Monday, January 07, 2008

Música para contemplar una lluvia de ranas y escribir una película imaginaria

[Para Don Edmundo, que conoce muy bien el oficio de inventar –o encontrar en la nota roja– los argumentos para todo tipo de películas imaginarias]

La escritura antecede, casi siempre, a la imagen filmada. Pero existen las excepciones que confirman esta regla. Pensemos en el trabajo previo a la filmación que hace alguien como Mike Leigh, quien esboza de manera general el sentido de la película y luego, en el set, comienza la verdadera reescritura del guión con los actores, a quienes les pide que actúen de manera instintiva, desarrollando las reacciones de sus personajes por decisión propia. La ironía, como señaló en alguna ocasión el propio Leigh, es que el guión de películas tan complejas como Naked o Secrets & Lies, no existe como tal. La escritura de Mike Leigh es sólo el punto de partida en un proceso de creación colectiva que el propio director no sabe bien en qué dirección concluirá, pero que lo sujeta a la propia coherencia orgánica de lo narrado. Por eso es que las historias de Leigh, situadas en el frágil borde entre la comedia y la tragedia, entre lo pueril y lo sublime, entre la compasión y la ironía, siempre tienen un tono de verosimilitud: así ocurre en su crónica del reencuentro entre dos chicas que se conocieron en la universidad –las protagonistas de Career Girls– invocando a Charlotte Brönte para adivinar su futuro; también sucede con la disección que el cineasta inglés hace de aquello que la cultura ha denominado el instinto de maternidad –el tema de Secrets & Lies–; y también con la descripción de las desventuras legales de una mujer, Vera Drake, quien sólo quiere ayudar a chicas que se descubren embarazadas y que no pueden hacerse cargo del problema.

Algún escritor de quien no recuerdo el nombre señaló que el universo de un creador queda definido por sus vivencias hasta antes de los veinte años. En el borde de esa edad, el paraíso personal, con su contraparte de sombras, ya se habría construido de manera completa; cuando se acumulan dos décadas de vida, el individuo es capaz de saber la medida de sus fuerzas y de definir, aunque nunca de manera totalmente clara, aquellos objetos y personas que desea lo acompañen de allí en adelante. El resto de la vida no sería, entonces, sino un intento por recuperar esa imagen idílica construida hasta los veinte años, o el esfuerzo por darle cuerpo en la realidad, sabiendo que la voluntad siempre encuentra obstáculos insalvables. Hasta esa edad, un escritor se alimenta de las más diversas influencias, pensando siempre cuáles serán las mejores palabras para describir la experiencia o qué adjetivos son superfluos y necesita despojarse de ellos para transmitir una emoción de la manera más transparente. Todo lo que se vive, los sabores que se paladean, la música que se escucha, la gente que se conoce, gradualmente van integrando escenas que, con un poco de suerte, acabarán formando una historia orgánica que el creador necesitará contar de manera imperiosa y con los recursos del cine. Hasta los veinte años, uno ya ha escuchado las canciones que integran la banda sonora de las historias que quiere contar; hasta los veinte años, uno ya habría conocido a las personas, o sus rasgos, que delinearán el carácter de los protagonistas de las futuras películas que se dirigirán. Algo semejante le ocurrió a Paul Thomas Anderson con la música de Aimee Mann, que fue la base del guión para su película Magnolia y los personajes que allí se entrecruzan un día despejado que concluye en una torrencial lluvia de ranas sobre el Valle de San Fernando.

Magnolia
es una película sobre el azar –un tema recurrente en el cine a partir de la década de 1990–, pero también sobre la forma en que los vértices que generan las vueltas de la fortuna producen un vacío permanente en el alma humana, mismo que clama por ser satisfecho de alguna manera. De cierta forma, la vida –esa acumulación de años y de experiencias– no es otra cosa que la sucesiva lucha diaria por encontrar aquello que llene de la mejor manera este hueco en el centro del corazón. El vacío permanece siempre, aunque el azar nos de la ilusión de que es posible, por fin, ser salvados de convertirnos en aquellos inadaptados sociales de quienes nadie en su sano juicio se podría enamorar. En el corazón de Magnolia se localiza una canción de Aimee Mann, “Save Me” que, precisamente, habla sobre ese sentimiento: “You look like a perfect fit/ For a girl in need of a tourniquette/ But can you save me? Save me from the ranks, of the freaks who suspect they could never love anyone”.



En Magnolia, la gente se encuentra y se enamora, pero eso no basta para construir una historia compartida con final feliz; allí, la casualidad produce accidentes que dejan incapacitados para relacionarse con otras personas a los niños genio que asisten a programas de concurso; las mujeres arribistas acaban enamoradas del marido con quien se casaron por interés económico, condenadas a vivir la agonía que sólo se puede calmar con el gas del escape del auto de lujo que están a punto de heredar; el domador de mujeres aprenderá que la compasión es un sentimiento que también él puede despertar; el policía bueno se dará cuenta de que los sueños se cumplen en la realidad, aunque no de la manera exacta en que se imaginaron, sino de una forma más bien irónica y retorcida; y todo esto, al momento en que una lluvia de ranas cae sobre la ciudad, como plaga bíblica, dándoles a todos un motivo para sentirse redimidos. Al principio de la película, una voz advierte: “Este es el tipo de historias que si ves en una película, automáticamente piensas: ‘No, esto no ocurriría en la vida real’”. Y, sin embargo, Magnolia es una película viva, con un sistema nervioso al borde del colapso y cuyas ramificaciones se cruzan de manera caótica pero funcional, tal y como lo hacen las rutas del tráfico en el valle de San Fernando. Si bien los personajes de Magnolia salen más o menos bien librados de la película –salvo el chico suicida que termina con un boquete en el estómago al inicio–, ellos han sobrevivido a sí mismos y no se han dejado succionar por el vacío que los rodea. Una canción de Aimee Mann, “Wise Up”, les recomienda a esos personajes que lo mejor es darse por vencido de antemano, pues no se debe esperar nada bueno de la vida, para poder sentir gratitud si la fortuna les trae un poco de inesperada paz. “You’re sure there is a cure/ And you have finally found it/ You think one drink can shrink you until you’re undeground/ But it’s not going to stop until you wise up/ No, it’s not going to stop/ So just give up”



El propio Paul Thomas Anderson ha dicho que sin la música de Aime Mann, y las semillas que en ésta el cineasta encontró para germinar sus propias historias, Magnolia no existiría. Si los guiones de Mike Leigh se reducen a unas diez páginas de anotaciones a mano, el que Paul Thomas Anderson escribió para Magnolia podría haberse plasmado en papel pautado y con muchas anotaciones ilegibles al margen, las mismas que Aime Mann realiza siempre tratando de encontrar la forma más directa y seca de contar sus historias de perdedores que encuentran la redención un instante antes de estrellarse contra el suelo.

De acuerdo con Paul Thomas Anderson, las canciones de Aime Mann caen en alguna de estas tres categorías: 1) aquellas que dicen lo que siempre pensaste pero que no sabías como expresar; 2) las que pudiste haber escrito tú, si tuvieras el talento suficiente para hacerlo, y 3) aquellas que, incluso no habiéndolas escuchado nunca antes, de inmediato te resultan familiares. Aimee Mann es una chica con una cara muy peculiar, dura, con una sonrisa que parece más producto de la esquizofrenia que del bienestar. La música que ella produce no es sencilla de digerir, o más bien, se resbala hacia el interior de uno con cierta facilidad por la suavidad de sus acordes, por lo sencillo de los estribillos, pero una vez dentro, produce una indigestión existencial que no se cura sino cuestionando hasta el fondo el sentido y el propósito de ese día afortunado en que uno descubrió la música lúgubre de Aimee Mann. Ella canta la miseria de la vida, pero no para recomendar que la gente se suicide en masa: no, eso sería una forma demasiado fácil de terminar con la película. Lo que necesitan los protagonistas de sus canciones no es una cuota extra de drama que la que las circunstancias les han otorgado. Simplemente, Aimee Mann canta extrañas canciones de cuna para hacer dormir los atormentados corazones de, por ejemplo, la chica que se descubre embarazada de un perdedor igual que ella o del tipo que se da cuenta que ha desperdiciado la mitad de su vida vendiendo boletos para la feria de su pueblo. Un sueño profundo para curar los golpes del día: esa es la moraleja y la recompensa tras la escucha de cualquiera de las canciones de Aimee Man. Precisamente, eso es lo que obtuvo Paul Thomas Anderson, y en medio del descanso y el alivio, él pudo soñar con los personajes a los que Julianne Moore, Tom Cruise, Phillip Seymour Hoffman, William H. Macy y John C. Reilly, entre otros, prestaron sus rostros en Magnolia.

Si se escucha con calma lo que ha hecho Aimee Mann después de la banda sonora de Magnolia, es decir, sus discos Lost in Space y The Forgotten Arm, se podría imaginar una secuencia que no está incluida en la película de Paul Thomas Anderson, pero que completa el cuadro.

La secuencia imaginaria podría ir más o menos de la siguiente manera. Un día después de la lluvia de ranas –en ese Valle de San Fernando vacío de gente que se resguarda en las habitaciones de los hoteles, embriagándose porque no conocen el poder de la música de Aimee Mann para perder el sentido– alguien –interpretado quizá por John Turturro– se acerca a su carro, limpia los fragmentos de los cuerpos de las ranas que lo cubren, y emprende el viaje que realiza diariamente al trabajo. La recepción de la antena del auto del personaje de John Turturro no es buena, a él le gusta la música country, pero las estaciones que la programan suenan con demasiada interferencia para ser entendibles. Entonces, buscando en el cuadrante de la radio, se topa con la voz suave de una mujer que se escucha clara aun en medio de la interferencia. Parece una tonada agradable, rítmica, con una guitarra muy bien ejecutada marcando el ritmo. Pero algo no está bien: esta chica da muy malos consejos, habla de lo fácil que es extraviarse en medio de una vida perfectamente normal, de lo sencillo que es hacer las maletas y dejarlo todo atrás porque lo conocido empieza a dar nauseas. A John Turturro, los versos de la canción que escucha le caen como una lluvia de ranas que lo sorprendiera en medio del desierto, sin paraguas ni lugar para guarecerse. De repente, todo lo familiar se vuelve pesado, el aire se calienta hasta volverse irrespirable, el olor de su propia colonia barata le resulta insoportable. Y la chica sigue cantando: “So better pack your bags and run/ Staying until the jobe is done/ Maybe you could sudden hoppe/ That providence will fray the rope/ And sink like a stone”. Termina la canción, y el locutor anuncia que se trata de Aimee Man y “Today’s the Day”, de su disco Lost in Space, una canción que programó no porque a él le gustara, sino porque se la pidió por teléfono una chica que lloraba inconsolable. John Turturro tiene ahora los ojos inyectados de sangre y no sabe por qué hoy tiene que ser, precisamente, “el día”. ¿Un gran día? ¿Para qué propósito? Llovieron ranas ayer, pero eso es perfectamente explicable en términos científicos. De acuerdo con su filosofía personal, a John Turturro todos los días le parecen un gran día, la oportunidad para superarse, para ser amable con los compañeros de su oficina, de vender más ofertas por teléfono de la tienda para la que trabaja. Pero, ¿cómo volver a la realidad después de haber escuchado a esa tal Aimee Mann cuyo nombre le era completamente desconocido? ¿Qué dirían su esposa y su hijo único si no llegara a casa a la hora de costumbre, un poco después de que la primera terminó las tareas del hogar y un poco antes de que el segundo caiga rendido por el sueño? ¿Qué se sentiría simplemente manejar en línea recta hasta que la gasolina se termine y hospedarse en el primer motel que encuentre? Súbitamente, en medio de la miseria y el aburrimiento, el personaje que interpretaría John Turturro en una película imaginaria basada, como Magnolia, en las canciones de Aimee Mann, se percata de que hay un cierto placer insano en planear lo que de todos modos no puede conseguir: ser alguien diferente de sí mismo. Pero valdría la pena intentarlo, manejar tarareando esa canción que no puede sacarse de la cabeza, y sólo parar en el próximo pueblo para buscar un casette –porque su carro no cuenta con reproductor de discos compactos– con la música de la tal Aimee Mann. Mientras maneja hacia ningún lado, alejándose del trabajo y del hogar, John Turturro piensa lo diferente que el día de hoy habría sido si ya tuviera la antena para su carro que pensaba comprar con la paga del viernes, y pudiera haber disfrutado su música country de siempre. Pero no fue así: el azar le descubrió la voz de una chica muy rara, y simplemente todo se torció en esta mañana posterior a una lluvia de ranas en el Valle de San Fernando…

Wednesday, January 02, 2008

10 libros que se deshojaron durante 2007



Los detectives salvajes

Roberto Bolaño

(por recomendación de Zelig)


Howards End

E. M. Forster


El rey de los alisos

Michel Tournier


The Road

Cormac McCarthy

(por recomendación de Issa)


The Year of Magical Thinking

Joan Didion


Thinking About the Longstanding Problems of Virtue and Happiness

Tony Kushner


Big Fish

Daniel Wallace


Las vidas de los animales

J. M. Coetzee


La historia del amor

Nicole Krauss


No será la tierra

Jorge Volpi