Monday, July 30, 2007

Con las mejores intenciones


Para Immanuel Kant, una acción moralmente valiosa se define por la pureza de sus motivaciones, aunque el resultado diverja de lo planeado. De acuerdo con Kant, lo único que puede llamarse bueno con propiedad es una buena voluntad. En la Metafísica de las costumbres, como ejemplo de la diferencia entre una conducta auténticamente moral y otra que sólo lo aparenta, él cita el caso de un mercader que rebaja los precios de los productos que vende. Aunque el público consumidor se beneficiara por igual de su política de reducción de precios, Kant piensa que el elemento que permite definir la moralidad de la acción es sondear el corazón del comerciante para saber si éste actuó para ayudar a sus compradores –considerándolos como fines en sí mismos–, o si sólo lo hizo para golpear a sus competidores y lograr mejores ganancias –pensando a sus clientes como meros fines para lograr un beneficio personal. En el primer caso, la conducta es moral, mientras que en el segundo no lo es.

La ironía implícita en esta visión moral radica en que el propio Kant pensaba que sólo Dios, si existiera, podría sondear el corazón humano para descubrir las verdaderas motivaciones de la conducta. Sólo el ojo privilegiado del Creador podría evaporar la cobertura de buenas intenciones que recubre a los peores actos de los que somos capaces. En cambio, para nosotros, simples mortales con pasiones y defectos que nublan la objetividad de la visión, sólo es posible evaluar la moralidad de los actos humanos a partir de sus consecuencias. Quizá, el libro que Dios pudiera escribir con el recuento de nuestras mejores intenciones, podría titularse De la vida de las marionetas, y cada uno de sus capítulos anidaría el huevo de la serpiente entre sus páginas.

Ante el tribunal de la conciencia, uno bien puede alegar haber tenido las mejores intenciones, pero también es cierto que siempre es responsabilidad propia hacerse cargo de lo que uno a hecho o dejado de hacer. Una persona siempre es la máscara que porta en el escenario, pero también los motivos por los que ha elegido presentarse así en público. Tanto el asesino como el santo, frente al tribunal de la conciencia, acabarán alegando que actuaron en defensa propia, que siempre quisieron lo mejor para el mundo, aunque tuvieran que arrebatar la vida de alguien más o castigar su propio cuerpo para lograrlo. Las semillas de la culpa, como fresas silvestres, anidan en nuestro corazón, esperando el estímulo adecuado para germinar.

De este modo, entre las intenciones y los resultados de nuestras acciones parece tenderse un abismo imposible de superar, incluso cuando el tiempo haya llegado a su fin y el séptimo sello se haya abierto. Entre las mejores intenciones y las consecuencias más atroces, se levanta una muralla que nos enfrenta con el horror que anida en los sentimientos más nobles que podemos gestar. Quizá nadie como el cineasta sueco Ingmar Bergman haya explorado los lugares metafóricos en que se hunden estos abismos y se levantan estas murallas que separan a nuestras intenciones de las consecuencias de la conducta. Y quizá nadie como Bergman haya explorado con tal mirada de austeridad y rabia contenida, los desiertos lunares en que podemos convertir los espacios que compartimos con las personas que más queremos; quizá en la historia del cine sea inédita esa mirada constituida a partes de iguales de rigor moral y horror metafísico frente al vacío que esconden los rituales amorosos. Las escenas de cualquier matrimonio pueden ser tan estresantes como la música que produce un cuarteto de cuerdas mal acoplado, o tan dulces como una zarabanda ejecutada con la única persona que ha sobrevivido a los ensayos.

Por eso es que el cine de Bergman era tan placentero y doloroso a la vez. Por eso celebrábamos tanto la lucidez del cineasta sueco para bucear en las profundidades de un alma huma en estado líquido –incluso en un par de niños que podrían llamarse Fanny y Alexander–, aunque al final él nos entregará en las manos sólo piezas oxidadas que se asemejan a juguetes olvidados. Por todas estas razones, yo siempre esperaba con curiosidad una nueva obra de Bergman que iba descubriendo –película, novela, pieza teatral o drama para la televisión–, al tiempo que temía el nuevo golpe que nos iba a asestar a las vísceras.

Es muy difícil decir algo que no hayan dicho los demás sobre el conjunto de una obra como la de Bergman, coherente, austera, valiente, dispuesta al riesgo a cada paso; una filmografía que fue logrando con el tiempo una solvencia técnica que nunca era superficial y que, al contrario, le permitía plasmar con una belleza plástica muy extraña los paisajes en que transcurrían sus historias, como una extensión orgánica de las atormentadas almas de sus personajes. Como decía Godard, si el travelling debe asumirse como un asunto de moral, la cámara de Bergman siempre apuntaba hacía donde más incómoda se sentía su mirada, pero con tal lucidez que agradecíamos la intromisión en la medida que nos revelaba nuestras propias miserias y alegrías, nuestros propios gritos y susurros.

Quiero pensar que, por fin, el ojo inquieto de Bergman encontró la paz que da la muerte tras una vida preñada de cuitas existenciales y carente de respuestas definitivas. Por eso, sólo puedo dar las gracias a Bergman, quien asumió la tarea imposible de sondear el corazón humano como sólo lo podría haber hecho Dios: con benevolencia, con amor hacia la criatura fallida, pero también con la conciencia plena de que el horror anida en las mejores intenciones y en sus consecuencias más atroces.

Como experiencia personal, debo señalar que una de las enseñanzas que más me han calado del maestro sueco tiene que ver con Las mejores intenciones, película que Bergman escribió para que la dirigiera su discípulo y amigo Bille August, en 1992. Las mejores intenciones cuestiona los fundamentos de la teoría del cine de autor, pues aunque es una película dirigida por August, el resultado supura un espíritu bergmaniano por cada uno de los poros de sus personajes.

Precisamente, en Las mejores intenciones Bergman contaba la relación de sus padres hasta antes de su nacimiento. Bergman hurgó entre las ramas de su árbol genealógico, consultó los recuerdos de muchos de los testigos y, finalmente, imaginó el resto de la historia que escapaba entre sus manos. El padre, Henrik Bergman, era un estudiante de teología, pobre y con una familia que guardaba una relación parasitaria con él. Por su parte, la madre, Anna Akerblom, era una chica inteligente, proveniente de una familia de posición económica envidiable, que soñaba con construir un hogar que reprodujera el suyo propio. Henrik y Ana acabaron irremediablemente enamorados, con las mejores intenciones de construir una vida juntos, pero sin percatarse de que lo que ambos imaginan como la felicidad era totalmente distinto e, incluso, incompatible. En la historia de los padres de Bergman está presente el amor, existen unos deseos descomunales de compartir el resto de la vida, pero aun así es imposible derribar el muro entre las intenciones y las acciones de dos personas que son tan opuestas. Finalmente, el amor de Henrik por Anna hará que él se olvidé de sus sueños de dedicar su vida austera y de reflexión al servicio de Dios; y la pasión que Anna siente por Henrik la obligará a olvidarse del sueño de formar una familia que excluya de su seno cualquier tipo de desasosiego o inquietud existencial. Las mejores intenciones han dado origen a consecuencias atroces para Heinrik y Anna. El amor se revela como insuficiente para acallar los remordimientos de la conciencia individual, y sin embargo, Ingmar nacerá y crecerá en lo que él considerara a la larga como el mejor de los mundos posibles. Bergman concluye la narración sobre este amor que se mantiene a pesar de todo, incluidos los propios involucrados, señalando que uno puede ser su propio padre, la parte de la madre que le corresponde, pero que siempre es una posibilidad ser uno mismo. Padres, madres e hijos interpretamos –aunque no lo queramos– una misma sonata de otoño que se va transformando con el tiempo, desgastando sus notas para después, por razones misteriosas, recobrar la belleza original.

Es difícil describir la forma en que esta idea bergmaniana me ha permitido sobrevivir a través del tiempo, en un mundo que quisiera que fuera de otra manera, pero del que también me siento profundamente enamorado tal y como realmente es.
Podría ser mi padre, incluso mi madre, pero también podría ser yo mismo…

Saturday, July 14, 2007

Los talentos de Mr. Ripley


“Sentí un delicado reconocimiento cuando leí por primera vez la perturbadora historia de Tom Ripley, personaje creado por Patricia Highsmith para protagonizar una serie de novelas en las que el villano se sale con la suya, pero aun así, no puede escapar de la culpa. Con su nariz aplastada contra el vidrio de un mundo que ansía –pero del cual se siente excluido– Ripley me conmovió en algún punto, así como lo hizo con miles de lectores en la primera mitad del siglo XX. Creo que todos nosotros hemos conocido como es sentirse fuera de las cosas. Incluso podemos haber fingido ser alguien diferente, con el fin de triunfar o ser aceptados. Esta es una de las cosas que nos hacen humanos, y reconocerlo hace que lo veamos humano a Ripley.

“Esta perturbadora conexión con Tom Ripley, uno de los personajes más fascinantes de la ficción, así como la ansiedad de sentir que lo que a él le ocurre nos es familiar, al menos en nuestras pesadillas, me llevaron a realizar este filme. En él traté de explorar las trampas que nos tendemos a nosotros mismos, con ostentación y decepciones, para darnos cuenta de que es allí donde podríamos terminar, sin la segura cincha de la moralidad alrededor de nuestras cinturas. La novela es acerca de un hombre que comete asesinatos y no es atrapado. El filme parte de allí en un sentido crucial, para llegar a la conclusión de que eludir la responsabilidad no es lo mismo que eludir la justicia. No se puede ser impune. Ripley, siempre buscando en amor, amar y ser amado, sabotea la oportunidad del amor. Al aniquilarse a si mismo, al asumir una identidad ajena, Ripley se condena a no ser nunca libre de ser verdaderamente él mismo. Su pacto con el diablo consistió en preferir ser un falso alguien antes que un verdadero Don nadie.

“De esta forma, sus aventuras en Europa se convierten en un relato aleccionador, que describe los costos de abandonar la propia identidad, en pos de ser alguien que uno quisiera ser. Entramos en un mundo sin aire, claustrofóbico, junto a Tom Ripley. En la novela, su fría y dislocada perspectiva atrae al lector y lo convence de que aquello que objetivamente es un extremo, tiene un sentido perfecto en la cabeza de Ripley. Al realizar el filme, el desafío fue entusiasmar al público a comprometerse con el material, como yo lo hice cuando lo leí: habitar cada uno de los pasos en el viaje de Ripley hasta que, como un niño que en el mar se olvido de la marea, miramos atrás y nos damos cuenta de que estamos peligrosamente lejos de la costa. La historia esta contada por completo desde el punto de vista de Ripley, a tal punto que no hay escena en la que él esté ausente. Esto significa que el mundo que vemos en el filme es el mundo de Ripley; la lógica es la lógica de Ripley.

“Tom Ripley es como un niño que derrama jugo sobre el mantel y en el esfuerzo por ocultar su error voltea la tetera, estrella un plato, raya la mesa, le prende fuego y termina quemando la casa. En su mente, todo lo que hace surge de su amor por Dickie, por la vida de Dickie, por la buena vida, la amistad, la cultura y el dinero. En este sentido, ésta es también una historia de clases. A comienzos de la novela Ripley no planea matar a Dickie, sino todo lo contrario. La escena de la muerte de Dickie comienza con Ripley revelando la profundidad de sus sentimientos por Dickie, horriblemente mal calculados y cruelmente rechazados. Dickie muere en un rapto de ira, y es su propia capacidad de violencia la que exacerba el movimiento de vaivén de un remo, en una lucha por matar o morir.

“En el filme es un accidente que inadvertidamente le brinda a Ripley una oportunidad definitiva. Y, como suele ocurrir en esta historia, es una oportunidad que él mide tanto desde la vergüenza como desde el cálculo. Nadie en esta historia ve la verdad que está frente a si, debido a las distorsiones de los preconceptos propios. La relación de Herbert Greenleaf con Dickie es de una instancia crucial, en la cual el mecanismo del filme, de mentiras y huidas, depende la falta de fe que el padre tiene por su hijo, prejuicio que lo hace incapaz de ver la mano de Ripley en lo que ha ocurrido. Sólo Marge Sherwood, con un rol más sustancial que en la novela, posee un espíritu lo suficientemente ordenado como para recibir a Ripley y luego sospechar de él. Pero la confabulación de los hombres, un rasgo de la historia y de la época, la socava...”

[Así describía, hace ocho años, el cineasta estadounidense Anthony Minghella su fascinación por la serie de novelas de Patricia Highsmith protagonizadas por Tom Ripley. Minghella dirigió en 1999 una adaptación de la primera de estas novelas, El talentoso Sr. Ripley (también conocida como A pleno sol). La película de Minghella se tomaba muchas licencias respecto del original: la confusión derivada de los asesinato se empata con una exploración casi adolescente de la sexualidad de Ripley; la fascinación por el mundo de opulencia y lujo que Tom siente por Dickie termina conduciéndolo a un enamoramiento torpe en su forma de expresarse; se acentúa el resentimiento de clase que Tom siente por sus nuevos amigos, ricos pero vulgares e ingenuos respecto de la conciencia sobre sus propios talentos; al final, Minghella le da a Tom la oportunidad de ser feliz con alguien que lo comprende, pero él es incapaz de expandir los límites de su mundo para incluir a alguien más. Algunos de los cambios funcionan, otros no tanto. Pero lo interesante es que, a través de esas rebabas más que evidentes de la lectura que Minghella hizo de Highsmith, se transparenta la eterna pregunta sobre cómo volver a contar una historia que, al momento de descubrirse, se cree escrita para uno mismo como destinatario privilegiado. Decía Arturo Ripstein que la única forma de sacarse de la cabeza una historia que le comenzaba a obsesionar y a fascinar a partes iguales, era contándosela a alguien más. Por eso el sólo puedo estar en paz cuando filmó su versión de El coronel no tiene quien le escriba… Podría decir que la saga de Tom Ripley me gusta exactamente por las mismas razones que a Minghella, y sin embargo, siempre que le cuento a alguien fragmentos de las novelas de Patricia Highsmith, acabo disculpando al personaje de la misma forma que me gustaría que alguien me disculpará a mi por los errores cometidos. Es Tom Rimpley, de alguna forma soy yo, pero nunca se agotan las posibles lecturas ]

Friday, July 06, 2007

El último patriota americano


Ser patriota, y más específicamente un patriota americano, no es una etiqueta que uno se coloca para atraer las simpatías de otros ciudadanos de a pie. Más aún, llamarse un patriota americano, y no uno específicamente estadounidense, de inmediato trae a la mente una tendencia colonialista que parte de la premisa de que el continente entero es patrimonio de un solo país.

Un auténtico patriota americano gustaba considerarse en el siglo XVIII el presidente James Monroe, y por eso sentenció que América era para los americanos, lo que en las relaciones internacionales prácticas se ha traducido como que América es para los habitantes de los Estados Unidos de Norteamérica. Patriotas americanos también se consideran a sí mismos los integrantes del Ku Kux Klan, quienes defienden a sangre y fuego la pureza de su idea de nación y que tan molestos se sienten por aquellos rasgos de multiculturalidad que amenazan con fracturar la invulnerabilidad del país frente al mundo. Un caso paradójico de patriotismo es el de Alveda King, la sobrina del gran Marthin Luther King Jr., quien siempre ha declarado que la idea de nación que los afroamericanos habían luchado por ampliar hasta volverla más incluyente, no podía tolerar la equiparación de la lucha por las libertades de decisión sobre el propio cuerpo y la sexualidad, con la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos. Para todas estas personas, América es un territorio vasto y con un pasado rico en ejemplos de valor y coraje cívico, que naturalmente hace sentirse orgullosos a sus herederos. Pero también es cierto que América es motivo de tal inspiración patriótica para ciertos individuos, que ellos no consideran que esta idea de nación deba mancillarse con los desafíos que la modernidad trae consigo en materia de libertad de expresión, de derecho a decidir sobre el propio cuerpo y de la posibilidad de someter a crítica aquellas tradiciones que el conjunto de los ciudadanos consideran sagradas e intocables. Probablemente, en el fondo de sus corazones, estos patriotas saben que América es una entidad más imaginaria que real, pero también están dispuestos a defender que es esta idea lo que les ha permitido sobrevivir en el tiempo.

Si uno se puede dejar arrancar la piel para defender la idea del ser amado que se ha forjado, también es posible dejar las cuerdas vocales en la lona, desgarradas al tratar de cantar la grandeza de un país que, cada vez más, se parece a los decorados irreales de los parques temáticos de diversiones. Y aún así, cantando que el desierto real es más hermoso que el desierto metafórico en que los estadounidenses han convertido a su país, Sufjan Stevens se sigue considerando a sí mismo un patriota americano. Evocando con su voz dulce y tersa la confusión de los chicos que se enlistan en el ejército, no para defender su patria del enemigo extranjero, sino para huir de los hogares opresivos que no han sabido administrar padres que indudablemente los quieren, este niño de 32 años de edad y con un nombre extrañísimo –Sufjan–, sigue los mandatos de su religión cristiana, particularmente el deber de volver al mundo un lugar solidario en el que la gente se pueda sostener una a la otra en tiempos de crisis.


Sufjan es un patriota americano, un cristiano, un defensor del espíritu de la navidad, de los hogares con chimenea que arden mientras todos se reúnen a su alrededor, de los padres que son capaces de llorar frente a sus hijos y reconocer sus debilidades, y sin embargo, él no predica con ánimo de ganar adeptos a la causa. Su patriotismo es discreto, íntimo, cantado para animarse porque sabe muy bien que su idea de la América idílica, próspera e incluyente es permanentemente desmentida por el comportamiento de los americanos reales. Pero Sufjan no conoce el cinismo, o al menos trata de mantenerlo en su lugar, guardado para cuando los signos del naufragio venidero sean irrefutables. Sufjan es un tipo sincero, que canta su idea de América al mundo entero y no teme pasar por ingenuo. Al contrario, Sufjan cree que tendría que colocarse una careta falsa para negar la nostalgia que le provocan todas las cosas típicamente americanas que asocia con su hogar, con su estancia en la New School for Social Research en un programa de creación musical, con los amigos con quienes empezó a compone música cuando era adolescente y con la gente de su pequeña comunidad cristiana en Brooklyn.


En el año 2003, Sufjan comenzó su “Proyecto de los 50 estados”, con el que pretendía componer un disco conceptual a cada uno de las entidades de la Unión Americana como muestra de lealtad al espacio geográfico que el azar convirtió en su patria –en el hogar de todo y todos los que ama– ; un hogar que le provoca ternura, hilaridad y horror a partes iguales. Sufjan es muy joven. Él fue uno de esos chicos prodigio que desde temprana edad podía tocar varios de los instrumentos de una orquesta (el banjo, el piano, el corno inglés, la guitarra, el oboe). Y sin embargo, si le tomara un año cada nuevo álbum, podemos calcular que acabaría a los 80. Y quizá para entonces ya no exista país que defender. Pero los buenos patriotas saben que el objetivo de la expedición no es tanto el destino de llegada como el viaje en sí mismo. Odiseo lo sabía muy bien, y Sufjan también al iniciar este viaje por 50 regiones misteriosas que al final él espera lo conducirán a la anhelada Itaca, donde se servirán los mejores helados de vainilla el 4 de julio y donde será posible contemplar los fuegos artificiales en compañía de los amigos y familiares, de los vivos y los muertos.

La primera estación del proyecto patriótico de Sufjan fue Michigan, un disco que incluía odas la belleza extraña y no siempre evidente de ciudades como Flint y Detroit. De cierta manera, el Michigan de Sufjan es la contraparte del de las películas de Roger Moore: una tierra efectivamente devastada, pero donde la gente ha tenido que ensayar nuevas formas de solidaridad para lidiar con el infortunio, nuevas formas de pasar las tardes muertas sin caer en la locura ni perderse en la melancolía que resulta de evocar a los muertos y a quienes abandonaron el hogar para buscar una vida mejor. Y es que, en las canciones de Sufjan, la buena gente de Michigan no se resigna a ser el referente estadístico de lo que ocurre cuando la voracidad económica se hace con el control del país. Hay cierta grandeza en esos rostros hieráticos que aparecen en los versos que Sufjan compuso sobre Michigan, porque conocen de cerca el esplendor de la riqueza y el vértigo súbito de caer al vacío de la miseria. Y, sin embargo, la gente permanece allí, esperando que la epidemia de melancolía pase y puedan ellos reorganizar el paisaje de lo que alguna vez fueron hogares felices y completos. Los chicos y los no tan jóvenes de Michigan, a quienes Sufjan acompaña con su banjo en sus lamentos, siguen teniendo sueños de grandeza, aunque no sepan muy bien la ruta menos accidentada para hacerlos realidad.

Hasta ahora, la segunda y última estación del “Proyecto de los 50 estados” es (Come on feel the) Illinois, una amalgama de la imagineria popular que hace de Superman y los platillos voladores los referentes de la modernidad; la misma imagineria que convierte a la mafia y a los rascacielos a los que pueden añadírseles pisos hasta el infinito, en las muestras fehacientes de la iniciativa del americano promedio. Illinois, desde la óptica de Sufjan, es el espacio donde se construyen parques temáticos dedicados a la cultura de los indios y a los que, paradójicamente, los nativos de carne y hueso no pueden permitirse pagar la entrada. Allí todo está un poco enfermo y es muy ruidoso (“illy”-“noisy”). En este disco de Sufjan hay lugar para la épica de los obreros de la región del Rock River Valley; también hay espacio para la ironía sonriente hacia las costumbres puritanas que hacen que la gente enamorada tenga que resignarse a aburrirse eternamente bajo el yugo del matrimonio. Y eso que el propio Sufjan está felizmente casado.

Hasta el momento, Oregon, Rhode Islan, Minessota y California son los candidatos a las siguientes épicas del último patriota americano. Incluso, en alguna presentación reciente Sufjan ha presentado una canción dedicada al urbanista Robert Moses, quien le dio su rostro definitivo a la ciudad Nueva York. Particularmente, creo que el espíritu patriótico de Sufjan encontraría en Nueva York un espacio privilegiado. Allí la gente guarda una relación ambivalente, de amor y de odio con el hecho de ser estadounidenses. Incluso, muchos claman por una república independiente dentro de los Estados Unidos. El apoyo arrollador de Nueva York a los demócratas en la última elección presidencial fue muy evidente; y el resultado que inclinó la balanza a favor de los republicanos, dejó a muchos neyorquinos profundamente deprimidos. Quizá teniendo a Nueva York como inspiración, el patriotismo crítico, lúdico y tierno –nunca cínico– de Sufjan logre un nuevo color; quizá allí su voz suave, tersa e imperturbable, pueda contagiarse un poco de la locura que significa vivir en la ciudad más endemoniadamente cosmopolita del mundo.

Aunque, pensándolo bien, Rhode Island no es mala opción. Allí, en el territorio más pequeño de la Unión Americana, Sufjan Stevens podría encontrar nuevos sueños minúsculos para componer épicas orquestales sobre la resistencia del espíritu humano, no sólo del estadounidense.