
Creo que la principal virtud de la película
Crash, dirigida en el año 2005 por el estadounidense Paul Haggis, es la de plantear directa y crudamente lo que significa vivir en aquello que Max Weber denominó una
sociedad desencantada, es decir, un nicho social en el que la pluralidad de creencias, valores y trasfondos étnicos de sus habitantes vuelven difícil y áspera la convivencia, a menos que se cuente con un marco de derechos que permita el reconocimiento mutuo y el desaliento de las prácticas discriminatorios. Vivimos en un mundo desencantado porque las visiones de tipo religioso o étnico, que daban unidad a las sociedades en el pasado, han desaparecido o, quizá, nunca existieron, y es ahora que empezamos a darnos cuenta. El filósofo alemán Jürgen Habermas ha dicho que la estructura del Estado moderno es como la doble cara del dios Jano de la Antigüedad: con un rostro amigable que mira hacia el interior de la sociedad y con otro rostro feroz que amenaza a los extranjeros que desean romper la unidad étnica de la nación. Y mientras el mundo cambió y se volvió plural, el dios Jano no ha bajado la guardia para definir la identidad de los amigos y los enemigos, de los que son como nosotros y de quienes son diferentes y, por tanto, representarían una amenaza para la estabilidad de nuestra sociedad.
Nos guste o no, vivimos en un mundo plural, donde las ideas tradicionales sobre la ciudadanía, la familia o la religión son desafiadas por las creencias de otras personas con las que nos vemos forzados a vivir, ya sea como resultado de los intercambios comerciales o de las migraciones forzadas. Así que mejor tendríamos que acostumbrarnos a que no existe, ni se puede fabricar, la visión religiosa o étnica que podría, por decirlo de algún modo, reencantar la estructura política de nuestro mundo. Y esta visión desencantada de la convivencia política, ni romántica ni nacionalista, es la que Paul Haggis tiene como punto de partida en Crash. Para Haggis, las personas con diferentes trasfondos étnicos no se encuentran de manera tersa en un espacio público democrático, sino, más bien, hacen colisión cuando se escudan en los prejuicios y la discriminación para reaccionar frente a la presencia del otro que es radicalmente distinto de uno mismo. Como nos hemos forjado una idea errónea acerca del valor inherente a la vida del varón blanco, protestante, heterosexual y propietario, despreciamos sin darnos cuenta a quienes se apartan de este modelo de éxito social. Discriminamos a las mujeres, a los grupos raciales, a los grupos religiosos minoritarios, a las personas con una preferencia sexual distinta de la heterosexual y a quienes carecen de ingresos que les permitan acceder a una calidad de vida estimable. Incluso, las instituciones que en la mayoría de las sociedades occidentales están diseñadas para atender las necesidades sociales de la población, funcionan con la visión de que existe un solo modelo de familia, el que integran un hombre y una mujer heterosexuales, que debe ser protegido y sus necesidades generalizadas para toda la sociedad.
Una aspiración fundamental de las sociedades democráticas es escenificar un diálogo libre de coerciones y violencia entre las personas con distintos trasfondos étnicos y culturales; pero, desde el punto de vista de Haggis, en nuestro mundo las condiciones para que se produzca ese debate no están dadas ni nos esforzamos por crearlas. Lo que ocurre cuando las culturas se encuentran no son intercambios tersos, sino colisiones, como las que ocurrirían entre dos vehículos manejados en una carretera sin señalamientos, por ciegos. Porque, nos guste o no, somos ciegos a las diferencias; elegimos permanecer indiferentes a la realidad discriminatoria de nuestro mundo antes que iniciar un debate público que nos permitiera superar esta situación.
El mismo Habermas se refería al aprendizaje moral que podemos lograr a partir del reconocimiento de que la discriminación y el racismo han provocado conflictos trágicos en el pasado, como a un aprendizaje a partir de las catástrofes. Desde el punto de vista de Habermas, y como también lo ha sugerido Amartya Sen, las peores catástrofes que ha enfrentado la humanidad no son producto de la acción de la naturaleza ni de la incapacidad de los seres humanos para enfrentarla; al contrario, en el vocabulario de la política acostumbramos a denominar como catastrófico a un hecho como el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y a omitir que éste fue producto de la libertad humana para violentar la seguridad de ciertos individuos lastrados con el prejuicio y la discriminación. A diferencia de un temblor o la erupción de un volcán, es absoluta responsabilidad de los seres humanos impedir que las consecuencias del racismo y la discriminación tengan la misma magnitud trágica que en la Alemania nazi, en Armenia, en Yugoslavia o en Ruanda, por mencionar sólo algunos casos dolorosos del pasado reciente.
Observar el mundo a través del prejuicio y la discriminación redunda en una visión en blanco y negro de la realidad política, desconociendo que difícilmente la existencia de las comunidades y los individuos se ajusta a dicha visión parcial. El mundo es muy diferente de lo que suponemos que es. La realidad es más compleja de lo que desearíamos. De cierta forma, nuestros prejuicios sobre la otredad nos sirven para reducir la complejidad del mundo y evitar la ansiedad que resulta de vivir en un mundo desencantado. Los personajes que pueblan Crash hacen eso todo el tiempo: lidian con la complejidad del mundo en el que viven reduciendo a las personas a algunos de los rasgos negativos que con el tiempo hemos asociado a ciertos grupos humanos: “los afganos usan su tiempo libre para planear atentados terroristas”; “las mujeres de origen mexicano no saben conducir bien, y por ello siempre tienen la culpa en los accidentes viales”; “los negros nunca dejan propina, por eso nadie se molesta en atenderlos”; “sólo un tonto contrataría a un perezoso trabajador de origen latino para hacer reparaciones en la casa”.
El siglo XX conoció conflictos, como los de Yugoslavia, Ruanda y Darfur, que fueron el producto del odio racial y las prácticas discriminatorias fundadas en los estereotipos y los prejuicios. Hoy sabemos que la identidad nacional, si se refiere a la pertenencia étnica antes que a un marco legal común que permita el disfrute universal de los derechos fundamentales, se vuelve motivo de conflicto. La historia del silgo XX nos muestra que los conflictos bélicos más sangrientos son producto del enfrentamiento entre visiones religiosas o étnicas del mundo, es decir, son el resultado de una molestia y una incomodidad con el hecho de que vivimos en un mundo plural. Algunos teóricos de la identidad política, como Seyla Benhabib, sugieren que la nación es una ficción que en el pasado tuvo la función de dar unidad a los territorios políticos que de otra manera se verían fácilmente violentados por los enemigos de otras nacionalidades. Pero el día de hoy, una idea cerrada y parcial de ciudadanía sería inadecuada para reflejar la realidad de un mundo plural. Y si la nación es una creación ficticia, entonces tendría que poder ser ampliada hasta incluir a todos los seres humanos, independientemente de sus creencias, valores o trasfondos étnicos, siempre y cuando se mantuvieran dentro de los límites de la legalidad.
Pero quizá la única falla de la película de Haggis suscribir la tesis de la colisión entre las culturas y, al mismo tiempo, pretender que esta incomunicación se solucionará con un poco de buena voluntad por parte de los implicados. Haggis presenta conflictos de una contundencia terrible: el policía blanco que es misógino y racista, el director de un programa de televisión que es obligado a hacer que sus actores negros se comporten como negros, el tendero de origen asiático que acaba hiriendo a la hija de un latino y que se salva milagrosamente, el matrimonio blanco que es políticamente correcto pero, al mismo tiempo, racista hasta la médula de los huesos. Todos estos conflictos son trágicos, pero también reales. Y, al final de la película de Haggis, un último plano-secuencia nos relata cómo todos estos conflictos se solucionarían con la mediación de la buena voluntad de los agentes discriminadores y, más extrañamente, con la buena voluntad de los grupos vulnerados para olvidar toda una historia de prejuicios y estereotipos negativos sobre ellos. La película de Haggis, de alguna manera, se hace eco de la propuesta teórica de Samuel Huntington al señalar que las civilizaciones, incluso las que tienen que convivir en un mismo territorio políticamente delimitado, no se comunican, sino que chocan, hacen colisión antes de que pueda producirse cualquier tipo de comunicación o vínculo solidario. En este sentido, Crash es una película tan valiente como inoportuna en un momento político que considera a la discriminación por motivos raciales como un asunto del pasado y superado. Pero, además, esta visión de la imposibilidad de la comunicación entre las culturas es políticamente peligrosa en cuanto desconoce el papel del derecho como elemento integrador de las sociedad plurales. Efectivamente, las culturas chocan y las personas se discriminan mutuamente, pero existe un marco de derecho que permite castigar a quienes ejerzan prácticas discriminatorias y, así, desalienta su recurrencia en el futuro.
Tal vez, la inconsistencia de Crash se derive del tipo de narrativa que Paul Haggis emplea para relatar: su debilidad principal radica en ese final que resuelve todos los problemas raciales de los personajes a partir de una simpatía y solidaridad que el inicio de la película no permitía suponer. Narrar el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, como hicieron Steven Spielberg en La lista de Schindler o Roberto Benigni en La vida es bella, implica un tipo de responsabilidad política distinta que contar una historia de amor o una comedia de equivocaciones. Si se quiere narrar las aristas desconocidas de un genocidio, como hicieron Atom Egoyan en Ararat o Terry George con Hotel Ruanda, se debe ser consciente de que esta narración será sometida a un escrutinio público por parte de los afectados y de la opinión pública mundial. El daño generado por eventos como estos, originados en las prácticas racistas y en la discriminación, es permanente para las personas que las vivieron y debe servir de guía para la reconfiguración de nuestros sistemas jurídicos y la manera en que sancionan el racismo y la discriminación. En cualquier caso, se trata de narrativas que no pueden concluir simplemente con una nota de optimismo o de pesimismo en relación con la naturaleza del progreso moral en la humanidad. Estas narrativas deben preservar el espacio de vacío que la discriminación y el racismo han abierto de manera permanente en nuestros sistemas teóricos de comprensión política y moral. Para decirlo claramente, es preferible el modelo narrativo abierto y con un final ambiguo que Claude Lanzmann empleó en su película Shoa para narrar el Holocausto, que la conclusión feliz que Spielberg elige para La lista de Schindler. En un caso, Lanzmann sabe que la experiencia totalitaria no puede narrarse como un evento concluido e imposible de suceder en el futuro; mientras, por su parte, Spielberg siente la necesidad de concluir su película con una nota de optimismo: con la sentencia del Talmud según la cual “quien salva a un judío salva al mundo entero”. Toda la ambigüedad y todo el rigor crítico para enfocar el estado de la discriminación en nuestros días que Paul Haggis viene acumulando desde el inicio de Crash, encuentra una pobre resolución en ese plano final en el que la cámara se aleja plácidamente de una calle de Los Ángeles mientras suena de fondo la canción “Maybe Tomorrow” de los Stereophonics: “Miro a mi alrededor y veo un mundo hermoso/ Tratése de las cumbres de las profundidades o del interior del exterior/ Pero aún así respiro/ Todos respiramos”.