sus fuerzas que sería mi país, de acuerdo con mi amiga, no habría pasado en blanco por esos veintipocos años: estaría habiendo acopio de experiencias –las buenas, las malas y las inclasificables–, pero con la idea de capitalizarlas en su vida de adulto, que llegará en algún momento pero no ahora; quizá, este chaval inexperto ha leído muchos libros de teoría de la justicia y democracia, pero no se inmuta a la hora de corromper al oficial de tránsito que le recuerda que se ha estacionado en donde no debía, y tampoco se siente culpable por mentir un poco si puede obtener un poco de placer, dinero o tiempo libre adicionales. Lo importante es vivir ahora, aprovechar el tiempo, rehuir la responsabilidad, correr para llegar a tiempo al examen para el que no se ha estudiado, salir temprano de clase y fumarse un porro antes de que los padres pasen revista a la hora de la cena. Este es México –el chaval irresponsable pero encantador, torpe pero en proceso de aprendizaje– desde el punto de vista de mi amiga.

Con mi otro amigo, la visión es diferente. Él, demasiado crítico con todo, pero todavía con el corazón tibio como para dar un buen consejo a los pocos que de verdad aprecia, dice que México es un país de jóvenes que nacieron viejos. Siempre que tengo la fortuna de encontrarme a mi amigo el profesor desencantado, él me dice que el día de hoy es peor que ayer, cuando pensaba que ya nada podía hacer más trágico el panorama. Al azar, él abre su periódico y cualquier noticia le sirve para confirmar su diagnóstico: nos estamos ahogando en la podredumbre y seguimos concentrados en la frivolidad de la sección de espectáculos –aunque él no sabe que ésta es precisamente la primera que reviso del diario–, sin darnos cuenta de que estamos nadando en mierda, y que mierda y no otra cosa es lo que sale de nuestras bocas cada vez que hablamos, que mentimos, que decimos las cosas a medias para no ofender. Para mi amigo que rebasa los 60 años, tenía razón el Coronel de García Márquez cuando decía que lo único que comeremos el día de mañana será mierda. Pero el profesor también dice que no somos del todo culpables en corromper todo lo que nuestras manos tercermundistas tocan, que nuestros padres tuvieron que aprender a sobrevivir en medio de la corrupción que definía la vida política de México, y que pensaron que la mejor forma de hacernos fuertes –de mostrarnos que no hay lugar para los débiles– era enseñarnos a sobrevivir aun y cuando por nuestro sistema circulatorio corriera coca cola light, y no la sangre que hace a las personas rehusarse a vivir con la bota en el cuello. Mi viejo profesor nos observa a todos –creo que incluso a mi– como jóvenes que nacimos viejos, que estamos fascinados por procurarnos la sobrevivencia diaria si por esto entendemos aletargarnos un poquito con la televisión o el cine, en lugar de cobrar conciencia del desastre nacional y arrancarnos los ojos como el viejo Edipo. Por eso, el profesor –ogro filantrópico, esfinge de buen corazón– no entiende que yo pasé tanto tiempo en el cine, fascinado por un reflejo de la realidad que no es la realidad en sí, repasando historias que no me han ocurrido a mi pero que me emocionan inevitablemente en primera persona. No obstante, el viejo profesor siempre me pregunta –a mí, el joven que nació viejo, como toda su generación– cuál ha sido la última película que he visto.

Si no hay lugar para los débiles –si nuestro país es de jóvenes que huyen de la vejez o de viejos que por azares del destino poseen un cuerpo todavía joven–, ¿se agota la imagen de mi país en los retratos que han pintado mi joven amiga y el viejo profesor a propósito de la edad metafórica de la sociedad que somos? Me parece que la respuesta es negativa. En No es país para viejos, a través de las conductas del iluso escapista y el asesino despiadado, se revelan dos imágenes diferentes, aunque complementarias, de la sociedad que McCarthy cree que somos. Es cierto, pero el relato es lo suficientemente complejo como para dejarnos sospechar que las acciones del escapista y el asesino contribuyen tanto o más que el destino a modelar esta imagen de Estados Unidos, despiadada y brutal con la vejez. Magritte dijo (¿fue él quien lo dijo o mi memoria de joven avejentado me traiciona?) que incluso al plasmar en el lienzo un picaporte, el pintor hacía un autorretrato. Flaubert sentenció que todos y cada uno de sus personajes –y sobre todo Emma Bovary– eran retratos de sí mismo. Por mi parte, pienso y repienso si México es un país de jóvenes o de viejos, de viejos que no se han dado cuenta de que les queda algo de juventud para cambiar las cosas, o de jóvenes envejecidos que se han resignado a la pasividad porque el mundo que les heredaron sus padres ya estaba muy maltratado. Y me doy cuenta de que las imágenes de mí país que han delineado mi joven amiga y el viejo profesor no son absolutas, porque –como dijo el Subcomandante– en México caben muchos Méxicos. No obstante, tratando de satisfacer mi curiosidad sobre la relación entre el título y lo narrado en No es país para viejos, ambos han hecho un retrato de sí mismos, de lo que se esconde en sus más profundos anhelos, de aquel destino que temen más para sí mismos y para la sociedad que somos.

Personalmente, creo que en México todavía no hay el espacio suficiente para los débiles, es decir, para aquellos que carecen del dinero o los medios para hacerse escuchar; y también creo que la corrupción ha avejentado nuestra capacidad de responder políticamente de una forma diferentes a la negociación turbulenta o el agandalle total (término que cada vez me veo más forzado a emplear a propósito de la lectura diaria del periódico). Incluso, se me ocurre que es engañosa la misma idea de querer hacer un espacio para los débiles, pues esconde el paternalismo y la condescendencia con que nos trató el Partido que nos gobernó más de 70 años. Creo que México podría ser –aparte del chaval inexperto y el viejo decrépito– un tipo a punto de cumplir los 30 años, descontento por el lugar en que se encuentra y que es distinto de cómo se imaginaba al inicio de su juventud, pero que también se siente satisfecho por las cicatrices y los huesos rotos que ha acumulado en su cuerpo, ya no tan elástico pero todavía dispuesto al cambio. Este tipo –ni joven ni viejo, pero con la ansiedad de los jóvenes y ya con algunos de los miedos irracionales y el insomnio que definen los últimos años de la vida– sería capaz de reconocer sus errores, que éstos han sido el producto de una elección –consciente o no– y no golpes del destino, y también sabe que difícilmente cambiarán las cosas para mejor, pero que tiene que hacer de cuenta que todo esto no es más que una apreciación subjetiva. Quizá, todavía no haya en México espacio para los viejos, pero eso no significa que no lo pueda haber en el futuro; quizá, este joven a punto de cumplir los 30 años que visualizo como mi país, crea que la tragedia acecha a la vuelta de la esquina, pero también se rehúsa a no correr cuando siente que esa tragedia le está pisando los talones. En su carrera hacia el futuro, el casi treintón que me he imaginado es mi país –y que también soy yo, como pensaban Magritte y Flaubert– quiere hacer cosas imposibles: acompasar la teoría con la práctica, lograr el equilibrio entre los extremos, reservarse algunos golpes de adrenalina, jugar a la guerra con los amigos más queridos, encontrar un lugar para reconocerse débil y lamerse las heridas.