
De acuerdo con Hannah Arendt, las facultades específicamente humanas –el pensamiento, la voluntad y el juicio– no son del todo naturales y, más bien, poseen una historia que puede deconstruirse. La más antigua de estas facultades es, por supuesto, el pensamiento, surgido según Arendt en el momento en que descubrimos que podíamos manipular la realidad en nuestra mente y componer ideas y objetos –por ejemplo, el centauro a partir de las imágenes mentales de hombre y caballo– que no tenían existencia previa. Por su parte, la conceptualización moderna del juicio habría surgido durante el Renacimiento, cuando el genio creativo del ser humano se encontró con que existía una comunidad de sujetos que se ocuparían de juzgar lo creado, de calificarlo o no como arte por derecho propio. El pensamiento produce mundos al interior de la conciencia, y el juicio trata de vincular esas ideas gestadas en solitario con las demás personas con quienes compartimos un espacio y tiempo específicos. Sin embargo, en un momento dado de la historia de las ideas, el filósofo descubrió que existía un desgarramiento al interior de la propia conciencia, resultado de desear lo que no nos pertenece, de anhelar lo que no se tiene, de languidecer mientras se adquiere certeza sobre la incapacidad de los propios brazos para arrebatar el objeto del afecto. Esta misteriosa facultad que desgarra al individuo desde el interior, tal y como lo consignó Arendt en La vida del espíritu, es la voluntad. El descubrimiento de la voluntad tendría un contexto preciso: la teología cristiana, que estableció un abismo entre los deseos divinos y los humanos, y le dejó bien claro al individuo que su salvación dependía no de que él mismo la quisiera sino, más bien, de que Dios así lo dispusiera por su voluntad inescrutable. El anhelo de lo que no se tiene, de aquello de lo que se carece, generó una incomodidad permanente en la filosofía occidental, que en lo sucesivo se esforzó por tratar de encontrar –por medio de la técnica, la ciencia o la política– una forma de acompasar los deseos y los resultados de las acciones de los individuos. Si los griegos antiguos definieron a la filosofía como el amor a la sabiduría, los modernos habríamos llegado a la conclusión de que ese amor implica posesión y que la voluntad es, sobre todo, voluntad de someter. No es casualidad que Lenni Riefensthal alguna vez declarara que el cine es la forma privilegiada de retratar la voluntad en movimiento.
Quizá ensayando una vía de acceso menos solemne al tema de la voluntad que la filosofía, por ejemplo través del cine, podamos entender por qué el deseo sigue siendo el fundamento de las revoluciones culturales y personales. El deseo se presenta de manera imprevista, y es capaz de reorganizar el espíritu de una época o la existencia de un individuo alrededor de su satisfacción. El anhelo de lo que no se posee, pero que se intuye su conveniencia, nos hace fácilmente cambiar de paradigmas, alterar rutinas, modificar la visión que tenemos de nosotros mismos. Descubrir a lo que se puede renunciar, las ideas que se pueden adoptar, para atenuar el deseo es motivo de perplejidad. Cuando la voluntad se topa con la negación del objeto del deseo, la frustración puede llevarnos a anhelar el cese del propio deseo, es decir, a abandonar la vida porque ésta se imagina incompleta sin la voluntad satisfecha. A diario la gente se enamora de las personas equivocadas, no es correspondida, y no atestiguamos la fuga masiva de individuos del mundo. Al contrario, la voluntad es una facultad tan misteriosa, que incluso la no satisfacción de sus deseos genera la esperanza de que en el futuro las cosas serán distintas. La voluntad es como la serpiente que se muerde la cola, portadora del veneno y el antídoto, pues nos convence de que el deseo siempre es incompleto por naturaleza y de que, aun así, vale la pena esforzarse por su satisfacción.
“Yo no elegí vivir, fue mi voluntad la que lo hizo”: esta es una de las líneas de diálogo más hermosas y terribles de El piano, la película que Jane Campion dirigió en 1992, para contar la historia de una mujer muda por decisión propia, que defiende a toda costa su forma inusual de comunicarse por medio de la música, y que en el camino despierta el deseo de un hombre que intenta comprar su cuerpo cuando en realidad anhela que éste se le ofrezca de manera voluntaria. El deseo, en muchas manifestaciones, atravesando a los personajes de diferentes maneras, mostrándoles siempre la vulnerabilidad a que los reduce: ésa es la materia prima de la película de Jane Campion.
Por supuesto que las grandes películas admiten muchas lecturas, pero siempre me ha intrigado la forma en que Jane Campion filmó una historia protagonizada por seres que establecen formas de comunicación inusuales, para dar expresión a un deseo que los sorprendió en el momento menos esperado. Y me gusta cómo la película transpira la idea de que el deseo siempre remite al abismo permanente de vacío existencial que nos define como seres con voluntad, que desean, y a quienes el logro de la meta no les trae la tan anhelada paz. A veces, como el personaje de Holly Hunter, uno se descubre imaginando la propia muerte, acariciándola muy de cerca, y siempre sacando la cabeza fuera del agua para tomar una nueva bocanada de aire, impulsados por la voluntad de vivir, pura y animal, que no admite mayor explicación. En ocasiones, como le sucede al esposo en la piel de Sam Neil, descubrir que el deseo no se dirige hacia nosotros, como quisiéramos, sino en una dirección completamente diferente, genera una rabia ciega, capaz de mutilar y destruir aquello que no se posee, y cuya comprensión está negada –el marido, antes que destruir a su esposa o a su amante, arremete contra el piano. O también es desconcertante descubrir, como hace el personaje de Harvey Keitel, que un trozo de piel que se muestra a través de un hoyo en la media puede ser más sugestivo que el cuerpo completamente desnudo, si la persona se ha vuelto un fetiche indisociable de la representación que hemos hecho de ella. Incluso, como a la chica que interpreta Anna Paquin, atestiguar cómo los propios deseos de venganza pueden ser satisfechos, genera una sensación de poderío que asusta a su propio portador.
Alguna vez leí una crítica negativa sobre la película, en el sentido de que los personajes de Jane Campion eran demasiado literarios y que El piano parecía la adaptación incompleta de La bella y la bestia, si ésta hubiera sido escrita por Emily Brönte. Personalmente, creo que esa es una de las mayores virtudes de la película. Efectivamente, todo parece muy literario, pero porque los personajes tienen una complejidad que permite suponer los fragmentos de sus vidas que no retrata la cámara de Stuart Dryburgh, y que los han colocado en esa situación particular de indefensión frente al deseo. Tal y como ocurre en esa secuencia de la película que empieza con un plano de la espalda y la cabeza de Holly Hunter y que, gradualmente se va acercando a su cabello anudado, para cortar inmediatamente a una toma aérea del bosque neozelandés en donde se desarrolla toda la película; como si la subjetividad de el personaje de Ada McGrath fuera tan imposible de aprehender como el intento de realizar un mapa de cualquier territorio en donde se ponen los pies por primera vez. La exploración del deseo que hace Jane Campion remite a muchos mitos y referencias culturales –el cantante de ópera alcanzado por el rayo, el hombre que coleccionaba las cabezas de sus mujeres, la represión victoriana, el aliento de las Brönte sobre toda la película–, pero ella lleva la pregunta acerca del afán de posesión de lo que se ama en una dirección que muy pocos se han atrevido a explorar: ¿y si el deseo fuera una artimaña del sentido de la sobrevivencia para obligarnos a seguir adelante, incluso en contra de la propia voluntad? A veces, uno no elige sacar la cabeza fuera del agua, sino simplemente se deja arrastrar por el deseo irrefrenable de dar una nueva bocanada de aire para imaginar, todavía sorprendidos por la fuerza de la propia voluntad, cómo sería yacer en el fondo del mar, si el peso de un enorme piano –o cualquier otro fetiche al que uno se aferrara para sobrevivir– nos arrastrara hacia el fondo sin remedio…