Tuesday, June 26, 2007

Música fuera de lugar, que funciona

Hace unos días, Jesús, un nuevo amigo, me contó una historia muy interesante sobre la forma en que las personas reaccionamos frente al arte en general, y la música en particular, en contextos en los que se supone la espontaneidad creativa está erradicada de antemano.

La historia va más o menos así: el pasado 17 de enero, el periódico The New York Times le propuso a Joshua Bell –ese virtuoso del violín de tan solo cuarenta años– que sacara de su estuche el Stradivarius que antes perteneció a Bronislaw Huberman, y que en situaciones normales él ejecuta en salas profesionales y frente a multitudes que lo aclaman, para realizar un experimento. Quizá sobra decir que, por estas presentaciones, el músico se embolsa una buena suma de dinero. Pero lo que el periódico estadounidense le propuso a Bell fue renunciar, por un momento, a este lujo que se asocia usualmente con el arte. Vestido como cualquier ciudadano común –jeans, camiseta y gorra–, Bell fue colocado, en Washington, a la puerta de una de las estaciones más transitadas por las mañanas. Seguramente, Bell llegó todavía un poco eufórico a su cita con el anonimato, que empezó a las ocho de la mañana, pues apenas tres días antes él había llenado el Boston Symphony Hall y había sido aclamado hasta la saciedad por un público que declaró haber llegado al éxtasis por causa de las ejecuciones musicales que producían las manos virtuosas de Bell. Esas mismas manos, a las puertas de la estación del metro, comenzaron a interpretar una chacona de Bach con el mismo virtuosismo que en las salas de conciertos que incluyó su última gira mundial.

Incrédulo al principio, Bell fue testigo de cómo perdió una mañana entera en el experimento, y sólo un puñado de personas se detuvieron más de lo necesario para dejarse encantar por la música que él estaba produciendo, en un lugar en donde las personas no esperan encontrarse con nada que las saque de su rutina. La mayoría lo ignoraron, como se rehuye a un indigente o a un tipo que llora desconsolado en plena calle, pero a quien nadie quiere consolar porque eso implicaría llegar tarde al trabajo. El pobre Joshua, quizá, sólo era sacado de su concentración por el ruido de las monedas que caían a sus pies como muestra de compasión, pero también de una profunda indiferencia.

La misma música, pero en un lugar diferente; la misma música, pero una reacción distinta a la de la sala de conciertos. Yo me puse a imaginar que seguramente, ese día, pasaron junto a Joshua Bell algunas de las mismas personas que habían tenido la oportunidad de escucharlo en el Boston Symphony Hall. Ambos, Joshua y este público hipotético, habrían coincidido en este espacio suntuoso hacía sólo unos días, con sus mejores galas y dispuestos a participar en la ceremonia pagana del arte. Pero, ahora, algo había de diferente y la comunión no se produjo. El sacerdote dio el sermón de siempre, pero los fieles no respondieron; quizá el sacerdote no llevaba sus ropas ostentosas usuales o era que se encontraba fuera del templo.

Ante este panorama, mi amigo Jesús se preguntaba: ¿qué es lo que conduce a las personas al éxtasis que asociamos con el arte: el contexto en el que éste se produce o la creación en sí misma? ¿Etiquetamos como valiosa a una expresión de la creatividad humana porque espontáneamente nos sentimos infatuados por ella o, más bien, porque estamos predispuestos a dicho éxtasis por un contexto en el que el arte se vuelve reconocible? ¿Qué sucede cuando la música sucede fuera de lugar y, sin embargo, sigue funcionando?

Sospecho que Jesús es, en el fondo, optimista, aunque eso no significa que no guarde cierto escepticismo –el necesario– hacia el lugar del arte en el mundo contemporáneo. Él recurrió a la Teoría Crítica y los análisis de Adorno y Horkheimer para poner de relieve cómo ya nada queda de original en la conciencia individual, pues en la sociedad de masas dicha conciencia es copia de la versión de la subjetividad que en ese momento está de moda o es más redituable en términos comerciales. Digo que Jesús es optimista, porque al final de su plática se preguntaba cómo es posible hacer que el arte salga de los recintos tradicionales para despertar a las conciencias aletargadas por la rutina y el tedio. En lugar de un diagnóstico pesimista, la charla con Jesús terminó con una pregunta crítica que clama por una respuesta que apunte hacia una nueva forma de pensar el arte, lejos del canon, de la academia y de todas las envolturas que en el mundo moderno otorgan una respetabilidad hueca a la creación artística.

Como ejemplo, Jesús citaba el caso de David Mortensen, el empleado de una compañía energética, quien sin saber nada de música clásica –“Sólo conozco a los Rolling Stones y otros clásicos del Rock”, dijo– se detuvo para escuchar a Joshua Bell durante los seis minutos que su tiempo de tolerancia en el trabajo se lo permitió. Y Mortensen quedó extasiado, en un estado de quietud que no esperaba lograr en una mañana común y corriente de enero, a la entrada del subterráneo que toma todos los días para perderse ocho horas en la rutina laboral y el tedio. Parece que la música fuera de lugar, todavía sigue funcionando, aunque sea más producto del azar que de la forma en que el arte se vincula con la conciencia moderna.

He aquí a un deprimido Joshua Bell a la entrada del metro, extrañado por la forma en que la gente lo ignora:



Y después me quedé pensando en otros ejemplos de música fuera de lugar que no pierde la capacidad de emocionar. Y de inmediato me acordé de The Arcade Fire, tocando “Neon Bible” en un minúsculo elevador e improvisando sonidos como el que produce el rasgado de la página del anuncio de shampoo en una revista:



Todavía bajo el encanto de la María Antonieta de Sofía Coppola, pensé en Siouxie and the Banshees y su polémica canción “Hong Kong Garden”, acusada en su momento de contener alusiones racistas y ofensivas a las personas de origen asiático:



Luego se me vino a la cabeza esa gran canción del verano que es “Imitation of Life”, tocada de manera acústica en un ensayo por R. E. M. y que entonces revela la melancolía de su contenido:



Pero nada hay más fuera de lugar que una canción navideña en el mes de junio, con el calor y la lluvia en su apogeo. Lo paradójico es que, de alguna manera, la música de Sufjan Stevens todavía nos despierta a mitad de año el deseo por encontrar bajo el árbol de navidad el regalo que siempre hemos querido. “Put the Lights On the Tree”: eso canta el buen Sufjan con monitos de colores muy festivos:



Ahora, se me viene a la memoria una canción totalmente inocente, a través de la cual una chica pregunta al amor de su vida el motivo de su abandono. Lo que hizo el desencantado Carlos Saura en la década de 1970, fue poner a Ana Torrent a bailarla para evocar la orfandad que supone vivir bajo una tiranía. El fragmento –no podría ser de otra manera– pertenece a Cría cuervos y la canción es “¿Por qué tevas?”:



Moby también es experto en tomar un puñado de beats electrónicos, colocarlos al interior de una esfera con líquido y agitarla de tal forma que parezca que en su interior se produjo una nevada que dejó irreconocible al paisaje. Música fuera de lugar, para una ciudad fuera de lugar; y ambas –la música y la ciudad– siguen funcionando. El paisaje nevado pertenece a Nueva York, y es a la vez muy extraño y demasiado familiar; en la versión de Moby, Nueva York se vuelve entrañable, precisamente, a causa del anacronismo de la canción que compuso para que la cantara Deborah Harry,“New York, New York”:



Finalmente, pensé en unos héroes románticos originarios de Canadá y extraviados en pleno siglo XXI. Ellos se hacen llamar Norfolk & Western y cantan una oda a la edad dorada en que vivimos, en la que es posible que los virtuosos del violín pasen desapercibidos y que veneremos a una generación de artistas muertos que no alcanzamos a comprender. “A Gilded Age”: así se titula esta canción que podría uno poner de fondo mientras piensa en el lugar del arte en el mundo contemporáneo:

Saturday, June 16, 2007

De los juegos que se juegan con los amigos imaginarios



Cuando empezamos a asistir a la escuela, casi siempre en contra de nuestra voluntad, una manera de reducir la ansiedad es hacernos de un mejor amigo, de un chico o chica que en adelante será el invitado de honor en cumpleaños y que se volverá el cómplice en todo tipo de fechorías. No es lo mismo encontrarse dinero en la calle para gastarlo en solitario, que hacerlo en compañía del mejor amigo. En este último caso, planear en compañía cómo gastar el dinero es casi tan placentero como el acto mismo de dilapidar la pequeña fortuna que cayó en nuestras manos por azar. No es lo mismo ser castigado por desatender la lección del profesor y ser confinado en la oficina del director para tener tiempo de reflexionar en solitario, que tener un cómplice para volver disfrutables esas horas de detención forzadas. Que el mejor amigo sea imaginario, no reduce el placer de la compañía ni vuelve menos divertida la hora del juego. Y es que, en ocasiones, es difícil encontrar compañeros de juego en el mundo real. A veces, somos tan diferentes al resto de la tribu, que nosotros tenemos que inventar el guión y los papeles que uno mismo y sus amigos imaginarios representarán.

Cuando los chicos solitarios crecen, la práctica de entablar conversaciones imaginarias con amigos que no son reales, no desaparece del todo. Platón, en el siglo V, puso en boca de su maestro Sócrates toda una teoría sobre la irrelevancia del mundo material y el valor de la verdadera existencia, que sólo podría observarse con los ojos del alma. Inaugurando la modernidad, Descartes hizo erradicar la certeza y la validez del conocimiento en una conversación que la conciencia establece consigo misma, para convencerse de la importancia de que exista Dios como garante de la estabilidad de las cosas que percibimos. Por su parte, ya en el siglo XX, Martin Heidegger gradualmente fue relegando al sujeto a la pasividad que significa una vida dedicada a escuchar los designios del ser –de la esencia permanente del mundo cambiante–, expresados a través del lenguaje poético. En la visión de la poesía del último Heidegger, el ser se expresa a través del lenguaje; y en relación con esta orgía de voces inmateriales que cantan la canción eterna, el ser humano es un mero címbalo que resuena. En todos estos casos, si el mundo se concibe como un lugar hostil para trabar relaciones duraderas de amistad, los chicos solitarios que fueron Platón, Descartes y Heidegger no dudaron en despreciar la falibilidad de los candidatos a mejores amigos, y se inventaron los suyos propios, a quienes no tenían que explicar las reglas del juego y a quienes no tenían que convencer, pues sus puntos de vista eran idénticos.

No es extraño, pues, que el mejor amigo que uno pueda encontrar para entablar un diálogo privilegiado, sea una entidad imaginaria. O, mejor aún, que ya esté muerto y, por tanto, podamos apropiarnos de su historia como se toma posesión de las leyendas de fantasmas del pueblo donde se ha nacido. Deambulando por la historia de la filosofía occidental a la caza de una mujer que le sirviera como ejemplo de una vida vivida con autenticidad, Hannah Arendt se encontró con Rahel Varnhagen y su salón literario berlinés del siglo XVIII. Por su parte, Sofía Coppola, espigando el caudal de narraciones para encontrar el argumento de lo que ella pensaba sería su segunda película, halló la biografía de María Antonieta escrita por Antonia Fraser, que la presentaba como una chica ingenua a quien las circunstancias colocaron una corona de joyas y oro que apenas podía sostener su frágil cuello.

Hannah Arendt y Rahel Varnhagen; Sofía Coppola y María Antonieta de Austria: aquí nos encontramos con dos relaciones imaginarias y privilegiadas que, desde la modernidad tardía, iniciaron dos chicas audaces en búsqueda de un espejo para contar parte de su propia historia. Si Hannah escogió a Rahel, es porque el proceso de reconstrucción de su condición judía le resultaba muy familiar. Si Sofía eligió a María Antonieta, es porque el estigma de frivolidad que la historia colocó sobre la malograda reina le hizo sospechar a la hija de quien alguna vez fue considerado el rey de Hollywood, que allí había una vida que merecía ser contada.


Contar la vida de Rahel Varnhagen, tal y como ella misma lo hubiera podido hacer, si desde el principio tuviera conciencia de la voz privilegiada que la naturaleza le dio para hablar: esa es la intención que Hannah confiesa al inicio de su biografía sobre la mujer en cuyo salón literario se gestó el culto a Goethe. Rahel no era rica ni era guapa, tampoco era ingeniosa ni destacaba por su capacidad para socializar. En el siglo XVIII todas estas faltas eran motivo suficiente para condenar a una mujer a vivir en la periferia, a ingresar a la vida pública sólo como motivo de chisme o de burla. Una mujer respetable tenía que ser discreta, atraer la atención de los hombres sin provocarlos en exceso; poseer un rostro armonioso que no despertara las bajas pasiones que los viajeros asociaban con las mujeres orientales; poseer la fortuna suficiente como para no tener que sudar para ganarse el pan. Rahel no era, en este sentido, una mujer respetable. Y, además, Rahel era judía y tenía un espíritu lo bastante inquieto como para no resignarse a ser sólo la esposa de un funcionario mediocre o de un comerciante oportunista.


Durante casi toda su vida, Rahel se esforzó por volver irrelevantes todos esos atributos que ella no había escogido –su judaísmo, su carencia de gracia, su falta de recursos económicos–, pero que le ganaban el desprecio de la sociedad burguesa en Berlín. Rahel quería reinventarse a sí misma pero, desde el punto de vista de Hannah, lo hizo de la manera equivocada al principio. Rahel intentó convertirse entonces al catolicismo, casarse con un oficial a quien no amaba pero que le garantizaba una renta decorosa; es decir, ella trató de esterilizarse de todos los rasgos que la sociedad despreciaba y que estaban presentes en ella. De ser una persona periférica, Rahel se volvió una arribista. Uso todos los convencionalismos sociales para disfrazarse y renegar de sí misma, y finalmente tuvo éxito. Rahel se volvió uno de ellos, y comenzó a censurar en otros las características –ser judío, no ser hermoso, ser pobre– que ella misma llevaba disimuladas bajo el maquillaje y los pesados ropajes. Para Hannah, lo irónico es que al tener éxito en ingresar a la sociedad que la despreciaba por ser lo que ella era sin remedio, Rahel se volvió más infeliz. Se dio cuenta de que en la corte todas las personas pensaban igual; que al interior de esa sociedad burguesa la iniciativa personal no tenía sentido; que convivir con las esposas convencionales de otros tantos burócratas grises no era la mitad de divertido que vivir en la periferia de la sociedad.


Puedo imaginarme a Hannah sonriente y satisfecha cuando escribió, al final de la biografía de Rahel, que ella llegó a decir en su lecho de muerte que ahora consideraba un tesoro aquello que en el pasado le parecía una maldición: ser una mujer judía, pobre y carente de atractivo. En esos últimos días Rahel recordaba los momentos de felicidad que tuvo en su pequeño salón literario de la Jägerstrasse. Allí, reunida con seres igual de marginales que ella, Rahel pudo ensayar un tipo de comunicación inusual en aquella época: las personas privadas, despojadas de todo poder, acudían al salón a discutir literatura y política, sabiendo que no tenían que complacer a nadie y que lo que allí decían no trascendería esas cuatro paredes. Por eso los amigos de Rahel podían observarse a sí mismos, a través de cartas y diarios, de manera lúdica. Por eso ellos pudieron leer sus propias vidas en los ojos de los otros asistentes al salón. Por eso ellos intentaron jugar con su subjetividad e imaginar formas de autocreación que les permitieran salvar el abismo que se tendía entre ellos y el mundo. Por eso, en la buhardilla de la Jägerstrasse, Rahel empezó a conocer el significado de la autenticidad para la existencia individual. Y por eso Arendt se sintió tan identificada con Rahel, y el hecho de que esta última llevara muerta 200 años cuando Hannah nació en Hannover, no le impidió convertirla en su mejor amiga y confidente.


Cuando una mujer se ha atrevido a asomar la cabeza a través de alguna ventana para tomar protagonismo en la historia, generalmente los hombres acaban cortándosela: así justifica Antonia Fraser su fascinación por las vidas de mujeres como María Antonieta o María de Escocia, a quienes la historia condenó y decapitó para saldar cuentas con un carácter dictaminado como frívolo, lujurioso e imprudente. Fraser emprendió la tarea de dar coherencia a las voces que desde diversas posiciones calificaban a María Antonieta como santa y como prostituta. Adicionalmente, Fraser adoptó una posición de maliciosa ingenuidad que le permitió comenzar su obra con la imagen de una adolescente asustada a las puertas de la frontera con Francia, y obligada a despojarse de todas sus pertenencias para convertirse en la esposa de un príncipe que no conocía y que desde ese momento reclamaba posesión sobre su vientre, para engendrar una dinastía que diera paz y prosperidad a Europa. La amistad imaginaria entre Sofía y María Antonieta tuvo su origen en la lectura que la primera hizo de la biografía escrita por Antonia Fraser, y que había sido recibida con indiferencia por el público francés. Sofía Coppola logró lo que ningún otro cineasta en los últimos años: conseguir el permiso del gobierno francés para filmar en Versalles, para reconstruir el lujo y la desfachatez del Antiguo Régimen y para hacer deambular en esos decorados a una corte de actores hollywoodenses cuyos rostros demasiado conocidos constituían la primera licencia que ella se tomaría para contar la vida de María Antonieta. A partir de ese momento, Sofía trató de apropiarse de las atmósferas de Versalles y de meterse en la piel de la reina decapitada, buscando en sus propias experiencias elementos para reconstruir un personaje con una permanente sensación de extranjería y de estar fuera de lugar, y a quien las circunstancias colocan en una posición de privilegio que no atenúa sus cuitas existenciales. En las manos de Sofía, María Antonieta podría ser una de las vírgenes suicidas, pero también una chica perdida en Tokio que intenta deshacerse de la incomodidad respecto de su propia existencia.


Sofía evita el juicio condenatorio de la frivolidad de la reina, no para disculparla de su irresponsabilidad –finalmente, ella acabará en manos de los revolucionarios franceses. Su propósito es ponerse en los zapatos de María Antonieta –como quien se calza unos cómodos y sofisticados Converse– para tratar de imaginar cómo se carga con la responsabilidad del mundo entero sobre los hombros, al tiempo que se va ganando gradual conciencia de que esto convierte al propio cuerpo en un objeto, quizá el más preciado de la corte, pero un objeto a fin de cuentas. La pérdida de la virginidad de la reina es vigilada de cerca por la corte. María Antonieta tendrá que aprender a cumplir con los rituales del vestido y a rendir honores a chicas que, como ella, tienen una tendencia fácil a extraviarse en los rituales del juego. La reina adolescente aprenderá que el amor carnal no tiene lugar en el lecho nupcial, y que si ella toma la iniciativa en el juego amoroso, el rey fácilmente podría despreciarla. María Antonieta aceptará que, en la escala social, una reina legítima y una concubina real tienen la misma función accesoria para la toma de decisiones. El rostro de María Antonieta –de Kirsten Dunst, hermosa e incrédula siempre del papel que Sofía le ha confiado– ensayará diversas formas de mantenerse plácido por fuera, y de contener las tormentas interiores que se desatan en su imaginación adolescente, excitada por el lujo y el exceso. Sofía hurga en la conciencia de su amiga y confidente imaginaria, y encuentra la sensación de reconocer en uno mismo las posibilidades de la libertad y la autonomía, pero también la facilidad con se puede naufragar si las fuerzas no están a la altura de las ambiciones. María Antonieta acabará reconociendo que el carácter sensible que desde pequeña fue cultivado en ella, sólo tendrá la posibilidad de expresarse como el éxtasis que resulta de contemplar el amanecer en Versalles, después de una noche de borrachera con otras aristócratas ricamente ataviadas y con sus propias tormentas interiores.


Sofía detiene su narración al momento de la fallida huída de Luis XVI y María Antonieta de Versalles. El rostro de la reina se muestra igual de curioso que al momento de arribar al palacio: sólo que ahora conoce la posición de vulnerabilidad a que sus juegos adolescentes en la corte la condujeron. De alguna manera, Sofía intuye que la reina ha dejado de ser inocente respecto de la medida de sus ambiciones. María Antonieta ahora sabe que su intento por construirse una subjetividad autónoma estaba destinado al fracaso desde el principio. Lo que sigue es la destrucción del lujo y el exceso que justificaban la existencia de vírgenes suicidas como María Antonieta y Madame Du Barry. Pero la mirada de Sofía ya está demasiado nublada por la melancolía como para asistir a la decapitación de su mejor amiga y confidente. El resto de la historia lo conocemos todos. Quizá sea mejor preservar el rostro hermoso y virginal de Kirsten Dunst, como una permanente marca de interrogación para las mujeres del futuro que buscan en el pasado a las compañeras imaginarias de juegos irreales.

Absent Friends

"Absent Friends"

Absent friends, here's to them
And happy days, we thought that they would never end.
Here's to absent friends.

Little Jean Seberg seemed
So full of life, but in those eyes such troubled dreams.
Poor little Jean.
Woodbine Willie couldn't rest until he'd
Given every bloke a final smoke before the killing.
Old Woodbine Willie.

Steve McQueen jumped the first one clean
But the great escape he'd tried to make was not to be.
Maybe next time Steve.

Laika flew through inky blue
'Til Laika neared the atmosphere and Laika knew
Laika's life was through.

Oscar Wilde was a lonely child.
He fought and won acceptance from the world.
They smiled, they laughed, they praised,
They drove poor Oscar to his grave.

Absent friends, here's to them,
And happy days, we thought that they would never end,
But they always end.

Raise your glasses then to absent friends.

[Del disco Absent Friends, que Neil Hannon (habitual colaborador de Yann Tiersen y Ute Lemper) compuso cuando se cansó de los amigos reales con los que integraba The Divine Comedy, y decidió hacer suyo este proyecto musical de cabo rabo. Quizá incluyendo a alguno que otro amigo imaginario...]

Thursday, June 14, 2007

Tengo dolor de muelas en el corazón


Y, en el momento preciso, el profeta empezó a hablar. Pero este profeta no se tomaba tan en serio a sí mismo. Es más, creo que ni siquiera se presentó a sí mismo como profeta. Sólo que lo que dijo, lo dijo con tanta convicción, que acabé creyéndomelo. O tal vez fue que en mucho tiempo, era lo más sensato que había escuchado. De alguna forma, todos los verbos adoptaron la forma gramatical adecuada (algo que no pasaba en mucho tiempo). La misma sensación que caminar descalzo sobre clavos. El mismo dolor que produce tener inflamado el trigémino y achacar mi vulnerabilidad al estrés por ir a trabajar a diario a un lugar que no me gusta. Si este profeta ordenará a su ejército de seguidores levantarse contra el sistema, no sé cómo terminaría todo. Nuestras experiencias de la guerra se reducen a las películas de propaganda gringas o a la guerra interna de todos los días para lidiar con los sueños no cumplidos. Una guerra que, en el mejor de los casos, se lidia con playmobils y por messenger, mientras se descarga música para el ipod. Pero, en todo caso, el profeta cuyo nombre era Tyler Durden y fue inventado por Chuck Palahniuk porque él sabía que le iba a caer como anillo al dedo a toda una generación, dijo lo siguiente:

Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos y eso hace que estemos, muy, muy cabreados.

Cabreado o no, quiero más tiempo para perderme en la red y descubrir blogs interesantes; para contar cuántas parejas veo pelear en el Paseo de la Reforma de camino a casa; para ir al cine a ver películas indoloras, porque ya he visto todas las que están para cortarse las venas; tiempo para leer a Hegel y Heidegger, y simultáneamente poder hojear dos periódicos diarios y todas las revistas que hablan de lugares a los que nunca he ido ni quiero ir; tiempo para perderme sin remordimientos en la librería, entre libros que no puedo comprar y menos leer, porque me falta tiempo; minutos enteros para recorrer todas las líneas del metro con mis más queridos amigos, y al final del día darnos cuenta que no queríamos ir a ningún lado en particular, sino sólo perdernos por la ciudad en compañía; tiempo para hacer cosas sin utilidad, que son las únicas cosas verdaderamente humanas y útiles. Pero debo parar, porque mañana hay que ir a trabajar y saludar a primera hora al reloj checador. Ya perdí dos días a causa de mi dolor de oído y no creo que me disculpen uno más. Aunque, como decía un personaje de Sólo con tu pareja, todavía no se haya ido mi dolor de muelas alojado en una de las cavidades del corazón… Ahora que lo pienso bien, quiero tiempo para volver a ver Sólo con tu pareja y para seguir creyendo que Alfonso Cuarón iba a revolucionar al cine mexicano. Pero si quiero ver de nuevo Sólo con tu pareja y evocar la primera vez que la vi a los 15 años, entonces tengo que ahorrar para comprarme el DVD de la “Criterion Collection” en que se ha editado esa vieja película. Pero, por ser de importación, ese DVD cuesta más de lo que puedo permitirme. Lo cual me lleva de regreso al problema del dinero y el trabajo, y de que tengo que seguir haciendo lo que no me gusta para pagarme lo que sí me gusta y no tengo tiempo de disfrutar…

Wednesday, June 06, 2007

Cicatrizar, por arte de magia


Por comodidad, calificamos como primitivo cualquier esquema racional que intente vincular nuestros deseos con el comportamiento del mundo natural o social externo a nosotros. Pensamos que rezar para que llueva, besar la efigie del ser amado para fortalecer la pasión o portar amuletos contra el mal de ojo, son formas de una cierta racionalidad primitiva –mágica– de la que nuestras conciencias no conservarían ningún vestigio. Es más, ni siquiera consideraríamos a estas prácticas como racionales. Simplemente, son pensamiento mágico, desvinculado de la racionalidad instrumental que ha colocado a las sociedades occidentales a la vanguardia en materia de ciencia y tecnología. Pensamos que empecinarse por conservar el pensamiento mágico –plegarse a los rituales que los hombres de las cavernas practicaban porque no habían descubierto el poder creador de sus manos– es tan inútil como querer volar sin la mediación de un avión y, en su lugar, batiendo los brazos con la suficiente fuerza como para imaginar que esto nos elevará algunos centímetros del suelo.

Sin embargo, en ocasiones, el pensamiento mágico –el anhelo de que el mundo se comporte de acuerdo con nuestros deseos– es la única alternativa. Por supuesto, imaginar una situación en la que haya que volver a los rituales tribales de la prehistoria como única opción para sobrevivir, nos remite a paisajes apocalípticos, es decir, a imaginar una devastación total que obligue al ser humano a olvidarse de que la naturaleza está allí para ser dominada. Por eso me gusta lo que hizo Danny Boyle con su película 28 Days Later, es decir, plantear una situación imaginaria en la que Londres es invadido por un virus que hace a los seres humanos volverse animales furiosos y sedientos de sangre. En una situación así, lo natural no es la solidaridad entre los sobrevivientes de la tragedia, para poner a trabajar de nuevo la racionalidad instrumental que les permita asegurar la propia vida y las de los otros; ante el apocalipsis londinense, los sobrevivientes compiten por la vida, por reproducirse y perpetuar la estirpe humana que en el futuro pueda restaurar la civilización que hemos construido instrumentalizando a la naturaleza y a otros seres humanos. En el Londres devastado retratado por Danny Boyle, el pensamiento mágico da certidumbres a los sobrevivientes no infectados por el virus de la rabia, para alcanzar el otro lado de la ciudad, en donde se imaginan aún persiste la civilización.

¿No podría ser una creencia igual de supersticiosa esperar que el sol salga el día de mañana igual que hoy? ¿Hasta qué punto tenemos garantizado el mundo tal y como lo conocemos? ¿No es pensamiento mágico en estado puro hacer una cita para cenar con un amigo, porque pensamos que él tiene la vida comprada y nada le impedirá llegar puntualmente a la reunión?

“La vida cambia muy rápido. La vida cambia en el instante”: con una idea tan simple y poderosa como ésta –que seguramente todos hemos pensado de cara a la conclusión de la Universidad o, peor aún, a la muerte de alguien querido– la escritora Joan Didion comienza su dolorosa descripción de lo que ella denomina El año del pensamiento mágico. A diferencia de lo que canta Luz Casal en Tacones lejanos, Didion no celebra un año de amor, sino precisamente un año sin amor, sin el amor de su vida, y cómo la pérdida de su esposo a consecuencia de un infarto masivo la sumergió en un estado de superstición y negación a aceptar la realidad. De alguna manera, El año del pensamiento mágico es el libro de superación personal y autoayuda que nadie quisiera leer en un momento de depresión. En el libro de Didion no hay recetas para salir del duelo por la muerte del amor de tu vida; tampoco la promesa de que este evento podría marcar el inicio de una nueva vida, en la que se podrían ejercer la pintura, la equitación y otras actividades soñadas que el matrimonio y la crianza de los hijos han impedido realizar. Lo que hay es la descripción de una pérdida que sacude el mundo interior de una persona y amenaza con poner en crisis su forma racional –instrumental– de relacionarse con el mundo.

Como sucede en los melodramas clásicos, la muerte de John Gregory Dunne, el esposo de Joan Didion por cuarenta años, no viene sola. Sobre la ya devastada escritora, se cierne una nueva tragedia: la de la neumonía de su hija Quintana, que la hará morir poco tiempo después de la conclusión del ciclo de mitos y superstición que relata El año de pensamiento mágico. Pero, a diferencia de los melodramas clásicos, en su protagonista no hay un desgarramiento profundo ni signos evidentes de la tragedia. Lo que ocurre es algo más sutil: una suspensión de su relación con la realidad. Nadie es responsable de que John haya nacido con un corazón débil que tarde o temprano dejaría de funcionar. Tampoco se puede culpar a nadie de que el virus de gripa que se filtró al organismo de Quintana haya degenerado en una infección generalizada de los pulmones. Y, sin embargo, Joan Didion se siente responsable por ambas cosas. No quiere deshacerse de los zapatos favoritos de John, porque inconscientemente piensa que él los podría necesitar. No quiere autorizar que le hagan una traqueotomía a Quintana, porque sabe que eso dejará una cicatriz visible que a ella no le gustaría. Joan sabe –pero al mismo tiempo no lo sabe– que John no necesitará nuevos zapatos y que, si Quintana sobrevive, poco importará una cicatriz prácticamente invisible en su cuello. Todos estos síntomas le hacen a Joan Didion tomar conciencia de cómo la actitud natural ante la pérdida no es la elaboración del duelo, sino el aferrarse al pasado en el que uno cree ha sido feliz.

Lo maravilloso de El año del pensamiento mágico es que su autora se expone en toda su vulnerabilidad, sin magnificar la dimensión de lo ocurrido. Con John, el mundo ha perdido al mejor escritor de los egresados de Princeton en los últimos cincuenta años. Con Quintana enferma, se pierde la única forma de experimentar la maternidad que conoce Joan. Eso es mucho para ella, aunque para el mundo no signifique nada. Y, sin embargo, el pensamiento mágico es una actitud que ella reconoce en mucha gente a su alrededor. En personas que han perdido a otras personas; en escritores que piensan que lo que ellos escriben es el mundo en realidad; en los padres y madres que creen que sus hijos son lo más precioso en el mundo. En última instancia, la sugerencia del libro de Joan Didion es que la realidad despojada de mitos y supersticiones –de efigies que besar pensando que es el ser amado y de ritos totémicos para pedir que la buena fortuna nos sonría– es una carga imposible de soportar. Quizá, al final, el resto de la vida sea una elaboración del duelo por haber nacido en un mundo en el que todo está destinado a morir.

Pero no siempre es posible elaborar el duelo recurriendo al pensamiento mágico. Aunque doloroso, el tránsito de Joan Didion de la orfandad inconsciente a la orfandad consciente discurre en un tiempo sin muchos sobresaltos. Didion tiene amigos que la quieren y un talento supremo para escribir. El dolor por lo perdido resulta para el lector a partir de la pintura que Didion hace de esos seres que se nos van volviendo entrañables a medida que avanzan las páginas de El año del pensamiento mágico, aunque uno de ellos ya esté muerto y la otra en estado de coma.

Hay veces en que el duelo no viene acompañado por los amigos ni por un grupo de lectores –o escuchas– dispuestos a empaparse del sufrimiento ajeno. En esos casos, el duelo no se vive como un proceso de encapsulamiento en la subjetividad, sino como una cicatrización inmediata que hace el cuerpo para seguir vivo, a pesar de que ha perdido uno de sus apéndices fundamentales. Un duelo elaborado sin pensamiento mágico, y con una cicatriz que se ha formado de manera irregular sobre la subjetividad lastimada, es la que describe Jazmila Zbanic en su película Grbavica. Este nombre es el de uno de los barrios de Sarajevo más lastimados por la guerra a principios de la década de 1990, y en el que muchas personas aún viven las secuelas de las limpiezas étnicas, de la violación como arma de guerra y de la división del país a causa de conflictos tribales. Lo que Zbanic cuenta es el duelo de una mujer de mediana edad, Esma, con una hija adolescente que está en busca de sus raíces, pero que no sabe que esas raíces se hunden en el duelo de su madre por la pérdida de la mujer que fue antes de la guerra. En la Ciudad de México, la película ha sido rebautizada como La revelación de Sara, y por ello mismo no se puede hablar mucho de la peli sin develar el secreto a que el título hace referencia. Sólo diré que es una de las películas más justas y lacónicas que he visto en mucho tiempo sobre la descripción de un proceso de reconciliación con el mundo. Y que es justa, precisamente, porque se refiere a la casi infinita capacidad del corazón humano para cicatrizar, una vez que ha sido lastimado. Quizá todos mereceríamos un año de pensamiento mágico como el que vivió Joan Didion para reconstituir su frágil vida emocional, pero no todos tenemos el privilegio de emprender este proceso. En esos casos, uno tiene que aprender a cicatrizar sin magia e inmediatamente.

Under a Bad Sun




We are lies like the summertime
Like the spring we are such fools
Like fall we are the prophets
Like winter we are cruel

I don't know what's wrong with us
They just made us this way
There's a hole in you and me
That pulls us together

And I don't know where we belong
I think we grew under a bad sun
I know we're not like everyone
You and me we grew, under a bad sun

Every day you bring me pain
And we savor it like rain
We hold it on our tongues
Just like wine

Someday back when we were young
I guess something just went wrong
The two of us are hung
From the same twisted rope

And I don't know where we belong
I think we grew under a bad sun
I know we're not like everyone
You and me we grew under a bad sun

You and me we grew under a bad sun

[Del último disco de "The Bravery", The Sun and the Moon, unos chicos que todavía están muy verdes, pero que han hecho una canción que no me puedo sacar de la cabeza desde que la escuché hace unos días]