Tuesday, February 27, 2007

Contemplar la sonrisa de Karenin con ojos diferentes…





Si algo tienen en común dos escritores como J. M. Coetzee y Michel Tournier, tan diferentes en su procedencia geográfica y en el mapa narrativo que definen con sus temas y personajes recurrentes, es el interés por responder a la pregunta por el sentido de la vida a partir de una referencia constante a la muerte, o a las situaciones en las que sería mejor estar muerto en vista de la humillación que significan para un ser humano. Curiosamente, ambos autores han hecho referencia al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial para reflexionar sobre el sentido de la muerte en nuestros días, cuando la mayoría de las personas consideran un rasgo de civilización retirarse para morir fuera de los ojos de los demás.

En El rey de los alisos, casi al final de la novela, cuando el pequeño universo de devoción por los niños del ogro Tiffauges está a punto de ser destruido con la llegada del ejercito aliado a Kaltenborn, Tournier obliga a su protagonista a compartir sus impresiones al ver los caminos atestados de personas cadavéricas que portan la estrella de seis puntas en sus harapos (por supuesto, nosotros conocemos el resto de la historia: que los oficiales nazis los estaban sacando de los campos de concentración para no dejar huella de su crimen, y los fusilaban o quemaban vivos en los bosques cercanos). Abel Tiffauges ya no ve en aquellos seres humanos rastros de vida, sino cadáveres; y a él se le ocurre que la muerte es aquello que le empieza a ocurrir a las personas un segundo después de alcanzada la madurez sexual, cuando el cuerpo empieza a desear y comienza a entender que hay una barrera para su propia voluntad y que ésta son las voluntades de los demás. Para Abel, si no se puede poseer todo lo que se desea, es preferible la muerte del deseo y del objeto del deseo. Por supuesto, que la mente del ogro Tiffauges sólo puede producir este tipo de razonamientos lógicos terribles en su simplicidad. La pluma de Tournier describe lo que el corazón atrofiado de Tournier siente:

“Venían de Reval y de Pernau, en Estonia, de Riga y de Libau, en Letonia, de Memel y Kowno, en Lituania, y llamaban la atención menos que los demás refugiados porque viajaban sobre todo de noche, con una escolta de S.S. que hacía el vacío a su alrededor. Una vieja campesina que los vio pasar al claro de luna en un silencio fantasmal dijo que los muertos de los cementerios del este se habían levantado de sus tumbas y huían ante el enemigo, que violaba sepulturas. Otros testigos confirmaron que tenían el cráneo rapado y que sus rostros semejaban calaveras, pero añadían que flotaban como maniquíes de palos articulados dentro de unos pijamas a rayas, y que a veces iban encadenados entre sí. Cuando uno de ellos caía de agotamiento, el vigilante más cercano lo remataba de un balazo en la nuca, y éstos eran los vestigios que dejaba tras de sí aquel secreto éxodo.”

Por su parte, en La vida de los animales, Coetzee elige una estructura narrativa curiosa, la del juego de espejos, para reflexionar sobre la muerte humana y cómo le damos un sentido especial, rebajando las existencias de los animales y sometiéndoles a toda clase de humillaciones. Coetzee fue invitado, en 1998, a dictar las célebres Conferencias Tanner de la Universidad de Princeton, pero usó un formato inusual. Lo que Coetzee leyó en Princeton fue el texto de La vida de los animales, una ficción protagonizada por Elizabeth Costello, una afamada novelista australiana a quien el autor sudafricano lleva a Estados Unidos para dictar una conferencia sobre su tema favorito, es decir, el sufrimiento de los animales y la indiferencia de los seres humanos frente a éste. Coetzee dicta una conferencia a través de un personaje de ficción que también es invitada a dar una conferencia. Lo que nos muestra Coetzee es su reflejo en un espejo que él ha colocado deliberadamente frente así mismo. Elizabeth Costello dice lo que Coetzee piensa sobre el sufrimiento de los animales, y Coetzee dibuja las relaciones de ella con el mundo para mostrar qué es lo que lleva a un ser humano a sentirse profundamente ofendido y violentado por el trato injusto que damos a los animales. En el núcleo de la conferencia de Costello, Coetzee hace una aguda analogía entre el sufrimiento de los animales y el sufrimiento de los judíos en el campo de concentración:

“Regreso a los campos de concentración. El muy especial horror de los campos, el horror que nos convence de que lo que allí sucedió fue un crimen contra la humanidad, no estriba en que a pesar de la humanidad que compartían con sus víctimas los verdugos las tratasen como a piojos. Eso es demasiado abstracto. El horror estriba en que los verdugos se negaran a imaginarse en el lugar de las víctimas, del mismo modo que lo hicieron todos los demás. Se dijeron: ‘Son ellos los que van en esos vagones para el ganado que pasan traqueteando’. No se dijeron: ‘¿Qué ocurriría si fuera yo quien va en ese vagón para transportar ganado?’ No se dijeron: ‘Soy yo quien va en ese vagón para transportar ganado’. Dijeron: ‘Deben de ser los muertos que incineran hoy los responsables de que el aire apeste y de que caigan cenizas sobre mis coles’. No se dijeron: ‘¿Qué ocurriría si yo fuera quemado?’ No se dijeron: ‘Soy yo quien se quema, son mis cenizas las que se esparcen por los campos’ […] Hay personas que gozan de la capacidad de imaginar que son otras; hay personas que carecen de esa capacidad […], y hay otras personas que disponen de esa capacidad, pero que optan por no ejercerla.”

La analogía entre lo que sucede en los mataderos y lo que ocurrió en los campos de concentración ofende a algunos de los asistentes de las conferencias de Elizabeth Costello, principalmente a quienes tienen un origen judío. Y Coetzee sugiere que ellos también tienen razón: pues, ¿cómo se sentiría la propia Elizabeth si el momento paradigmático de dolor en su historia personal fuera comparado con lo que sucede en un rastro? Los profesores acorralan a la escritora en el banquete que brinda la universidad, y la hacen pasar un mal rato. Ella sólo dice lo que siente, aunque no pueda defenderlo con argumentos tan sofisticados como los de los académicos. El hijo de Elizabeth, que también es profesor, le pide a su madre que dejé de meterse en asuntos que no conoce: ella es escritora y debe de hablar de la ficción; que se ocupe de los tigres de Borges y no de las ovejas que mueren para que todos podamos disfrutar un banquete. Sin embargo, Elizabeth lo tiene muy claro (quizá es la única cosa clara que tiene al final de su vida): nos hemos acostumbrado a pensar en la muerte y en el dolor como algo no humano, como algo que ocurre a las criaturas que no tienen conciencia. Nosotros, tenemos a la medicina y a la química para paliar el dolor, para dejar que los seres queridos se vayan de este mundo con una expresión de serenidad en el rostro. Y Coetzee bendice que exista la medicina y todas las herramientas tecnológicas que nos permiten desmentir la sentencia bíblica de que el mundo es un valle de lágrimas. Porque Coetzee es un ser moderno, que siente a partes iguales optimismo y horror por el futuro del ser humano.

Costello no es una caricatura: no es Lisa Simpson ni persigue a Homero para que dejé en paz al cerdito que se va a comer con los amigos. Elizabeth sabe que preocuparse de tal forma por los animales tiene cierta dosis de ingenuidad, no porque la causa sea innoble, sino porque la sola presencia de cualquier persona en el planeta implica un grado de depredación hacia la naturaleza imposible de modificar. Nacer en un mundo es, de cierta forma, arrebatar un espacio que originalmente pertenecía a otras especies. Pero Elizabeth Costello y Coetzee quieren hablar del sufrimiento de los animales y de lo que nos hacemos a nosotros mismos al comportarnos de esa forma injusta.

Coetzee repite a través de Costello lo que ya todos sabemos muy bien: que los simios son despellejados vivos para probar fármacos, que los conejos sirven para las pruebas de seguridad de los aparatos electrodomésticos, que los gatos se pasean con el cerebro a flor de piel en los laboratorios que experimentan con los límites del dolor. Todo eso lo sabemos muy bien, aunque disimulemos. Lo que no sabemos tan bien es que la analogía entre el campo de concentración y el matadero de ganado (tan extendida entre los estudiosos del totalitarismo para expresar su indignación moral) revela una normalización de la masacre y de la violencia: si esto sucedió en seres humanos, no tiene por qué volverles a ocurrir a ellos. Pero nadie dijo que estaba prohibido hacer lo mismo con los animales. O ejercer violencia similar sobre personas que consideramos no humanas: y cada época ha hecho un catálogo de rasgos de la persona (el color de la piel, la orientación sexual, la condición de salud, la clase social) que le “merecen” un trato animal. ¿No es esto lo que hace el ogro Tiffauges? ¿No trata él de apropiarse de los niños a quienes no concibe como seres con voluntad propia? ¿No son los niños para Tiffauges meros objetos decorativos, fuente de puro placer estético?

A los retratos de Tournier y Coetzee sobre el significado de la muerte humana a través del sufrimiento animal, habría que añadir la parte final –la más hermosa, creo– de La insoportable levedad del ser, aquella que Kundera dedica a la sonrisa de Karenin, el perro de Tomás y Teresa, que en los sueños de esta última parió un panecillo y dos abejas. Karenin tiene cáncer, se está muriendo. Y Tomás quiere tener una foto, para recordarlo cuando ya no esté. Teresa, indignada, le pregunta a Tomás cuándo le tomará a ella la fotografía para recordarla cuando también se haya muerto. Kundera, que hace filosofía narrativa o narraciones filosóficas, dice en ese momento que el verdadero significado del imperativo categórico de Immanuel Kant (“obra como si la máxima de tu acción fuera elevada a regla universal” o, más simple, “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti mismo”) cobra sentido frente a los animales: son ellos los seres de los que no podemos esperar nada más que el afecto y la compañía, y que por tanto la conducta moral se prueba frente a ellos. Quien puede maltratar a un animal, no tardará en hacerlo en el cuerpo de un ser humano. Sin dudar de la vocación ética de Tournier, Coetzee ni mucho menos de Kundera, siempre queda el resquemor de saber que somos criaturas antropocéntricas: que no podemos desprendernos de nuestro egoísmo y que cualquier reflexión sobre el dolor de los animales inevitablemente conduce a un examen de lo que significa el dolor humano.

Thursday, February 15, 2007

Para huir del ogro



En la filosofía griega, existía la noción de daimon, el demonio, el ogro personal. Supongo que es una de las ideas que está en la base de elaboraciones posteriores como la del destino, el alma, el inconsciente. El daimon era aquel espíritu que conformamos inconscientemente con nuestras acciones: como el hombrecito jorobado que se posa sobre el hombro de las personas que tienen mala suerte en las leyendas alemanas. A veces es imposible explicar por qué la mala suerte o la buena fortuna se ensañan con una persona en particular. Por eso preguntaban los de Travis "Why does it always rain on me?".

De acuerdo con los griegos, nosotros hacemos al daimon, pero una vez que cobra vida, es él quien nos maneja y no al revés. Uno es su daimon, e intentar huir de él es tan infructuoso como esconderse de la propia sombra. Sin embargo, uno no puede conocer completamente a su daimon. Porque, posado sobre nuestros hombros, sólo es accesible para los otros y no para uno mismo. Nuestra mirada es muy corta para contemplarlo de conjunto, sólo percibimos la fugacidad del movimiento de sus miembros en los límites del campo visual. Nosotros vemos el daimon de los demás y estamos condenados a no poder observar el nuestro propio en su conjunto y en acción. Por eso es que para los griegos la vida pública, en el ágora, en la asamblea, era tan importante: la realidad es algo que no se puede comprender en solitario, necesitamos de las miradas de los demás para cobrar auténtica corporeidad. Un mundo contemplado desde una sola perspectiva resultaba muy pobre. Por eso es que el cíclope -y el ogro solitario- son criaturas tan nostálgicas y, además, tan violentas.

Sin embargo, hay días en que dan ganas de lanzar al daimon por la ventana y hacer de cuenta que todo está por inventarse, que todo puede verse con ojos nuevos y que nuestras reacciones no serán las de siempre. A veces es necesario huir del ogro. Hacer las maletas, correr, y esperar que todo se solucione milagrosamente al regreso. No todos los días se puede tener el valor de Aquiles, pero siempre es difícil quitarse las ansias de viaje y de novedad de Ulises.

¿Qué tal un paseo por los Grandes Lagos, equipados sólo con música de Sufjan Stevens? Por lo menos, podríamos darnos el daimon y yo una tregua temporal...

Saturday, February 10, 2007

Domar al ogro


El francés Michel Tournier tiene un modo muy peculiar de concebir la tarea del escritor después de Auschwitz, que representa una ruptura con la historia y, también, con las formas narrativas para recuperarla. Por eso, Tournier tuvo que buscar una forma literaria de enlazar el pasado doloroso con el presente incierto: y la encontró en la actualización de los mitos que configuran el canon occidental (para usar la expresión de Harold Bloom). Ver el pasado con ojos nuevos; cantar las historias de amor que han configurado la educación sentimental occidental, pero con una voz desafinada que es producto de gritar y llorar la muerte en los campos de concentración: de algún modo, estas son las intenciones de Tournier.

Para Tournier, toda nueva creación literaria es reinvención de lo ya creado, recuperación lúdica y crítica de lo que el tiempo ha constituido como ejemplo de genio y de belleza. Pero el acto de escribir con la mirada vuelta hacia el pasado, no puede disfrazar la brecha de tiempo que separa al escritor y al mito. Lo interesante de recuperar un mito es que se le arranca violentamente del contexto en que surgió de manera casi natural, para hundir sus raíces en un suelo nuevo, quizá no particularmente propicio para la nutrición de ese ente transplantado. Forzosamente, el mito tendrá que mutar en el acto de reescritura. La nueva historia que se produce a partir del mito clásico es el pasado, pero también es el presente. El escritor tiene que recuperar las historias que la literatura ha vuelto tótems, y a las que la academia adora de manera casi supersticiosa, para irrigarlas con sangre nueva y para encantar con su narración a nuevas generaciones de seres humanos que se hallan, de este modo, inconscientemente conectados con el pasado. Para que un mito literario no degenere en alegoría hueca, pensaba Tournier, el escritor debe inyectarle la sangre nueva de su propio punto de vista. Por ejemplo, si Daniel Defoe había llevado a sus últimas consecuencias, en Robinson Crusoe, el enfrentamiento brutal entre dos formas de civilización que acabarían incomprendiéndose y depredando una a la otra, a Tournier se le ocurrió prestar un poco más de atención a Viernes que al propio Crusoe. Así surgió Viernes o los limbos del pacífico, reelaboración de la obra de Dafoe.


Adicionalmente, recuperar el pasado literario y ser conscientes del abismo que nos separa de los mitos clásicos, de acuerdo con Tournier, tendría la función de mostrar que nuestro propio tiempo ha creado una necesidad de reconciliarnos con aquello que ha roto nuestras herramientas de comprensión, a saber, los totalitarismos del siglo XX. Frente a las experiencias concretas de muerte y destrucción, la filosofía no pude seguir construyendo normas universales y abstractas válidas para cualquier mundo que sea posible de concebir racionalmente, pero no para aquél en el que efectivamente vivimos. Enfrentada con las fábricas de cadáveres que fueron los campos de concentración, la literatura no puede renunciar a imaginar lo que significó la vida al interior de esos espacios, como tampoco a tratar de representar la banalidad moral de quienes fueron cómplices del genocidio. Es deber de la literatura sondear la conciencia del ogro, del agresor, de quien accionaba el mecanismo de la cámara de gas. A diferencia de Theodor Adorno, Tournier no le exige a la poesía que enmudezca, avergonzada por la incapacidad de sus recursos para aprehender la especificidad de la destrucción y la violencia sin sentido que tuvieron lugar en los campos de concentración. Lo que Tournier propone es la creación de una forma narrativa situada, precisamente, a medio camino entre la filosofía y la literatura, es decir, entre la objetividad del razonamiento abstracto y la subjetividad del arrebato lúdico del escritor. Y es allí donde el escritor se sirve del mito.

El ogro que se roba a los niños para devorarlos es uno de los personajes constantes en la literatura infantil occidental. El ogro es seductor, promete a los infantes enseñarles nuevos juegos con la condición de que lo sigan hasta su guarida y desobedezcan las advertencias de los padres. Una vez dentro, el ogro se apropiará de sus cuerpos y sus almas. Los padres, cuando más, encontrarán un zapatito perdido en el bosque o las huellas que conducen a la guarida del ogro. Pero la fuerza descomunal del ogro hace que cualquier intento de vengar la muerte de los niños se vuelva infructuoso. Sólo queda entonces advertir a los niños sobrevivientes de los peligros de internarse en el bosque o hablar con desconocidos. Generalmente, el ogro no es consciente del daño que realiza. El ogro tiene un apetito descomunal que lo hace arrasar todo a su paso. Pero él nació así: con un metabolismo que trabaja a la velocidad de una fábrica y que exige el combustible necesario para que no se apague el mecanismo vital. A veces, un niño sabe ver más allá del apetito voraz del ogro y descubre que en el fondo éste quiere ser redimido. Entonces, el niño que ha desobedecido las órdenes de los padres porque sabe que tiene una misión que cumplir, sacará a flote el buen corazón del ogro y lo redimirá. El ogro, al saberse querido por una de esas criaturas que antes devorada con fruición, dejará de causar daño. El rey de los alisos, de Michel Tournier es, precisamente, la reelaboración trágica y postotalitaria del mito del ogro.


Abbel Tiffauges es el ogro que protagoniza la historia de Tournier. Lo conocemos unos pocos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundia, trabajando como mecánico en París y obsesionado con cuidar de los niños como lo hizo San Cristóbal, pues él odia a la humanidad y considera que son ellos quienes conservan la pureza de alma que la pubertad corrompe y asocia de manera inevitable con la sexualidad y el deseo de posesión. Porque, desde el punto de vista de Tiffauges, los niños quieren tomar al mundo entre sus manos, pero sin reclamar ningún título de propiedad; los niños juegan a la guerra, pero sin el instinto asesino ni vengativo de los adultos. Preservar esta pureza de alma es, para Tiffauges, una tarea digna de asumir. De pequeño, Tiffauges fue un niño débil que vivía en un orfanatorio y era objeto de burlas constantes en vista de las gafas enormes que tenía que usar. Nadie lo defendía, hasta que un gigantón llamado Néstor apareció en el orfanatorio para protegerlo de las golpizas que le propinaban los demás. Sólo un ogro filantrópico como Néstor habría podido descubrir la belleza del alma de Tiffauges, donde los otros sólo veían miseria y enfermedad.

Néstor, para explicarle a Abel su devoción hacia el pequeño, le contaba la historia de San Cristóbal, aquel gigante que se propuso cuidar del ser más poderoso de la tierra. Antes de alcanzar la santidad, Cristóbal trató de servir al rey más poderoso del planeta, pero un día se dio cuenta que éste temía al diablo. Entonces Cristóbal quiso proteger al diablo, hasta que se dio cuenta de que éste salía corriendo frente a la efigie de Cristo. Desesperado, Cristóbal buscó a Cristo infructuosamente, hasta que un día se le apareció un pequeño niño que le pide lo ayude a cruzar el río. Cristóbal lo hace a regañadientes, y mientras cruzan el agua, siente que gradualmente el peso del niño va aumentado hasta volverse insoportable. Al llegar a la otra orilla, el niño revela que es Cristo y que él, Cristóbal, el “portador de Cristo”, tendrá como tarea proteger a los viajeros como cuido al hijo de Dios. Néstor es, para Abel, su San Cristóbal personal. Abel crece y se convierte también en un gigante que cree que el tamaño descomunal de sus manos tiene el propósito de sujetar a los niños para ayudarlos a cruzar por este mundo, sobre sus hombros, con el menor sufrimiento posible.

La novela de Tournier asume dos puntos de vista para reconstruir el mito del ogro en la figura de Abel Tiffauges: por un lado, la tercer persona del narrador que describe el horror que el ogro despierta en quienes lo conocen y, por el otro, la voz del propio Abel expuesta a través del diario que escribe con el título de “Escritos siniestros”. En su diario, Abel confiesa sin pudor una especie de enamoramiento de Néstor y el deseo de repetir esta experiencia de carnalidad casta con otros niños. Asomarse a la conciencia de Tiffauges a través de sus “Escritos siniestros” es una experiencia dura: las reflexiones más lúcidas y tiernas de Abel tienen como destinatario a los niños que él ávidamente desea poseer. Su amor, piensa el ogro, no puede dañarlos aunque implique sacrificar sus cuerpos para liberar sus almas de la tiranía del crecimiento y de las hormonas. Abel desea sobre todo a los varones, porque las niñas para él son versiones en miniatura de la estulticia y la banalidad que desde Eva manifiestan las mujeres. Es, pues, un ogro misógino como casi todos los de los cuentos de hadas.


Abel sabe que su presencia asusta a los niños; él quiere abrazarlos y empaparse de su olor, pero ellos no saben leer los signos que el destino coloca en las cosas más insignificantes y huyen de su presencia. Entonces, a Tiffauges se le ocurre que la cámara fotográfica le dará la oportunidad de capturarlos sin hacerles daño. Y, así, un buen día, la única niña que había fascinado al ogro y que se dejaba fotografiar por él, lo acusa de violación. Tiffauges va a parar a la cárcel. Está a punto de ser condenado a cadena perpetúa cuando sucede la invasión alemana a Francia. Tiffauges es reclutado por el ejército, y allí ensaya diversas formas de cumplir la tarea de San Cristóbal que él cree el destino le confirió: primero cuida a las palomas mensajeras del regimiento, luego a sus compañeros soldados y finalmente se da cuenta de que sigue añorando la compañía de los niños, aunque fuera uno de ellos quien lo arrastrara a la desgracia.

Tiffauges cae como prisionero de los alemanes y, dado su aspecto siniestro y ario, es aceptado para desempéñar tareas menores para el ejército nazi. Hasta que es asignado a cuidar de una Napola, es decir, de un centro de entrenamiento para los niños que Hitler quería constituyeran la nueva raza aria. Tiffauges quiere cumplir su tarea de la mejor manera posible: quiere ser un auténtico San Cristóbal que hiciera enorgullecerse a Néstor. Pero los padres no quieren entregarle voluntariamente a sus hijos a éste gigantón de aspecto siniestro. Abel necesita a los niños para protegerlos, para cuidarlos y para apartarlos de la corrupción del mundo. Entonces, Tiffauges obtiene la autorización del Tercer Reich para arrebatar a los campesinos a los niños que él considere más aptos para ser educados y unir su destino al de la patria alemana. Alrededor de Kalterborn, lugar donde se asienta la Napola de Abel, empieza a crearse el mito de que un ogro montado en un enorme caballo negro aparece del bosque para robarse a los niños más hermosos, para someterlos a todo tipo de tratos crueles. El ogro, afirman los campesinos, tiene el poder de encantar a los niños y a los padres con la mirada. El ogro puede hacer que el cordero se dirija hacia el sacrificio con una sonrisa de placidez en el rostro.

Como señalaba Hannah Arendt, el sueño nazi de la dominación total era imposible de cumplir a menos que se aboliera la existencia de seres humanos en la tierra. El castillo del ogro es entonces asediado por los rusos y los niños pelean para defender a su protector y al destino de grandeza que les han dicho la nación alemana les tiene reservado. En sus “Escritos siniestros”, Tiffauges confiesa como él observa a los pequeños desvanecerse en el aire en una nube de sangre y vísceras, pues son demasiado inexpertos para manejar las armas de adulto que sólo conocen en sus versiones reducidas de juguete. Abel debe suspender sus cacerías de niños. Y es entonces cuando empiezan a llegar a Kalterborn las oleadas de refugiados de los campos de concentración del este que ya han sido liberados. Así encuentra a Efraim, un pequeñito medio moribundo, que porta el traje a rayas y la estrella de seis puntas. Contra lo que su sentido común le indica, pues Efraim representa al enemigo de la nación alemana, Abel lo protege y lo lleva a su Napola para cuidarlo. Ahora, con este niño casi moribundo, sabe que su destino de San Cristóbal se llevará a cabo.

Tournier no escatima detalles para mostrarnos que, de haber tenido los medios a su disposición, la fascinación de Tiffauges por los niños fácilmente hubiera concluido en la muerte de los pequeños que gustaba atesorar. Las confesiones del ogro son escalofriantes porque él cree que los niños están allí para que él los posea sin pedir permiso. A San Cristóbal, le está permitido incluso secuestrar a Cristo si con ello lo protege de un peligro mayor; no importa que cuando lo suelte de su pesado abrazo, el hijo de Dios ya esté asfixiado. El amor de Abel es demandante, y sus manos no saben sino aplastar todo lo que recogen en el camino. Hasta aquí, el mito del ogro se mantiene intacto. Pero el ogro de Tournier va a tener una oportunidad de redimirse: y es en el cuidado de un representante del pueblo, los judíos, que Alemania consideraba responsable de la decadencia humana. Al cargar sobre sus hombros a Efraim, Abel podrá cumplir con su tarea de proteger al más débil y desamparado, aunque en el esfuerzo acabe perdiendo la vida.

Friday, February 09, 2007

Jugar a la guerra


"Por escandalosa que pueda parecer a primera vista, no se puede negar la profunda afinidad entre el niño y la guerra [...] A fin de cuentas, el niño exige imperiosamente juguetes como fusiles, espadas, cañones y carros, soldados de plomo y colecciones de toda clase de armas asesinas. Dirán que no hace más que imitar a sus mayores, pero me pregunto si la verdad no es justamente todo lo contrario pues, al fin y al cabo, el adulto va más a menudo al taller o al despacho que a la guerra. Me pregunto si las guerras no estallan con el único fin de permitirle al adulto hacer de niño, regresar con alivio a las armas y los soldados de plomo. Cansado de sus responsabilidades como director de oficina, esposo y padre de familia, el adulto movilizado se desentiende de todas sus funciones y cualidades y, libre y despreocupado, se divierte junto a compañeros de su edad maniobrando cañones, carros y aviones que no son sino la copia aumentada de los juguetes de su infancia.


"El drama es que se trata de una regresión malograda. El adulto recobra los juguetes del niño pero ya no posee el instinto de juego y fantasia que les otorgaba su encanto original. Entre sus zafias manos, cobran las monstruosas proporciones de otros tantos tumores malignos que devoran la carne y la sangre. La seriedad homicida del adulto sustituye a la gravedad lúdica del niño, a la cual imita, convirtiéndose en su imagen invertida".


Michel Tournier, El rey de los alisos