Friday, December 29, 2006

Una y muchas verdades incómodas






Oh Yoshimi, they don’t believe me but you won’t let those robots defeat me
Oh Yoshimi, they don’t believe me but you won’t let those robots eat me,
those evil-natured robots.
They’re programmed to destroy us.
She´s gotta be strong to fight them.
So she’s taking lots of vitamins.
Because she knows that it’d be tragic if those evil robots win.
I know she can beat them.

The Flaming Lips, “Yoshimi Battles the Pink Robots”


“La películas más escalofriante del año”: así se publicita Una verdad incómoda, el reciente documental de David Guggenheim protagonizado por Al Gore y su campaña para alertar a la población mundial sobre el calentamiento global provocado por el uso indiscriminado de hidrocarburos. Y los publicistas a quienes se les ocurrió el eslogan –cosa poco frecuente– tenían razón. Se trata de la película más aterradora del año, a pesar de que las únicas vísceras que se exhiben en pantalla son las del corrupto sistema político estadounidense, de orientación conservadora, que se niega a ratificar el Protocolo de Kyoto; y a pesar de que los únicos que se desangran –literal y metafóricamente– son aquellos científicos que se agotan tratando de llevar a los congresos de los diferentes países el tema de la ecología como la prioridad que es y que nadie parece reconocer. Violencia gore en estado puro. Es aterrador darse cuenta de que vivimos en un mundo sobre el que pende la espada de Damocles y que nadie hace nada para protegerse la cabeza frente a su inminente caída.

En Del asesinato considerado como una de las bellas artes, Thomas de Quincey escribió que los crímenes cometidos por Macbeth hacían palidecer por su profundo carmesí (deep crimson, y de allí se le ocurrió a Ripstein el título de su célebre película) a los cometidos por cualquier otro. De Quincey puso el acento en el sadismo de la conducta criminal y en los motivos corruptos que Macbeth tenía para matar. Macbeth no mataba para sobrevivir o para defender a los suyos; él asesinaba para conservar sus privilegios de clase, no importándole que en el camino tuviera que sacrificar a antiguos aliados o futuros opositores. En nuestra época, crímenes mucho más nefandos se están gestando en los congresos de los distintos países sin que nadie parezca notarlo. Asesinamos el futuro de muchos seres humanos si hoy cerramos los ojos frente al problema del calentamiento global y otros derivados de las consecuencias futuras de las acciones irresponsables en el presente. Como la irresponsabilidad política es la norma, nadie se asombra de que los políticos se comporten con la inmoralidad que todo el mundo espera de ellos. Al fin y al cabo son políticos, y se ensucian las manos para que nosotros no tengamos que hacerlo. Porque inmoral es distraer la atención de los ciudadanos y de las agendas públicas mundiales respecto del problema de primera importancia que es el calentamiento global. Parafraseando a De Quincey, puede decirse que la estupidez de quienes se niegan a observar los signos evidentes del desastre ecológico que se avecina en el corto plazo, hace palidecer por su soberana negrura a cualquier otro rasgo de irresponsabilidad política. ¿Cómo se evaluarán dentro de veinticinco años, cuando sean una realidad tanto los enfrentamientos armados por el agua potable como las oleadas de inmigrantes de las regiones anegadas por el deshielamiento de los polos, las omisiones de nuestros congresistas frente a las demandas ecológicas? ¿Qué tendrá más sentido dentro de veinticinco años: la lucha por la repartición de los escaños en el congreso o la demanda de juicio político contra quienes pudieron hacer algo para frenar el calentamiento global y no lo hicieron en su momento? Estas son algunas de las verdades incómodas de las que habla la película de Al Gore.

Una verdad incómoda, como la propia campaña por alertar a la población mundial sobre el calentamiento global, ha sido descalificada de muchas maneras. Y casi todas estas denostaciones tienen que ver con lo que en la lógica clásica se conoce como falacia ad hominem, es decir, con descalificar al sujeto y no a su argumentación. Se ha dicho que, en realidad, Al Gore ha hecho un monumento a su ego y que toda la información científica que presenta está manipulada para reforzar la embestida que desde distintas posiciones de izquierda se está llevando contra el Partido Republicano. Se ha acusado a Gore de poco patriota, pues sus teorías sobre la necesidad de reducir el uso de combustibles fósiles significarían la pérdida de empleo para un número importante de estadounidenses que viven de la industria petrolera o de la economía derivada. También se ha señalado que Gore es un alarmista que busca culpar a la administración de George W. Bush por el desastre que provocó en Nueva Orleáns el Huracán Katrina, sacando a la luz una improbable conexión entre el aumento de la fuerza de estos fenómenos naturales durante los últimos años y el calentamiento global. No digo que Gore sea un santo, ni tampoco que lo que dice sea nuevo. Como bien sabía Maquiavelo, la política es un territorio que en la lucha diaria por el poder ha roto sus lazos con la ética. Ningún político actúa sólo a causa del bien común. Pero la campaña de Gore tiene una dosis de verosimilitud de la que carecen otras teorías científicas enarboladas por políticos con la intención de llamar la atención de los reflectores. Y esta dosis de verosimilitud se relaciona con aquello que Carl Sagan y otros filósofos de la ciencia han denominado el carácter público de la investigación científica.

La investigación científica honesta no se asume como la depositaria de verdades irrefutables y de certezas que deben ser preservadas de cualquier crítica. Al contrario, el espíritu científico es curioso por definición y observa a la naturaleza como un texto de lecturas múltiples y variables en el tiempo. Ninguna lectura es la definitiva porque cada vez contamos con mejores lentes para observar el texto; pero tampoco es cierto que haya individuos mejor capacitados que otros para descubrir en el texto de la naturaleza aquellas regularidades que permiten la formulación de leyes siempre provisionales. La ciencia se construye de una manera plural y abierta, sometiendo cada nueva conclusión provisional a un escrutinio exhaustivo que busca fortalecer esa nueva certeza. Sólo los científicos deshonestos –como aquellos que servían al régimen comunista cuando se produjo el accidente nuclear de Chernóbil en 1986– consideran la crítica y la experimentación como sinónimos de disidencia y deslealtad al paradigma científico vigente. La ciencia tiene un carácter público que se asemeja mucho a la crítica que puede lograrse en el espacio político, pues las realidades que se describen y tratan de explicar nos afectan a todos. Si bien podemos dudar de la honestidad de Al Gore, allí están las consecuencias del calentamiento global que pueden sentirse desde cualquier esquina del planeta: los recrudecimientos de las temporadas de frío y de calor, la migración de especies animales –que a veces se convierten en plagas para los cultivos– a regiones antes impensadas, el empobrecimiento de las comunidades agrícolas frente a la demora de las lluvias, la extinción y contaminación de las reservas de agua dulce. Las verdades inconvenientes, incómodas, dolorosas se acumulan y es un crimen contra el porvenir de la humanidad –si es que existe alguno– no hacer nada al respecto.

Más allá de la dimensión existencial implicada por la decisión de tener o no hijos, admiro a quienes se atreven a traer una nueva vida a un mundo como éste, con tan pocas perspectivas esperanzadoras. Admiro el valor de quienes de manera consciente asumen el reto de cambiar el mundo para hacerlo un lugar más habitable que el que ellos recibieron cuando nacieron. El filósofo político estadounidense John Rawls señalaba que existe un deber moral con las generaciones futuras, que se traduce como la restricción para tomar decisiones políticas en el presente que empobrezcan la calidad de vida de quienes aún no han nacido. Desde este punto de vista, es políticamente irresponsable que el gobierno estadounidense subsidie la producción del maíz y el algodón, porque esto empobrece a los campesinos de otros países que se dedican a su cultivo. También es inmoral que los congresistas se dejen sobornar por las industrias relacionadas con los combustibles, para hacer pasar como dementes émulos de Fox Mulder a los científicos que llaman la atención sobre la prioridad de la cuestión ecológica. La irresponsabilidad política en el presente empobrece la calidad de vida de las personas que aún no han nacido. Para ellas, la única posibilidad será encontrarse arrojados a un mundo que es peor que el que encontraron al nacer las generaciones precedentes.

Una verdad incómoda culmina con una nota de optimismo matizado de pesimismo: combatir el calentamiento global es sobre todo un deber moral antes que político, porque implica el destino de las personas que aún no han nacido. La conclusión es optimista porque, de acuerdo con la evidencia que presenta el documental, ya contamos con la tecnología energética alternativa necesaria para reducir nuestro consumo de hidrocarburos. Pero el pesimismo lleva a Gore a reconocer que adoptar esta tecnología alternativa no es un asunto de posesión de conocimiento sino de voluntad política. Estados Unidos produce por sí mismo más emisiones de monóxido de carbono que el resto del planeta, y es el único país que no está haciendo nada significativo por combatir el calentamiento global. El progreso científico de la humanidad –como señalaba Immanuel Kant– no lleva aparejado un progreso moral. Si invadir naciones en transición a la democracia fuera poca cosa, allí está la irresponsabilidad de Bush en materia ecológica para hacerlo merecedor de un juicio político que debiera ser promovido por algún tribunal internacional.

Finalmente, quiero retomar la idea con la que Gore cierra su película: que los grandes problemas requieren soluciones radicales, y que éstas dependen de un cambio del paradigma científico vigente. Tenemos que abandonar la idea de que el desastre ecológico global es algo que ocurrirá en el futuro (cuando las guerras sean libradas por pequeños androides japoneses, como decía uno de los personajes de Los Simpson) y que ni a nosotros ni a nuestros hipotéticos hijos nos tocará lidiar con sus consecuencias. Como señalaba Thomas S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, un paradigma deja de tener vigencia cuando empiezan a aparecer problemas que no puede resolver por sí mismo. En este sentido, una nueva problemática no debería ser acallada por los científicos para preservar al paradigma, sino que es su deber fomentar la crítica incluso si ésta significa la destrucción de las certezas más apreciadas. El problema del calentamiento global es lo suficientemente severo como para hacernos abandonar los paradigmas científicos vigentes, si éstos conducen a la pasividad y la indiferencia respecto de la cuestión ecológica. Debemos renunciar a la complacencia que nos hace tomar distancia de las instituciones y los representantes políticos, para exigirles de una buena vez que tomen cartas en el asunto y se comprometan no sólo con leyes a favor del desarrollo sustentable sino también con las condiciones materiales que las hagan operantes y eficaces. Necesitamos modificar nuestros hábitos de consumo, para que un automóvil nuevo o la posesión de cada vez más aparatos electrónicos dejen de significar ventajas sociales. Necesitamos, pues, asumir que vivimos en un mundo pletórico de verdades inconvenientes.

[Para Arkturo, B.B.B. King, Beto Gun, Carlos cuya esencia es lo indeterminado (To Apeiron), Caronte, Daniel Sametz, David M., Davidmo, el Erario Inagotable, Ernesto Sandoval, Eva, Geekganster, las gotas que caen Antes de la lluvia, Herr Boigen, Issa, Juan del Corredor, el Juntacadáveres, Josué, LoveDoctor, Medeo, Miss Cronika, Montanito, Peter Table y la Pilarrr, Selvia, Senses & Nonsenses, Seoman, Silencio V.2, Tessitore di Sogno, TNF25, Vero, Yayosalva, Zelig: a todos, un abrazo y mi agradecimiento por su generosidad al leerme durante 2006]

Sunday, December 24, 2006

10 películas que confirmaron la adicción por el cine durante 2006


Fateless,
de Lajos Koltai

La muerte del Sr. Lazarescu,
de Cristi Puiu

Brokeback Mountain,
de Ang Lee

Manderlay,
de Lars Von Trier

L’Enfant,
de Jean-Luc y Pierre Dardenne

The Secret Life of Words,
de Isabel Coixet

Paradise Now,
de Hany Abu-Assad

Simpathy for Lady Vengeance,
de Par Chan-Wook

Volver,
de Pedro Almodóvar

Efectos secundarios,
de Issa López

10 libros que se deshojaron durante 2006






The Hours,
de Michael Cunningham

A Home at the End of the World,
de Michael Cunnigham

La línea de la belleza,
de Allan Hollinghurst

Extremely Loud and Incredibly Close,
de Jonathan Safran Foer

Salón de belleza,
de Mario Bellatín

Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos,
de Seyla Benhabib

The Juridical Unconscious. Trials and Traumas in the Twentieth Century,
de Shoshana Felman

Las partículas elementales,
de Michell Houellebecq

Tokio Blues,
de Haruki Murakami

Carnaval de Sodoma,
de Pedro Antonio de Valdéz


10 discos que se usaron de soundtrack durante 2006



The Flaming Lips:
At War with the Mystics


Isobel Campbell & Mark Lanegan:
Ballad of the Broken Seas

Thom Yorke:
The Eraser


Belle & Sebastian:
The Life Pursuit

Clint Mansell:
The Fountain

Sufjan Stevens:
The Avalanche

Mogwai:
Mr. Beast

Guillemots:
Through the Window Pane

Morrisey:
Ringleader of the Tormentors

Scissor Sisters:
Ta-Dah

10 canciones que se tararearon durante 2006


“I Don’t Feel Like Dancing”, de Scissor Sisters


“A Gilded Age”, de Norfolk & Western


“Another Sunny Day”, de Belle & Sebastian


“The Greatest”, de Cat Power


”Harrowdown Hill”, de Thoms Yorke


“Young Folks”, de Peter, Bjorn & John


“You Have Killed Me”, de Morrisey


“The W.A.N.D”, de The Flaming Lips


“Me quedo aquí”, de Gustavo Cerati


“Who Left the Lights Off, Baby?”, de Guillemots

Friday, December 15, 2006

The Love of Richard Nixon



“The world on your shoulders,/ The love of your mother,/ The fear of the future,/ The best years behind you,/ The world is getting older,/ The times they fall behind you,/ The need it still grows stronger,/ The best years never found you”.


Así comenzaba el primer sencillo que el grupo inglés Manic Street Preachers lanzó en 2005 de su disco Lifeblood y que se titulaba, precisamente, “The Love of Richard Nixon”. Los Manic Street Preachers son conocidos por sus comentarios políticos y por su escepticismo que a veces deviene en cinismo puro. Este grupo inglés intentó retratar a Nixon desde una hipotética simpatía que se podría sentir por el ser humano diferenciado del político. Nixon tuvo una madre que lo quiso, como todos. A veces sintió que el mundo se le iba encima y que sus mejores años habían sido consumidos en tareas imposibles, como muchos hemos sentido. Nixon impulsó como ningún otro presidente estadounidense la investigación científica para el tratamiento del cáncer. Entonces, concluyen los Manic Street Preachers, todos quienes se esfuerzan por cambiar el mundo merecen encontrar el amor, incluso Richard Nixon.


¿Por qué dedicar una canción a Richard Nixon, quien sigue apareciendo en los imaginarios políticos mundiales como paradigma de la mentira y la manipulación? Si Kennedy es un personaje trágicamente malogrado, Nixon representa la conclusión fársica de una tradición política que inspiró a Alexis de Tocqueville para afirmar que en Estados Unidos la igualdad no era una imposición del orden legal sino una serie de prácticas comunes y compartidas que daban identidad a esta comunidad tan diversa. Los Manic Street Preachers alguna vez dijeron que Nixon era una figura satanizada y amada a partes iguales, y que ellos no sentían por él una simpatía en particular, pero tampoco creían justo culparlo exclusivamente por la destrucción que generó la incursión armada en Vietnam o por la extensión del conservadurismo que niega derechos a los grupos de la diversidad sexual, limita el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo o censura la investigación científica de vanguardia en genética por considerarla obra del diablo.


En Hamlet, Shakespeare hace decir a su protagonista que algo podrido infecta la atmósfera de Dinamarca, pues la corrupción moral se ha generalizado y nadie parece sorprendido por las intrigas del poder político. Desde un punto de vista menos trágico y más pop, los Manic Street Preachers parecen querer decir que algo huele a podrido en Estados Unidos, si la historia reciente se vuelve difícil de evaluar en toda su justeza y al margen de prejuicios que satanicen o glorifiquen la actuación de seres humanos con los que necesitamos saldar cuentas.


Nixon sigue siendo un personaje controversial. Para Hannah Arendt, con su mandato se ilustra el carácter esencial de la política: ser un espacio de apariencias. Esto significa que no existe una esencia de la política, sino que el discurso político se configura a partir de lo que todos decimos en público y de nuestras acciones con pretensión de legitimidad. No existe una lógica secreta del poder político, porque la política es exposición a la evaluación crítica de todos los ciudadanos. Por eso es que Arendt afirmaba que la violencia está excluida de la política: porque sus razones no son las del discurso ni las de la opinión que puede leerse críticamente desde una posición contraria, sino las de la fuerza que es muda por definición. Arendt afirmaba que Nixon conocía perfectamente este carácter frágil y cambiante de la política, y que por eso pudo empezar a mentirles a los ciudadanos estadounidenses hasta tal punto que nadie, ni él mismo, pudo distinguir el engaño de la realidad. Pero, desde el punto de vista de Arendt, si a Nixon lo hubiera frenado una esfera pública atenta a evaluar sus decisiones y los ciudadanos no se hubieran creído que la política es un asunto de expertos y ajeno a sus intereses inmediatos, la historia se habría escrito de manera muy diferente.


Es cierto que, como cantan los Manic Street Preachers, Nixon fue un ser humano común y corriente. Un individuo tan susceptible a la corrupción y la mentira como todos en ausencia de un sentido de la responsabilidad política. Probablemente, Nixon fue amado con la misma intensidad con la que muchos lo detestamos. Pero el amor no es un asunto de interés político, pues las acciones de las personas no sólo se restringen a su esfera íntima. Lo que hacemos, de manera inesperada e impredecible, afecta a los demás en el ámbito social. Frente a esta imprevisibilidad de la acción, Arendt exige la asignación de responsabilidad y la actualización de un espacio público en sentido democrático que permita que ningún criminal escape impune (como sucedió recientemente con Pinochet).


Arendt ha sido muy criticada por su toma de postura por el republicanismo cívico que exige a los ciudadanos comprometerse de tiempo completo en la política. Ella pensaba que nada es definitivo en la historia y que, por ejemplo, el totalitarismo se hubiera podido evitar si las teorías racistas y la concepción étnica de ciudadanía pudieran haber sido criticada en un espacio público democrático. Y es evidente que esta tarea hubiera exigido una participación activa de todos los ciudadanos. Los críticos liberales de Arendt afirman que pedir a los individuos el día de hoy que abandonen sus intereses particulares y la maximización de sus ganancias, para comprometerse con una vigilancia de los políticos y del espacio público es, simplemente, pedirles demasiado. Sé que el republicanismo cívico de Arendt y otros teóricos políticos requiere reformularse para que las libertades individuales puedan ser garantizadas frente a las exigencias de la comunidad y la tradición. Pero también tengo la intuición de que renunciar a la política como un asunto común que requiere toda la atención, es demasiado peligroso.


Cuando Nixon gobernó, se rodeó de toda una serie de supuestos “expertos en asuntos nacionales” que le garantizaban el éxito en Vietnam, la restauración de los valores cristianos y que Estados Unidos tendría todo el derecho a colonizar el mundo de acuerdo a su particular visión del beneficio material. Lo que no pudieron prever los expertos de Nixon era que nadie puede controlar las consecuencias de los actos humanos. El gabinete de nuestro nuevo presidente en México ni siquiera tiene una composición que podamos reconocer como “de expertos en temas nacionales”. Frente a una irresponsabilidad política de este tamaño, creo que la única forma de no sentirse tentado por el pesimismo es retomar esta idea republicana de comprometer activamente a los ciudadanos en la evaluación crítica de las acciones del gobierno. Efectivamente, implica muchos costos renunciar a los intereses personales, pero es más lo que está en juego si pensamos que la política no nos afecta. La mayoría de los actos humanos son políticos por definición, dado que se insertan en una red de relaciones interpersonales sobre la cual no podemos tener control completo del resultado de nuestras acciones.


Efectivamente, como cantan los Manic Street Preachers, debemos ver a Nixon no como un demonio ni como un santo, sino simplemente como un ser humano que requiere una asignación justa de responsabilidad individual. Es un asunto de memoria histórica, pero también de justicia material para los afectados por las decisiones de Nixon. Hace pocos días El País publicó que en Vietnam siguen naciendo niños con malformaciones severas y discapacidades mentales que nadie se merece, y menos como consecuencia de una actuación política irresponsable. Todos merecemos encontrar el amor, incluso Richard Nixon. Pero también es cierto que el amor que se puede sentir por un ser humano no es suficiente motivo para eximirlo de sus responsabilidades.

Saturday, December 09, 2006

Hacer de la propia vida una obra de arte




“Después de muchos años de trabajo, pienso que ser escritor significa descubrir la persona secreta que uno alberga y el mundo interno que hace posible esa persona”. Con estas palabras, el escritor turco Orhan Pamuk marcó el punto climático del discurso que pronunció el día de ayer en la Academia Sueca con motivo de la concesión del Premio Nobel de este año. Cuando un escritor de la talla de Pamuk recibe un premio como éste, no sólo es bienvenido por la calidad de la obra que se celebra, sino por la atención mundial que se atrae sobre un escritor que de otro modo permanecería desconocido para el gran público. En años anteriores, el premio de la Academia Sueca hizo célebres a autores hasta el momento tan poco difundidos como Naguib Mahfuz, Wislawa Szymborska o Seamus Heaney, y dio el espaldarazo definitivo a ese genio de la ironía que es Dario Fo. También son muy conocidos los casos de autores a quienes el codiciado galardón se escapó de manera irremediable: Borges, Rulfo, Nabokov, Pessoa. Y quizá nunca lo obtenga Milan Kundera.


Es bien sabido que hay una buena dosis de política en la concesión de los premios literarios, y que no sólo se celebran las características que hacen excepcional una escritura, sino también la perspectiva sobre el mundo, la política y el arte que puede aportar una persona situada en una geografía precisa y con un tiempo específico. Todo don, como decía Truman Capote, trae consigo un látigo y éste casi siempre es para autoflagelarse. Recibir un premio, y las consecuentes miradas que se atraen sobre la persona, genera una responsabilidad que debe asumirse. Un autor como Pamuk no podrá volver tan fácilmente al aislamiento y la soledad que señalaba en su discurso como el contexto necesario para el ejercicio de la escritura. Ahora, buena parte de la intelectualidad europea, le exige a Pamuk que sea el portavoz de la cultura turca. Como si una cultura entera pudiera reducirse a una de sus voces. Pamuk decía que escribir es estar fuera del mundo, pero con un profundo amor hacia éste que lo hace querer volver a situarse entre los seres humanos para entablar un diálogo que no se agote en una sola generación y perdure a través del tiempo. Pamuk dijo también que para escribir hay que ser paciente y saber aceptar la soledad del encierro sin amargura, sabiendo que la tarea de la creación es “como cavar un pozo con una aguja”. Escribir desde la soledad e intentar entablar un diálogo con otros seres humanos con los que nos separan cosas tan personales e irrenunciables como la política, la religión o la moral, parece una empresa peligrosa y de muy difícil éxito.


Escribimos, pintamos, componemos música, esculpimos, fotografiamos, representamos en el teatro y en el espacio coreográfico, cantamos, o simplemente creamos, para descubrir la persona secreta que somos, como decía Pamuk, pero también para sacar a flote las dimensiones del mundo que nos hace posible ser lo que de hecho somos. Y aspiramos a que ese proceso de descubrimiento sea enriquecido por la lectura de otras personas que están embarcadas en su propio viaje interior. Quizá nunca les conozcamos, pero el diálogo que se plantea es más real que el que tenemos con individuos con los que convivimos a diario en el trabajo y que sólo saben nuestro nombre y nada más.


Entre la paradoja de estar y no estar en el mundo, que define la situación del escritor y del creador en general, se define el diálogo abierto e inconcluso que el arte siempre plantea. Se ha vuelto un lugar común afirmar que la vida debe poder ser vivida como una obra de arte, para que los seres humanos seamos capaces de dejar un margen de indeterminación en nuestras vidas que nos permita el real ejercicio de nuestra libertad. Debemos poder emular la libertad del artista en la toma de nuestras decisiones: la religión que abrazamos (o incluso el ateísmo que decidimos), la crítica hacia el pensamiento hegemónico, la persona de la que nos enamoramos, las formas en las que ejercemos nuestra sexualidad, las oportunidades laborales y educativas que queremos definan nuestra vida.


Un artista siempre tiene un dejo de ironía respecto de su obra y de sí mismo. Por eso los auténticos creadores no se toman tan en serio los premios que reciben, y también por esa razón los regímenes políticos siempre quieren domesticarlos para la causa del conformismo. Concebir la propia vida como una obra de arte que permita exponer a otros la persona secreta que somos y el mundo que lo hace posible, significa entender nuestra estancia en el mundo como un diálogo continuo en el que nadie tiene derecho a imponerle a otro su visión de las cosas. Platón temía que los ciudadanos griegos demasiado acostumbrados a la poesía y la tragedia, se tomaran la vida tan poco en serio que acabaran cuestionando el orden político y renunciando al lugar que la naturaleza supuestamente les había asignado por su nacimiento –en la cima del poder político a los propietarios y en la oscuridad del trabajo incesante a los esclavos. Por eso Platón desterró a los poetas de su República ideal. El arte puede ser sumamente peligroso a los ojos de quienes carecen de sentido del humor, que siempre son los poderosos, los intolerantes, quienes creen que están en el mundo para imponer a los demás la visión de las cosas que ellos habrían obtenido de manera privilegiada.


La creación artística, siendo un asunto tan íntimo, tiene una dimensión política que es irrenunciable. El siglo XX conoció esfuerzos ideológicos por convertir la política en un asunto estético, y las consecuencias fueron funestas. La primacía de la voluntad del poderoso, el sacrificio de cualquier recurso humano para conseguir la imagen ideal del mundo o la devoción a las leyes de la naturaleza que señalan el lugar “natural” de los ciudadanos de primera y segunda clase, son algunos de los elementos de inspiración “estética” que los totalitarismos del siglo XX amalgamaron con las consecuencias de violencia y barbarie que todos conocemos. A estos “artistas” de la política se les olvidó que la creación artística es el espacio privilegiado de la libertad, y por tanto no pueden sacrificarse seres humanos con el mismo placer inocente con que se golpea el mármol para extraer una escultura.


En estos días, México ha conocido un nuevo presidente de derecha que desde estos primeros momentos de su gobierno empieza a imponer su visión “artística” de la política. Desde la campaña presidencial, él empezó a hacer pública su imagen ideal de país, su “visión creativa” del México que desde su punto de vista es deseable. Pero se le olvidó que a esa imagen no corresponde la realidad de un país dolido, plural, sangrado hasta los huesos y, sobre todo, empobrecido hasta el grado de que para la gran mayoría de sus habitantes es imposible pensar su vida como una obra de arte. En su visión del mundo, no caben muchos mundos. No existe para la gran mayoría de mexicanos sumidos en la miseria la posibilidad de detenerse un momento de sus días marcados por la miseria y el hambre, para pensar cuál es la persona oculta que hay en ellos y cuál es el mundo que la hace posible, como quería Pamuk. El arte es también cuestión de política, en sentido literal y metafórico.


En estos días también conocimos el presupuesto que ha propuesto nuestro nuevo presidente, en el que se anuncia un recorte al gasto de la Universidad Nacional, una disminución de los fondos destinados a la prevención del VIH/SIDA y una actitud ambivalente hacia la normatividad que debería frenar la voracidad de los grandes emporios comerciales y de comunicaciones de este país. El diputado de derecha encargado de defender el recorte al presupuesto de la UNAM, y de solapar la actitud del presidente, dijo hoy que esta casa de de estudios no merece ningún estímulo económico, pues su productividad está en duda y su aportación a la cultura del país se limita a terrenos tan inútiles como los de las humanidades y las artes. Porque para este funcionario, y como diría el agente Fox Mulder, la verdad está en otro lado, en la tecnocracia, en una visión limitada del liberalismo y en la moralina que convierte a la discriminación en un problema no de derechos fundamentales sino de caridad El presidente Calderón tiene una visión de la política como arte muy curiosa. Seguro no ha leído a Pamuk ni sabe de la libertad personal que él asocia con el arte. Más bien, me recuerda a esa imagen memorable de la clásica película Frankenstein de James Whale: aquella en la que el monstruo empieza a jugar con una niña a la orilla del río, mientras ella lanza margaritas al agua. El monstruo, fascinado con la facilidad del juego, acaba lanzando a la niña al agua, pensando que su vida es tan poco útil como esas flores con las que juega. Sólo que en el caso de México, cada vez son más las vidas que están en posibilidad de ser lanzadas al agua sin remedio.

Sunday, December 03, 2006

La vida sin mí, pero con mis palabras





En Lo que queda de Auschwitz, el filósofo italiano Giorgio Agamben formuló un juicio radical sobre el estado de nuestra memoria colectiva respecto del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial: no existe el testimonio completo, porque éste sólo podrían narrarlo los muertos. No obstante, Agamben señala lo que ocurrió en los campos de concentración tiene que ser narrado y discutido en público, para integrar una memoria histórica que haga justicia tanto a los sobrevivientes como a quienes se perdieron para siempre en esos espacios donde las personas eran reducidas a una condición animal. Porque el problema fundamental con las narraciones sobre el totalitarismo es que son un asunto de justicia más que de expresión estética. Nos encontramos, entonces, con una tensión aparentemente insuperable: la de narrar el horror, sabiendo que esta tarea es imposible de una manera que haga justicia completo a los muertos.

La salida que da Agamben al problema del testimonio sobre el totalitarismo es ingeniosa, pero políticamente responsable al mismo tiempo: distinguir entre el testimonio completo y el incompleto, y señalar cuál es el uso moral que podemos darles a cada uno. El testimonio completo es imposible de recuperar, porque pertenece a los individuos que tuvieron la oportunidad de conocer el funcionamiento íntimo de la cámara de gas, precisamente, porque perecieron en éstas. El testimonio incompleto es lo único que tenemos para conocer, por una aproximación indirecta, el horror del campo de concentración. Agamben señala que los relatos de Primo Levi, Claude Lanzmann o Jean Amery constituyen testimonios incompletos valiosísimos para entender los peligros del nacionalismo exacerbado y la discriminación. Entre el testimonio completo y el incompleto se establece una desproporción: los muertos podrían decir más que los vivos, pero son éstos últimos a quienes corresponde la responsabilidad de narrar el mal. Entre ambos tipos de testimonios, surge un remanente, un resto de dolor y sufrimiento que no puede ser expresado. Esto es, precisamente, lo que queda de Auschwitz para Agamben. Es necesario narrar lo ocurrido, pero sin disfrazar el remanente de Auschwitz, es decir, la desproporción entre el testimonio potencial de los muertos y el real de los vivos. Y para cumplir este deber moral y político con los muertos, sólo tenemos las palabras y su potencial expresivo, es decir, lo que expresan sorpresivamente cuando pensamos que ya están agotadas.

Isabel Coixet es una cineasta catalana que está familiarizada con la experiencia de la pérdida, de la muerte y de la posibilidad de sincerarse con uno mismo cuando ya no nos queda nada que perder, es decir, cuando tomamos conciencia de nuestra propia mortalidad. La vida sin mí fue una película estupenda, que me hizo sentir la dimensión escalofriante de tender lazos amorosos con las personas, en un mundo que muere un poco cada segundo que pasa. ¿Qué sentido tiene construir vínculos de amor con la gente, si el día de mañana tu propio cuerpo te puede traicionar y rendirse ante el peso de la muerte y la enfermedad? ¿Para qué sirve el tiempo que se vive como la promesa de iniciar un día que puede ser mejor que el anterior, si sabes que ya no te quedan más días por delante? No obstante, al final de La vida sin mí queda un sentimiento de gratitud, que resulta de una cierta incomodidad con el propio cuerpo que se muere un poco todos los días, pero también de constatar como ninguna interacción con otros cuerpos es tan grave como para no disfrutarla aunque sea un poco.

Nunca me espere que Isabel Coixet llevara La vida secreta de las palabras a un territorio tan espinoso como el de tratar de decir algo sobre la resonancia política del dolor y la muerte que se viven en un plano personal. Y, sin embargo, lo ha hecho con una valentía y una sensibilidad poco comunes a la hora de vincular la experiencia particular del dolor con un contexto político reconocible. Y lo más extraño de la película, es que la transición entre uno y otro planos de reflexión, el moral y el político, llegan sutilmente y, por tanto, te toma tan desprevenido que acabas derrumbándote frente al dolor de lo contado (Aunque son películas totalmente distintas, me acordé de Juego de lágrimas y la forma en que Neil Jordan hace que su reflexión sobre las tensiones políticas en Irlanda acabe vinculándose con una reconsideración sobre la libertad sexual y la forma en que uno nunca sabe de quién puedes terminar enamorándote, hasta que te sucede).

En La vida secreta de las palabras, paradójicamente, lo que priva la mayor parte del tiempo es la incomunicación o, mejor dicho, la comunicación a medias y por canales no verbales. Sólo una vez que los protagonistas reconocen que entre ambos se ha establecido la confianza, le arrebatan todo su poder a las palabras para revelar el motivo de su desolación en medio de esa plataforma petrolera. Y entonces, se despliega en toda su complejidad la vida secreta de las palabras, es decir, su poder para expresar lo que queda de una experiencia de dolor que es resultado de la barbarie, la irresponsabilidad política y la complicidad de un mundo que tolera que la violencia a gran escala e ideológicamente justificada siga ocurriendo. Isabel Coixet sabe, como Agamben, que es imposible la representación fidedigna de la muerte provocada y del dolor asociado a la humillación. Pero sabe que tampoco se puede dejar de contar lo ocurrido. Entonces, deposita su confianza en el poder de las palabras, para poner en escena de manera indirecta, aquello que no se puede mirar directamente sin caer en el pesimismo absoluto.

Y este tour de force lo completa Isabel Coixet en medio de imágenes de una belleza extraña, que están allí, mostradas sin ser enfatizadas: el baile de los dos amigos que escenas antes vimos besarse en un arrebato de ternura, la oca deambulando por la plataforma solitaria, la mirada triste del hombre que quiere salvar a los mejillones de la contaminación, la meticulosidad del personaje de Sarah Polley al cumplir con su trabajo, el encuentro breve entre los personajes de Tim Robbins y Leonor Watling, la secuencia que recorre los escenarios vacíos de la plataforma petrolera mientras de fondo suena “Hope There’s Someone” de Antony and the Johnsons… En fin, una de las mejores películas que he visto este año…

Friday, December 01, 2006

No siete, sino cuatro…

Cuatro películas que puedo ver una y otra vez:
1. El evangelio de las maravillas, de Ripstein
2. Nazarín, de Buñuel
3. Breve película sobre el amor, de Kieslowski
4. Vértigo, de Hitchcock

Cuatro lugares donde he vivido:
1. Siempre he vivido en la Ciudad de México, pero son muchas ciudades en una sola

Cuatro programas de TV que me gusta ver:
1. Six Feet Under
2. Los Simpsons
3. Pare de sufrir e infomerciales en general con contenido menos piadoso
4. That 70’s Show

Cuatro lugares favoritos para ir de vacaciones:
1. Lisboa andando en bicicleta
2. Zacatecas a principios de la época de lluvias
3. Nueva York con el espíritu de Carry Bradshaw
4. Madrid sin pinta de mala persona

Cuatro de mis platillos preferidas:
1. Pasta
2. Un buen corte de carne, término medio
3. Atún sellado
4. Paella

Cuatro sitios de internet que visitó a diario:
1. Yahoo Mail
2. Hotmail
3. El País
4. El Universal

Cuatro lugares donde quisiera estar ahora:
1. En Nueva York, en la época de la Guerra Fría
2. En el final feliz de la película de mi vida
3. En el primer día de filmación de mi primera película
4. En Praga, durante la famosa Primavera

Cuatro trabajos que me gustaría tener:
1. Jefe de Redacción (junto con Lorena) de la revista TV Chismes
2. Traductor en el Fondo de Cultura Económica
3. Productor de radio
4. Crítico de cine de The New York Times

Cuatro famosos que he conocido:
1. Michael Nyman
2. Arturo Ripstein
3. Peter Greenaway
4. Ken Loach

Cuatro platillos que detesto:
1. Hígado encebollado
2. Huevos ahogados
3. Ensalada de col agria
4. Ate

Cuatro posibles primeras impresiones que causo:
1. Mamón
2. Soberbio
3. Vanidoso
4. Hermético

Cuatro bebidas favoritas:
1. Coca-Cola (las aguas negras del imperialismo yanqui)
2. Agua mineral
3. Agua simple
4. Jugo de toronja

Cuatro olores favoritos:
1. Happy de Clinique
2. El olor de las páginas de un libro que se abre por primera vez
3. El olor a dulce que se huele por las tardes en la UAM, porque cerca hay una fábrica de dulces
4. El aroma de las personas con quienes me siento en confianza

Cuatro cosas que me encanta hacer y que no tienen que ver con mi carrera:
1. Enterarme sobre entomología
2. Ver el mayor número de películas consecutivas en un día
3. Leer sobre psiquiatría
4. Traducir letras de canciones

Cuatro cosas para las que estoy negado:
1. Dar órdenes
2. Hablar en público
3. Hacer declaraciones de impuestos
4. El cine de Alejandro González Iñárritu

Cuatro cosas que colecciono:
1. Discos, aunque la música en línea sea lo de hoy
2. Carteles de cine
3. Mis boletos de las idas al cine
4. Buenos momentos que en su tiempo no parecieron tan buenos

Cuatro canciones favoritas:
1. It’s the end of the world as we know it, de R. E. M.
2. Everybody Knows, de Leonard Cohen
3. Lucky, de Radiohead
4. If you’re feeling sinister, de Belle & Sebastian

Cuatro libros favoritos:
1. La inmortalidad, de Milan Kundera
2. Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf
3. Liberalismo político, de John Rawls
4. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, de Hannah Arendt

Tomado, nuevamente sin autorización (quizás debería decir “plagiado”, pero el contenido es mío) del blog de Usuario X (usuario-x.blogspot.com).