
En el año de 1975, unos meses antes de morir, Hannah Arendt –la filósofa alemana de la política que siempre rehúso ser considerada como filósofa de la política– recibió del gobierno danés el Premio Sonning, por lo que éste denominó “una contribución significativa a la cultura europea”. En el pasado reciente, el gobierno danés había distinguido con este reconocimiento a personajes de la estatura de Niels Bohr, Winston Churchill, Bertrand Russell o Albert Schweitzer; después de Arendt, Dario Fo, Simone de Beauvoir, Jürgen Habermas o Krzysztof Kieslowski también fueron acreedores de este premio.
Desde 1950, la Universidad de Copenhague otorga este reconocimiento a quienes contribuyen, desde una posición específicamente europea, a realizar el ideal de humanidad y solidaridad mundial que el escritor Carl Johan Sonning tanto se afanó en discutir en sus escritos. Sonning sabía que cualquier intento de amar a la humanidad se enfrenta con el dilema de amar a los seres humanos concretos, con los que se pueden sentir profundas afinidades, pero respecto de quienes es también posible descubrir el germen del conflicto. Para Sonning, la importancia de crear una cultura específicamente europea radicaba en la posibilidad de abrirla a todos aquellos que tuvieran algo relevante que decir para preservar este espacio de comunicación, en donde las personas fueran valoradas en función de sus argumentos y su capacidad para defenderlos públicamente, y no por su origen étnico o los privilegios derivados de la posición social. Sólo en el contexto de una cultura europea como esta, pensaba Sonning, cobraría cuerpo el ideal filosófico del cosmopolitanismo que a los políticos profesionales les parecía un rasgo supremo de ingenuidad; sólo en una cultura europea forjada a partir de los encuentros discursivos entre personas de todas las nacionalidades, el ideal de humanidad sería posible, si por éste se entiende no la anulación de las diferencias entre las personas, sino la creación de un vínculo solidario entre ellas a través del reconocimiento de la mutua dependencia y el riesgo compartido que significa abdicar de la responsabilidad de preservar ese medio cultural común. No es gratuito que Arendt haya recibido el Premio Sonning, pues ella siempre se preocupó por articular una reflexión en torno a la pregunta que tanto preocupaba a Carl Johan Sonning, es decir: ¿cómo vivir en un mundo que se comparte con otras personas y, al mismo tiempo, hacernos responsable de ese mundo común sin que desaparezca la individualidad que nos define como seres políticos?
En su discurso de aceptación del Premio Sonning, Arendt, tan reacia a hablar de sí misma frente a los demás, no dejó de mostrar su extrañeza al ser reconocida por su contribución a la cultura europea, precisamente porque ella emigró de manera forzada hacia Estados Unidos, cuando en Europa la mayor parte de sus habitantes suspendieron la capacidad de juzgar y se convirtieron en cómplices de los crímenes totalitarios dirigidos sobre quienes, como ella misma, eran judíos. No obstante, a diferencia de muchos de sus compañeros de exilio que aprendieron el idioma y se esforzaron por olvidar el motivo de su estancia en Estados Unidos, Arendt sabía que no habría constatado la vitalidad política la república estadounidense, si no hubiera sido lo suficientemente perceptiva de la tragedia que se aproximaba, como para huir antes de que fuera imposible. Arendt sabía que la acción libre de ciertos seres humanos había producido enclaves de destrucción y violencia como los campos de concentración; pero también sabía que parte de la cultura europea en cuyo nombre la honraban con el Premio Sonning, tenía que ver con toda una serie de personajes –Walter Benjamin, Rosa Luxemburg, Karl Jaspers, entre otros– que también ejercieron libremente su capacidad de acción y de juicio, pero en este caso para resistirse a observar la política desde la óptica que define la racionalidad instrumental.
Para Arendt, Dinamarca, el país donde se le concedió el Premio Sonning, siempre estuvo ligado en su memoria a la particular forma de resistencia que su pueblo adoptó ante el nazismo. En Dinamarca, existían los mismos grupos humanos desplazados, el mismo antisemitismo y los mismos sentimientos de tribalismo étnico que en otras naciones europeas, sólo que el Estado danés decidió dar a los judíos la misma protección que a los nativos. Por ello, cuando el gobierno alemán reclamó los bienes y la vida de los judíos que se habían refugiado en Dinamarca, el gobierno encabezado por el rey Cristian X replicó que estas personas no eran más ciudadanos alemanes, sino que ahora contaban con la protección plena de las leyes danesas y, por tanto, serían defendidos como cualquier ciudadano nativo. En opinión de Arendt, lo más destacable de las acciones de resistencia de los daneses, es que éstas inspiraron una creciente discusión sobre las implicaciones de la ciudadanía y la inmoralidad de la política de terror del Tercer Reich. El resultado, que tanto celebró Arendt a lo largo de su obra, fue la activación de un espacio público rebosante de luz crítica y depurado de la ideología totalitaria.
El discurso de Arendt en ocasión del Premio Sonning concluye con una reflexión sobre el carácter del intelectual en el mundo postotalitario. Arendt se preguntaba si el filósofo profesional, quien ejerce sus facultades mentales en solitario y alejado de los otros seres humanos, efectivamente puede convertirse en una figura pública, es decir, si su trabajo implica un interés por el mundo que sea suficiente para convertirlo en un ciudadano responsable. A Arendt le resultaba evidente que la tradición del pensamiento occidental siempre despreció el dominio de la política, por considerarlo el espacio donde se manifiesta por excelencia la irracionalidad. La actividad del pensamiento, de la que el filósofo parece tener el monopolio, se ha pensado siempre como una forma de huir del mundo y deshacerse de sus distracciones sensibles, con el objetivo de comprender la verdadera esencia de todas las cosas. Por eso Platón, en su diálogo Fedón, se refirió a la filosofía como un ensayo para la muerte, y a los filósofos auténticos los describió con un color de piel “como el de los muertos”. Pero, para Arendt, esta deliberada enemistad entre el filósofo y el político no implica la imposibilidad del primero para reflexionar, en tanto ciudadano, en torno a los asuntos de la política, aunque nunca se haya implicado en éstos de manera directa. Finalmente, fue por ese interés en el mundo y la comunicación que Arendt recuperó a Kant y a Jaspers, filósofos profesionales en toda la extensión de la palabra.
A la propia Arendt le resultaba curioso el hecho de que, siendo ella una pensadora que sólo ocasionalmente se involucró en los actos políticos del movimiento sionista en su juventud en Alemania, su reflexión política –que siempre se negó a caracterizar como filosófica– la hubiera convertido en una figura pública. Para aproximarse al significado público de la actividad del intelectual, Arendt se remite al término latino persona, el cual era empleado para referirse a la máscara que se colocaban los actores en el escenario teatral para representar un personaje. Literalmente, a través de la máscara, que poseía una abertura para que la voz se escuchara (persona equivale a per-sonare), las personas podían hacer que los demás se enteraran de los pensamientos y las motivaciones del personaje que les tocaba representar. Sin la máscara, el actor no podía constituirse en el centro de la atención del espectador. Una vez fuera del escenario, el actor se despojaba de su máscara y se convertía de nuevo en un individuo privado sin nada que decir a sus semejantes.
Aunque actualmente el teatro se actúa sin máscaras, todavía las personas aparecen en público revestidos de sus opiniones y discursos, que son las únicas formas de presentación por las que podemos juzgarlas como seres responsables o irresponsables en términos políticos. Arendt sabía, como Kant, que el corazón de los seres humanos es insondable para los mortales y que sólo la omnisciencia divina podría escudriñarlo en plenitud. A los mortales comunes, sólo se nos puede conocer por nuestros actos y discursos. No obstante, existen ciertas épocas históricas, con sus particulares crisis y perplejidades, en las que individuos comunes y corrientes, con sus opiniones, son erigidos como figuras públicas, para que sus palabras puedan ser oídas en el espacio público. En el caso de Arendt, carente de cualquier poder y sólo armada con sus polémicos puntos de vista sobre la política, se vuelve sintomático de un tiempo crítico respecto de la construcción de una cultura política incluyente, que sus reflexiones sobre el espacio público y la luz metafórica que éste irradia sobre los ciudadanos se hayan convertido en la razón de que a ella se le haya concedido una máscara temporal para hablar ante los demás seres humanos. Porque, de acuerdo con ella misma, la filosofía “es un asunto solitario, y sólo parece natural que la necesidad de ella surja en tiempos de transición, cuando los seres humanos no pueden confiar más en la estabilidad del mundo y en su papel en éste; y cuando la cuestión relativa a las condiciones generales de la existencia humana, que en cuanto tales son propiamente inherentes a la aparición del hombre sobre la tierra, ganan una urgencia inusual. Hegel podría haber tenido razón: ‘El buho de Minerva despliega sus alas sólo cuando ha caído la tarde’ [...] Este ocaso, el oscurecimiento de la escena pública, no obstante, no tiene lugar en silencio de ningún modo”.
[El día de ayer, este texto fue leído como presentación en el examen de maestría que sustenté para defender mi tesis, finalmente concluida y titulada "Hannah Arendt y las tareas del juicio político en una época postotalitaria". Allí agradecí a todos quienes con sus opiniones contribuyeron a moldear esta reflexión. Ahora, quiero hacer lo mismo con los visitantes frecuentes de este espacio, quienes me descubrieron cómo se observa el mundo desde una perspectiva diferente a la propia y cómo este intercambio dialógico es parte de la bendición de vivir en un mundo plural. Gracias a todos]