Una de las aportaciones más interesantes de Hannah Arendt consiste en hacernos conscientes de que el vocabulario que usamos para articular nuestras experiencias en el dominio de la política desempeña un papel fundamental en la definición de nuestras expectativas como ciudadanos. El vocabulario de la política ha incorporado términos que, en su origen, pertenecieron al dominio de la religión, la tradición premoderna o, incluso, la ciencia. Precisamente, uno de los conceptos fundamentales en la historia de las ideas políticas es el de revolución. Hoy la revolución evoca de manera tímida el furor que algún día sintieron los líderes que tomaron la Bastilla hacia finales del siglo XVIII, lo que derrocaron al zar ruso hacia principios del XX o quienes organizaron el movimiento Solidaridad polaco durante la década de 1980.
Durante la época que Arendt vivió en Estados Unidos (entre 1940 y 1970), la ideología revolucionaria hacía sospechoso de traición y antipatriotismo a cualquiera que enarbolara el ideal del cambio radical con la mediación de la fuerza de las armas o –en la vertiente romántica– la coerción de las ideas. Aunque está bien documentada la curiosidad con que la propia Arendt siguió los movimientos estudiantiles de liberación durante la década de 1960, a ella el interés por el fenómeno revolucionario se lo despierta, más bien, su evaluación particular de la forma en que las ideologías de izquierda y derecha pervirtieron los ideales de la Revolución Francesa y, en consecuencia, dificultaron el establecimiento de comunidades donde la autonomía política fuera una realidad. La promesa de la grandeza alemana implícita en la ascensión de Hitler al poder, así como la necesidad de depurar a las fuerzas de la revolución rusa de sus enemigos de clase, engendraron movimientos de violencia y desmesura que ninguna forma de civilización pudo contener. Para Arendt, la liberación de la tiranía acaba engendrando más violencia y opresión si de inmediato no se constituye un cuerpo político con leyes inclusivas y democráticas. Estas leyes, además de protegerlos frente a los excesos del poder, les permitirían a los ciudadanos tomar un lugar en el espacio público para la discusión de los problemas comunes.
En el marco del pensamiento religioso milenarista o las interpretaciones no democráticas de Marx, se llegó a la certeza de que cada acto de violencia secular, cada hecho que condujera a la progresiva degradación del ser humano, no haría sino acelerar el proceso histórico que de manera ineluctable nos conduciría a la revolución y, con la mediación de este evento de violencia destructiva, a ser partícipes de la eternidad o de la libertad respecto de la necesidad material. Desde este punto de vista escatológico, la revolución deja de tener un sentido humano, secular, en tanto cada evento histórico presente, pasado o futuro no admitirían más que la interpretación de ser síntoma, profecía o constatación de un hecho futuro –la revolución– sobre el que los seres humanos no tendrían ningún control.
Si bien es cierto que la revolución es un fenómeno que nos atañe en tanto compartimos con los revolucionarios modernos la convicción de que debemos ser capaces de ejercer nuestra autonomía política en todo momento, a partir de la caída del Muro de Berlín se ha experimentado una desconfianza hacia la revolución y la acción política concertada cuya forma exacerbada sería el fenómeno revolucionario. Es difícil imaginar una comunidad política donde puedan coexistir, sin fricciones, el conservadurismo político y la curiosidad hacia lo que Arendt llamó el legado perdido de la revolución, es decir, la lección sobre las potencialidades liberadoras de la humana capacidad de autodeterminación política. En este sentido, pensemos en lo que sucedió en Estados Unidos hacia 1950, cuando el senador Joseph McCarthy desató, en medio de una oleada anticomunista, lo que Arthur Miller retrató, de manera metafórica en su obra teatral El crisol, como una auténtica cacería de brujas. En épocas de conservadurismo –como la segunda posguerra en Estados Unidos o la de la presidencia de George W. Bush–, se vuelve incómoda cualquier rememoración de la revolución –a la manera de Arendt– como el evento que, primero, sustituye un régimen político caduco por otro más acorde con la libertad política y, después, intenta involucrar al mayor número posible de ciudadanos en la toma de las decisiones vinculantes.
Durante la época que Arendt vivió en Estados Unidos (entre 1940 y 1970), la ideología revolucionaria hacía sospechoso de traición y antipatriotismo a cualquiera que enarbolara el ideal del cambio radical con la mediación de la fuerza de las armas o –en la vertiente romántica– la coerción de las ideas. Aunque está bien documentada la curiosidad con que la propia Arendt siguió los movimientos estudiantiles de liberación durante la década de 1960, a ella el interés por el fenómeno revolucionario se lo despierta, más bien, su evaluación particular de la forma en que las ideologías de izquierda y derecha pervirtieron los ideales de la Revolución Francesa y, en consecuencia, dificultaron el establecimiento de comunidades donde la autonomía política fuera una realidad. La promesa de la grandeza alemana implícita en la ascensión de Hitler al poder, así como la necesidad de depurar a las fuerzas de la revolución rusa de sus enemigos de clase, engendraron movimientos de violencia y desmesura que ninguna forma de civilización pudo contener. Para Arendt, la liberación de la tiranía acaba engendrando más violencia y opresión si de inmediato no se constituye un cuerpo político con leyes inclusivas y democráticas. Estas leyes, además de protegerlos frente a los excesos del poder, les permitirían a los ciudadanos tomar un lugar en el espacio público para la discusión de los problemas comunes.
En el marco del pensamiento religioso milenarista o las interpretaciones no democráticas de Marx, se llegó a la certeza de que cada acto de violencia secular, cada hecho que condujera a la progresiva degradación del ser humano, no haría sino acelerar el proceso histórico que de manera ineluctable nos conduciría a la revolución y, con la mediación de este evento de violencia destructiva, a ser partícipes de la eternidad o de la libertad respecto de la necesidad material. Desde este punto de vista escatológico, la revolución deja de tener un sentido humano, secular, en tanto cada evento histórico presente, pasado o futuro no admitirían más que la interpretación de ser síntoma, profecía o constatación de un hecho futuro –la revolución– sobre el que los seres humanos no tendrían ningún control.
Si bien es cierto que la revolución es un fenómeno que nos atañe en tanto compartimos con los revolucionarios modernos la convicción de que debemos ser capaces de ejercer nuestra autonomía política en todo momento, a partir de la caída del Muro de Berlín se ha experimentado una desconfianza hacia la revolución y la acción política concertada cuya forma exacerbada sería el fenómeno revolucionario. Es difícil imaginar una comunidad política donde puedan coexistir, sin fricciones, el conservadurismo político y la curiosidad hacia lo que Arendt llamó el legado perdido de la revolución, es decir, la lección sobre las potencialidades liberadoras de la humana capacidad de autodeterminación política. En este sentido, pensemos en lo que sucedió en Estados Unidos hacia 1950, cuando el senador Joseph McCarthy desató, en medio de una oleada anticomunista, lo que Arthur Miller retrató, de manera metafórica en su obra teatral El crisol, como una auténtica cacería de brujas. En épocas de conservadurismo –como la segunda posguerra en Estados Unidos o la de la presidencia de George W. Bush–, se vuelve incómoda cualquier rememoración de la revolución –a la manera de Arendt– como el evento que, primero, sustituye un régimen político caduco por otro más acorde con la libertad política y, después, intenta involucrar al mayor número posible de ciudadanos en la toma de las decisiones vinculantes.
3 comments:
algún día debieras platicar con una doctora que yo conozco que siempre se remite a ella... es más seguro la conoces...
y gracias,gracias por el poema... no sabes cuanto me han alivianado...
algún día deberiamos de platicar... hay cosas que no escribo y pesan mucho, demasiado.. pero hay quien tiene acceso a mi blog que me conoce como para escribirlas...
pasame tu msn o algo asi...
saludos...
Quien es esa doctora? Tal vez la haya escuchado, porque no son muchos los estudiosos de Arendt en México, sobre todo porque desde ciertas trincheras académicas se la considera una pensadora muy excéntrica y poco sistemática. Siempre lo primero que sacan es que fue la amante de Heidegger, para que veas que la academia puede ser muy machista...
El correo es: fumador1717@hotmail.com ó fumador1717@gmail.com
La Dra. Martínez de la Escalera de Filos, que si bien no es su teórica de cabecera si la menciona bastante en sus clases... y pues bueno, dificilmente podría ella ser machista, trabaja el "sujeto" y las "prácticas culturales" entre otras cosas desde una perspectiva de género... de hecho la conozco porque coordina un seminario de investigación en el programa en el que yo trabajo...
te agrego y en la semana platicamos...
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