Thursday, May 31, 2007

Ser y aparecer en público





En el año de 1975, unos meses antes de morir, Hannah Arendt –la filósofa alemana de la política que siempre rehúso ser considerada como filósofa de la política– recibió del gobierno danés el Premio Sonning, por lo que éste denominó “una contribución significativa a la cultura europea”. En el pasado reciente, el gobierno danés había distinguido con este reconocimiento a personajes de la estatura de Niels Bohr, Winston Churchill, Bertrand Russell o Albert Schweitzer; después de Arendt, Dario Fo, Simone de Beauvoir, Jürgen Habermas o Krzysztof Kieslowski también fueron acreedores de este premio.

Desde 1950, la Universidad de Copenhague otorga este reconocimiento a quienes contribuyen, desde una posición específicamente europea, a realizar el ideal de humanidad y solidaridad mundial que el escritor Carl Johan Sonning tanto se afanó en discutir en sus escritos. Sonning sabía que cualquier intento de amar a la humanidad se enfrenta con el dilema de amar a los seres humanos concretos, con los que se pueden sentir profundas afinidades, pero respecto de quienes es también posible descubrir el germen del conflicto. Para Sonning, la importancia de crear una cultura específicamente europea radicaba en la posibilidad de abrirla a todos aquellos que tuvieran algo relevante que decir para preservar este espacio de comunicación, en donde las personas fueran valoradas en función de sus argumentos y su capacidad para defenderlos públicamente, y no por su origen étnico o los privilegios derivados de la posición social. Sólo en el contexto de una cultura europea como esta, pensaba Sonning, cobraría cuerpo el ideal filosófico del cosmopolitanismo que a los políticos profesionales les parecía un rasgo supremo de ingenuidad; sólo en una cultura europea forjada a partir de los encuentros discursivos entre personas de todas las nacionalidades, el ideal de humanidad sería posible, si por éste se entiende no la anulación de las diferencias entre las personas, sino la creación de un vínculo solidario entre ellas a través del reconocimiento de la mutua dependencia y el riesgo compartido que significa abdicar de la responsabilidad de preservar ese medio cultural común. No es gratuito que Arendt haya recibido el Premio Sonning, pues ella siempre se preocupó por articular una reflexión en torno a la pregunta que tanto preocupaba a Carl Johan Sonning, es decir: ¿cómo vivir en un mundo que se comparte con otras personas y, al mismo tiempo, hacernos responsable de ese mundo común sin que desaparezca la individualidad que nos define como seres políticos?

En su discurso de aceptación del Premio Sonning, Arendt, tan reacia a hablar de sí misma frente a los demás, no dejó de mostrar su extrañeza al ser reconocida por su contribución a la cultura europea, precisamente porque ella emigró de manera forzada hacia Estados Unidos, cuando en Europa la mayor parte de sus habitantes suspendieron la capacidad de juzgar y se convirtieron en cómplices de los crímenes totalitarios dirigidos sobre quienes, como ella misma, eran judíos. No obstante, a diferencia de muchos de sus compañeros de exilio que aprendieron el idioma y se esforzaron por olvidar el motivo de su estancia en Estados Unidos, Arendt sabía que no habría constatado la vitalidad política la república estadounidense, si no hubiera sido lo suficientemente perceptiva de la tragedia que se aproximaba, como para huir antes de que fuera imposible. Arendt sabía que la acción libre de ciertos seres humanos había producido enclaves de destrucción y violencia como los campos de concentración; pero también sabía que parte de la cultura europea en cuyo nombre la honraban con el Premio Sonning, tenía que ver con toda una serie de personajes –Walter Benjamin, Rosa Luxemburg, Karl Jaspers, entre otros– que también ejercieron libremente su capacidad de acción y de juicio, pero en este caso para resistirse a observar la política desde la óptica que define la racionalidad instrumental.

Para Arendt, Dinamarca, el país donde se le concedió el Premio Sonning, siempre estuvo ligado en su memoria a la particular forma de resistencia que su pueblo adoptó ante el nazismo. En Dinamarca, existían los mismos grupos humanos desplazados, el mismo antisemitismo y los mismos sentimientos de tribalismo étnico que en otras naciones europeas, sólo que el Estado danés decidió dar a los judíos la misma protección que a los nativos. Por ello, cuando el gobierno alemán reclamó los bienes y la vida de los judíos que se habían refugiado en Dinamarca, el gobierno encabezado por el rey Cristian X replicó que estas personas no eran más ciudadanos alemanes, sino que ahora contaban con la protección plena de las leyes danesas y, por tanto, serían defendidos como cualquier ciudadano nativo. En opinión de Arendt, lo más destacable de las acciones de resistencia de los daneses, es que éstas inspiraron una creciente discusión sobre las implicaciones de la ciudadanía y la inmoralidad de la política de terror del Tercer Reich. El resultado, que tanto celebró Arendt a lo largo de su obra, fue la activación de un espacio público rebosante de luz crítica y depurado de la ideología totalitaria.

El discurso de Arendt en ocasión del Premio Sonning concluye con una reflexión sobre el carácter del intelectual en el mundo postotalitario. Arendt se preguntaba si el filósofo profesional, quien ejerce sus facultades mentales en solitario y alejado de los otros seres humanos, efectivamente puede convertirse en una figura pública, es decir, si su trabajo implica un interés por el mundo que sea suficiente para convertirlo en un ciudadano responsable. A Arendt le resultaba evidente que la tradición del pensamiento occidental siempre despreció el dominio de la política, por considerarlo el espacio donde se manifiesta por excelencia la irracionalidad. La actividad del pensamiento, de la que el filósofo parece tener el monopolio, se ha pensado siempre como una forma de huir del mundo y deshacerse de sus distracciones sensibles, con el objetivo de comprender la verdadera esencia de todas las cosas. Por eso Platón, en su diálogo Fedón, se refirió a la filosofía como un ensayo para la muerte, y a los filósofos auténticos los describió con un color de piel “como el de los muertos”. Pero, para Arendt, esta deliberada enemistad entre el filósofo y el político no implica la imposibilidad del primero para reflexionar, en tanto ciudadano, en torno a los asuntos de la política, aunque nunca se haya implicado en éstos de manera directa. Finalmente, fue por ese interés en el mundo y la comunicación que Arendt recuperó a Kant y a Jaspers, filósofos profesionales en toda la extensión de la palabra.

A la propia Arendt le resultaba curioso el hecho de que, siendo ella una pensadora que sólo ocasionalmente se involucró en los actos políticos del movimiento sionista en su juventud en Alemania, su reflexión política –que siempre se negó a caracterizar como filosófica– la hubiera convertido en una figura pública. Para aproximarse al significado público de la actividad del intelectual, Arendt se remite al término latino persona, el cual era empleado para referirse a la máscara que se colocaban los actores en el escenario teatral para representar un personaje. Literalmente, a través de la máscara, que poseía una abertura para que la voz se escuchara (persona equivale a per-sonare), las personas podían hacer que los demás se enteraran de los pensamientos y las motivaciones del personaje que les tocaba representar. Sin la máscara, el actor no podía constituirse en el centro de la atención del espectador. Una vez fuera del escenario, el actor se despojaba de su máscara y se convertía de nuevo en un individuo privado sin nada que decir a sus semejantes.

Aunque actualmente el teatro se actúa sin máscaras, todavía las personas aparecen en público revestidos de sus opiniones y discursos, que son las únicas formas de presentación por las que podemos juzgarlas como seres responsables o irresponsables en términos políticos. Arendt sabía, como Kant, que el corazón de los seres humanos es insondable para los mortales y que sólo la omnisciencia divina podría escudriñarlo en plenitud. A los mortales comunes, sólo se nos puede conocer por nuestros actos y discursos. No obstante, existen ciertas épocas históricas, con sus particulares crisis y perplejidades, en las que individuos comunes y corrientes, con sus opiniones, son erigidos como figuras públicas, para que sus palabras puedan ser oídas en el espacio público. En el caso de Arendt, carente de cualquier poder y sólo armada con sus polémicos puntos de vista sobre la política, se vuelve sintomático de un tiempo crítico respecto de la construcción de una cultura política incluyente, que sus reflexiones sobre el espacio público y la luz metafórica que éste irradia sobre los ciudadanos se hayan convertido en la razón de que a ella se le haya concedido una máscara temporal para hablar ante los demás seres humanos. Porque, de acuerdo con ella misma, la filosofía “es un asunto solitario, y sólo parece natural que la necesidad de ella surja en tiempos de transición, cuando los seres humanos no pueden confiar más en la estabilidad del mundo y en su papel en éste; y cuando la cuestión relativa a las condiciones generales de la existencia humana, que en cuanto tales son propiamente inherentes a la aparición del hombre sobre la tierra, ganan una urgencia inusual. Hegel podría haber tenido razón: ‘El buho de Minerva despliega sus alas sólo cuando ha caído la tarde’ [...] Este ocaso, el oscurecimiento de la escena pública, no obstante, no tiene lugar en silencio de ningún modo”.



[El día de ayer, este texto fue leído como presentación en el examen de maestría que sustenté para defender mi tesis, finalmente concluida y titulada "Hannah Arendt y las tareas del juicio político en una época postotalitaria". Allí agradecí a todos quienes con sus opiniones contribuyeron a moldear esta reflexión. Ahora, quiero hacer lo mismo con los visitantes frecuentes de este espacio, quienes me descubrieron cómo se observa el mundo desde una perspectiva diferente a la propia y cómo este intercambio dialógico es parte de la bendición de vivir en un mundo plural. Gracias a todos]

Wednesday, May 23, 2007

El arte de ser endeble



Coyoacán es uno de los pocos barrios de la Ciudad de México en los que aún se puede caminar con placer. Durante buena parte de mi estancia en la Universidad, Coyoacán era un refugio constante en mis andanzas, aunque mi campus y este lugar estuvieran alejados muchos kilómetros de distancia. Siempre que se trataba de imaginar un espacio para conversar un buen rato, o simplemente para perder el tiempo en compañía, mis amigos y yo acabábamos en aquel lugar, tomando café, haciendo tiempo para entrar a la siguiente función de la Cineteca Nacional, hojeando libros que no podíamos comprar en los diversos locales de la zona. Nunca las horas muertas me han vuelto a saber tan bien como en aquella época; supongo que no es el tiempo el que ha cambiado, sino mi capacidad para perderme en él sin culpa. Coyoacán era la promesa de una película en la Cineteca Nacional (en los buenos días, quizá dos funciones), de la sobremesa para desmenuzarla según los postulados de la teoría del cine de autor en la que tan fiel –e ingenuamente– creíamos y, finalmente, del viaje eterno en metro de regreso a casa, para pensar y repensar lo visto y lo conversado. Y en Coyoacán, aparte de descubrir el placer por el cine, me encontré con un lenguaje tan rico como complejo, del que no he podido desligarme desde entonces: el teatro. En esos años, descubrí un pequeño foro teatral en la calle de Madrid # 13, en lo que alguna vez fue la casa del poeta Salvador Novo: “La Capilla”, ocupada desde entonces por la compañía Los Endebles, dirigida por Boris Schoemann. Digamos que mi modesta mirada sobre el teatro, fue educada en este pequeño espacio, cuyo escenario no es más grande de 12 metros cuadrados y en cuyo patio de butacas no caben más de 50 personas.

Lo que me gusta del teatro es su capacidad para crear mundos enteros y complejos, donde sólo existe la nada y un telón negro de fondo. Cuando un actor es hábil, basta con que contemple el vacío con una mirada de amor perdido, para que nosotros imaginemos delante de él al ser más hermoso y virtuoso del mundo. Cuando el director logra entablar un diálogo con el texto que tiene que llevar a escena, aunque la acción ocurra en el siglo XIII en un monasterio portugués, puede convertir dicho texto en un comentario furioso sobre la situación política contemporánea. Siempre que haya la imaginación suficiente, el barco que transporta a Rosencratz y Guildestern o el tren que inunda las pesadillas de Freud, pueden ser convocados a escena con un simple juego de luces y sonidos. El teatro nos pide, aún más que el cine, que sustituyamos por un momento nuestra incredulidad por la capacidad de asombro que es característica de los niños. El teatro demanda que hagamos acopio del placer oculto que implica cumplir cabalmente una ceremonia, una representación que no tiene otro propósito utilitario más que dar un tono operático a una acción que de otro modo sería terriblemente mecánica. Como decía Peter Brook, para que exista el teatro basta con que dos seres humanos se encuentren en un espacio vacío, y uno asuma la posición del espectador.

En la Ciudad de México, la cartelera teatral es vasta. De hecho, se supone que pocas ciudades de Latinoamérica tienen tantas y tan variadas propuestas teatrales de manera simultánea. Una amiga que fue a Buenos Aires me decía que sólo allí y en la Ciudad de México había presenciado largas temporadas de una misma obra en la que hay más personas arriba del escenario que entre el público. En México, hacer teatro –y cine, literatura, danza, música, pintura, escultura– tiene algo de heroico. Claro que también está el teatro de fórmula que monta una comedia de equivocaciones, con puertas que se abren y se cierran cada cinco minutos, y protagonizada por actores de la telenovela del momento, con el solo fin de ganar dinero. No está mal querer ganar dinero, por supuesto, pero el verdadero teatro está en otra parte.

Desde el año 2001, “La Capilla”, en Coyoacán, está bajo la dirección artística de Boris Schoemann. Allí, él ha convocado a un buen número de autores diversos, que tienen en común escribir en francés o lanzar una mirada subversiva sobre los grandes temas de la dramaturgia. Incluso, cada fin de año, Schoemann y el grupo de escritores y directores de escena que ha consolidado con el tiempo, montan una suerte de antipastorelas, para celebrar el nacimiento de Dios en un mundo en el que parece estar ausente de manera permanente. Como puede verse, “Los Endebles” hacen teatro subversivo y, mejor áun, buen teatro subversivo. La primera obra que presencié en “La Capilla” fue, precisamente,
“Los endebles o la repetición de un drama romántico”, en la que asistíamos a la representación de una representación. Teatro dentro del teatro, en el mejor sentido de la expresión, dirigido por Boris Schoemann con una capacidad de decir mucho con muy poco, que es impropia de los productos artísticos hechos en México. La historia ocurría en tiempo presente, dentro de una prisión en Québec, y narraba el secuestro de un obispo por parte de los internos para obligarlo a presenciar una representación de un hecho terrible ocurrido cuarenta años atrás, que lo vinculó de manera trágica con uno de los internos. La “repetición del drama romántico” consistía en que los internos de la prisión, a manera de venganza, representaran el asesinato de un joven a quien el entonces joven obispo, Jean Bilodeau, apodaba “el endeble” y quien estaba enamorado de otro chico del que el propio Bilodeau se descubría enamorado. Ante la imposibilidad de consumar su pasión amorosa, Bilodeau asesinó a “el endeble” y culpó a su joven amante del hecho. El amante ha tenido que purgar una condena en prisión por el asesinato de su único amor, y el obispo ha sido traído hasta la prisión para oficiar una misa de redención. La obra, de Michel Marc Bouchard, era un ajuste de cuentas con un pasado en el que la homofóbia interiorizada impidió a un grupo de jóvenes quebequenses vivir su sexualidad de manera no culpable; pero también mostraba la forma en que Québec permanecía como una isla de cultura que se negaba a asimilarse a las costumbres de la parte angloparlante de Canadá.

Posteriormente, en el mismo foro,
“El camino de los pasos peligrosos”, del mismo Bouchard y dirigida también por Boris Schoemann, narraba una historia fantástica en la que tres hermanos, de camino a la boda de uno de ellos, sufrían un accidente de carretera que les impedía alcanzar su destino. Allí, solos y sin manera de comunicarse con sus casas, los hermanos empiezan a sacar los rencores del pasado y a revelar, precisamente, el camino que llevó a cada uno de ellos a una peligrosa existencia plena de insatisfacciones y sueños no cumplidos. Para estos niños crecidos que un buen día se despertaron con la carga de las responsabilidades adultas a cuestas, la fuga de su realidad aparece como la única opción para salir de la frustración existencial. Sin embargo, lo que Bouchard plantea es que hay un límite para los sueños no cumplidos, y este es el que señala la muerte trágica, sorpresiva, ridículamente cotidiana, como la propia insatisfacción que se siente al despertarse por la mañana cada día. Aunque nos empeñamos en creer que siempre hay tiempo para cambiar, la vida se acorta cada segundo, y las fuerzas se van agotando con cada brazada para intentar alcanzar la otra orilla del mar.

Boris Schoemann ha rescatado a muchos autores francoparlantes –vivan en Francia, Québec o Argelia– para mostrar las profundas afinidades entre los sentimientos de frustración y de pertenecer a la periferia, independientemente del idioma en que se expresen. Otro de los temas constantes en los textos que elige Schoemann para llevar al escenario es la forma en que construimos espacios utópicos en los que la realidad acaba colándose de manera inevitable, para destruir ese orden que tan cuidadosamente hemos planeado. Ese es el tema de
“El canto del dime dime”, drama escrito por Daniel Danis en el que una familia de hermanos huérfanos se esfuerzan por mantenerse al margen de la sociedad que los califica como subnormales, por profesar un amor casi insano por su hermana parapléjica. En el microcosmos cuidadosamente protegido del mundo exterior que los hermanos han convertido en su fortaleza, nadie que no comparta el amor por la hermana enferma puede entrar. Para pasar el rato, los hermanos practican el juego de las palabras (del “dime dime”) y ensayan diversas formas de cantar su amor por esa vida construida a contracorriente de las ideas comunes de normalidad y salud mental. Sin embargo, como bien sabemos, toda utopía lleva en sí misma el germen de su autodestrucción…

La última obra dirigida por Schoemann que he visto en “La Capilla” es
“El regreso al desierto”, escrita por Bernard Marié Koltés. Aquí el tono es radicalmente distinto de las anteriores obras: hay una tragedia de fondo, muchas preguntas existenciales, pero al autor ha asumido que estas situaciones, mal vistas pero bien miradas, mueven a la risa, a la compasión. El desierto al que Andrea y sus hijos regresan es la Francia que tiene una profunda deuda histórica con Argelia. En Argelia, Matilde es la francesa, y en Francia ella es la argelina. Koltés escribe sobre la sensación de ser extranjero en todas partes, y sobre las formas cómicas que toma la desconfianza hacia lo que percibimos como radicalmente distinto de nosotros. Una obra tan divertida como aguda, con una Julieta Egurrola en estado de gracia en el centro de la representación.

Ahora, la compañía de Boris Schoemann ha mudado temporalmente su residencia al complejo teatral del
Centro Cultural del Bosque, atrás del Auditorio Nacional, en la Ciudad de México. Y allí está presentando algunas de las obras que ya han tenido corrida en “La Capilla” y que, bajo ninguna circunstancia, hay que perderse. Incluso, a mediados de junio, Boris Schoemann hará un par de funciones de “Los Endebles o la repetición de un drama romántico”, obra que no ha montado en mucho tiempo y que, desde mi punto de vista, es la joya de la corona de esta compañía teatral.

Monday, May 14, 2007

Instrucciones para huir de Sam’s Town



We hope you enjoy your stay/ It’s good to have you with us/
Even it’s just for the day/ We hope you enjoy your stay/
Outside the sun is shinning/ It seems like heaven ain’t far away

The Killers, “Enterlude”




En el siglo XIX, Alexis de Tocqueville se preguntó por la forma en que el ethos igualitario que definía a la república estadounidense era interiorizado por las conciencias de los ciudadanos, y llegó a dos conclusiones muy curiosas. Primero, que los americanos tenían una extraña tendencia a abandonar su puritanismo en materia religiosa, para abrazar un panteísmo decididamente pagano; y, segundo, que los americanos, a diferencia de sus lacónicos antepasados ingleses, eran constantemente tentados por la grandilocuencia en materia literaria.

En materia religiosa, como los americanos creían en el valor supremo de la igualdad, gradualmente su percepción de las fuerzas humanas se vio empobrecida: si los individuos son iguales, es porque son igualmente vulnerables frente a la potencia destructora de la naturaleza. El mundo se volvía inmenso y hostil, mientras ante sus propios ojos los estadounidenses aparecían como pequeños y débiles. Uno de los motivos principales para edificar repúblicas sólidas entre personas iguales, de acuerdo con la lectura que Tocqueville hace de la conciencia del americano promedio, es protegerlas de la exposición desnuda a las fuerzas naturales. Separados y compitiendo por las presas, los animales perecen; juntos e hibernando en la seguridad de la caverna común, los animales tienen una pequeña oportunidad de sobrevivir –incluso el oso con el apetito más feroz. Para Tocqueville, la conciencia de la fragilidad humana llevaría con el tiempo a los estadounidenses a iniciar un culto por la fuerza de la naturaleza, contemplada como algo de lo que ellos no forman parte importante, y que deben tratar con cautela por el riesgo que implica despertar su ira. Así, en la imaginación de Tocqueville, Nueva York acabaría atestado de figuras totémicas y de ofrendas para hacer llover o acelerar la reproducción del ganado. Lo que no pudo suponer el filósofo francés es que otro Dios con un poder más destructivo –el dinero– iba a implantarse en Wall Street y a ser venerado con una devoción rayando en lo supersticioso.

Por otra parte, en materia de creación artística, Tocqueville pensaba que entre los escritores americanos existía una tendencia natural a la desmesura, a la grandilocuencia, a querer decir más de lo que puede caber por la boca, dada la infatuación lírica que la democracia había provocado en las conciencias individuales. Si todos somos iguales, también son igualmente valiosas nuestras reflexiones gestadas en solitario, nuestra visión del mundo, nuestras opiniones sobre los tópicos más absurdos. Porque en cualquier materia, siempre los estadounidenses se precian de tener una opinión: sobre la mejor forma de curar la artritis, acerca de la fuente de la eterna juventud o, incluso, sobre la receta para transplantar la democracia a lejanas tierras gobernadas por tiranos petroleros. Y como la conciencia del americano no puede permanecer callada, ellos escriben poesía en la que tratan de describir el rostro de un Dios por el que sienten más temor que amor; ellos hacen un teatro que demanda la representación en el escenario de pasajes de la Guerra Civil o la irrupción del Ángel de América que porta la demanda de que la humanidad cese de moverse hacia el futuro; ellos componen canciones que esperan hagan a sus ejércitos volver a casa, arrepentidos de las incursiones militares en el sureste asiático. ¿No son curiosos los americanos panteístas y grandilocuentes de Tocqueville? Otro asunto totalmente diferente es si, en efecto, estas criaturas existieron o viven todavía entre nosotros…

Lo que Tocqueville observaba –supongo yo muy divertido– era una especie de locura democrática que se apoderaba de los ciudadanos, aun en contra de su voluntad y para implantarse en los terrenos más insospechados, como los altares, la literatura o el lecho conyugal. Esta adoración casi insana de la igualdad en materia política, reinterpretando el espíritu irónico de Tocqueville, aparece como la masa verde y gelatinosa que, en las películas de clase B de la década de 1950, llega del espacio exterior para invadir los cuerpos de los inocentes habitantes de los pequeños y grises pueblos del desértico sur del país. Cuando la masa verde lo invade todo, la gente empieza a comportarse de manera extraña y su conducta, forzada a desarrollarse en el mismo pueblo abandonado de la mano de Dios, se desenvuelve de manera mecánica para cumplir las tareas mediocres de todos los días. Las mujeres empiezan a lavar la vajilla con la mirada perdida y los hombres a cosechar el maíz sin importar si es medianoche. Por eso es que Los secuestradores de cuerpos es una de las historias que más remakes ha generado en la historia del cine americano –la última, por la mano de ese maestro de la disección de la psique americana que es Abel Ferrara. A la larga, Tocqueville –como Hannah Arendt– diagnosticaba que el espíritu igualitario de la república estadounidense acabaría transformándose en conformismo social, pues sin el espíritu de la competencia los ciudadanos terminarían refugiándose en la vida privada y desatenderían los espacios de participación política.

Muchos de los grandilocuente escritores de la república estadounidense han coincidido en señalar un horror semejante frente al conformismo social, y han vuelto la vista hacia el teatro épico como un recurso para motivar la discusión pública de los asuntos comunes. Tennesse Williams, Arthur Miller o, en años recientes, Tony Kushner, han escrito obras en las que relatan un fragmento de microhistoria sobre la represión sexual –Un tranvía llamado deseo–, la histeria anticomunista –Las brujas de Salem– o la necesidad de cuestionar hasta los cimientos la cultura capitalista que vuelve periféricas a la mayoría de las personas que no se ajustan a una idea de éxito social –Ángeles en América. Para estos escritores, el teatro puede ser más grande que la vida misma, porque es en el escenario donde la gente puede observar sus hábitos y prejuicios con una sana distancia que le permita reírse de ellos, horrorizarse ante ellos, y criticarlos como si se tratara de las costumbres de un pueblo de lunáticos. Por eso es que Williams, Miller o Kushner dan al teatro de gran formato una dimensión política que evoca la grandilocuencia que Tocqueville asoció con el espíritu democrático de los americanos.

Con su ironía habitual, Kushner plantea el tema de la utilidad política del arte como una adivinanza. En una conferencia titulada “On Pretentiousness”, recogida en su colección de ensayos Thinking About the Longstanding Problems of Virtue and Happiness, el dramaturgo de origen judío se pregunta: ¿en qué se parece el arte con pretensiones políticas y la lasagna? Y Kushner contesta: en casi todo. La lasagna es un plato que en Estados Unidos se prepara con ingredientes extranjeros en su mayoría, como la pasta y las especias. El arte americano es producto de una mezcla multicultural en la que tienen cabida la épica, la lírica, la ironía o la tragedia: todos estos géneros revueltos e incorporados en una mezcla de muchos sabores en la que ya es imposible distinguir el gusto de uno solo de los que la integran. En ambos casos, el producto final es un desafío a las leyes de la sencillez y el buen gusto. El cocinero y el literato se atreven a mezclar ingredientes que hasta ese momento, nadie en su sano juicio, se había atrevido a pensar que reunidos harían una combinación deliciosa. La lasagna es una falta de respeto frente a la austeridad del maztoh judío, que no se fermenta ni lleva levadura en su preparación y que recuerda los momentos en los que es difícil añadir cualquier condimento innecesario a la comida. Para Kushner, la lasagna necesita de una gran inversión de tiempo para su preparación: es vapor solidificado, fluidos mezclados en el vientre que representa el horno, capas de glotonería en las que se intercalan promesas de placeres ocultos; en cambio, el maztoh está concebido para prepararse en las circunstancias más adversas. La lasagna nos hace olvidar que los tiempos de carencia están acechando; el maztoh nos recuerda que habrá un momento en el que la opulencia sea un sueño muy lejano y en el que hasta las piedras tendrán un sabor exquisito para nuestros organismos hambrientos. Y, finalmente, el arte, como la lasagna, es una obra de ingeniería grandilocuente que se debe disfrutar en compañía y que debe acompañarse de una sobremesa para discutir el gusto que ha dejado en nuestros paladares. Pura grandilocuencia americana, censuraría Alexis de Tocqueville, negándose a degustar una porción extra de la lasagna que Kushner ha preparado en un estado de ánimo auténticamente democrático…

Kushner se pregunta: ¿dónde están los nuevos creadores de arte grandilocuente con pretensiones políticas? ¿Nos hemos dejado invadir finalmente por la masa verde del espacio exterior que seca nuestra conciencia crítica? ¿Hemos perdido las esperanzas por romper todas las formas de tiranía pensables, incluida la que representa el propio cuerpo que gradualmente va envejeciendo y nos aprisiona, y también la del deseo que nos hace dependientes de otro cuerpo? ¿Ya no existen los artistas americanos como los de la época de Tocqueville? ¿Ya nadie se atreve a crear música, teatro, cine, novela, como si cocinara una lasagna lúbrica y sensual?

Yo diría que aún hay americanos grandilocuentes entre nosotros, y que en ellos el arte es indisociable de una intención crítica de la política. Hace poco leí, en la revista Spin, una entrevista con The Killers, los músicos de Las Vegas encabezados por Brandon Flowers, y me sedujo su actitud grandilocuente: sin mayores pudores, se declaraban una de las cuatro mejores bandas en la historia del rock, después de The Beatles, Rolling Stones y U2. Demasiada grandilocuencia, incluso para una revista que celebra los desmanes de las herederas de los grandes emporios comerciales de Estados Unidos. Hace un par de años, Hot Fuss, el primer disco de The Killers fue uno de los debuts más prometedores en lo que va del siglo XXI. Confusión, bits bailables, desencanto, cinismo, elegancia y, por supuesto, grandilocuencia, eran los ingredientes de la primera lasagna que Brandon Flowers y compañía prepararon. Sam’s Town, el temido segundo disco, volvió a The Killers objeto de alabanzas y críticas despiadadas por igual. Nadie puso en duda la capacidad de los músicos para sonar a sí mismos y no parecerse a ninguna otra banda; lo que no significaba que en ellos no hubiera influencias musicales reconocibles, desde la psicodelia al punk, pasando por la música de protesta que tiene en Patti Smith a su representante paradigmático. Y todo esto, en una envoltura típicamente estadounidense. La melancolía de The Killers no es la de una banda como Travis; no es el resultado de contemplar el gris cielo londinense, sino de ver correr por las desiertas carreteras del desierto americano los arbustos que no se dirigen a ninguna parte. La ira de The Killers no va contra Margaret Thatcher o Tony Blair, sino contra una clase política neoliberal que ha convertido a buena parte de la población del sur en basura blanca. Y no obstante, deprimidos y confundidos, The Killers se permiten el lujo típicamente americano de la grandilocuencia. En Spin declararon que sus discos eran grandes, los mejores en lo que va del siglo XXI, no a causa de su virtuosismo musical, sino de la forma en que todos pueden reconocerse en ellos. Así, el tema principal de Sam’s Town, que desaparece y reaparece a lo largo de las doce canciones que lo integran, es el deseo de escapar del pueblo en el que uno ha nacido, sobre todo si su principal producto de exportación es la melancolía y la depresión. El pueblo en que hemos nacido, pensamos todos en un momento dado, es el más prejuicioso, aburrido y gris del país. Nadie debería quedarse en él, y sin embargo, si nosotros nacimos allí es porque nuestros antecesores no se atrevieron a emprender la huida. Todos hemos tenido la sensación de querer escapar de los límites en que nuestro nacimiento nos ha colocado, y para The Killers éste es un deseo en el que todos los seres humanos, estadounidenses o no, pueden reconocerse. The Killers, además, se autonombran los chicos más guapos del vecindario, porque si ellos no lo creen así, nadie más va a hacerlo. Me gusta esa actitud un poco cínica, de autosatisfacción sin culpa, de querer decirle al mundo que ellos tienen algo importante para mostrar. Y es que, como dice Brandon Flowers, no hay que tener falsa modestia cuando se es un ser brillante. Mejor que sea el tiempo y los otros individuos los que nos juzguen, y no que nosotros mismos saboteemos nuestras ansias de trascendencia. Como decía un profesor de la Universidad, en las democracias modernas, la modestia es la virtud de quienes no tienen otras virtudes…

Últimamente estoy un poco escaso de la grandilocuencia que Tocqueville volvió virtud política, y me deslizo peligrosamente hacia la total carencia de autoestima. Últimamente me conmueven muchas cosas que en mi estado natural no lo harían. Me siento conmovido por las cosas más absurdas. Me conmueve Brandon Flowers cantando “Read my mind”: “I never really give up on/ Breakin’ out of this two-star town/ I got the green light/ I got a little fight/ I’m gonna turn this thing around/ Can you read my mind?”. Me conmueven estos versos de “When yu were young”: “You sit here in your heartache/ Waiting on some beautiful boy to/ To save you from your old ways/ You play forgiveness/ Watch it now/ Here he comes/ He doesn’t look a thing like Jesus/ But he talks like a gentlemen/ Like you imagined/ When you were young”.

Sam's Town es, creo, una épica típicamente americana sobre la sensación de estar atrapado en medio de la mediocridad, y querer salir, pero sentirse muy pesado para volar. ¿No es esto una inquietud política democrática que Tocqueville calificaría como típicamente americana? Todos quieren correr contra los límites que el tiempo y la tradición nos imponen; todos pensamos que somos igualmente dignos de conseguir el triunfo en la carrera por la felicidad. Y así lo expresan, con melancolía y rabia, The Killers en Sam’s Town. El disco abre con una bienvenida al viajero que se ha detenido en Las Vegas porque el auto se averió; él no quería estar aquí, pero sin remedio se ha detenido en el pueblo de Sam; la comida es mala; la compañía no es muy divertida; pero los lugareños harán lo mejor que puedan para que el fuereño se sienta bien. ¿No es eso algo conmovedor? “We hope you enjoy your stay/ It´s good to have you with us/ Even it´s just for the day.../ Outside the sun is shinning/ It seems like heaven ain’t far away”. Luego, el fuereño un poco aburrido empieza a escuchar a los lugareños contar de las épocas cuando eran jóvenes, y en la que los profetas no se parecían en nada a Jesús: “He doesn´t look a thing like Jesus”. A la mitad del disco se mete una canción endiabladamente movida, pero que también es tristísima: “Read my mind”: “The good old days/ The honest man/ The restless heart/ The promise land/ A subttle kiss that no one sees/ A broken wrist and a big trapeze”. Todas estas son instantáneas fotográficas de una América profunda, que es el resultado del empobrecimiento de la vida rural y de la prostitución despiadada de los ideales de superación de los propios límites. Y luego sigue Brandon Flowers cantándole a alguien que si él no brilla, tampoco el propio Flowers lo hará. Y todo es tan claro, pero tan misterioso, que acaba preguntando: “Can you read my mind?” Pero lo que me gusta también de The Killers es que en Sam's Town no todo es melancolía. Hay lugar para la alegría por el encuentro de los cuerpos, así sea en un pueblo de tercera categoría y porque nos quedamos varados en la carretera sin gasolina: “Don't you wanna swim with me?/ Don´t you wanna feel my skin on your skin?/ It's only natural/ Don't you wanna come with me?/ Don´t you wanna fell my bones on your bones?/ It's only natural”.

¿Será posible que nuestra grandilocuencia americana se merezca una épica de la miseria como la de Sam´s Town y mejor suerte que los desolados protagonistas de sus historias? Ese es un buen motivo para iniciar una discusión en la sobremesa de una pretenciosa y nutritiva lasagna americana preparada por algún dramaturgo demócrata…

Thursday, May 03, 2007

Ángeles judíos sobrevolando América


Conocí la obra del dramaturgo estadounidense Tony Kushner mientras buscaba ejercicios de juicio crítico que autores judíos hubieran formulado a partir de la historia de su propio pueblo. Lo que intentaba encontrar era un equivalente contemporáneo de aquello que Hannah Arendt denominó la tradición oculta del judaísmo moderno. De acuerdo con Arendt, en la literatura judía son más bien atípicos los autores que se ocupan de la responsabilidad y la acción políticas como las actitudes necesarias para dominar el pasado, para hacer soportable una historia de violencia y discriminación sin caer en los extremos que representan la victimización y la resignación a aceptar una historia que se observa como un destino inevitable. Arendt situaba entre los disidentes del judaísmo moderno a intelectuales de la talla de Heinrich Heine, Bernard Lazare, Franz Kafka y Charles Chaplin. Cada uno de ellos, a su manera –con las armas de la poesía, la disidencia política, la literatura del absurdo o del humor–, habría ido a contra corriente de una cierta comprensión que los judíos tendrían de su propia historia.

Para Arendt, los autores de la tradición oculta se habrían esforzado por mostrar que el absurdo del antisemitismo, la irrealidad de la conjura judía para dominar la economía mundial, la violencia absurda del campo de concentración o el sinsentido de ser arrojados a las cámaras de gas, no eran producto del destino, sino de la acción voluntaria de todos aquellos que colaboraron para la destrucción de los judíos y que reproducían acríticamente los prejuicios en su contra. En síntesis, la tradición oculta del judaísmo afirma la libertad sobre la necesidad histórica, la responsabilidad política sobre la resignación a dejarse ahogar por los poderes fácticos, la acción concertada sobre el individualismo que vuelve imposible cualquier vínculo solidario. Los derechos, para Arendt y Kushner, tienen que permitir un margen de libertades al individuo; pero para ampliar el disfrute de estos derechos, se necesita producir una solidaridad en el espacio público, que permita a cada persona identificarse con su semejante por el sólo hecho de requerir las mismas libertades para llevar una vida digna de vivirse.

Por eso, la obra de Tony Kushner me parecía que encajaba perfectamente con esta disidencia judía que tanto celebraba Arendt: en ésta se encuentra presente el humor, una reelaboración lúdica de ciertos elementos de la cultura judía, la crítica al conservadurismo que hoy se ha instalado cómodamente en los imaginarios políticos mundiales y, adicionalmente, una perspectiva sobre el derecho a la libertad sexual que vuelve esta lucha un asunto de justicia elemental que, si no se cumple, cuestiona hasta el fondo la legitimidad democrática de una sociedad. Cabe decir, que hace un par de años, Kushner fue duramente criticado por cierto sector radical de la comunidad judía, por escribir la adaptación de la historia en que se basó Munich, la película de Steven Spielberg.

Lo más interesante de la obra de Kushner es que todo lo anterior –un asunto muy serio como todos los que tienen que ver con el sentido de la justicia en el mundo moderno– es abordado desde una perspectiva irónica, cruel con algunos de los tesoros más preciados de la tradición judía, para poder ser solidario con la humanidad entera a partir de una exposición pública de lo que significa ser diferente en un mundo que sataniza la diferencia. Kushner es furiosamente lúcido al culpar a la sociedad entera por mantener en sus márgenes a los judíos y los homosexuales, pero también a las mujeres, a los afrodescendientes, a los ancianos, a los pueblos indígenas, a quienes no pueden conseguir un empleo por carecer de un traje, un armario para colgarlo y, en última instancia, una casa de la que éste sea parte. Y como todos somos responsables por la miseria que nos define, también todos tendríamos que hacernos cargo del problema. El mundo debería colapsarse para volverse a edificar sobre bases más justas; tendría que abolirse el individualismo extremo que hace a una persona votar por el candidato conservador porque se siente amenazada por el avance de los derechos de quienes son diferentes; valdría la pena cuestionar la propia idea de arte que impera en el mundo contemporáneo, si es que la valía de un creador se mide por la adaptabilidad de su discurso al marketing, a las camisetas o a los patrocinios de empresas multinacionales. Para mi, Kushner es un tipo admirable de los pies a la cabeza: por su escritura, por su compromiso social, por su sentido del humor, por su renuencia a suspender el diálogo incluso con quienes lo odian por ser judío y homosexual.

Hasta el momento, la obra magna de Kushner es Ángeles en América, representada en todo el mundo, y que incluso mereció una adaptación para la televisión bajo la dirección de Mike Nichols (responsable también de traducir en imágenes y con virtuosismo Wit y Closer). Kushner coloca a tres judíos seculares como protagonistas de su obra de teatro: Louis Ironson, el abogado mccartista Roy Cohn y el fantasma de Ethel Rosenberg, condenada a muerte en 1953 por espionaje y traición a Estados Unidos en un juicio en el que Cohn fungió como fiscal. Junto a ellos, Kusher sitúa a Prior Walter, protestante y pareja sentimental de Louis por cinco años, el matrimonio mormón que integran los hastiados Joseph y Harper Pitt, la madre fundamentalista de Joseph, un enfermero afroamericano y travesti llamado Belize y, finalmente, el Ángel de América que portará un mensaje apocalíptico para este mosaico multicultural de neoyorquinos eminentes.

Como puede observarse, la incursión de ángeles, fantasmas y versiones deformadas de personajes históricos en una trama que se inicia en 1985 –durante la presidencia de Ronald Reagan– y concluye con la incertidumbre política que trajo la caída del Muro de Berlín en 1989, no puede calificarse de realista. Sin embargo, la representación de sucesos políticos bien conocidos del pasado reciente, alternada con la escenificación de los delirios producidos por la ingesta de drogas o el avance del SIDA en el cuerpo de uno de los protagonistas, producen un juicio político sobre el lugar de la religión judía –o de cualquier otra, viéndolo bien– en el injusto mundo moderno.

La primera subversión del texto de Kushner en relación con la tradición judía ocurre en relación con la figura del Ángel de América, quien porta la orden de detener el movimiento humano o, de lo contrario, se acelerará el Apocalipsis. Prior está desarrollando los primeros síntomas del SIDA cuando su amante Luis lo abandona, incapaz de soportar el peso de la responsabilidad que significa cuidar a una persona que está condenada sin remedio a la muerte. Como consecuencia de su depresión y los delirios que le provoca la enfermedad, Prior ve al Ángel de América bajar hasta su habitación para revelarle que es un profeta y que la Nomenklatura Celestial de Ángeles Burócratas le ha confiado la custodia del Tomo de la Inmovilidad. El Ángel le revela a Prior que el fin de los tiempos está a punto de llegar, no por la voluntad de Dios, sino precisamente porque el mundo humano ha llegado a un estado final de caos como consecuencia del abandono de Dios. Tal y como los retrata Kushner, los ángeles debían de servir de enlace entre el plan divino y los seres humanos, pero en épocas de oscuridad aquéllos deben de tomar sus propias decisiones para salvar a la humanidad de experimentar dolores innecesarios. Dios puede desentenderse del mundo, pero no los ángeles, dada su parcial condición terrenal. Prior, quien ha presenciado durante los últimos cinco años la forma en que su pareja Louis ha construido una relación simultánea de amor y odio con la tradición judía, sabe que el primer sacrificio que Dios les pide a los profetas es renunciar a su humanidad, abandonar la posibilidad de recibir la bendición para ser ellos mismos quienes de ahora en adelante la administren. A diferencia de otros profetas de la tradición judía, Prior rechaza la encomienda del Ángel y obliga a éste a que lo lleve ante la Nomenklatura para revelarle el único mensaje que como profeta fallido puede transmitir:

Si alguna vez Él regresase, si alguna vez Él se atreviera a dar la cara, o su Aleph o su figura tallada o lo que sea en este Jardín otra vez… Si después de toda esta destrucción y de los días terribles de este siglo espantoso que Él nos hizo vivir, si Él regresase para ver… cuánto sufrimiento creó con su deserción. Si Él volviese habría que levantarle una demanda porque es un bastardo. Ésta va a ser mi única contribución a toda esta Teología: hacerle un juicio al bastardo por habernos abandonado, por habernos dejado tan solos. ¿Cómo se atrevió a hacerlo?

De acuerdo con Kushner, si es que existe, Dios se ha retirado del mundo para dejar un espacio suficiente para el ejercicio de la libertad humana, sufre porque la autonomía frecuentemente deriva en actos de violencia y crueldad extremas, pero sabe que no puede intervenir sino a costa de ejercer una forma de tiranía sobre la existencia humana. La libertad, es decir, la posibilidad de empezar de nuevo cada vez que la voluntad humana se lo propone, es la causa de que la abuela de Louis haya venido de Polonia a Estados Unidos para establecer de manera definitiva un fragmento del cielo europeo en la Quinta Avenida; la misma indeterminación de la voluntad es la que permite a Louis abandonar a Prior cuando descubre que él está infectado con el virus del SIDA. Y, aunque Louis haya renunciado a la práctica de la religión judía y no sepa siquiera recitar los primeros versos del Kaddish, no puede seguir actuando irresponsablemente en un mundo que considera corrompido de antemano. A fin de cuentas, la única bendición que puede otorgar el Dios que retrata Kushner es la de conceder más vida, para que los seres humanos seamos capaces de modificar el sentido futuro de la pila de escombros en que hemos convertido a la historia humana. Así lo señala Prior casi al final de Ángeles en América, después de que la Nomenklatura le ha revelado todas las desgracias que están por azotar a la humanidad:

Pero aún así. Aún así. Quiero mi bendición. Quiero más vida. No puedo evitarlo. De verdad […] No sé si sólo soy nuestra parte animal. Aún no he descubierto que es más valiente: si estar vivo o estar muerto… pero reconozco que en mí hay un hábito y una adicción, que es seguir vivo […] Sé que lo que nos rodea hoy conspira en contra nuestra y la esperanza tal vez sea insuficiente, pero no tengo nada más. Quiero su bendición. Quiero más vida.

Una plegaria secular



God:

A cure would be nice. Rid those infected by this insaciable unappeasable murderer of its letal presence. Reconstitute the shattered, restore to health all those whose bodies, beleaguered, have betrayed them, whose defenses have permitted entrance to illnesses formerly at home only in cattle, in swine and in birds. Return to the cattle, the swine and the birds the intestinal parasite, the invader of lungs, the eye-blinder, the brain-devourer, the detatcher of retinas. Rid even the cattle and birds of these terrors; heal the whole world. Now. Now. Now. Now.

Grant us and end that is not fatal. Protect: the injection-drug user, the baby with AIDS, the sex worker, the woman whose lover was infected, the gay man whose lover was infected; protect the infected lover, protect the casual contact, the one-night stand, the pickup, the put-down, protect the fools who don't protect themselves, who don't protect others: YOU protect them. The misguided, too and the misinformed, the ambivalent about living, show them life, not death; the kid who thinks that inmortality is part of the numinous glory of sex. Who didn´t believe this, once, discovering sex? Everyone did. Protect this kid, let this kid learn otherwise, and live past the learning; protect all kids, make them wiser, until wise, make them inmortal.

Enlighten the unenlightened: The Pope, the cardinals, archbishops and priests. Teach them how Christ’s kindness worked. Replace the ice water in their veins with the blood of Christ, let it pound in their temples: The insurance exceutive as well and the priest, the congressional representative, the Justice and the judge, the pharmaceutical profiteer, the doctor, the cop, the anchorwoman and the televangelist, make their heads throb with memory, make them see with new eyes Christ’s wounds as K.S. lesions, Christ’s thin body AIDS-thin.

Grant us and end to this pandemic: Why, after all, a pandemic? Why now? Give aid to the needy, not AIDS, give assistance to those seeking justice, not further impediment. Find some other way to teach us your lessons; we’re eager to learn, we are only reluctant to die.

Hear our prayer.

So a cure for AIDS. For racism too. For homophobia and sexism, and an end to war, to nationalism and capitalism, to work as such and to hatred of the flesh.

If you cannot do these things for us, we will do them for ourselves, but slowly, because we can’t see far ahead. At least give us the time to accomplish the future. We had a pact; you engendered us. Don’t expect that we will forgive you if you allow us to be endangered. Forgiveness, too, is a lesson loss doesn’t teach.

I alsmost know you are there. I think you are our home. At present we are homeless, or imagine ourselves to be. Bleeding life in the universe of wounds. Be thou more sheltering. God. Pay more attention.


[Tony Kushner, fragmento de "A Prayer"]