Sunday, May 25, 2008

Sin apetito para el postre



Hace un par de años, de la nota roja –el mejor surtidor de narraciones para quienes han hecho del acto de contar cuentos su oficio– saltó para ofender nuestras buenas conciencias la historia de dos solitarios alemanes que un mal día coincidieron en Internet: uno, demandando la satisfacción de un fetiche imposible de solicitar cara a cara, y el otro, dispuesto a ofertar su voluntad para saciar el deseo que la mayoría pronuncia de manera metafórica y nunca literal. Uno pedía un compañero para una serie de juegos sexuales que culminarían en el acto de devorar al otro, con su pleno consentimiento, sin engaños; incluso, uno le daría al otro una probada de su propia carne antes de que el trato terminara con la muerte de quien ofertaba su cuerpo para satisfacer la demanda de placer. Al menos, así lo planteaba el anuncio de Internet: uno buscaba al amante total, aquel que fuera capaz de hallar su propio placer en el proceso de diluir su cuerpo en el de la otra persona; el otro, por su parte, ofrecía hacer de su anatomía el espacio para la experimentación total. Así como Franz Kafka escribió un cuento acerca de las peripecias de un artista del hambre, la nota roja alemana nos ofreció la historia de un par de artistas del canibalismo. Seguramente –y aquí es donde la imaginación permite colorear las escenas cuya descripción minuciosa la nota roja siempre omite– uno y otro muchas veces habían dicho y escuchado –o querido decir y escuchar– aquello que es propio de las escenas de alcoba entre amantes: te quiero devorar, regálame tu corazón para despedazarlo a mordidas, te ofrezco mis labios para que los mastiques con los dientes, no te detengas hasta que sienta yo que tu carne y la mía son una sola. Y es que –lo dicho– la mayoría sublima sus deseos y vuelve metafórico lo literal, porque si se confiesa la intención de parasitar el alma del otro, de querer volverse un apéndice más del cuerpo ajeno –si se hace explícito el deseo de constatar que nada diferencia a la sangre de dos personas si se riega por el suelo de la habitación–, casi siempre la historia termina en la nota roja y no en la sección de sociales del periódico. Quizá, sea esa incapacidad de transitar entre lo metafórico y literal la que hace que una historia de amor termine en la sección de bodas y bautizos del periódico y la otra se consigne en la nota roja.

La reacción de los lectores del periódico alemán –que a través de Internet fueron el conjunto de esa entidad abstracta que se ha llamado la sociedad civil global– se horrorizaron y asquearon frente a la conducta del caníbal alemán y su víctima sumisa. Se dijo que sólo una vida mediocre y solitaria llevaba a un individuo a esa conducta extrema y no humana; proliferaron los psicoanalistas que hablaron de infancias tortuosas y existencias sórdidas que buscaban el placer sexual donde la mayoría ni siquiera se atrevía a mirar; incluso se insinuó que, de cierta forma, el caníbal había hecho un favor a la sociedad alemana al librarla de una presencia tan indeseable como la del pobre diablo que fue devorado. Por supuesto, todas éstas son muestras de horror, es decir, del espontáneo –aunque no por ello justificable– deseo humano de encapsular lo que no se entiende, separarlo de lo normal y depositarlo en el bote de la basura para que las hojas de la nota roja que dan constancia de la historia del caníbal y su víctima sean usadas para envolver pescado o alguna otra inmundicia ya descompuesta e incomible. No obstante, el asco evidencia una reacción más primitiva en los individuos: es la reacción que nos obliga a voltear la cara cuando un olor o el contacto con la materia orgánica putrefacta nos recuerda que nosotros somos también un cuerpo que gradualmente se va descomponiendo, que inexorablemente se dirige a la muerte. El asco es la reacción inmediata y primitiva frente al hecho de que nunca podremos liberarnos de la primera tiranía: aquélla que nos ata a un cuerpo que se corrompe, a unos músculos que gradualmente van perdiendo elasticidad, a un cerebro que se hace calloso y con el tiempo empieza a confundir los recuerdos y las experiencias presentes. Por eso, no es de extrañar que la historia del caníbal alemán despertara horror y asco a partes iguales entre los lectores de la nota roja. Lo paradójico es que, si el encuentro entre estos dos individuos no se habría producido sin la mediación de Internet, también fue la propia red la que propició que conociéramos esta historia para indignarnos y pensar que –afortunadamente– gente como esa no ronda en nuestro vecindario y que deseos como los de los frustrados amantes nunca podrían anidarse en nuestros corazones. O al menos, que es mejor pensar eso antes que reconocer todo lo que enmascaran el horror y el asco que despierta el amor en el infierno, la ternura que surge entre quienes no son lo suficientemente hermosos como para imaginárnoslos como protagonistas de una comedia romántica.

Thomas de Quincey –en uno más de sus escritos heréticos– nos pidió suspender por un momento los juicios morales y considerar al asesinato como una de las bellas artes. Alfred Hitchcock solía decir que no hay mente más malévola que la del legislador que se encarga de imaginar los crímenes más atroces, como preámbulo para el diseño de castigos proporcionales. Por su parte, Luis Buñuel alguna vez señaló que la verdadera perversidad radicaba en no aceptar que uno era capaz de sentir el deseo de asesinar al tipo que ha huido con la esposa amada o, simplemente, al fulano que se ha pasado un alto en un día particularmente fastidioso. Por supuesto, ni de Quincey ni Hitchcock ni Buñuel se referían a una estetización del mal o la violencia; no pedían confundir el valor de la vida humana con el de la obra de arte y subordinar la importancia de la primera a las dimensiones de la segunda. Lo que sí pedían era el ejercicio de la imaginación en dirección del lado oscuro del camino, hacia el territorio donde la mayoría de las personas localizan el horror y el asco y, por tanto, nunca observan con los ojos totalmente abiertos sino con la mirada de la sospecha que acompaña al dedo índice acusador. Confiemos en de Quincey, en Hitchcock y en Buñuel –y es que tenemos muy buenas razones para hacerlo– e intentemos –sólo por un momento– suspender el horror y el asco para imaginar cómo es que las trayectorias del caníbal alemán de la nota roja y la víctima sumisa coincidieron: cómo fue el primer contacto, qué se contaban uno a otro en el preámbulo al acto sexual total, cómo discutieron la resolución de los detalles técnicos de la obra magna –¿qué parte del cuerpo tendría mejor sabor o cuál sería la de más difícil digestión?–, incluso si no fue capaz de establecerse algún tipo de complicidad amorosa entre ambos. Eso es precisamente lo que hicieron el dramaturgo Noé Morales Muñoz y el director de escena Ginés Cruz, y el resultado es la obra de teatro que han titulado irónicamente Los prohombres.

Los prohombres lleva al extremo la idea de que observar al monstruo a la cara nos devuelve una imagen nítida de nosotros mismos, de que lo que hacemos como parte de los rituales amorosos o de los juegos que dan sentido a la vida es más excéntrico de lo que nosotros mismos nos imaginamos, si se mira desde la distancia. Pero no se trata tanto de un teatro de ideas como de emociones, integrad por sutiles golpes de ironía y negrísimo sentido del humor que los creadores nos propinan sin el menor aviso, para desarmarnos de nuestros prejuicios y de nuestra capacidad para sentir repulsión frente a aquello que se desconoce. El autor no asume el papel del titiritero al que sus criaturas importan poco más allá de la manipulación que puede hacer de ellas; más bien, el autor se coloca en la posición del fisgón que se acerca –y nos permite acercarnos de paso– a espiar a través de la ventana del edificio de enfrente, que generalmente permanece cerrada y un buen día se abre, para descubrir el diálogo entre dos solitarios que, precisamente, por su renuencia a aceptar la conmiseración para sí mismos, se nos acaban volviendo entrañables.

En Los prohombres el caníbal tienen nombre, Franki, y su invitado a la cena también, Sepo. Su autor no prejuzga, y el inicio de la obra no permite suponer el motivo de la reunión. Podría tratarse de un excéntrico promotor de los hábitos alimenticios sanos –Franki– que ha invitado a cenar a un viejo amigo –Sepo–, con quien tiene cierta familiaridad como para disculparle extravagancias, como siempre mantener la persiana de la ventana cerrada o tratar de convencerlo para que deje de beber coca-cola y, en su lugar, se refresque con agua traída directamente de los alpes suizos para la satisfacción de los comensales. Sin embargo, en el aire se respira cierta tensión. Imaginamos que cualquier de los dos se despedirá en cualquier momento, pues los alimentos servidos no son de la satisfacción de uno de los invitados; no sabemos si Franki y Sepo llegaran hasta el postre. Franki presta demasiada atención al cuerpo de Sepo, aunque no en un sentido propiamente sexual: lo pesa, lo mide, observa cómo se sofoca a causa de los kilos que el segundo tiene de más en el cuerpo, dibuja sobre él como se hace sobre las reses para delimitar los cortes exquisitos de los que no lo son.

Pero, además, Sepo muestra una paciencia infinita frente a los discursos interminables en los que Franki le explica su filosofía de la superficialidad de las relaciones humanas. Porque Franki tiene una filosofía personal. Él observa al mundo y sus habitantes como el entomólogo a sus insectos: detrás del cristal y con una necesidad imperiosa de inspeccionarles las entrañas para remarcar que entre esas criaturas y él no existe mayor semejanza que poseer una boca y el deseo permanente de alimentarse. La filosofía de la vida de Franki se desliza por el filo de la navaja que separa al cinismo de una frialdad que parece ser el producto de una profunda incapacidad para comunicarse con ese mundo que tanto desprecia. Pero, al mismo tiempo, Franki es ingenuo, pues cree que puede sentir la textura del mundo a través de Internet y que no vale la pena hacerlo con su propia piel.

Como puede verse, muy pocos –quizá nadie– aceptaría una invitación a cenar con un individuo como Franki. O, más bien, sólo lo haría alguien que observa las relaciones humanas con un desencanto semejante, pero que aún preserva en su interior un corazón generoso y que quiere ser desmentido de esa visión trágica de las cosas por alguien que lo reciba tal como es, sin pedirle nada a cambio ni que cambie nada de sí mismo. Y este sólo puede ser Sepo, el tipo que no puede detener el latido acelerado de su corazón cada vez que cruza la ciudad para encontrarse con Franki y que, a su vez, trata de transmitir esa excitación a su estoico anfitrión, esperando que quizá se desate una respuesta proporcional. Sepo fantasea con las aventuras sexuales de su vecino, se enorgullece de tener a alguien –Nico, su perro– que depende totalmente de sus cuidados y para quien es el centro de atención permanente. Incluso –y armado con una coca cola en la mano que se va a beber sin pedirle permiso a nadie– Sepo se atreve a desafiar el pacto que ha establecido con Franki, y de cuyo contenido siniestro nos enteramos más allá de la mitad de la obra. Justamente, la revelación ocurre en un momento –rubricado por la hermosa versión que Gary Jules hizo de “Mad World”– en el que las excentricidades de Franki y la transparencia de Sepo ya nos los han vuelto entrañables, y por ello mismo, se nos dificulta verlos como los estereotipos que la nota roja nos presentaría a propósito de su comportamiento poco frecuente.

Un momento antes del final, Franki y Sepo reconocen que la complicidad que surgió a partir del desencanto y el escepticismo respecto de los vínculos humanos, los ha colocado en una posición de empatía, de ternura despertada por la tormenta que uno reconoce en los ojos del otro y viceversa. Sin embargo, ambos detienen lo que parece el mecanismo del enamoramiento –o al menos el de la amistad– puesto a funcionar en el momento en que ambos buscaban –irónicamente– reconocer la futilidad del afecto. Como dice la canción de Gary Jules: “when people run in circles, it’s a ver very mad world” y “the dreams in which I’m dying are the best I’ve ever had”. El banquete de sarcasmo y complicidad al que fueron convocados Franki y Sepo –el caníbal cuya mirada es la de Humberto Busto y la víctima que transpira Enrique Cueva– concluye sin que se haya servido el postre. Quizá, porque éste invita a la sobremesa y a prolongar la charla y la compañía hasta más allá de las horas en que uno se pone solemne. Frente al postre y el café, uno comienza a ponerse ligero, a reírse de la seriedad con que se han dicho las sentencias más graves y profundas mientras se degustaba el plato fuerte. Y ese es un lujo que no se pueden permitir quienes van a cumplir un ritual de muerte y explicitación de los deseos impronunciables en público. Hay cosas que no comemos por prejuicio, y otras que no podemos comer sin deshacernos de los prejuicios; existen postres cuya sola apariencia nos lleva a rechazarlos, y hay ocasiones en que el exquisito sabor de este tipo de comida nos deja sin habla, al reconocer que nos hemos equivocado al prejuzgarla.

No obstante –hacia el final del banquete y a la espera de que se sirva el postre–, parece inevitable una pregunta: ¿cómo puede uno excavar en las profundidades del alma del verdugo y sondear los abismos de la sumisión y, después, intentar volver a la superficie para tomar una nueva bocanada de aire? Esto parece imposible. La historia de Franki y Sepo parece estar condenada a un final trágico. Pero la puesta en escena se detiene antes de que se consume el ritual, dejando sus creadores que nuestra imaginación complete la escena, a partir de su propio arsenal de recuerdos atroces. Pero este final suspendido en el tiempo también podría ser el comienzo de una nueva historia de complicidad y ternura, en la que sí haya espacio para compartir el postre tras una abundante comida. No en vano es “Take Me Out” –la endiabladamente bailable canción de Franz Ferdinand– la pieza que cierra el hermoso, desconcertante y tiernamente trágico ritual que es Los prohombres.



[
Los prohombres se representa los miércoles y jueves entre el 30 de abril y el 17 de julio, a las 20 hrs., en el Foro Shakesperare, ubicado en Zamora núm. 7, en la Colonia Condesa]

Sunday, May 04, 2008

Petróleo y sangre



Quizá, el pensador fundamental del siglo XX haya sido Martin Heidegger. Y lo fue por su acierto al describir el surgimiento de la conciencia humana fundamentalmente en su enfrentamiento con la muerte, con la finitud de la propia vida que se experimenta entre otros seres igualmente mortales. Pero también es fundamental Heidegger porque retrata, como pocos filósofos, la simultánea situación de oportunidad y de peligro para el logro de la libertad humana que significa la técnica, es decir, la posibilidad de que el ser humano produzca cosas con sus manos y las integre en una cadena de bienes consumibles. De acuerdo con Heidegger, el ser humano sabe que va a morir –incluso que ha nacido para morir–, pero también encuentra su redención –o la posibilidad de su perdición– en la construcción de la cultura, con la mediación de la técnica. Sabemos que vamos a morir y que el poco tiempo que se nos ha concedido será en su mayor parte sufrimiento, extrañamiento, reflexión sobre la propia finitud, pero aun así no perdemos la oportunidad de construir cosas con nuestras manos, que se erijan como monumentos para preservar nuestra memoria en el futuro.

Heidegger caracterizaba a la técnica simultáneamente como un destino y como un peligro. Destino, porque la actividad técnica que instrumentaliza a la naturaleza no es controlable por el individuo. Éste no ha elegido tener un par de manos que permanentemente buscan arrancar materias primas a la naturaleza y, en consecuencia, él tampoco puede detener su afán por transformar en el oro de la utilidad todo lo que esas manos tocan. Peligro, porque la técnica modifica a la naturaleza, pero también la obliga a entregarle sus frutos de manera violenta, como si estos fueran el producto de un acto sexual forzado, en el que buena parte del placer radica en la certeza del agravio. El destino trágico a que el ser humano se enfrenta con la técnica consiste en que él mismo termine convertido en un medio para conseguir propósitos más elevados, que él se diluya en la utilidad y pierda la posibilidad de encontrar sentido en esa cadena de bienes consumibles que se prolonga hasta la eternidad. Como afirma el propio Heidegger en La pregunta por la técnica (1953), el campesino que ara la tierra se sujeta a los ciclos naturales y a la composición genética de la semilla, que no puede sino originar una planta igual a ella; no obstante, ese campesino nada tiene que ver con el físico que obliga a la naturaleza a desdoblar sus átomos y a generar formas de energía que no están al alcance de la mano de los seres humanos sin mediación de la propia técnica. En un caso, la técnica sigue a la naturaleza; en el otro, la técnica violenta a la naturaleza, la cual es observada como un inmenso depósito de materias primas que se vuelve valioso sólo al entrar en contacto con manos humanas. En este sentido, para Heidegger, el físico se ha convertido en el arquetipo del científico, porque sus manos manipulan una realidad que no es palpable de manera directa –los átomos, la materia estelar, la luz–, pero que no sería cognoscible sin los recursos de la propia técnica.

Lo que hay, para Heidegger, es una reducción del valor de la vida a su utilidad; una erosión de los espacios humanos a fuerza de querer sacarles provecho, aun y cuando ya no hay nada que extraer. En esta cadena de producción, la libertad se pierde; no hay libertad para dotar de sentido a los procesos, sino sólo la creencia falsa de que la libertad se reduce a despejar de obstáculos el camino para el ejercicio de la técnica. Todo se vuelve superfluo, en el marco de la creencia de que lo único relevante es lo que no distrae al individuo de su destino como predador. Como una serpiente que se muerde la cola; como un profeta que intenta bendecir un pozo petrolero para incrementar la utilidad y alejar la mala suerte; como un comerciante de petróleo que convierte a su técnica en el dios pagano para adorar y rendir sacrificios.

There Will Be Blood, la nueva y operática película de Paul Thomas Anderson, es una parábola sobre las consecuencias trágicas de permanecer ciego frente al destino de poseer un par de manos que sólo saben extraer la utilidad del mundo. En este sentido, la película puede observarse como una ilustración de la tesis heideggeriana sobre la técnica como un destino y un peligro para el ser humano. There Will Be Blood se centra en la figura de Daniel Plainview, un aventurero que, como muchos otros a principios del siglo XX, toma su pala y pico para intentar responder al llamado de las entrañas de la tierra, la cual es una deidad celosa que sólo concede el beneficio de su oro negro a los pocos que estén dispuestos a sacrificarlo todo en la empresa. Desde el principio, Plainview tiene éxito. Él descubre petróleo y obtiene sus primeras utilidades, pero también la intuición de que la suya es una empresa solitaria: los trajes de gala que puede comprar sólo serán usados en las reuniones para embaucar a los pueblerinos y que ellos le vendan sus tierras al menor costo posible. Porque el destino de Plainview es permanecer la mayor parte del tiempo bajo la tierra, cubierto de polvo y aceite, o vigilando cómo otros trabajan como si fueran extensiones de sus propias manos. El destino, ya lo dijo Friedrich Nietzsche, se experimenta como continuidad, como repetición no elegida, como cadena de la que es imposible escapar sin desgarrar la quijada de la serpiente que se muerde la cola. En There Will Be Blood, esta idea de destino está remarcada por la obsesiva y minimalista música que Jonny Greenwood (guitarrista de Radiohead) compuso, estableciendo una continuidad orgánica entre el ritmo de dos sonidos tan distintos como el latido acelerado de un corazón asustado ante la perspectiva de perderlo todo y, por otra parte, el ruido de las máquinas perforadoras que no se detendrán hasta desgastar sus engranes.

Daniel Plainview (el soberbio Daniel Day Lewis) es un tipo reflexivo, inteligente, de pocas palabras, de mirada astuta que –intuimos– se pierde en infinitas cadenas de pensamientos mientras permanece en la soledad de su atalaya, observando cómo los demás trabajan para él. Pero él es incapaz de verbalizar cualquier pensamiento si no puede referirlo a la utilidad. Incluso, cuando la paternidad lo asalta por sorpresa, asumirá el compromiso porque es justo compensar a quien ha perdido la vida en la tarea de producirle más dinero. Hay gratitud, pero no la certeza de que ésta sea expresable de forma diferente al beneficio económico. Ahora bien, en medio de las tierras yermas donde Plainview desarrolla su existencia –siempre corriendo de un lado para otro, compitiendo con otros seres igual de ciegos al destino que les ha impuesto la técnica–, él se encontrará con un espejo en el cual reflejarse. Se trata de Paul Sunday (Paul Danno), un chico con delirios de Mesías, quien también ha invertido el orden de las cosas con la mediación de la técnica, y se ha autoproclamado como el engrane fundamental en la cadena de la producción de milagros. Los destinos de Paul y Plainview se cruzarán, como en las tragedias griegas, para producir consecuencias inesperadas para ambos. En un arranque de megalomanía, Paul obligará a Plainview a confesar la corrupción de su alma, empapada de la negrura y la pesadez del petróleo en medio del cual ha pasado su vida entera. Pero la revancha llega, y es Plainview quien evidenciará –hacia el final de la película y en una de sus mejores secuencias– el carácter instrumental de la religión para el falso profeta que es Paul Sunday. “Soy un falso profeta y Dios es una superstición rentable”: eso es lo que grita Paul, y lo hace con la misma convicción con la que ofrece sus sermones en público. Quizá Plainview interiormente esté profiriendo un evangelio similar: “Soy el verdadero profeta, porque el Dios al que sirvo es el único y el verdadero, es decir, la técnica”. Aunque defensores de diferentes dioses –el petróleo y otro abstracto pero igual de inmisericordioso– Plainview y Paul transitan por caminos similares, empujados por un destino que, para ellos, parece imposible de renunciar. La paradoja es que, para que Plainview entienda esta profunda verdad sobre sí mismo, tendrá que hacerlo reconociéndose reflejado en el falso profeta que no tiene pudor en aceptar su charlatanería.

¿Pero es Plainview culpable de no saber establecer relaciones al margen de la utilidad? ¿Puede reclamársele a voz en cuello no conocer el significado del afecto desinteresado? Incluso, cabría preguntar: ¿es que existe algo como el afecto desinteresado en un mundo dominado por la técnica? La respuesta de Paul Thomas Anderson es compleja. Quizá Plainview no es culpable, pero no por ello puede escapar a la responsabilidad por sus acciones. Para Plainview –como para muchos sobrevivientes de la tragedia capitalista–, el destino es un sendero que se bifurca: ser el opresor o el oprimido, gozar de la opulencia o padecer la miseria. Heidegger afirmaba que la tragedia del destino del hombre dedicado en cuerpo y alma a la técnica, radica en entender a la existencia, precisamente, como una disyuntiva entre la productividad o la pasividad. Cuando la técnica y sus instrumentos –o el cuerpo instrumentalizado– lo dominan todo, el mundo se vuelve un páramo hostil, incapaz de despertar en el individuo la más mínima brizna de pensamiento autónomo y desinteresado. Cuando el corazón no se observa más que como un fino mecanismo de relojería capaz de sustentar la vida, y se pierde la posibilidad de ensayar todo tipo de metáforas amorosas sobre este órgano, entonces, nos habremos convertido en Daniel Plainview. En ese momento, nuestros pensamientos serán incapaces de salir por la boca, porque la boca sólo sirve para comer y no para comunicar. Entonces, como en There Will Be Blood, seremos finalmente dominados por el destino que es la técnica.