Sunday, November 25, 2007

Yo no estoy allí


[Para el Juntacadáveres, quien siempre me hace pensar en cómo uno puede desatender la ley de la física que dice que uno no puede estar en dos lugares a la vez]

Han sido días extraños, pero a diferencia de otros también muy excéntricos, éstos han estado sobrecargados de ocupaciones y no ha sido el letargo permanente su rasgo definitorio. Retomo el ejercicio físico; vuelvo a la tranquilidad para aceptar que tengo que tener paciencia para soportar un trabajo que empieza a fastidiarme; vuelvo a escribir por placer, sobre aquello de lo que no tengo certezas definitivas, pero que me emociona más que el pequeño sector de la realidad por el que puedo moverme con comodidad; recupero la prudencia para evaluar cuáles son mis opciones si es que quiero dedicarme a lo que verdaderamente me gusta, a manejar mi tiempo de manera autónoma y poder decir, como la canción de Joaquín Sabina, que esta boca y todo lo que sale de ella son míos. La lectura de Martha Nussbaum (La fragilidad del bien) y de Yann Martel (Life of Pi) me han mantenido a flote más de lo que hubiera supuesto cuando me sitúe en la primera página de ambas obras. Mucho cine para un solo fin de semana, quizá demasiado: una película rumana terrible y hermosa sobre las consecuencias de la dictadura para la intimidad (4 meses, tres semenas, 2 días); otra húngara acerca de lo que significa vivir en una "zona gris" al interior de un campo de concentración (Los falsificadores), una más de Estados Unidos y construida alrededor de la fascinación por la música de The Beatles (A través del universo). No he cambiado mucho y, sin embargo, creo que entiendo un poco más el motivo de esa ausencia de ganas de quemar mis propias naves. No he logrado reconciliarme conmigo mismo y, no obstante, creo que soy un poco menos injusto respecto de mi persona que antes.

Y ahora me encuentro escuchando la banda sonora de la nueva película de Todd Haynes, I'm not there, en la que Eddie Veder, Cat Power, Antony and the Johnsons, Stephen Malkmus y Yo la tengo, entre otros, reinterpretan las canciones de Bob Dylan. Allí está la música del maestro Dylan -a quien alguien muy entusiasta y sensato propuso candidato para recibir el Premio Nóbel de Literatura. Es curioso, pero como Dylan en su película, en este momento yo puedo decir que, no obstante que soy quien ha vivido todas estas cosas excesivas, no estoy del todo parado en ese lugar en el que efectivamente me encuentro... I'm not there: una buena frase para defender y continuar el proceso siempre inconcluso de descubrir hasta dónde puedo llegar con lo que tengo en las manos, los bolsillos y la cabeza. No estoy allí, aunque mi esqueleto sea el mismo que soporta los movimientos erróneos y torpes de mis brazos. No estoy allí, aunque mi cerebro tenga, en ocasiones, demasiada condescendencia hacía mí mismo. Y, aunque no esté allí, sigo escuchando a Bob Dylan y pensando que hay muchas cosas que vale la pena esperar del futuro, entre ellas la visión de la nueva película de Todd Haynes...

Friday, November 23, 2007

Last Night

[Para Arizbet, porque seguramente escucharemos juntos el nuevo disco de Moby]

Para mí y si me pongo a hacer comparaciones, la noche de anoche fue mejor que otras, pero quizá también un poco sosa si hago memoria de aquéllas que han sido mis mejores veladas. Volver la mirada atrás, para hacer cuentas de lo que se ganó y se perdió la noche anterior, puede ser un ejercicio muy duro. Uno puede acabar diciendo: "¡No va más!", como Isabelle Hupert en la película del mismo título, sobre una pareja de apostadores compulsivos con profundas cuitas existenciales, en que la dirigió (una vez más) Claude Chabrol. Pero también es cierto que siempre cabe hacer apuestas "cuando la suerte ya está echada", tal y como gustaba decir Hannah Arendt a propósito de la incertidumbre que le provocaban las coyunturas políticas.

La noche de hoy es un recuerdo cuando ya se está en la noche de mañana. ¿Cuántos segundos caben en un minuto que se quiere extender indefinidamente, si la noche nos ha traído suerte? ¿Cuántos minutos le sobran a una hora que nos separa de rozar con los dedos aquello que imaginamos como la paz mental? ¿Cuántos segundos le sobran a un minuto que se desliza pesadamente por una noche que desearíamos no haber vivido? No lo sé... Pero quizá el Sr. Richard Melville Hall III si lo sepa, y por eso haya titulado a su próximo album "Last Night"... Una estupenda noticia para mí, que Moby por fin haya dejado un poco la comodidad y el placer que definen sus noches neoyorkinas y se haya puesto a trabajar en música nueva.

De acuerdo con Moby, Last Night es "una grabación más bailable y electrónica que los últimos discos, probablemente como resultado de todo el trabajo que he hecho como DJ últimamente. Y cuenta con muy interesantes invitados en las vocales. Mi favorito es el rapero que aparece en 'I love to move in here'. Se llama Granmaster Caz, y y fue uno de los creadores de 'Rappers Delight'. Él ha estado creando desde 1975, y estoy verdaderamente feliz de contar con él para mi disco"


Wednesday, November 14, 2007

Con un amigo como Patrice…



[Para Monsieur David, quien seguro sabe ser un mejor amigo de primera]


Cuando me preguntan qué género de películas me gusta más que otros, nunca se la respuesta precisa. Dependiendo del momento, puedo elegir el melodrama estadounidense de la época de 1950, la comedia humanista a la Frank Capra o ese género que resulta cuando la historia se reduce al mínimo –como en Luz silenciosa o El cielo dividido– y sólo queda lugar para el lenguaje del cine en estado puro, explorándose la subjetividad y su relación con el tiempo que transcurre y nos modifica de manera gradual, como la arenilla que se desprende de la piedra hasta hacerla desaparecer. Pero, pensando mejor la pregunta, creo que el género cinematográfico que más me gusta es aquel donde dos personajes radicalmente opuestos, al entrar en contacto, acaban modificando su existencia –ampliando los límites de su mundo– y disolviendo su cinismo respecto de la posibilidad de salir del aislamiento. Tal vez este género ni siquiera exista como tal, pero películas como las de Mike Leigh –Secretos y mentiras– o las de Paul Thomas Anderson –Punch Drunk Love– son una muestra de esa idea a la que me refiero: de la manera en que, a partir del acercamiento entre dos personas diferentes, surge una relación, desencantada y frágil si se quiere, pero de la que se desprende una especie de solidaridad, que es lo que distingue los espacios auténticamente humanos de aquellos donde priva la ley de la selva.

Si hay un cineasta que haya explorado el momento improbable y misterioso en que dos personas se descubren, y el subsiguiente surgimiento de la simpatía y el deseo de descubrirse ante esos ojos ajenos que uno empieza a sentir como propios, ese es el francés Patrice Leconte. Lo ha hecho a través de más de veinte películas que son inclasificables e irreductibles a una lectura exclusivamente genérica. Leconte ha explorado la comedia –Tango–, la pieza –Íntimos desconocidos–, el cine negro –El hombre del tren–, la reflexión histórica sobre el pasado para alumbrar algún elemento del presente –Ridículo– o el drama existencial –El marido de la peluquera. Todavía no sé si sea justo etiquetar estas obras –orgánicas y chispeantes como el humor siempre lúcido de Leconte, que se inició en un grupo de improvisación en los cafés de París– de esta manera, porque etiquetar cualquier cosa es suponer que la conocemos perfectamente para descubrirla en lo fundamental. Porque cada nueva visión de una obra de Leconte, revela gestos en los personajes que habían pasado inadvertidos la primera vez –como la mirada de dulzura amarga de Matilde en El marido… o la de compasión orgullosa de la otra Matilde de Leconte, la que interpreta Judith Godreche en Ridículo. En cualquier caso, cada nueva mirada sobre una película conocida de Leconte sedimenta una nueva capa de emociones e interpretaciones, pero siempre permanece allí, intacto y en el centro, el eterno tema del cineasta francés: la aproximación que, desde posiciones antitéticas, ensayan, fracasan y vuelven a intentar, dos personajes a quienes Leconte encuentra abatidos al inicio de su narración.

Mi mejor amigo
, la más reciente película de Leconte hasta que su imaginación le insufle deseos de escribir y filmar de nuevo, es una nueva mirada sobre el eterno problema de la solidaridad humana y de cómo allí donde es más necesaria –en medio del cinismo más desencantado– se vuelve más difícil de enraizar. Leconte, como siempre, se aparta del naturalismo o del realismo. Él no quiere narrar desde una perspectiva psicologista, ni explicarnos por qué uno u otro personaje toman tal o cual decisión. Su objetivo es menos pretencioso, pero acaso más difícil de lograr: como Esopo, escoge el género de la fábula y narra, con pocos personajes, y poniendo atención en el diálogo y en los intercambios verbales, lo que podría denominarse como una breve película sobre la amistad. Francois Coste (el gran Daniel Auteil) es un corredor de arte, súbitamente fascinado por una vasija griega fabricada para celebrar la amistad entre dos hombres y la promesa de uno de llenar con lágrimas la propia vasija tras la muerte del otro. Francois, solitario y expulsado de todos los círculos sociales que no impliquen una relación laboral, será retado por su socia para encontrar a fin de mes a alguien que pueda decir con toda propiedad que es su mejor amigo. De manera torpe, Francois se embarca en una reflexión sobre el significado de tener un mejor amigo, alguien que se sacrificaría sin más por uno, a quien no se le tendrían que explicar los chistes de los que nadie más que él se ríe, una persona que es capaz de cuidar las cosas más queridas por nosotros como si fueran de su propiedad. Y en el camino se encuentra con Bruno, un taxista de buen corazón a quien Francois identifica como una persona naturalmente simpática, es decir, lo opuesto de él mismo. De su relación con Bruno, Francois encontrará que un mejor amigo es inclasificable e indefinible, pero vital como la propia respiración. No me atrevería a decir más sobre la película de Leconte, tan deliciosa y breve como la cubierta de la créme bruleé, y tan incisiva y agradable como una fábula de Esopo. Sólo diré que me hubiera encantado verla en compañía de mi mejor amigo, a no ser porque a él el trabajo lo tiene secuestrado.