Monday, August 27, 2007

Dioramas de museo de historia natural


Uno de los más aventajados autonombrados hijos de Ian Curtis –y quizá a veces también uno de los más pretenciosos e impertinentes– es Paul Banks. Un buen día, este chico esmirriado de 32 años decidió que tenía derecho a cantar y rasgar la guitarra como el malogrado padre putativo. Desconociendo las advertencias de quienes le decían que la originalidad no era precisamente uno de los atributos de su música, que ésta se parecía demasiado a la que había creado el admirado padre, Banks creó a Interpol. Un par de discos, Turn On the Bright Lights y Antics, los colocaron en la cima de la fama y la fortuna. Y no pareció que tanta sombra, tanto canto desgarrado, conflictuara a Interpol con la luminosidad de los reflectores. No me imaginó a Curtis tan expuesto a la luz, sacado de su propia concha y obligado a hablar de los riesgos de soportar la fama.

Pero el hijo tiene la prerrogativa de asesinar al padre, y no sólo de manera simbólica, para hacerse un lugar en el mundo. El hijo tiene que encontrar una voz propia, que le permita hablar de su universo, a la medida de ese espacio que hará suyo por la fuerza. A veces la voz es más potente que la realidad que describe; en ocasiones, el canto se pierde en la inmensidad de un paisaje que no se puede abarcar con la mirada. Por eso la música necesita de la metáfora que, en palabras de Andrei Tarkovski, es el intento por reflejar el mundo entero en una gota de agua.

Si la música de Interpol es elocuente en algún aspecto, precisamente lo es en la composición de metáforas que son como dioramas de museo, donde los movimientos de los seres que los pueblan se han detenido para que los observemos con detenimiento, buscando los resortes de esos extraños rituales (a veces de apareamiento, otras de separación) que resultan a la vez tan extraños y tan familiares. Es en torno a la idea del tiempo congelado, de las intenciones contenidas, de las consecuencias no planeadas de los deseos más íntimos, que Interpol compuso su tercer disco, Our Love to Admire, presentado por su iconografía como un recorrido por un museo lúgubre de historia natural. Siempre estos lugares me han parecido fascinantes y atemorizantes a partes iguales: allí está el ciervo comiendo tranquilamente, mientras el predador lo observa a la distancia, conociendo el final lógico de la escena; también aparecen las crías del bisonte, felices de estar cerca de su madre y sin saber que no hay espacio ni recursos suficientes para que todos los hermanos sobrevivan; en una escena más puede verse a la grulla abriendo las alas para el vuelo, sin sospechar que el cielo es un falso decorado y que sus patas están fijadas con clavos a un estanque simulado.

De todas las canciones que integran Our Love to Admire, “Pace is the trick” es mi favorita. Se trata de una hermosa pieza –un diorama de museo con la sangre salpicando, congelada en plena caída– que se refiere, precisamente, a la difícil negociación de una tregua: la que ocurre en un campo minado al interior de un corazón lastimado. No es la paz de los estoicos, sino más bien la de los sepulcros: el tipo de quietud que uno anhela cuando está demasiado harto de tanto caos, de no poder controlarse uno mismo y olvidar que, a veces, es imposible remontar el vuelo sin desgarrarse las articulaciones que están fijas al suelo por la costumbre y la comodidad. Pero la paz de la que habla Interpol se parece mucho a la de estar muerto, a estar adormecido después de una lucha ardua con las cosas que queremos cambiar y no podemos, del miedo a volverse un autómata de respuesta inmediata. La paradoja es que la paz tiene sentido en contraste con lo vivo, con lo orgánico, con lo que no obedece reglas. Pueden ser más hermosos que la naturaleza misma esos paisajes artificiales de los museos, con animales disecados como los que aparecen en la portada de Our Love to Admire. Pero todo está muerto. Por eso todo es controlable: la pluma es lustrosa, el cuerno es imponente, el pelo se antoja acariciable. Cuando uno mismo se ha vuelto un ejemplar de museo –cuando el amor sólo existe allí para ser admirado por los visitantes ocasionales– hay que pensar de nuevo si esa es la paz que se anhelaba. Aunque la voz del hijo sea muy parecida a la del padre –y aunque los esfuerzos de Interpol por imitar a Joy Division estén destinados al fracaso– creo que “Pace is the trick” es una canción que vale mucho la pena, y que le gustara a todos quienes de niños entraban con iguales dosis de horror y curiosidad a los museos de historia natural…



Sunday, August 19, 2007

With a Little Help from My Friends…


En un ensayo titulado “With a Little Help from My Friends”, incluido en Thinking About the Longstanding Problems of Happiness and Virtue, Tony Kushner lleva su tesis sobre las ventajas de la solidaridad política al terreno de las relaciones afectivas. Como en otros momentos de su obra, Kushner afirma que el individualismo exacerbado, no en lo tocante a la defensa de las libertades, sino en lo relacionado con la forma en que las personas pierden su capacidad para sentirse dolidos por las injusticias que se cometen sobre otros, es la gran tragedia que amenaza con destruir la república estadounidense. Para él, una persona progresista no es quien cree en la posibilidad de lograr un mundo mejor, sino quien trabaja codo a codo con los demás para dar realidad a esa idea, que no es otra cosa que el anhelo de crear un mundo en el que quepan muchos mundos: un mundo que no se puede planear ni construir en aislamiento.

Tratando de explicar la forma en que la presencia de muchas personas en su vida durante los años de escritura de Ángeles en América fue crucial para la concreción de esta obra, Kushner llega a la conclusión de que ésta no habría sido posible sin la pequeña ayuda de cada uno de esos amigos progresistas que se fue encontrando a lo largo de su vida, y que se quedaron para volverla un espacio habitable, cálido y confortable.

Cuando era muy joven, algún amigo le sugirió a Kushner que su curiosidad por la literatura no era algo que debía ser reprimido sino, al contrario, cultivado hasta volverse el motivo central de su vida. Andando el tiempo, algún otro camarada a quien Kushner mostró sus primeros escritos le dijo que no estaban mal, pero que lo mejor de él estaba aún por venir y que tendría que seguir trabajando para lograrlo. En días de tristeza, varios sobrevivientes de sus propias tragedias personales –entre ellas la discriminación y la muerte por el VIH– le enseñaron a Kushner que siempre era posible fingir que no todo estaba perdido, que las cosas podían mejorar, en compañía de los amigos adecuados. Y un buen día, otro amigo retó a Kushner a escribir una obra de teatro de gran formato, que fuera a la vez un complejo espectáculo para los sentidos y una reflexión política sobre los tiempos de oscuridad que a Estados Unidos le tocaron vivir con la llegada de Ronald Reagan al poder. Así, Kushner empezó a escribir las dos partes –“Perestroika” y “El milenio se aproxima– que componen Ángeles en América.

Mientras ensayaba distintas formas de aproximarse al grupo de confundidos habitantes de la república independiente del individualismo estadounidense que son los protagonistas de la obra, Kushner escribía y reescribía sus fragmentos: destejía por la noche lo que había tejido a lo largo del día, y parecía haber extraviado el hilo narrativo de lo que quería contar. Necesitaba, pues, un oído externo que escuchara lo que él tenía que decir; requería de un ojo crítico pero comprensivo, para que leyera esas palabras que acababa de escribir y que parecía no conducían a ninguna parte. Y allí estuvo otra amiga, en este caso una chica llamada Kymberly T. Flynn, quien conocía a Kushner desde muy joven, para ayudarle a darle la forma final y definitiva a Ángeles en América. Kymberly leía y releía lo que Kushner producía, con un ojo más bien pesimista respecto del poder de la acción política conjunta. Pero el pesimismo de Kymberly, irónicamente, iluminaba de felicidad las jornadas de trabajo de Kushner. Kymberly acababa de sufrir un accidente, y esto le significaba un doble esfuerzo a la hora de revisar el trabajo en progreso de su querido amigo socialista. Como en muchas otras ocasiones, con Ángeles en América, Kymberly tuvo la oportunidad de mostrarle a Kushner que ninguna tarea es demasiado pesada si se hace por un amigo.

Finalmente, Tony Kushner concluyó la obra, recibió ovaciones en todos los países en donde se montó y consiguió que el mundo volviera la vista sobre los particulares puntos de vista de quien se define a sí mismo como un socialista judío, gay y progresista.

No obstante, el éxito de Ángeles en América no hizo a Kushner olvidar que, sin la pequeña ayuda de todos estos amigos, y en particular de Kymberly, no sólo no habría podido completar la obra de teatro sino, quizá, tampoco encontrarle un sentido a todos los momentos difíciles y amargos que le habían tocado vivir durantes sus más de cuatro décadas de existencia.

Kushner y yo, por distintos medios, llegamos a la misma conclusión: los amigos sirven para ayudar a vernos a nosotros mismos desde un punto de vista más justo que el propio; también nos acompañan con su criticismo y condescendencia para hacernos ver –no obligarnos a ello– que en ocasiones nuestra conducta nos vuelve a nosotros mismos objeto del daño más significativo; pero también es cierto que, sin estos camaradas que han aprendido a querernos a través de todos los pequeños gestos y actos que integran nuestra personalidad, nada de lo que hemos conseguido con su ayuda valdría la pena. Kushner concluye su ensayo sobre la ventaja de tener amigos en un mundo que se vuelve terriblemente árido y carente de sentido sin su presencia, señalando que “la más pequeña unidad humana con sentido son dos personas, porque un individuo aislado es una ficción. De los nidos donde se fortalecen estas sociedades de almas, del mundo social, surge la vida. Y también las obras de teatro”.

“With a Little Help from My Friends”, la canción de los Beatles y el ensayo de Kushner, se me vienen de inmediato a la cabeza ahora que está concluyendo un domingo que amenazaba con ser particularmente triste –porque no me resigno a que en la geometría del deseo a veces las líneas que definen la trayectoria de dos personas simplemente son paralelas y no acaban nunca por intersectarse–, y que se volvió menos duro por el encuentro fortuito con dos de mis mejores amigos. Hasta las malas películas, en la mejor compañía, se vuelven disfrutables. Las buenas películas –pongamos, por ejemplo, Temporada de patos– se disfrutan más cuando son desmenuzadas de nuevo con los amigos durante la sobremesa o esperando que dé la hora para entrar al cine, cuando deliberadamente confundimos nuestros recuerdos personales con las escenas que hemos visto en la gran pantalla. Y es que mis amigos y yo hemos llegado a la conclusión de que Temporada de patos es la crónica de una tarde de domingo agobiada por cuitas existenciales.

Estoy totalmente de acuerdo con Kushner: la idea del yo, aislado en la cápsula insonorizada que componen sus pensamiento y rumiando su tristeza, apartado del mundo, es simplemente una ficción. O al menos, deberíamos esforzarnos, con las pequeñas ayudas que nos brindan los amigos, a que ese individuo siga siendo una ficción y no se materialice nunca en nuestras vidas.

Monday, August 13, 2007

La alegría y el mármol negro

No existen reglas en materia de la música que uno necesita para los malos momentos. A veces, una canción boba puede funcionar muy bien si se trata de repetir una tonadita que, de manera mecánica, nos coloque en un estado de sopor en el que nada, más que los dos segundos de preocupaciones que tenemos por delante, importe. “En días de tristeza, una pobre belleza es perfección”. En otras ocasiones, hay que ir hasta el fondo, tomar aire y sumergirse en la música de quienes cultivaron su capacidad lírica, pero no su talento para lidiar con el mundo y establecer relaciones amorosas exitosas. “I don’t want to play football, I don´t understand the rules of the game”. En ambos casos, la tristeza se queda allí, suspendida, esperando a que la canción termine, para poder establecer algún parámetro de comparación entre las miserias propias y las ajenas. Y así se puede uno pasar los días, ensayando una versión musical de uno mismo de la que sea posible conmiserarse.

La música, como toda droga de largo efecto, crea adicción y una forma de relación con el mundo que se mide por el sopor, en la que la piel está tan anestesiada que ya no se sienten los filos que nos lastiman mientras caminamos por un pasillo largo en dirección de quién sabe donde. Sin embargo, excepcionalmente, la alegría puede surgir de la miseria, de repasar una y otra vez los himnos suicidas de los poetas que se fueron de este mundo con la certeza de que ninguna otra opción era mejor que ésta.

Ayer, leía un fragmento del ensayo que Jon Savage escribió para acompañar la antología con la música de Joy Division, titulada Permanent y editada en 1995. Savage se proponía lo que muchos han intentado hacer: describir el efecto conjunto que provocan la música de Joy Division, la presencia fantasmagórica de Ian Curtis y la respuesta de un público que tenía en la cara una mezcla aterradora de lujuria por la vida y de ganas de pegarse un tiro en la cabeza allí mismo. Y Savage escribió algo más o menos así, que traduzco de manera libre:

“Para quienes tuvieron la oportunidad de verlos en directo, Joy Division es una marca indeleble […] Su música parecía ‘fragmentos terribles sacados a martillazos de una veta de mármol negro’. Ian Curtis era sus ojos y oídos, su líder. Pero, en concierto, mientras el público lo contemplaba, él se desconectaba en un estado visionario, automático, que evoca las peores pesadillas de H. P. Lovecraft, Thomas De Quincey o William Burroughs y J. G. Ballard, los autores favoritos de Ian Curtis […] Ian Curtis, y el grupo que murió con él, habían alcanzado la inmortalidad. El impacto ha sido atenuado por el tiempo, pero se trató de un impacto a fin de cuentas: existen personas reales que vivieron, trabajaron y se acostaron con la leyenda. Por una parte, Joy Division se ha vuelto una historia finita, con un principio, un clímax y un final, aunque provisional. No obstante, su legado en grabaciones permanece numinoso, es fuente de inspiración e inconcluso: muchos han tratado de tomar una parte de su corazón de las tinieblas –Trent Reznor con su ‘Dead souls’, Moby con su “New dawn fades”–, pero sólo James O’Barr, autor de El cuervo, ha estado muy cerca de ajustarse a esa ‘indescriptible belleza originada en las más absolutas atrocidades’”.

La frase de Savage que relaciona la belleza y la atrocidad, el amor y el horror, la angustia más insoportable y el estado de serenidad más envidiable, se me quedó dando vueltas en la cabeza. Porque eso es lo que sentía al oír una vez más, y por primera vez con el acelerador hasta el fondo, a Joy Division. “Love wil tear us appart”, “Transmisión”, “She’s lost control”, “Day of the lords”, “Issolation”, “New Dawn Fades” y “Atmosphere”, se sucedieron en el reproductor de discos compactos, una tras otra, como dagas extraídas de un obelisco de mármol negro y puro. Obtuve mi cuota de horror, pero por primera vez la conmiseración brillaba por su ausencia. Así entendí que la belleza que anida en el horror que contempló el atormentado corazón de Ian Curtis y que plasmó en forma de música, generalmente tiene que permanecer en la oscuridad, para en contadas ocasiones salir a la superficie y regalarnos una cuota de alegría para días oscuros como el mármol negro…