
Uno de los más aventajados autonombrados hijos de Ian Curtis –y quizá a veces también uno de los más pretenciosos e impertinentes– es Paul Banks. Un buen día, este chico esmirriado de 32 años decidió que tenía derecho a cantar y rasgar la guitarra como el malogrado padre putativo. Desconociendo las advertencias de quienes le decían que la originalidad no era precisamente uno de los atributos de su música, que ésta se parecía demasiado a la que había creado el admirado padre, Banks creó a Interpol. Un par de discos, Turn On the Bright Lights y Antics, los colocaron en la cima de la fama y la fortuna. Y no pareció que tanta sombra, tanto canto desgarrado, conflictuara a Interpol con la luminosidad de los reflectores. No me imaginó a Curtis tan expuesto a la luz, sacado de su propia concha y obligado a hablar de los riesgos de soportar la fama.
Pero el hijo tiene la prerrogativa de asesinar al padre, y no sólo de manera simbólica, para hacerse un lugar en el mundo. El hijo tiene que encontrar una voz propia, que le permita hablar de su universo, a la medida de ese espacio que hará suyo por la fuerza. A veces la voz es más potente que la realidad que describe; en ocasiones, el canto se pierde en la inmensidad de un paisaje que no se puede abarcar con la mirada. Por eso la música necesita de la metáfora que, en palabras de Andrei Tarkovski, es el intento por reflejar el mundo entero en una gota de agua.
Si la música de Interpol es elocuente en algún aspecto, precisamente lo es en la composición de metáforas que son como dioramas de museo, donde los movimientos de los seres que los pueblan se han detenido para que los observemos con detenimiento, buscando los resortes de esos extraños rituales (a veces de apareamiento, otras de separación) que resultan a la vez tan extraños y tan familiares. Es en torno a la idea del tiempo congelado, de las intenciones contenidas, de las consecuencias no planeadas de los deseos más íntimos, que Interpol compuso su tercer disco, Our Love to Admire, presentado por su iconografía como un recorrido por un museo lúgubre de historia natural. Siempre estos lugares me han parecido fascinantes y atemorizantes a partes iguales: allí está el ciervo comiendo tranquilamente, mientras el predador lo observa a la distancia, conociendo el final lógico de la escena; también aparecen las crías del bisonte, felices de estar cerca de su madre y sin saber que no hay espacio ni recursos suficientes para que todos los hermanos sobrevivan; en una escena más puede verse a la grulla abriendo las alas para el vuelo, sin sospechar que el cielo es un falso decorado y que sus patas están fijadas con clavos a un estanque simulado.
De todas las canciones que integran Our Love to Admire, “Pace is the trick” es mi favorita. Se trata de una hermosa pieza –un diorama de museo con la sangre salpicando, congelada en plena caída– que se refiere, precisamente, a la difícil negociación de una tregua: la que ocurre en un campo minado al interior de un corazón lastimado. No es la paz de los estoicos, sino más bien la de los sepulcros: el tipo de quietud que uno anhela cuando está demasiado harto de tanto caos, de no poder controlarse uno mismo y olvidar que, a veces, es imposible remontar el vuelo sin desgarrarse las articulaciones que están fijas al suelo por la costumbre y la comodidad. Pero la paz de la que habla Interpol se parece mucho a la de estar muerto, a estar adormecido después de una lucha ardua con las cosas que queremos cambiar y no podemos, del miedo a volverse un autómata de respuesta inmediata. La paradoja es que la paz tiene sentido en contraste con lo vivo, con lo orgánico, con lo que no obedece reglas. Pueden ser más hermosos que la naturaleza misma esos paisajes artificiales de los museos, con animales disecados como los que aparecen en la portada de Our Love to Admire. Pero todo está muerto. Por eso todo es controlable: la pluma es lustrosa, el cuerno es imponente, el pelo se antoja acariciable. Cuando uno mismo se ha vuelto un ejemplar de museo –cuando el amor sólo existe allí para ser admirado por los visitantes ocasionales– hay que pensar de nuevo si esa es la paz que se anhelaba. Aunque la voz del hijo sea muy parecida a la del padre –y aunque los esfuerzos de Interpol por imitar a Joy Division estén destinados al fracaso– creo que “Pace is the trick” es una canción que vale mucho la pena, y que le gustara a todos quienes de niños entraban con iguales dosis de horror y curiosidad a los museos de historia natural…