
Cuando empezamos a asistir a la escuela, casi siempre en contra de nuestra voluntad, una manera de reducir la ansiedad es hacernos de un mejor amigo, de un chico o chica que en adelante será el invitado de honor en cumpleaños y que se volverá el cómplice en todo tipo de fechorías. No es lo mismo encontrarse dinero en la calle para gastarlo en solitario, que hacerlo en compañía del mejor amigo. En este último caso, planear en compañía cómo gastar el dinero es casi tan placentero como el acto mismo de dilapidar la pequeña fortuna que cayó en nuestras manos por azar. No es lo mismo ser castigado por desatender la lección del profesor y ser confinado en la oficina del director para tener tiempo de reflexionar en solitario, que tener un cómplice para volver disfrutables esas horas de detención forzadas. Que el mejor amigo sea imaginario, no reduce el placer de la compañía ni vuelve menos divertida la hora del juego. Y es que, en ocasiones, es difícil encontrar compañeros de juego en el mundo real. A veces, somos tan diferentes al resto de la tribu, que nosotros tenemos que inventar el guión y los papeles que uno mismo y sus amigos imaginarios representarán.
Cuando los chicos solitarios crecen, la práctica de entablar conversaciones imaginarias con amigos que no son reales, no desaparece del todo. Platón, en el siglo V, puso en boca de su maestro Sócrates toda una teoría sobre la irrelevancia del mundo material y el valor de la verdadera existencia, que sólo podría observarse con los ojos del alma. Inaugurando la modernidad, Descartes hizo erradicar la certeza y la validez del conocimiento en una conversación que la conciencia establece consigo misma, para convencerse de la importancia de que exista Dios como garante de la estabilidad de las cosas que percibimos. Por su parte, ya en el siglo XX, Martin Heidegger gradualmente fue relegando al sujeto a la pasividad que significa una vida dedicada a escuchar los designios del ser –de la esencia permanente del mundo cambiante–, expresados a través del lenguaje poético. En la visión de la poesía del último Heidegger, el ser se expresa a través del lenguaje; y en relación con esta orgía de voces inmateriales que cantan la canción eterna, el ser humano es un mero címbalo que resuena. En todos estos casos, si el mundo se concibe como un lugar hostil para trabar relaciones duraderas de amistad, los chicos solitarios que fueron Platón, Descartes y Heidegger no dudaron en despreciar la falibilidad de los candidatos a mejores amigos, y se inventaron los suyos propios, a quienes no tenían que explicar las reglas del juego y a quienes no tenían que convencer, pues sus puntos de vista eran idénticos.
No es extraño, pues, que el mejor amigo que uno pueda encontrar para entablar un diálogo privilegiado, sea una entidad imaginaria. O, mejor aún, que ya esté muerto y, por tanto, podamos apropiarnos de su historia como se toma posesión de las leyendas de fantasmas del pueblo donde se ha nacido. Deambulando por la historia de la filosofía occidental a la caza de una mujer que le sirviera como ejemplo de una vida vivida con autenticidad, Hannah Arendt se encontró con Rahel Varnhagen y su salón literario berlinés del siglo XVIII. Por su parte, Sofía Coppola, espigando el caudal de narraciones para encontrar el argumento de lo que ella pensaba sería su segunda película, halló la biografía de María Antonieta escrita por Antonia Fraser, que la presentaba como una chica ingenua a quien las circunstancias colocaron una corona de joyas y oro que apenas podía sostener su frágil cuello.
Hannah Arendt y Rahel Varnhagen; Sofía Coppola y María Antonieta de Austria: aquí nos encontramos con dos relaciones imaginarias y privilegiadas que, desde la modernidad tardía, iniciaron dos chicas audaces en búsqueda de un espejo para contar parte de su propia historia. Si Hannah escogió a Rahel, es porque el proceso de reconstrucción de su condición judía le resultaba muy familiar. Si Sofía eligió a María Antonieta, es porque el estigma de frivolidad que la historia colocó sobre la malograda reina le hizo sospechar a la hija de quien alguna vez fue considerado el rey de Hollywood, que allí había una vida que merecía ser contada.
Contar la vida de Rahel Varnhagen, tal y como ella misma lo hubiera podido hacer, si desde el principio tuviera conciencia de la voz privilegiada que la naturaleza le dio para hablar: esa es la intención que Hannah confiesa al inicio de su biografía sobre la mujer en cuyo salón literario se gestó el culto a Goethe. Rahel no era rica ni era guapa, tampoco era ingeniosa ni destacaba por su capacidad para socializar. En el siglo XVIII todas estas faltas eran motivo suficiente para condenar a una mujer a vivir en la periferia, a ingresar a la vida pública sólo como motivo de chisme o de burla. Una mujer respetable tenía que ser discreta, atraer la atención de los hombres sin provocarlos en exceso; poseer un rostro armonioso que no despertara las bajas pasiones que los viajeros asociaban con las mujeres orientales; poseer la fortuna suficiente como para no tener que sudar para ganarse el pan. Rahel no era, en este sentido, una mujer respetable. Y, además, Rahel era judía y tenía un espíritu lo bastante inquieto como para no resignarse a ser sólo la esposa de un funcionario mediocre o de un comerciante oportunista.
Durante casi toda su vida, Rahel se esforzó por volver irrelevantes todos esos atributos que ella no había escogido –su judaísmo, su carencia de gracia, su falta de recursos económicos–, pero que le ganaban el desprecio de la sociedad burguesa en Berlín. Rahel quería reinventarse a sí misma pero, desde el punto de vista de Hannah, lo hizo de la manera equivocada al principio. Rahel intentó convertirse entonces al catolicismo, casarse con un oficial a quien no amaba pero que le garantizaba una renta decorosa; es decir, ella trató de esterilizarse de todos los rasgos que la sociedad despreciaba y que estaban presentes en ella. De ser una persona periférica, Rahel se volvió una arribista. Uso todos los convencionalismos sociales para disfrazarse y renegar de sí misma, y finalmente tuvo éxito. Rahel se volvió uno de ellos, y comenzó a censurar en otros las características –ser judío, no ser hermoso, ser pobre– que ella misma llevaba disimuladas bajo el maquillaje y los pesados ropajes. Para Hannah, lo irónico es que al tener éxito en ingresar a la sociedad que la despreciaba por ser lo que ella era sin remedio, Rahel se volvió más infeliz. Se dio cuenta de que en la corte todas las personas pensaban igual; que al interior de esa sociedad burguesa la iniciativa personal no tenía sentido; que convivir con las esposas convencionales de otros tantos burócratas grises no era la mitad de divertido que vivir en la periferia de la sociedad.
Puedo imaginarme a Hannah sonriente y satisfecha cuando escribió, al final de la biografía de Rahel, que ella llegó a decir en su lecho de muerte que ahora consideraba un tesoro aquello que en el pasado le parecía una maldición: ser una mujer judía, pobre y carente de atractivo. En esos últimos días Rahel recordaba los momentos de felicidad que tuvo en su pequeño salón literario de la Jägerstrasse. Allí, reunida con seres igual de marginales que ella, Rahel pudo ensayar un tipo de comunicación inusual en aquella época: las personas privadas, despojadas de todo poder, acudían al salón a discutir literatura y política, sabiendo que no tenían que complacer a nadie y que lo que allí decían no trascendería esas cuatro paredes. Por eso los amigos de Rahel podían observarse a sí mismos, a través de cartas y diarios, de manera lúdica. Por eso ellos pudieron leer sus propias vidas en los ojos de los otros asistentes al salón. Por eso ellos intentaron jugar con su subjetividad e imaginar formas de autocreación que les permitieran salvar el abismo que se tendía entre ellos y el mundo. Por eso, en la buhardilla de la Jägerstrasse, Rahel empezó a conocer el significado de la autenticidad para la existencia individual. Y por eso Arendt se sintió tan identificada con Rahel, y el hecho de que esta última llevara muerta 200 años cuando Hannah nació en Hannover, no le impidió convertirla en su mejor amiga y confidente.

Cuando una mujer se ha atrevido a asomar la cabeza a través de alguna ventana para tomar protagonismo en la historia, generalmente los hombres acaban cortándosela: así justifica Antonia Fraser su fascinación por las vidas de mujeres como María Antonieta o María de Escocia, a quienes la historia condenó y decapitó para saldar cuentas con un carácter dictaminado como frívolo, lujurioso e imprudente. Fraser emprendió la tarea de dar coherencia a las voces que desde diversas posiciones calificaban a María Antonieta como santa y como prostituta. Adicionalmente, Fraser adoptó una posición de maliciosa ingenuidad que le permitió comenzar su obra con la imagen de una adolescente asustada a las puertas de la frontera con Francia, y obligada a despojarse de todas sus pertenencias para convertirse en la esposa de un príncipe que no conocía y que desde ese momento reclamaba posesión sobre su vientre, para engendrar una dinastía que diera paz y prosperidad a Europa. La amistad imaginaria entre Sofía y María Antonieta tuvo su origen en la lectura que la primera hizo de la biografía escrita por Antonia Fraser, y que había sido recibida con indiferencia por el público francés. Sofía Coppola logró lo que ningún otro cineasta en los últimos años: conseguir el permiso del gobierno francés para filmar en Versalles, para reconstruir el lujo y la desfachatez del Antiguo Régimen y para hacer deambular en esos decorados a una corte de actores hollywoodenses cuyos rostros demasiado conocidos constituían la primera licencia que ella se tomaría para contar la vida de María Antonieta. A partir de ese momento, Sofía trató de apropiarse de las atmósferas de Versalles y de meterse en la piel de la reina decapitada, buscando en sus propias experiencias elementos para reconstruir un personaje con una permanente sensación de extranjería y de estar fuera de lugar, y a quien las circunstancias colocan en una posición de privilegio que no atenúa sus cuitas existenciales. En las manos de Sofía, María Antonieta podría ser una de las vírgenes suicidas, pero también una chica perdida en Tokio que intenta deshacerse de la incomodidad respecto de su propia existencia.
Sofía evita el juicio condenatorio de la frivolidad de la reina, no para disculparla de su irresponsabilidad –finalmente, ella acabará en manos de los revolucionarios franceses. Su propósito es ponerse en los zapatos de María Antonieta –como quien se calza unos cómodos y sofisticados Converse– para tratar de imaginar cómo se carga con la responsabilidad del mundo entero sobre los hombros, al tiempo que se va ganando gradual conciencia de que esto convierte al propio cuerpo en un objeto, quizá el más preciado de la corte, pero un objeto a fin de cuentas. La pérdida de la virginidad de la reina es vigilada de cerca por la corte. María Antonieta tendrá que aprender a cumplir con los rituales del vestido y a rendir honores a chicas que, como ella, tienen una tendencia fácil a extraviarse en los rituales del juego. La reina adolescente aprenderá que el amor carnal no tiene lugar en el lecho nupcial, y que si ella toma la iniciativa en el juego amoroso, el rey fácilmente podría despreciarla. María Antonieta aceptará que, en la escala social, una reina legítima y una concubina real tienen la misma función accesoria para la toma de decisiones. El rostro de María Antonieta –de Kirsten Dunst, hermosa e incrédula siempre del papel que Sofía le ha confiado– ensayará diversas formas de mantenerse plácido por fuera, y de contener las tormentas interiores que se desatan en su imaginación adolescente, excitada por el lujo y el exceso. Sofía hurga en la conciencia de su amiga y confidente imaginaria, y encuentra la sensación de reconocer en uno mismo las posibilidades de la libertad y la autonomía, pero también la facilidad con se puede naufragar si las fuerzas no están a la altura de las ambiciones. María Antonieta acabará reconociendo que el carácter sensible que desde pequeña fue cultivado en ella, sólo tendrá la posibilidad de expresarse como el éxtasis que resulta de contemplar el amanecer en Versalles, después de una noche de borrachera con otras aristócratas ricamente ataviadas y con sus propias tormentas interiores.
Sofía detiene su narración al momento de la fallida huída de Luis XVI y María Antonieta de Versalles. El rostro de la reina se muestra igual de curioso que al momento de arribar al palacio: sólo que ahora conoce la posición de vulnerabilidad a que sus juegos adolescentes en la corte la condujeron. De alguna manera, Sofía intuye que la reina ha dejado de ser inocente respecto de la medida de sus ambiciones. María Antonieta ahora sabe que su intento por construirse una subjetividad autónoma estaba destinado al fracaso desde el principio. Lo que sigue es la destrucción del lujo y el exceso que justificaban la existencia de vírgenes suicidas como María Antonieta y Madame Du Barry. Pero la mirada de Sofía ya está demasiado nublada por la melancolía como para asistir a la decapitación de su mejor amiga y confidente. El resto de la historia lo conocemos todos. Quizá sea mejor preservar el rostro hermoso y virginal de Kirsten Dunst, como una permanente marca de interrogación para las mujeres del futuro que buscan en el pasado a las compañeras imaginarias de juegos irreales.