Tuesday, December 29, 2009

17 películas/ 2009


I. WALTZ WITH BASHIR – Ari Folman

II. UP – Pete Docter

III. ANTICHRIST -  Lars Von Trier

IV. ENTRE LES MURS – Laurent Cantet

V. SYNECDOCHE, NEW YORK – Charlie Kaufman

VI. REVOLUTIONARY ROAD – Sam Mendes

VII. LA TETA ASUSTADA – Claudia Llosa

VIII. THE FANTASTIC MR. FOX – Wes Anderson

IX. HAPPY-GO LUCKY – Mike Leigh

X. UN CONTE DE NOËL – Arnaud Desplechin

XI. TWO LOVERS – James Gray

XII. (500) DAYS OF SUMMER – Marc Webb

XIII. FROST/ NIXON – Ron Howard

XIV. LE SILENCE DU LORNA – Jean-Pierre & Luc Dardenne

XV. THE READER – Stephen Daldry

XVI. THE WRESTLER – Darren Aronofsky

XVII. LOOKING FOR ERIC – Ken Loach

17 discos/ 2009


I. IRM – Charlotte Gainsbourg

II. BEGONE DULL CARE – Junior Boys

III. JUNIOR – Röyksopp

IV. THE CRYING LIGHT – Antony and the Johnsons

V. WE HUM ON THE WAY HOME – Motohiro Nakashima

VI. POPULAR SONGS – Yo la tengo

VII. NOBLE BEAST – Andrew Bird

VIII. MERRIWEATHER POST PAVILLION – Animal Collective

IX. THE BQE – Sufjan Stevens

X. EASY COMES, EASY GO – Marianne Faithfull

XI. ABNORMALLY ATTRACTED TO SIN – Tori Amos

XII. VOLCANO CHOIR – Unmaps

XIII. THE HAZARD OF LOVE – The Decemberists

XIV. PRIMARY COLOURS – The Horrors

XV. FUERZA NATURAL – Gustavo Cerati

XVI. YES – Pet Shop Boys

XVII. LOVE 2 – Air

 

17 libros/ 2009



I. NO ONE BELONGS HERE MORE THAN YOU – Miranda July

II. CORRE, CONEJO – John Updike

III. SPECIMEN DAYS – Michael Cunningham

IV. GOMORRA – Roberto Saviano

V. NIEVE – Orhan Pamuk

VI. EL LECTOR – Bernard Schlink

VII. PLATA QUEMADA – Ricardo Piglia

VIII. PEQUEÑOS ACTOS DE DESOBEDIENCIA CIVIL – 

Fabrizio Mejía Madrid

IX. EL VIAJE DEL ELEFANTE – Jose Saramago

X. EL MIEDO DEL PORTERO AL PENALTY – Peter Handke

XI. PENSAMIENTOS SECRETOS – David Lodge

XII. POESÍA NO COMPLETA – Wislawa Szymborska

XIII. WHAT WAS SHE THINKING (NOTES ON A SCANDAL) – Zoe Heller

XIV. MANUAL DE PSICOMAGIA – Alejanbdro Jodorowsky

XV. TRANSITIONAL JUSTICE – Ruti G. Teitel

XVI. SCALES OF JUSTICE. REIMAGINING POLITICAL SPACE IN A GLOBALIZING WORLD – Nancy Fraser

XVII. NUNCA MÁS. INFORME DE LA COMISIÓN NACIONAL SOBRE LA DESAPARICIÓN DE PERSONAS EN ARGENTINA - CONADEP

Sunday, October 18, 2009

Desencuentros cercanos del tercer tipo


El cine de ciencia ficción ha relatado muchas veces el encuentro entre la raza humana y los extraterrestres que, con buenas o malas intenciones, arriban a la Tierra. Desde Los secuestradores de cuerpos (1956) hasta El día de la independencia (1996), los extraterrestres han sido retratados como especie malévola que intenta depredar nuestro planeta apoyada en su superioridad tecnológica, hasta que el ingenio humano encuentra la forma de superar esa asimetría inicial. Algunas de las películas del género tienen en común la actitud optimista respecto de la naturaleza humana: lo que nos distingue no es tanto la superioridad intelectual o la capacidad tecnológica, sino el compromiso con una conciencia ética que nos llevaría a enfrentar la adversidad generando vínculos solidarios con quienes se han convertido en víctimas involuntarias.


Sector 9
, la película dirigida por Neill Blomkamp, tiene como punto de partida una premisa distinta: hace casi 30 años, una nave extraterrestre gigante se instaló sobre Johannesburgo y, tras algunos meses de inactividad, una coalición internacional decidió ingresar  a ella para romper la espera, sólo para encontrar a miles de seres parecidos a langostinos, enfermos y muriendo de hambre, a quienes se recluye en un campamento de refugiados. Con el tiempo, los humanos habrían comenzado a hartarse de los extraterrestres, a estigmatizarlos como indeseables y a humillarlos y maltratarlos con el pretexto de su supuesta inferioridad y debilidad. Entonces, la coalición decide trasladar a los extraterrestres a otro campo de aislamiento, en condiciones peores, donde se evada la vigilancia de los defensores de los derechos de las especies racionales. Al frente de la misión de reinstalación de los extraterrestres se coloca a Wikus Wan De Merwe, burócrata de la coalición, quien experimentará en carne propia lo que significa ser un paria social, obligado a intercambiar el papel de perseguidor con el de la víctima.


Sector 9
es una película notable por varias razones. Primero, por la audacia realizar, a la vez, un homenaje y una crítica al género de la ciencia ficción. Blomkamp dinamita la idea de que el encuentro entre humanos y extraterrestres tendría que ser motivo de aprendizaje moral, cuando lo que en la película ocurre es que los primeros acaban mostrando su instinto predador frente a los segundos a causa de su debilidad. Como en la mayoría de las películas del género, los extraterrestres poseen una tecnología que los humanos codician, pero ésta coexiste con la miseria y el empobrecimiento de la calidad de vida que resulta de vivir en lo que se parece mucho a los barrios miserables que rodean a las ciudades más prósperas de la Tierra. Para acentuar esta sensación de asfixia y degradación de los extraterrestres sojuzgados por los humanos, la dirección de arte se coloca a medio camino entre Star Wars y Slumdog Millionaire.


Sector 9
sigue el gradual proceso de pérdida de la inocencia de Wikus, quien al principio aparece como el frío operador del desalojo de los extraterrestres, sin ocultar la lástima y la condescendencia que ellos le generan; y, hacia el final de la historia y a causa de un accidente que lo lleva a buscar refugio en el campo de confinamiento, él tendrá que desechar su visión simplificada del conflicto entre opresor y oprimido, para desarrollar todas las estrategias de sobrevivencia que le han permitido a los extraterrestres sortear la crueldad humana. Y aunque el cine de ciencia ficción siempre nos hace poner los ojos en un futuro muy distante o en territorios ajenos a nuestro planeta, Sector 9 nos obliga a mirar, desde la perspectiva de la indefensión de los extraterrestres en los campos de internamiento, los mecanismos que nos llevan a discriminar, aquí y ahora, a todo el que aparece como diferente y ajeno a la cultura mayoritaria. Una parte importan de la verosimilitud de este discurso recae sobre la estupenda interpretación que el sudafricano Sharlton Copley hace de Wikus y su gradual conversión en presa acorralada.


Finalmente, habría que decir que no es casual que la acción de
Sector 9 se sitúe en Sudáfrica –país que experimentó el régimen del Apartheid– y que su propósito sea hacernos experimentar la facilidad con que se puede caer en la vulnerabilidad y la miseria, a causa de la discriminación y la irresponsabilidad política que dominan nuestras sociedades. De manera muy pertinente, la película mezcla el registro documental –para dar voz a quienes están a favor y en contra de la ampliación de derechos de los extraterrestres y para mostrar a estos últimos buscando alimento en la basura o traficando con armas o favores sexuales– y el diario de guerra –sugiriendo que la historia siempre acaba siendo contada del lado de los vencedores. No obstante, Sector 9 concluye con una nota de optimismo, o mejor dicho, de disolución del pesimismo que probablemente nos defina mejor que otro rasgo como especie humana: no todo está determinado, siempre existe la posibilidad de crear lazos de solidaridad con quien es radicalmente diferente de nosotros, uno no puede transitar siempre por un mundo injusto con los ojos cerrados. El sacrificio –que da sentido último a Sector 9 como parábola sobre el intercambio de las posiciones del verdugo y la víctima– no es una postura heroica que resulte de la fortaleza moral de los seres humanos, sino la oportunidad de mostrar un poco de decencia con quienes hemos sido crueles la mayor parte del tiempo.


[
La imagen se tomó de la colección de imágenes que los amigos de Sharlton Copley han subido a su perfil de facebook. El crédito pertenece a mandamick17 y más muestras de su trabajo se pueden encontrar en el siguiente link: http://mandamick17.deviantart.com/]

Friday, February 06, 2009

El silencio en el interior de una caja china



[Para Ronnie, cuya lucidez no cabe ni en una sucesión infinita de cajas chinas]

Casi siempre, lo exótico, lo distante de nuestros usos y costumbres, viene del oriente, preferentemente desde China. Imaginamos que las costumbres más licenciosas, la tecnología que por fina materializará nuestros placeres inconfesables o el lujo grandilocuente a precio de imitación accesible al contenido de los bolsillos, son todos chinos. Chinos son, también, los cuentos que sabemos no podemos ceder a la tentación de creer, pero que por un momento resultan plausibles dada la certeza brillando en los ojos del embaucador que los cuenta. Chinos son también esos juguetes disponibles en los bazares del centro de la ciudad, como el mahjong o las cajas que contienen una sucesiones infinitas de otras cajas en su interior; juguetes que –como una pieza musical de Philip Glass o las pinturas de Hokusai– nos proporcionan placeres simples, nos colocan en un estado de trance o somnolencia, nos hacen repetir jugadas de manera mecánica a partir de un puñado de reglas elementales y de combinaciones infinitas, pero que al terminar de manipularlos sospechamos que no son tan inocentes como suponíamos. Mirado desde la distancia –quizá desde un puerto chino al que la imaginación nos ha transportado por arte de magia– lo que hacemos todos los días se vuelve excéntrico, los espacios que construimos para vivir vidas plenas y felices se vuelven miniaturas incapaces de contener las aspiraciones incluso de una diminuta mosca. No obstante, probablemente ni el mahjong ni las cajas de contenido infinito sean de origen chino.

En Bella de día –la inocente película de Luis Buñuel sobre los placeres que por oscuras razones tendemos a calificar como perversos–, la aburrida ama de casa interpretada por Catherine Deneuve ocupa sus mañanas trabajando en un burdel, convencional en casi todos los aspectos. Si bien es cierto que el interés de una partida del juego chino del mahjong está dado por la pericia de los jugadores, también es verdad que el colorido de un burdel radica en el exotismo de los clientes. Y al burdel de Catherine Deneuve acude un tipo de ojos rasgados, barriga prominente, sonrisa fácil y maletín abultado –chino, para más señas–, con la petición de gastar un par de francos con una de las chicas, siempre y cuando ella acepte el juego erótico contenido en una cajita que el cliente cela como si fuera la última pieza de una sucesión infinita de cajas chinas. Todas las mujeres a quienes el chino muestra el contenido de la caja son captadas por la cámara de Buñuel con expresiones de horror, los rasgos desencajados y los ojos a punto de explotar, incapaces de contener todas las imágenes relacionadas con las infinitas posibilidades de placer asociadas al objeto que guarda la cajita china. Todas rechazan la paga del chino, menos Catherine Deneuve, quien cede gustosa al intercambio erótico propuesto por el cliente, incluido el juego con el contenido de la caja. Nosotros –el público fisgón de los exóticos usos y costumbres del burdel de Catherine Deneuve– nunca observamos el contenido, y cuando a Buñuel los curiosos –los incapaces de aceptar la existencia del misterio– le preguntaban qué había en el interior de la cajita del chino, él simplemente decía: “¡lo que usted quiera!”. Por supuesto, esa respuesta es extravagante, al menos si se piensa que el cineasta tiene la obligación de destripar su narración para vender las vísceras a precio de oro, para que sean consumidas y digeridas tan rápida como indoloramente. Pero Buñuel iba siempre en sentido opuesto de la solemnidad y las costumbres al uso: para él, el cine era preservación del misterio; filmar significaba escenificar el milagro de vivir en el vacío y continuar un día sí y otro también caminando por el mundo con los ojos cerrados; elucidar la inocencia presente en la crueldad de los niños y sus juegos con soldados y sangre artificial; descubrir la perversión en la intención de salvar al prójimo y vestir el traje del buen samaritano. Buñuel, aún filmando en español y tapizando sus historias con imaginería católica, parece un cineasta chino, por ajeno, familiar, exótico, lúdico, perverso y simple.

Ludwig Wittgenstein –excéntrico vienés y no chino– decía que la labor del filósofo era semejante a la de quien se esfuerza por hacer que una mosca salga del frasco en donde se halla encerrada. El filósofo, entonces, podría despojarse de la solemnidad y correr descalzo por el burdel de Catherine Deneuve para liberar a lo que él supone es un insecto encerrado en la cajita del cliente chino. No recuerdo bien por qué, pero a mí siempre se me ocurrió pensar que, en Bella de día, dentro de la cajita del asiático había una mosca, algo turbada por el encierro y el calor, y que el placer propuesto para compartir era jugar a liberarla o no, a salvarle la vida y devolverla al mundo o a hundirla en un vaso con cerveza hasta la muerte. Para la mosca, la cajita quizá sería un universo entero, con el aire suficiente para respirar –dosificado a través de un agujerito hecho por el cliente chino–, tibia como para dormitar al tiempo que se olvida de su situación de cautiverio. Y también se me ocurría pensar que algo similar le ocurría al personaje de Catherine Deneuve, sólo que para mí no era tan claro si la caja china era el burdel, la casa marital o el espacio intermedio mientras caminaba de un encierro a otro.

En Revolutionary Road –la feroz novela de Richard Yates convertida en una incómoda película por Sam Mendes–, el rostro predispuesto a encontrar placer donde no lo hay para otros, no es el de Catherine Deneuve sino el de Kate Winslet. Encerrada en una caja de cerillos que nadie quiere abrir para darle algún uso lúdico producto de la imaginación inocente puesta a fantasear sobre prácticas perversas, el ama de casa que interpreta Kate Winslet acaba golpeándose contra los muros de su encierro. El dolor no provoca alaridos, sino sólo ruidos guturales, pues ella tampoco dispone de mucho aire para invertir en un grito pleno. En algún momento de la narración de Revolutionary Road, Kate Winslet dice que ella no quiere escapar del encierro, sino dar un paso al interior del mundo. Porque lo que la mosca de Wittgenstein y del cliente chino toma como el mundo entero no es más que el encierro definido por las paredes de la caja en que se halla presa; porque el verdadero contenedor de nuestra encerrada soledad no tiene barrotes ni paredes definidas, y sólo produce moretones cuando nos arriesgamos a correr contra paredes invisibles.

Hay una imagen que estamos acostumbrados a pensar como propia de la exótica cultura china: la del silencio producto de la contemplación y los años de sabiduría ganados con sacrificio y dolor. Si China es el lugar del ruido, el lujo y la falsificación, por arte de magia también la transformamos en el espacio de la quietud, la paz interior y la ausencia de ruido. La mosca de Wittgenstein, Catherine Deneuve en Bella de día y Kate Winslet en Revolutionary Road merecerían ser retratadas en un paisaje chino en este sentido "profundo" de la palabra: sabiendo que el silencio por el que vale la pena hacerse moretones no es el del interior de la cajita, sino el que se encuentra afuera, en un paisaje lo bastante amplio como para que nos movamos a nuestras anchas sin llegar a sentir las rejas que definen el propio encierro. No porque no existan los barrotes de la celda, sino porque el silencio significa la ausencia de cualquier sonido que rebote contra ellos y nos haga conscientes del encierro. Aunque quizá, Bella de día, la visión que de la filosofía tenía Wittgenstein y Revolutionary Road no sean sino cuentos chinos escuchados por aturdidos oídos occidentales.

Friday, January 16, 2009

El mal aliento del monstruo


Según el relato bíblico, milagrosamente Jonás fue devuelto a la vida después de pasar tres días en el vientre de una ballena. El Nuevo Testamento relata las vicisitudes del piadoso Jonás, quien por mandato divino fue a la ciudad de Nínive para alertar a sus pobladores sobre lo impío de su comportamiento idólatra. Ellos, de acuerdo con el ánimo de que amanecían y la nueva penuria a la que se enfrentaban, invocaban cada vez a un dios diferente para salvar sus vidas, las de sus múltiples esposas e hijos y aquellas posesiones que los ataban a la tierra y cuya codicia los separaba cada vez más del reino de los cielos. Asumiendo que el mal y el vicio se realizan por ignorancia, Jonás predicó con el ejemplo, mostrando que las calamidades mundanas no eran otra cosa que el producto de la ira divina cayendo inclemente sobre el pueblo de industriosos pero paganos mortales. El Libro de Jonás cuenta que, al principio, el profeta huyó de la tarea impuesta por Yavé y tomó un barco para dirigirse a Tarsis. En su huída, Jonás tomó un barco, pero a media travesía lo sorprendió una tormenta. Mientras el piadoso Jonás dormía en el fondo del barco, la tripulación invocaba a todo tipo de deidades suplicando piedad y el buen regreso a casa. Pero como Yavé ya había decidido el destino de Jonás, y sus caminos de acción siempre han sido misteriosos, él también quiso que la superstición de los marineros los convenciera de que había que sacrificar a uno de los tripulantes del barco para aplacar la ira del mar. El elegido fue Jonás. Aceptando su destino, Jonás se tiró al mar, quizá, con la sonrisa de la gacela que cuelga plácidamente del hocico del tigre. Al momento, Yavé ordenó a una ballena que lo devorara y lo transportara en su vientre, durante tres días con sus noches, hacia la costa en dirección de Nínive.

Como ocurre con las historias ejemplares, lo que importa en el caso de Jonás es el tránsito desde su negativa a cumplir con el mandato divino hacia el gozo provocado por la certeza de haber contribuido a difundir la palabra del único Dios que debe ser invocado en épocas de vacas flacas y honrado con sacrificios en los momentos de prosperidad. Jonás llegó a Nínive, la ciudad habitada "por ciento veinte mil personas que no sabían distinguir el bien del mal", y produjo el cambio en dirección de la conducta pía y respetuosa de la ley divina. Se relata, pues, el antes y el después del momento de la revelación, en este caso, ocurrido en lo que podemos imaginar es el oloroso vientre de una ballena. Pero nada se dice de esos tres días con sus noches en los que Jonás permaneció sumergido en el mar, en la penumbra, reposando entre jugos gástricos y observando como otras criaturas tan indefensas como él eran deglutidas por el monstruo para saciar su apetito. ¿Cómo entretenía Jonás sus horas muertas en el vientre de la ballena? ¿Imaginaba que las costillas del monstruo eran los barrotes de una cárcel ridícula? ¿Tuvo él tiempo para observar con calma los dientes de la ballena y percatarse de que estaban tan picados y despostillados como los suyos?

En “If The World Ends”, de su disco Trough The Window Pane, los Guillemots ensayan una extraña canción de cuna para silbar en el vientre la ballena: palabras más o menos, Fyfe Dangerfield canta que, si el mundo llega a su fin y a uno le ha tocado la mala suerte de estar vivo todavía, lo único que se necesita es estar cerca de la persona con la que uno se pueda destornillar a carcajadas, precisamente, para no morirse prematuramente de miedo (If the world ende/ I hope you're here with me/ I think we could laugh just enough/ To not die in pain). Estar vivo es reír, o al menos evocar objetos vivos e inanimados para esbozar sonrisas tímidas, para no cagarse de miedo de cara al azar y la fragilidad que determinan la existencia humana. El sentido del humor es la tabla de salvación para sobrevivir en el vientre de la ballena, sin que nos corroa la propia amargura antes de que lo hagan los jugos gástricos del monstruo; una mirada irónica posibilita jugar con la idea de que el mal no es demoníaco ni ajeno, sino cercano a la propia corporalidad, porque el monstruo también tiene mal aliento por la mañana o los dientes picados a causa de una deficiente higiene bucal. Por eso, si el mundo llega a su fin, lo mejor es correr hacia el lugar que uno imagina siempre es refugio seguro –la casa de los padres, el traspatio de la escuela, el cine donde vimos por primera vez una película de Buñuel–, con la maleta cargada de víveres y canciones para silbar, y dejando el mayor espacio posible para la ironía.

El monstruo que devora tiene muchas caras; a veces su rostro es de metal, otras tiene ridículos colores pastel, y en ocasiones las facciones de alguien que gradualmente se ha hecho con el control de nuestro barco. El monstruo que devora es inclemente, pero también tiene mal aliento, los dientes picados de caries, camina con dificultad por la edad, alberga deseos de ternura que no corresponden a la repulsión que provoca, puede ser culto y escribir un monólogo infinito para explicarse a sí mismo los motivos del lobo. El monstruo, entonces, puede ser la profesora más odiada por nosotros durante el bachillerato, al reconocer en ella toda la soledad, amargura, decrepitud y sordidez que no desearíamos para nosotros mismos; la víctima devorada por la ballena, en cambio, siempre tiene un poco de nosotros mismos, no se ha convertido en un animal desconfiado que evita el contacto con los seres humanos, juega despreocupadamente con su sombra en medio de la tormenta, come sólo aquellas provisiones que no han tenido rostro. En What Was She Thinking? Notes on a Scandal, Zoë Heller hace la crónica de una presa suculenta devorada por la ballena omnívora. Heller relata el encuentro entre dos mujeres separadas por más de veinte años y las posiciones de una –Barbara Covett– como monstruo depredador y de otra –Sheba Hart– como víctima propiciatoria que baja la guardia para entregarse a los rituales del apareamiento. La novela de Heller –convertida luego en película por Richard Eyre– es, precisamente, el relato de los días en el interior de la ballena, cuando Sheba ha sido parasitada por los deseos sexuales sublimados bajo la figura de la amistad desinteresada que le ofrece Barbara. Sheba, atrapada en el vientre de un matrimonio medio –no mediocre–, siente la tentación de abandonarse a una última aventura amorosa que le erice los vellos de los brazos y la haga sonrojarse como cuando tenía trece años y se enamoró por vez primera; y el destinatario de estos deseos –su compañero de encierro en el vientre de la ballena– es su alumno en el taller de artes plásticas, de tan sólo dieciséis años, quien la usará como tea ardiendo para explorar el interior de su propio monstruo constituido por el deseo sexual en efervescencia. Por azar –como siempre ocurre–, Barbara se convertirá en la confidente de Sheba, en la página en blanco para que ella escriba la crónica de su hundimiento en las demandas del sexo insatisfactorio pero anhelado siempre que se está cenando en medio de las rutinas asexuales de la familia ejemplar.

Zoë Heller describe el interior del vientre monstruoso en que se convierte Barbara Covett, transcribiendo para el lector el diario que ella escribe para explicar de manera virginal un interés netamente sexual por su amiga Sheba. Y lo hace en un tono que recuerda un poco al mejor Jorge Ibargüengoitia de Las muertas: uno se ríe de los comportamientos predatorios que ejerce el monstruo, mientras mendiga un poco de compañía, hace la compra, lleva al gato al veterinario, se enfrasca en discusiones inútiles con los otros profesores de la escuela. A Barbara Covett le duelen las caderas por la edad, la embarga la emoción por una comida en casa de Sheba que ella imagina como cita amorosa, la anega en llanto la muerte de su gata que ha sido la única compañera de estos años de envejecimiento. Sheba sólo se revela a través de los ojos lujuriosos de Barbara, siendo un maniquí sin vida más que cuando estos ojos la contemplan con las garras a punto de clavarse en su tersa piel. La afinidad entre los tonos que eligen Ibargüengoitia y Heller viene dada por la seriedad con que ambos emprender el retrato de los vicios humanos, de la carcajada oculta tras el asesinato que no es ritual ni operático, sino absurdo e imperfecto. Y es que sólo devoramos aquello que revela la fragilidad de nuestro deseo; sólo sacamos nuestras mejores ropas –canciones, versos, poemas, citas culteranas– cuando sabemos que ha empezado el ritual del apareamiento, y tememos que la cópula sólo se concrete en la imaginación. Es cierto que en Notes on a Scandal hay mucha ironía en el retrato de Barbara Covett, la virginal ballena que devora a Sheba, la medusa confundida por sus deseos de aparearse; pero lo que no hay es la caricatura fácil ni el ritual ridiculizador del deseo, porque Heller sabe que éste nos habita de manera permanente y nos coloca en la posición de la ballena que devora y que la víctima sólo percibe como un monstruo ridículo con mal aliento.