Estos días se han estrenado en la Ciudad de México muchas películas, si no de producción mexicana, si facturadas por cineastas mexicanos. Hace unos días “La virgen de la lujuria” sólo resistió la semana de rigor en cartelera. “Efectos secundarios” afortunadamente sigue en los cines, demostrando una inusual capacidad de comunicarse con el público. “Las vueltas del citrillo”, del gran Felipe Cazals, llegó con quince copias que pagó una sociedad cooperativa formada por algunos de sus actores. “Babel” y “El laberinto del fauno” no tendrán problemas para continuar en cartelera, no tanto por sus valores estéticos, sino por todo el aparato publicitario que tienen detrás. Frente a estas propuestas dispares y producto más del esfuerzo individual que de circunstancias económicas y culturales favorables, ¿qué decir del estado de salud del cine mexicano?
Wittgenstein decía que el lenguaje es como una ciudad que ha crecido desordenadamente: podemos reconocer una plaza central a partir de la cual fue extendiéndose hacia la periferia, y vemos cómo los vecindarios definidos por la arquitectura de una época van siendo tomados por estilos nuevos o, incluso, por la ruina y la convivencia promiscua de referencias culturales diversas. Pero no se puede detener el avance de la ciudad. Una ciudad es muchas ciudades, con edificios construidos sobre las ruinas de vecindades o cantinas. Y eso no significa que exista una suerte de ciudad arquetípica, a la que el paso del tiempo simplemente se encargaría de arruinar. Así es el cine mexicano. Entre los tótems que significaron Fernando de Fuentes o el “Indio” Fernández”, se instaló un templo herético en el que Buñuel oficiaba. Después, este templo fue remodelado por gente como Cazals, Ripstein o Jaime Humberto Hermosillo, para que pudiera ser habitable por sus propias y personales obsesiones. Con el cambio de siglo, muchas nuevas habitaciones se han construido en esta ciudad, que ya es indiferenciable de las imágenes que la han capturado en el cine.
Hace más de diez años, el gobierno fabricó una etiqueta, la del “nuevo cine mexicano”, para agrupar a cineastas que tenían en común un deseo por reactivar la industria nacional al margen de la burocracia y la censura. Hubo muchas propuestas interesantes, otras no tanto, e incluso algunas francamente fallidas. Alfonso Arau maquiló el éxito internacional de “Como agua para chocolate”. Otro Alfonso, éste de apellido Cuarón, tuvo la audacia de tratar en clave de comedia el tema del VIH/SIDA, y se preocupó por darle a “Sólo con tu pareja” una factura técnica inusual en aquella época. Dana Rotberg, que sólo realizó una película más después, hizo “Ángel de fuego” y exploró el tema del sincretismo religioso en clave paródica. El hoy mundialmente reconocido Guillermo del Toro filmó “Cronos”, reviviendo el género del cine fantástico que tanto arraigo tuvo en México en la década de 1970. María Novaro filmó en “Danzón” la educación sentimental de una generación que creció en los salones de baile. Muchos de estos jóvenes cineastas nunca volvieron a filmar. Los veteranos, contra viento y marea, continúan esforzándose por hacer cine en un país donde cualquier muestra de creatividad lo vuelve a uno sospechoso de disidencia.
Una evaluación de los años recientes no nos deja un saldo tan interesante como el de este “nuevo cine mexicano”. Una devaluación monetaria de por medio, la conversión del boleto de cine en un artículo de lujo y la falta de una política cultural responsable durante los últimos dos sexenios, han hecho sus estragos en el cine. Sin embargo, el cine mexicano sigue vivo, aunque su salud no sea la mejor. En los últimos años he sentido curiosidad por seguir la trayectoria de cineastas debutantes como Julián Hernández (“Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor”), Iván González Dueñas (“Adán y Eva, todavía”), Fernando Eimbcke (“Temporada de patos”, por mucho, la mejor película mexicana de los último años), Jorge Aguilera (“Seres humanos”, injustamente desapercibida), Ignacio Ortiz (“Cuento de hadas para dormir cocodrilos”) o Juan Carlos Martín (“Gabriel Orozco”). Mientras la mayor parte de la ciudad, para continuar con la metáfora de Wittgenstein, se cae a pedazos y se anegan sus calles, hay algunos espacios cuya lozanía puede permitirnos soñar que no todo está perdido. Aunque la savia ya no corra tan fluidamente por sus venas, el árbol del cine mexicano sigue produciendo retoños. Aunque el corazón ya no bombee con la misma fuerza, si rascamos un poco la piel, nos encontraremos con sangre tan roja como la de las mejores épocas.
Ante la falta de recursos económicos suficientes, los cineastas han tenido que hacer acopio de ingenio para seguir contando sus historias de una manera original. La teoría francesa del cine de autor acuñada en la década de 1960, señalaba que el sello de un director en su película debía ser tan reconocible como su propia caligrafía. Por eso es que la actitud de Hermosillo sigue siendo heroica, ahora que ha descubierto el video digital de alta definición y ha declarado tener tantas ganas de experimentar como en su juventud, pues ya no se enfrenta a la presión de la taquilla y el presupuesto. Pero aunque el formato sea digital, Hermosillo y sus temas recurrentes siempre serán los mismos. Por su parte, Fernando Eimbcke hizo un ejercicio de sensatez para pensar qué tipo de película se podía hacer en un país como México en estos días, cuando son muy pocos los que se atreven a experimentar el cine que no venga de Estados Unidos. El resultado fue “Temporada de patos”, crónica existencial de un domingo por la tarde en Tlatelolco, filmada en blanco y negro, con pocas locaciones y un guión de hierro en su estructura narrativa y la definición de sus personajes. Frente a propuestas como la de Hermosillo y Eimbcke cabe preguntarse si la salud del cine mexicano no reside tanto en la disposición de recursos económicos como en el ingenio necesario para sortear cualquier tipo de obstáculo.
“Sangre”, de Amat Escalante, me hizo repensar de nuevo lo que significa hacer cine en estos días, se sea mexicano o de cualquier otra nacionalidad. Se pueden tener los mejores presupuestos y a los actores más eficientes para interpretar un guión (allí está “Babel” y la presencia de Cate Blanchet para demostrarlo, o “Children of men” y la actuación de Julianne Moore), pero ¿cómo decir algo nuevo en el contexto de un arte que es demasiado joven, pero al mismo tiempo tan dependiente de las estructuras narrativas del siglo XIX? Amat Escalante, sin duda, lo hace. Escalante toma una historia anodina, la de un matrimonio que practica el sexo con la misma indiferencia que ve la televisión, coloca en su centro dramático el suicidio de uno de los personajes, para concluir su narración sin explicar nada más de lo que muestra en pantalla. Los personajes no expresan gran cosa con la mirada o los diálogos y, sin embargo, sabemos que están plenos de emociones y de cosas no dichas. Sabemos que si no lloran o se desgarran, no es porque no tengan nada que decir, sino al contrario: precisamente, viven en contextos que los obligan a despersonalizarse y anular su individualidad para seguir funcionando y ganar el pan de cada día. Y, sin embargo, la mirada no es sociológica, ni Escalante reduce el aplanamiento emocional de sus personajes a una carencia de recursos. La obra es tan compleja como molesta. La película tiene momentos hilarantes y, al mismo tiempo, hace que uno desvíe la atención de la pantalla para no seguir siendo partícipe de ese horror cotidiano que conocemos tan bien de primera mano. Los actores son inexpresivos si se los compara con Jack Nicholson o Meryl Streep, pero después de ver la película creo que ellos y no otros poseen lo rostros adecuados para contar esta historia.
Escalante es discípulo de Carlos Reygadas, y aunque sus visiones del cine se parecen mucho, el primero se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que el segundo sólo enuncia de manera incompleta. Escribo sin saber exactamente si “Sangre” es una gran película o una tomadura de pelo. Algo me dice que no es ninguna de las dos cosas, pero indudablemente sé que tiene una vitalidad y fuerza expresiva de la que la mayor parte del cine mexicano carece. Porque el árbol sigue sangrando, aunque pensemos que el corazón se ha secado…
Wittgenstein decía que el lenguaje es como una ciudad que ha crecido desordenadamente: podemos reconocer una plaza central a partir de la cual fue extendiéndose hacia la periferia, y vemos cómo los vecindarios definidos por la arquitectura de una época van siendo tomados por estilos nuevos o, incluso, por la ruina y la convivencia promiscua de referencias culturales diversas. Pero no se puede detener el avance de la ciudad. Una ciudad es muchas ciudades, con edificios construidos sobre las ruinas de vecindades o cantinas. Y eso no significa que exista una suerte de ciudad arquetípica, a la que el paso del tiempo simplemente se encargaría de arruinar. Así es el cine mexicano. Entre los tótems que significaron Fernando de Fuentes o el “Indio” Fernández”, se instaló un templo herético en el que Buñuel oficiaba. Después, este templo fue remodelado por gente como Cazals, Ripstein o Jaime Humberto Hermosillo, para que pudiera ser habitable por sus propias y personales obsesiones. Con el cambio de siglo, muchas nuevas habitaciones se han construido en esta ciudad, que ya es indiferenciable de las imágenes que la han capturado en el cine.
Hace más de diez años, el gobierno fabricó una etiqueta, la del “nuevo cine mexicano”, para agrupar a cineastas que tenían en común un deseo por reactivar la industria nacional al margen de la burocracia y la censura. Hubo muchas propuestas interesantes, otras no tanto, e incluso algunas francamente fallidas. Alfonso Arau maquiló el éxito internacional de “Como agua para chocolate”. Otro Alfonso, éste de apellido Cuarón, tuvo la audacia de tratar en clave de comedia el tema del VIH/SIDA, y se preocupó por darle a “Sólo con tu pareja” una factura técnica inusual en aquella época. Dana Rotberg, que sólo realizó una película más después, hizo “Ángel de fuego” y exploró el tema del sincretismo religioso en clave paródica. El hoy mundialmente reconocido Guillermo del Toro filmó “Cronos”, reviviendo el género del cine fantástico que tanto arraigo tuvo en México en la década de 1970. María Novaro filmó en “Danzón” la educación sentimental de una generación que creció en los salones de baile. Muchos de estos jóvenes cineastas nunca volvieron a filmar. Los veteranos, contra viento y marea, continúan esforzándose por hacer cine en un país donde cualquier muestra de creatividad lo vuelve a uno sospechoso de disidencia.
Una evaluación de los años recientes no nos deja un saldo tan interesante como el de este “nuevo cine mexicano”. Una devaluación monetaria de por medio, la conversión del boleto de cine en un artículo de lujo y la falta de una política cultural responsable durante los últimos dos sexenios, han hecho sus estragos en el cine. Sin embargo, el cine mexicano sigue vivo, aunque su salud no sea la mejor. En los últimos años he sentido curiosidad por seguir la trayectoria de cineastas debutantes como Julián Hernández (“Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor”), Iván González Dueñas (“Adán y Eva, todavía”), Fernando Eimbcke (“Temporada de patos”, por mucho, la mejor película mexicana de los último años), Jorge Aguilera (“Seres humanos”, injustamente desapercibida), Ignacio Ortiz (“Cuento de hadas para dormir cocodrilos”) o Juan Carlos Martín (“Gabriel Orozco”). Mientras la mayor parte de la ciudad, para continuar con la metáfora de Wittgenstein, se cae a pedazos y se anegan sus calles, hay algunos espacios cuya lozanía puede permitirnos soñar que no todo está perdido. Aunque la savia ya no corra tan fluidamente por sus venas, el árbol del cine mexicano sigue produciendo retoños. Aunque el corazón ya no bombee con la misma fuerza, si rascamos un poco la piel, nos encontraremos con sangre tan roja como la de las mejores épocas.
Ante la falta de recursos económicos suficientes, los cineastas han tenido que hacer acopio de ingenio para seguir contando sus historias de una manera original. La teoría francesa del cine de autor acuñada en la década de 1960, señalaba que el sello de un director en su película debía ser tan reconocible como su propia caligrafía. Por eso es que la actitud de Hermosillo sigue siendo heroica, ahora que ha descubierto el video digital de alta definición y ha declarado tener tantas ganas de experimentar como en su juventud, pues ya no se enfrenta a la presión de la taquilla y el presupuesto. Pero aunque el formato sea digital, Hermosillo y sus temas recurrentes siempre serán los mismos. Por su parte, Fernando Eimbcke hizo un ejercicio de sensatez para pensar qué tipo de película se podía hacer en un país como México en estos días, cuando son muy pocos los que se atreven a experimentar el cine que no venga de Estados Unidos. El resultado fue “Temporada de patos”, crónica existencial de un domingo por la tarde en Tlatelolco, filmada en blanco y negro, con pocas locaciones y un guión de hierro en su estructura narrativa y la definición de sus personajes. Frente a propuestas como la de Hermosillo y Eimbcke cabe preguntarse si la salud del cine mexicano no reside tanto en la disposición de recursos económicos como en el ingenio necesario para sortear cualquier tipo de obstáculo.
“Sangre”, de Amat Escalante, me hizo repensar de nuevo lo que significa hacer cine en estos días, se sea mexicano o de cualquier otra nacionalidad. Se pueden tener los mejores presupuestos y a los actores más eficientes para interpretar un guión (allí está “Babel” y la presencia de Cate Blanchet para demostrarlo, o “Children of men” y la actuación de Julianne Moore), pero ¿cómo decir algo nuevo en el contexto de un arte que es demasiado joven, pero al mismo tiempo tan dependiente de las estructuras narrativas del siglo XIX? Amat Escalante, sin duda, lo hace. Escalante toma una historia anodina, la de un matrimonio que practica el sexo con la misma indiferencia que ve la televisión, coloca en su centro dramático el suicidio de uno de los personajes, para concluir su narración sin explicar nada más de lo que muestra en pantalla. Los personajes no expresan gran cosa con la mirada o los diálogos y, sin embargo, sabemos que están plenos de emociones y de cosas no dichas. Sabemos que si no lloran o se desgarran, no es porque no tengan nada que decir, sino al contrario: precisamente, viven en contextos que los obligan a despersonalizarse y anular su individualidad para seguir funcionando y ganar el pan de cada día. Y, sin embargo, la mirada no es sociológica, ni Escalante reduce el aplanamiento emocional de sus personajes a una carencia de recursos. La obra es tan compleja como molesta. La película tiene momentos hilarantes y, al mismo tiempo, hace que uno desvíe la atención de la pantalla para no seguir siendo partícipe de ese horror cotidiano que conocemos tan bien de primera mano. Los actores son inexpresivos si se los compara con Jack Nicholson o Meryl Streep, pero después de ver la película creo que ellos y no otros poseen lo rostros adecuados para contar esta historia.
Escalante es discípulo de Carlos Reygadas, y aunque sus visiones del cine se parecen mucho, el primero se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que el segundo sólo enuncia de manera incompleta. Escribo sin saber exactamente si “Sangre” es una gran película o una tomadura de pelo. Algo me dice que no es ninguna de las dos cosas, pero indudablemente sé que tiene una vitalidad y fuerza expresiva de la que la mayor parte del cine mexicano carece. Porque el árbol sigue sangrando, aunque pensemos que el corazón se ha secado…
2 comments:
interesante lo que dices... aunque al final fue más bien un post sobre el cine mexicano... y sobre 'Sangre'... pues yo la sigo pensando...
Si, me gusta ver cine mexicano, y eso que considero no tener nada de nacionalista... Seguiremos pensando sobre "Sangre"... Un abrazo
Post a Comment