La historia va más o menos así: el pasado 17 de enero, el periódico The New York Times le propuso a Joshua Bell –ese virtuoso del violín de tan solo cuarenta años– que sacara de su estuche el Stradivarius que antes perteneció a Bronislaw Huberman, y que en situaciones normales él ejecuta en salas profesionales y frente a multitudes que lo aclaman, para realizar un experimento. Quizá sobra decir que, por estas presentaciones, el músico se embolsa una buena suma de dinero. Pero lo que el periódico estadounidense le propuso a Bell fue renunciar, por un momento, a este lujo que se asocia usualmente con el arte. Vestido como cualquier ciudadano común –jeans, camiseta y gorra–, Bell fue colocado, en Washington, a la puerta de una de las estaciones más transitadas por las mañanas. Seguramente, Bell llegó todavía un poco eufórico a su cita con el anonimato, que empezó a las ocho de la mañana, pues apenas tres días antes él había llenado el Boston Symphony Hall y había sido aclamado hasta la saciedad por un público que declaró haber llegado al éxtasis por causa de las ejecuciones musicales que producían las manos virtuosas de Bell. Esas mismas manos, a las puertas de la estación del metro, comenzaron a interpretar una chacona de Bach con el mismo virtuosismo que en las salas de conciertos que incluyó su última gira mundial.
Incrédulo al principio, Bell fue testigo de cómo perdió una mañana entera en el experimento, y sólo un puñado de personas se detuvieron más de lo necesario para dejarse encantar por la música que él estaba produciendo, en un lugar en donde las personas no esperan encontrarse con nada que las saque de su rutina. La mayoría lo ignoraron, como se rehuye a un indigente o a un tipo que llora desconsolado en plena calle, pero a quien nadie quiere consolar porque eso implicaría llegar tarde al trabajo. El pobre Joshua, quizá, sólo era sacado de su concentración por el ruido de las monedas que caían a sus pies como muestra de compasión, pero también de una profunda indiferencia.
La misma música, pero en un lugar diferente; la misma música, pero una reacción distinta a la de la sala de conciertos. Yo me puse a imaginar que seguramente, ese día, pasaron junto a Joshua Bell algunas de las mismas personas que habían tenido la oportunidad de escucharlo en el Boston Symphony Hall. Ambos, Joshua y este público hipotético, habrían coincidido en este espacio suntuoso hacía sólo unos días, con sus mejores galas y dispuestos a participar en la ceremonia pagana del arte. Pero, ahora, algo había de diferente y la comunión no se produjo. El sacerdote dio el sermón de siempre, pero los fieles no respondieron; quizá el sacerdote no llevaba sus ropas ostentosas usuales o era que se encontraba fuera del templo.
Ante este panorama, mi amigo Jesús se preguntaba: ¿qué es lo que conduce a las personas al éxtasis que asociamos con el arte: el contexto en el que éste se produce o la creación en sí misma? ¿Etiquetamos como valiosa a una expresión de la creatividad humana porque espontáneamente nos sentimos infatuados por ella o, más bien, porque estamos predispuestos a dicho éxtasis por un contexto en el que el arte se vuelve reconocible? ¿Qué sucede cuando la música sucede fuera de lugar y, sin embargo, sigue funcionando?
Sospecho que Jesús es, en el fondo, optimista, aunque eso no significa que no guarde cierto escepticismo –el necesario– hacia el lugar del arte en el mundo contemporáneo. Él recurrió a la Teoría Crítica y los análisis de Adorno y Horkheimer para poner de relieve cómo ya nada queda de original en la conciencia individual, pues en la sociedad de masas dicha conciencia es copia de la versión de la subjetividad que en ese momento está de moda o es más redituable en términos comerciales. Digo que Jesús es optimista, porque al final de su plática se preguntaba cómo es posible hacer que el arte salga de los recintos tradicionales para despertar a las conciencias aletargadas por la rutina y el tedio. En lugar de un diagnóstico pesimista, la charla con Jesús terminó con una pregunta crítica que clama por una respuesta que apunte hacia una nueva forma de pensar el arte, lejos del canon, de la academia y de todas las envolturas que en el mundo moderno otorgan una respetabilidad hueca a la creación artística.
Como ejemplo, Jesús citaba el caso de David Mortensen, el empleado de una compañía energética, quien sin saber nada de música clásica –“Sólo conozco a los Rolling Stones y otros clásicos del Rock”, dijo– se detuvo para escuchar a Joshua Bell durante los seis minutos que su tiempo de tolerancia en el trabajo se lo permitió. Y Mortensen quedó extasiado, en un estado de quietud que no esperaba lograr en una mañana común y corriente de enero, a la entrada del subterráneo que toma todos los días para perderse ocho horas en la rutina laboral y el tedio. Parece que la música fuera de lugar, todavía sigue funcionando, aunque sea más producto del azar que de la forma en que el arte se vincula con la conciencia moderna.
He aquí a un deprimido Joshua Bell a la entrada del metro, extrañado por la forma en que la gente lo ignora:
Y después me quedé pensando en otros ejemplos de música fuera de lugar que no pierde la capacidad de emocionar. Y de inmediato me acordé de The Arcade Fire, tocando “Neon Bible” en un minúsculo elevador e improvisando sonidos como el que produce el rasgado de la página del anuncio de shampoo en una revista:
Todavía bajo el encanto de la María Antonieta de Sofía Coppola, pensé en Siouxie and the Banshees y su polémica canción “Hong Kong Garden”, acusada en su momento de contener alusiones racistas y ofensivas a las personas de origen asiático:
Luego se me vino a la cabeza esa gran canción del verano que es “Imitation of Life”, tocada de manera acústica en un ensayo por R. E. M. y que entonces revela la melancolía de su contenido:
Pero nada hay más fuera de lugar que una canción navideña en el mes de junio, con el calor y la lluvia en su apogeo. Lo paradójico es que, de alguna manera, la música de Sufjan Stevens todavía nos despierta a mitad de año el deseo por encontrar bajo el árbol de navidad el regalo que siempre hemos querido. “Put the Lights On the Tree”: eso canta el buen Sufjan con monitos de colores muy festivos:
Ahora, se me viene a la memoria una canción totalmente inocente, a través de la cual una chica pregunta al amor de su vida el motivo de su abandono. Lo que hizo el desencantado Carlos Saura en la década de 1970, fue poner a Ana Torrent a bailarla para evocar la orfandad que supone vivir bajo una tiranía. El fragmento –no podría ser de otra manera– pertenece a Cría cuervos y la canción es “¿Por qué tevas?”:
Moby también es experto en tomar un puñado de beats electrónicos, colocarlos al interior de una esfera con líquido y agitarla de tal forma que parezca que en su interior se produjo una nevada que dejó irreconocible al paisaje. Música fuera de lugar, para una ciudad fuera de lugar; y ambas –la música y la ciudad– siguen funcionando. El paisaje nevado pertenece a Nueva York, y es a la vez muy extraño y demasiado familiar; en la versión de Moby, Nueva York se vuelve entrañable, precisamente, a causa del anacronismo de la canción que compuso para que la cantara Deborah Harry,“New York, New York”:
Finalmente, pensé en unos héroes románticos originarios de Canadá y extraviados en pleno siglo XXI. Ellos se hacen llamar Norfolk & Western y cantan una oda a la edad dorada en que vivimos, en la que es posible que los virtuosos del violín pasen desapercibidos y que veneremos a una generación de artistas muertos que no alcanzamos a comprender. “A Gilded Age”: así se titula esta canción que podría uno poner de fondo mientras piensa en el lugar del arte en el mundo contemporáneo: