[Para el señor Jotch, por si está a punto de olvidar el camino de regreso hacia el punto donde inició el viaje, y pueda emprenderlo de nuevo tarareando una canción de Andrew Bird]
#45.2 - Andrew Bird - Weather Systems
Cargado por lablogotheque
Pongámonos por un momento en los zapatos del saqueador y asesino: frente a un continente nuevo, América, preñado de riquezas, Hernán Cortés seguramente sintió que sus manos eran demasiadas pequeñas para tomar por sí mismo todo el oro y la sangre que se encontró en su camino. Con la codicia reflejada en sus ojos, pero también con el temor y la certeza de que era su deber entregar el nuevo territorio a la corona española como guías de sus acciones, Cortés decidió que su única opción era mancharse las manos de sangre. Pero también pongámonos por un momento en los zapatos de quien súbitamente se encuentra frente a un umbral que separará lo que ha sido su vida hasta ese momento de lo que ésta será en el futuro: quien ha de cometer un crimen de proporciones terribles, asegura Borges en su cuento “Emma Zunz”, también debe imaginar que éste ya ocurrió y que ya se vive con las consecuencias de ese acto sobre la espalda. Así describe Borges el estado de ánimo de Emma Zunz poco antes de asesinar al asesino de su padre: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que lo forman”.
Sólo así, con la conciencia del futuro integrando el propio presente, uno puede dirigir sus pasos hacia ese momento terrible que, de otra forma, se iría posponiendo de manera indefinida; sólo con la certeza de que el acto genocida no podía retardarse, Cortés pudo convertir en virtud a su cobardía; sólo imaginando que el crimen que iba a hacer justicia a la memoria de su padre ya era parte del pasado, Emma Zunz pudo planear los hechos mecánicamente, con una profunda conciencia de lo que iba a realizar, pero como si esos mismos pensamientos no fueran suyos y le pertenecieran a otra persona, a alguien con menos debilidad en el corazón para tomar decisiones drásticas y que tendrán consecuencias contundentes para otras personas. Aunque de ninguna manera la irresponsabilidad política de Cortés es comparable a la furia y el sentido de agravio de Emma Zunz, ambos personajes tuvieron que quemar las naves que les hubieran facilitado la huida de ese momento terrible en que sus fuerzas y su coraje iban a ser puestos a prueba. Quemar las naves, para no poder huir, para no tener forma de regresar a la seguridad de lo conocido, a vivir en el presente como si éste fuera una prolongación indefinida del pasado…
Quemar las naves es el hermoso título que Francisco Franco dio a la historia con la que, después de varios intentos fallidos, por fin debutó como director de cine. Como la mayoría de las primeras películas –y más en el contexto de una incipiente industria mexicana que no asegura a nadie la continuidad de su obra– se trata de una película excesiva, imperfecta, orgánica, pero que hunde sus raíces en la necesidad de contar una historia que, aunque de ficción y con personajes creados, es demasiado personal como para olvidarla en el cajón de los proyectos imposibles. La película de Francisco Franco –tocayo del Generalísimo– revela una escritura sensible, echada a andar para plantear más preguntas que las certezas que su creador puede ofrecer. Y es que Franco se coloca en la difícil posición de tratar de detener el instante que nos hace comprender que estamos dejando atrás la adolescencia –no importa que ocurra a los 15 o a los 30 años– para disecarlo y tratar de comprender cuáles son las medidas de nuestras fuerzas para responder al cambio: aquél momento en que se siente por primera vez en la vida la necesidad de cortar con el pasado, de simplemente quemar las naves para internarse en un territorio del que no se conoce la geografía pero que también ejerce una atracción –erótica, las más de las veces– imposible de resistir.
Quemar las naves narra la historia de dos chicos de no más de veinte años –y es imposible ver la película de Franco y no sentir nostalgia por la época en que uno se enamoró y odió con todo el corazón por primera vez–, cuya madre –cantante que conoció épocas mejores– agoniza y se convierte en el centro alrededor del cual gira el encierro en una casona que se cae a pedazos, en el lugar en el que probablemente yo elegiría para vivir si la Ciudad de México no me hubiera sorbido el seso desde que nací, es decir, Zacatecas. Porque Quemar las naves es, también, una declaración de amor a Zacatecas, la ciudad que siendo más o menos homogénea en su geografía, despierta siempre la imaginación en relación con la vida que a uno más le gustaría vivir. En Zacatecas, uno puede cerrar los ojos e imaginar que las montañas que rodean a la ciudad de repente se vuelven de agua y se vienen sobre nosotros como el mar que está tan lejos de este lugar; en Zacatecas, las hormigas pueden sobrevivir a la miel mezclada con veneno que alguien les ha puesto en el camino, porque finalmente ellas son testigo mudo del vendaval que integran nuestros pensamientos mientras bajamos y subimos por esos callejones de cantera rosa, que son siempre los mismos y siempre diferentes. Zacatecas es, pues, la ciudad de las posibilidades infinitas, sobre todo cuando durante la madrugada se apagan las luces de la catedral y, con la cabeza apoyada en la almohada, nos quedamos sólo con el fuego que alguien ha encendido en nuestra conciencia, para alumbrar la imagen que tenemos de nosotros mismos y que es muy diferente de cómo se contempla a la luz del día. En Quemar las naves, sucede la tragedia que acompaña a los deseos largamente acariciados pero cumplidos de manera inesperada: no saber qué hacer con la libertad que siempre ha sido posesión de uno, pero que no se había reconocido como propia. En esos momentos –como todos sabemos por experiencia personal– la acción antecede al juicio, los pies se mueven antes de que el cerebro les dé la orden, la rabia se hace con el control del barco y no nos importan los golpes que recibamos si sentimos que estamos moviéndonos de camino al futuro. Como puede verse, no es poca cosa lo que Francisco Franco se ha propuesto retratar en su primera película.
Me quedo con la idea que planea desde el principio de la película de Francisco Franco, y que se instala con toda su fuerza hacia el final de la película: la primera vez que uno experimenta en la vida la tentación de quemar las naves, tal vez no sea el momento adecuado para hacerlo. Quizá, la primera vez sea sólo una indicación de la medida de las propias fuerzas, de cómo uno tiene que tomar decisiones radicales, pero también hacerse responsable de sus consecuencias. Uno debe vivir siempre ligero de equipaje, con lo indispensable en el bolsillo –para mí, sería un puñado de canciones y las llaves de la casa de mis papás, porque a ese lugar siempre puedo regresar a lamerme las heridas, aunque de hecho ya no viva allí– y con la prudencia que sólo dan los falsos arranques en la carrera hacia el futuro y los golpes recibidos a destiempo, para poder reconocer el momento preciso –ahora, no ayer ni mañana– en el que uno debe quemar sus propias naves y reconocer que la única posesión es el suelo sobre el que se está parado.
#45.2 - Andrew Bird - Weather Systems
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Pongámonos por un momento en los zapatos del saqueador y asesino: frente a un continente nuevo, América, preñado de riquezas, Hernán Cortés seguramente sintió que sus manos eran demasiadas pequeñas para tomar por sí mismo todo el oro y la sangre que se encontró en su camino. Con la codicia reflejada en sus ojos, pero también con el temor y la certeza de que era su deber entregar el nuevo territorio a la corona española como guías de sus acciones, Cortés decidió que su única opción era mancharse las manos de sangre. Pero también pongámonos por un momento en los zapatos de quien súbitamente se encuentra frente a un umbral que separará lo que ha sido su vida hasta ese momento de lo que ésta será en el futuro: quien ha de cometer un crimen de proporciones terribles, asegura Borges en su cuento “Emma Zunz”, también debe imaginar que éste ya ocurrió y que ya se vive con las consecuencias de ese acto sobre la espalda. Así describe Borges el estado de ánimo de Emma Zunz poco antes de asesinar al asesino de su padre: “Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que lo forman”.
Sólo así, con la conciencia del futuro integrando el propio presente, uno puede dirigir sus pasos hacia ese momento terrible que, de otra forma, se iría posponiendo de manera indefinida; sólo con la certeza de que el acto genocida no podía retardarse, Cortés pudo convertir en virtud a su cobardía; sólo imaginando que el crimen que iba a hacer justicia a la memoria de su padre ya era parte del pasado, Emma Zunz pudo planear los hechos mecánicamente, con una profunda conciencia de lo que iba a realizar, pero como si esos mismos pensamientos no fueran suyos y le pertenecieran a otra persona, a alguien con menos debilidad en el corazón para tomar decisiones drásticas y que tendrán consecuencias contundentes para otras personas. Aunque de ninguna manera la irresponsabilidad política de Cortés es comparable a la furia y el sentido de agravio de Emma Zunz, ambos personajes tuvieron que quemar las naves que les hubieran facilitado la huida de ese momento terrible en que sus fuerzas y su coraje iban a ser puestos a prueba. Quemar las naves, para no poder huir, para no tener forma de regresar a la seguridad de lo conocido, a vivir en el presente como si éste fuera una prolongación indefinida del pasado…
Quemar las naves es el hermoso título que Francisco Franco dio a la historia con la que, después de varios intentos fallidos, por fin debutó como director de cine. Como la mayoría de las primeras películas –y más en el contexto de una incipiente industria mexicana que no asegura a nadie la continuidad de su obra– se trata de una película excesiva, imperfecta, orgánica, pero que hunde sus raíces en la necesidad de contar una historia que, aunque de ficción y con personajes creados, es demasiado personal como para olvidarla en el cajón de los proyectos imposibles. La película de Francisco Franco –tocayo del Generalísimo– revela una escritura sensible, echada a andar para plantear más preguntas que las certezas que su creador puede ofrecer. Y es que Franco se coloca en la difícil posición de tratar de detener el instante que nos hace comprender que estamos dejando atrás la adolescencia –no importa que ocurra a los 15 o a los 30 años– para disecarlo y tratar de comprender cuáles son las medidas de nuestras fuerzas para responder al cambio: aquél momento en que se siente por primera vez en la vida la necesidad de cortar con el pasado, de simplemente quemar las naves para internarse en un territorio del que no se conoce la geografía pero que también ejerce una atracción –erótica, las más de las veces– imposible de resistir.
Quemar las naves narra la historia de dos chicos de no más de veinte años –y es imposible ver la película de Franco y no sentir nostalgia por la época en que uno se enamoró y odió con todo el corazón por primera vez–, cuya madre –cantante que conoció épocas mejores– agoniza y se convierte en el centro alrededor del cual gira el encierro en una casona que se cae a pedazos, en el lugar en el que probablemente yo elegiría para vivir si la Ciudad de México no me hubiera sorbido el seso desde que nací, es decir, Zacatecas. Porque Quemar las naves es, también, una declaración de amor a Zacatecas, la ciudad que siendo más o menos homogénea en su geografía, despierta siempre la imaginación en relación con la vida que a uno más le gustaría vivir. En Zacatecas, uno puede cerrar los ojos e imaginar que las montañas que rodean a la ciudad de repente se vuelven de agua y se vienen sobre nosotros como el mar que está tan lejos de este lugar; en Zacatecas, las hormigas pueden sobrevivir a la miel mezclada con veneno que alguien les ha puesto en el camino, porque finalmente ellas son testigo mudo del vendaval que integran nuestros pensamientos mientras bajamos y subimos por esos callejones de cantera rosa, que son siempre los mismos y siempre diferentes. Zacatecas es, pues, la ciudad de las posibilidades infinitas, sobre todo cuando durante la madrugada se apagan las luces de la catedral y, con la cabeza apoyada en la almohada, nos quedamos sólo con el fuego que alguien ha encendido en nuestra conciencia, para alumbrar la imagen que tenemos de nosotros mismos y que es muy diferente de cómo se contempla a la luz del día. En Quemar las naves, sucede la tragedia que acompaña a los deseos largamente acariciados pero cumplidos de manera inesperada: no saber qué hacer con la libertad que siempre ha sido posesión de uno, pero que no se había reconocido como propia. En esos momentos –como todos sabemos por experiencia personal– la acción antecede al juicio, los pies se mueven antes de que el cerebro les dé la orden, la rabia se hace con el control del barco y no nos importan los golpes que recibamos si sentimos que estamos moviéndonos de camino al futuro. Como puede verse, no es poca cosa lo que Francisco Franco se ha propuesto retratar en su primera película.
Me quedo con la idea que planea desde el principio de la película de Francisco Franco, y que se instala con toda su fuerza hacia el final de la película: la primera vez que uno experimenta en la vida la tentación de quemar las naves, tal vez no sea el momento adecuado para hacerlo. Quizá, la primera vez sea sólo una indicación de la medida de las propias fuerzas, de cómo uno tiene que tomar decisiones radicales, pero también hacerse responsable de sus consecuencias. Uno debe vivir siempre ligero de equipaje, con lo indispensable en el bolsillo –para mí, sería un puñado de canciones y las llaves de la casa de mis papás, porque a ese lugar siempre puedo regresar a lamerme las heridas, aunque de hecho ya no viva allí– y con la prudencia que sólo dan los falsos arranques en la carrera hacia el futuro y los golpes recibidos a destiempo, para poder reconocer el momento preciso –ahora, no ayer ni mañana– en el que uno debe quemar sus propias naves y reconocer que la única posesión es el suelo sobre el que se está parado.
8 comments:
DEBES de ver DEXTER...simplemente macabra y maravillosa...es adictiva y veras tu posteo hecho televisión
¿y los kilos que uno carga en la memoria? ¿existe un método comprobado de desprendimiento?
bendito sea el cine que detona crisis emotivas, el que le salva la vida a los domingos, el que no duda en acumularse en la zona más entrañable -y ordenada- de la memoria, el que se convierte en equipaje redentor para siempre: el que provoca palabras como las que usted es capaz de fabricar -¿será el cine?-.
gracias, yo por ahora lo amarro bien al barquito con el que navego.
No imagino cómo puede ponerse en clave de celuloide ese momento terrible en el que uno declara el futuro irremediable. El sentido del deber o de la fatalidad pero sí, en una última instancia de libertad... Lo que sí imagino es Zacatecas, hermoso paisaje para el futuro perfecto.
Un beso.
Veo que tienes una relación muy extraña con Zacatecas...
Hahaha eres un misterior hombre.
Reitero totalmente el hecho de decir que en nuestra vida, a lo único con el que nos adherimos el título de dueños, es de nuestro tiempo, y de nuestro lugar, que justo se pisa en el momento, allí estamos y allí pertenecemos, aunque solo es por una micra de segundo.
No sé si Andrew Bird sirva para volver a retomar al camino, a mi más que para eso, me ha servido de una manera especial, para formular métoidos fáciles para estudiar biología, y reconocer caminos extraños del Folk, mismos que de igual manera estoy retomando.
Como será tu cuarto? Haa... El mío me está quedando tan propio, que por un momento siento que es lo único que tengo en el mundo por ahora.
Estoy a punto de cumplir eso que Virginia Woolf siempre dice, al referirse de que todos los "escritores" necesitan forzosamente un cuarto para inspirarse y sacumbirse con la propia rabia de su mundo.
recordé una peli de agnes vardá que adoro. Sans toit ni loi, con una jovencísima sandrinne bonnaire.
espero que la conozcas.
un abrazo.
Me habría gustado verla antes, cuando aun podía quemar las naves, cuando podía pensar en un historia así, de huir, y perdernos, solo para encontrarnos en Argentina como los de Happy Together, cansados, aburridos, con el final de la historia en los huesos, no, no quemé nunca las naves, y aun sigue ahí, aunque me adentre, me aperre y explore, las tendré en buen estado hasta que las olvide y se hundan por desidia, me gustó la película, no se, tenía sus cosas, pero es de esas historias en las que puedo dejar de ver lo detalles para pensar como pudo haber sido quemar las naves.
Saludos
Hay dexter, como amo a su hermana hermana, es tan parecida a Vicky de los padrinos mágicos...
La historia de la ficción y la ficción de la historia. Y kilómetros de celuloide. Pasiones y apasionamiento.
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