Sunday, September 30, 2007

La fuerza de la voluntad



De acuerdo con Hannah Arendt, las facultades específicamente humanas –el pensamiento, la voluntad y el juicio– no son del todo naturales y, más bien, poseen una historia que puede deconstruirse. La más antigua de estas facultades es, por supuesto, el pensamiento, surgido según Arendt en el momento en que descubrimos que podíamos manipular la realidad en nuestra mente y componer ideas y objetos –por ejemplo, el centauro a partir de las imágenes mentales de hombre y caballo– que no tenían existencia previa. Por su parte, la conceptualización moderna del juicio habría surgido durante el Renacimiento, cuando el genio creativo del ser humano se encontró con que existía una comunidad de sujetos que se ocuparían de juzgar lo creado, de calificarlo o no como arte por derecho propio. El pensamiento produce mundos al interior de la conciencia, y el juicio trata de vincular esas ideas gestadas en solitario con las demás personas con quienes compartimos un espacio y tiempo específicos. Sin embargo, en un momento dado de la historia de las ideas, el filósofo descubrió que existía un desgarramiento al interior de la propia conciencia, resultado de desear lo que no nos pertenece, de anhelar lo que no se tiene, de languidecer mientras se adquiere certeza sobre la incapacidad de los propios brazos para arrebatar el objeto del afecto. Esta misteriosa facultad que desgarra al individuo desde el interior, tal y como lo consignó Arendt en La vida del espíritu, es la voluntad. El descubrimiento de la voluntad tendría un contexto preciso: la teología cristiana, que estableció un abismo entre los deseos divinos y los humanos, y le dejó bien claro al individuo que su salvación dependía no de que él mismo la quisiera sino, más bien, de que Dios así lo dispusiera por su voluntad inescrutable. El anhelo de lo que no se tiene, de aquello de lo que se carece, generó una incomodidad permanente en la filosofía occidental, que en lo sucesivo se esforzó por tratar de encontrar –por medio de la técnica, la ciencia o la política– una forma de acompasar los deseos y los resultados de las acciones de los individuos. Si los griegos antiguos definieron a la filosofía como el amor a la sabiduría, los modernos habríamos llegado a la conclusión de que ese amor implica posesión y que la voluntad es, sobre todo, voluntad de someter. No es casualidad que Lenni Riefensthal alguna vez declarara que el cine es la forma privilegiada de retratar la voluntad en movimiento.

Quizá ensayando una vía de acceso menos solemne al tema de la voluntad que la filosofía, por ejemplo través del cine, podamos entender por qué el deseo sigue siendo el fundamento de las revoluciones culturales y personales. El deseo se presenta de manera imprevista, y es capaz de reorganizar el espíritu de una época o la existencia de un individuo alrededor de su satisfacción. El anhelo de lo que no se posee, pero que se intuye su conveniencia, nos hace fácilmente cambiar de paradigmas, alterar rutinas, modificar la visión que tenemos de nosotros mismos. Descubrir a lo que se puede renunciar, las ideas que se pueden adoptar, para atenuar el deseo es motivo de perplejidad. Cuando la voluntad se topa con la negación del objeto del deseo, la frustración puede llevarnos a anhelar el cese del propio deseo, es decir, a abandonar la vida porque ésta se imagina incompleta sin la voluntad satisfecha. A diario la gente se enamora de las personas equivocadas, no es correspondida, y no atestiguamos la fuga masiva de individuos del mundo. Al contrario, la voluntad es una facultad tan misteriosa, que incluso la no satisfacción de sus deseos genera la esperanza de que en el futuro las cosas serán distintas. La voluntad es como la serpiente que se muerde la cola, portadora del veneno y el antídoto, pues nos convence de que el deseo siempre es incompleto por naturaleza y de que, aun así, vale la pena esforzarse por su satisfacción.

“Yo no elegí vivir, fue mi voluntad la que lo hizo”: esta es una de las líneas de diálogo más hermosas y terribles de El piano, la película que Jane Campion dirigió en 1992, para contar la historia de una mujer muda por decisión propia, que defiende a toda costa su forma inusual de comunicarse por medio de la música, y que en el camino despierta el deseo de un hombre que intenta comprar su cuerpo cuando en realidad anhela que éste se le ofrezca de manera voluntaria. El deseo, en muchas manifestaciones, atravesando a los personajes de diferentes maneras, mostrándoles siempre la vulnerabilidad a que los reduce: ésa es la materia prima de la película de Jane Campion.

Por supuesto que las grandes películas admiten muchas lecturas, pero siempre me ha intrigado la forma en que Jane Campion filmó una historia protagonizada por seres que establecen formas de comunicación inusuales, para dar expresión a un deseo que los sorprendió en el momento menos esperado. Y me gusta cómo la película transpira la idea de que el deseo siempre remite al abismo permanente de vacío existencial que nos define como seres con voluntad, que desean, y a quienes el logro de la meta no les trae la tan anhelada paz. A veces, como el personaje de Holly Hunter, uno se descubre imaginando la propia muerte, acariciándola muy de cerca, y siempre sacando la cabeza fuera del agua para tomar una nueva bocanada de aire, impulsados por la voluntad de vivir, pura y animal, que no admite mayor explicación. En ocasiones, como le sucede al esposo en la piel de Sam Neil, descubrir que el deseo no se dirige hacia nosotros, como quisiéramos, sino en una dirección completamente diferente, genera una rabia ciega, capaz de mutilar y destruir aquello que no se posee, y cuya comprensión está negada –el marido, antes que destruir a su esposa o a su amante, arremete contra el piano. O también es desconcertante descubrir, como hace el personaje de Harvey Keitel, que un trozo de piel que se muestra a través de un hoyo en la media puede ser más sugestivo que el cuerpo completamente desnudo, si la persona se ha vuelto un fetiche indisociable de la representación que hemos hecho de ella. Incluso, como a la chica que interpreta Anna Paquin, atestiguar cómo los propios deseos de venganza pueden ser satisfechos, genera una sensación de poderío que asusta a su propio portador.

Alguna vez leí una crítica negativa sobre la película, en el sentido de que los personajes de Jane Campion eran demasiado literarios y que El piano parecía la adaptación incompleta de La bella y la bestia, si ésta hubiera sido escrita por Emily Brönte. Personalmente, creo que esa es una de las mayores virtudes de la película. Efectivamente, todo parece muy literario, pero porque los personajes tienen una complejidad que permite suponer los fragmentos de sus vidas que no retrata la cámara de Stuart Dryburgh, y que los han colocado en esa situación particular de indefensión frente al deseo. Tal y como ocurre en esa secuencia de la película que empieza con un plano de la espalda y la cabeza de Holly Hunter y que, gradualmente se va acercando a su cabello anudado, para cortar inmediatamente a una toma aérea del bosque neozelandés en donde se desarrolla toda la película; como si la subjetividad de el personaje de Ada McGrath fuera tan imposible de aprehender como el intento de realizar un mapa de cualquier territorio en donde se ponen los pies por primera vez. La exploración del deseo que hace Jane Campion remite a muchos mitos y referencias culturales –el cantante de ópera alcanzado por el rayo, el hombre que coleccionaba las cabezas de sus mujeres, la represión victoriana, el aliento de las Brönte sobre toda la película–, pero ella lleva la pregunta acerca del afán de posesión de lo que se ama en una dirección que muy pocos se han atrevido a explorar: ¿y si el deseo fuera una artimaña del sentido de la sobrevivencia para obligarnos a seguir adelante, incluso en contra de la propia voluntad? A veces, uno no elige sacar la cabeza fuera del agua, sino simplemente se deja arrastrar por el deseo irrefrenable de dar una nueva bocanada de aire para imaginar, todavía sorprendidos por la fuerza de la propia voluntad, cómo sería yacer en el fondo del mar, si el peso de un enorme piano –o cualquier otro fetiche al que uno se aferrara para sobrevivir– nos arrastrara hacia el fondo sin remedio…

Saturday, September 22, 2007

12 segundos de oscuridad



En Happy Together, la película de Wong Kar Wai, una última estrategia para deshacerse de la tristeza consiste en colocarla en una cinta –mientras los demás bailan y no se dan cuenta de que en el fondo del salón alguien llora–, para encargar a alguien que empieza a querernos que la deposite en el fin del mundo. En el fin del mundo, lo más al sur que puede llegar un ser humano por su propio pie, existe un faro, que alumbra hacia la parte de la tierra que es habitable, y advierte a los viajeros de no internarse en el océano que se ha formado a partir de todas las lágrimas que la gente va a depositar allí. Por la noche, el faro alumbra la tierra y el abismo de tristeza en que se ha convertido el océano, con intervalos que Jorge Drexler ha calculado en doce segundos. Con una voz embaucadora y seductora a la vez, Drexler canta: “Un faro para sólo de día/ Guía, mientras no deje de girar/ No es la luz lo que importa en verdad/ Son los doce segundos de oscuridad”. En cualquiera de estas doce unidades que componen la falta de luz, uno podría extraviarse fácilmente en dirección del océano de lágrimas. Pero al finalizar esos doce segundos de oscuridad, la luz alumbra la promesa de encontrar de nuevo la tierra. Yo creo que me encuentro más o menos a la mitad de esos doce segundos de oscuridad…

Wednesday, September 19, 2007

La manera en que sumes la panza



Llega un punto en el que uno se puede aburrir a sí mismo de vivir bajo la eterna modorra que provoca la depresión. No es que cambien las cosas con las que es difícil cargar a diario, ni que de repente se le vuelvan a uno de acero los nervios, y sea más fácil lidiar con aquello que siempre nos saca de quicio. Eso no pasa. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que uno aprenda a convivir con el camello y la aguja, aunque ambos no encajen ni tengan nada que ver. De ciertas personas, a veces simplemente no se pueden soportar los insultos pasados de moda, las muecas innecesarias y la manera en que sumen la panza, y todo eso –acumulado– puede acabar provocando un ataque de nausea. Por un momento, tendría que intentar encontrar un estribillo bailable para acomodar todas las cosas que no tienen sentido, tal y como hicieron los muchachos del Quiero Club con esta maravillosa rolita, “Let Da Music Play”, que es un dulce venoso, como ciertas películas de Almodóvar y como ciertos momentos que nos obsequia el deseo de juntar el mundo propio con el de otra persona…

Tuesday, September 11, 2007

Todo sobre la sobrevivencia


Pensando un poco en las cosas que me gustan, en los lugares que frecuento cuando no me siento tan bien, en las rutinas de las que apartarme me pone en riesgo de perder el centro de gravedad, siempre regresó a Almodóvar y Todo sobre mi madre. La veo siempre que la necesito, y ayer recurría a ella como si no la conociera antes. Es una película luminosa, de la que me divierte mucho su sentido de la puesta en escena, plena de simetrías, de historias que se repiten en cuerpos diferentes y de gente que finge que es lo que realmente quiere ser. Me gusta su forma de asimilar la tragedia a la comedia, y de probar que el adolorido corazón humano, como pensaba Aristóteles, también es el centro donde reside la risa. Aunque el motor de la historia es la necesidad de saldar cuentas con el pasado, el dolor y la perplejidad ante lo que significa empezar de nuevo se complementan en los personajes que ha escrito Almodóvar, entregándonoslos con una suerte de conciencia infantil y rebosante de sabiduría ganada a golpes y obtenida de la osadía de dejarse la piel en besar siempre a la persona equivocada. Así es Manuela (Cecilia Roth), la madre que pierde a su hijo y se siente obligada a comunicarlo al padre que nunca se hizo cargo. También lo es Agrado (Antonia Sanjuán) y sus ansias de hacerle la vida placentera a las personas, porque nadie lo ha hecho con ella sin pedirle algo a cambio. A su modo, Rosa (Penélope Cruz) trata de ayudar a todo el mundo y de pasar la vida con una suerte de inocencia permanente que la convierte en el cordero pascual. Siempre equivocada, y siempre imitando a Bette Davis, Huma Rojo (Marisa Paredes) no sabe dejar de actuar, aunque ya haya bajado del escenario y no haya público que la observe. Y no podía faltar la mujer (Rosa María Sardá) que padece la maternidad mientras se dedica a falsificar a Chagall, y que no sabe comunicarse con una hija que es muestra de todo aquello que no comprende y a la que quiere, sin embargo, de una manera animal e instintiva. Almodóvar pinta a las mujeres de Todo sobre mi madre de todas las gamas del rojo: el casi morado que se hace en la piel cuando alguien nos golpea; el rosado de la sangre diluida en agua; el tibio bermellón que es como una invitación a dormir la siesta acurrucado en los brazos de quien sólo sabe querer y no aprendió a juzgar; y el carmesí en las mejillas sonrosadas de quien descubre que se ha vuelto objeto del deseo, casi siempre por una razón equivocada. No es que haya razones adecuadas y otras no para enamorarse; lo que si existe es gente que irremediablemente se enamora de las personas confundidas, para complementar su propia indecisión. Porque Todo sobre mi madre es una película sobre cómo recuperar la inocencia cuando ya no se puede contener más dolor; una obra acerca de lo difícil que es ser un poquitín listo y un poquitín bobo, si se está demasiado consciente de la manera en que las pasiones se le desbordan a uno a la menor provocación. Por supuesto, es una película sobre la tolerancia, sobre la forma en que las mujeres –los hombres que se visten de ellas, las actrices que actúan de madres, Gena Rowlands, Romy Schneider y las madres de carne y hueso– siempre tienen que habituarse a encontrarle un lugar a todas las cosas que la vida y los demás les lanzan. Como ser mujer –o intentar ser lo que uno siempre ha soñado de sí mismo en búsqueda de la autenticidad– sin morir en el intento. A su modo, Manuela es como las heroínas de corazón de oro que tanto gustan a Lars Von Trier: tiene la mirada de bondad extraviada de Bess McNeil (Emily Watson en Rompiendo las olas), posee el sentido de la justicia de Grace (Nicole Kidman en Dogville) y conoce del sacrificio como Selma Jezkova (Björk en Bailando en la oscuridad). Pero también es síntesis de otras chicas Almodóvar previas al éxito mundial de este chico nacido en un lugar de La Mancha: la madre dominada por el dolor, pero necesitada de trabajo para sobrevivir, que interpreta Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; la heroína que puede cargar con todo el peso del mundo en la espalda y siempre tener una sonrisa para los demás, como Verónica Forqué en Kika; la actriz porno a la que Victoria Abril, en ¡Átame!, permite enamorarse al final de un viaje que amenazaba con terminar en tragedia. Todas estas mujeres, o al menos algunos de sus rasgos, de sus lágrimas, de sus artimañas, de sus fingimientos, están presentes en Todo sobre mi madre. Y quizá por eso la película posee una capacidad inusual para tranquilizarme, como a Vivian Leigh la tierra roja de su finca le proporcionaba sosiego en Lo que el viento se llevó.

Thursday, September 06, 2007

Un año de buena fortuna




Estamos acostumbrados a pensar que la ética –no una ciencia ni una técnica– es el arte de vivir bien, de comprender aquellas formas de comportamiento que son auténticamente humanas y que implican un fortalecimiento de la autonomía y de la responsabilidad individuales. Pero también nos hemos habituado a pensar que este arte de vivir bien se define a partir de dos tipos de conductas que la ética prescribiría: la virtud y el vicio, y que cada uno de estos términos excluye al otro. Para la ética cristiana, por ejemplo, el tribunal que decide lo que es virtud y lo que es vicio no radica en el interior de la conciencia, sino que se localiza en la mirada de Dios que elige salvar a quienes no dudan en tomar el camino –casi siempre el más penoso, el más largo– que a Él los conduce. Entonces, la virtud se convirtió en lo opuesto del pecado, en el aliento divino que encarnado es capaz de derrotar al mal sin mayor problema.

Pero las cosas no siempre fueron así. En su libro La fragilidad del bien, La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum nos propone comprender la ética griega antigua a partir de una oposición totalmente diferente a la que divide a la virtud del pecado: pensando a la virtud como la forma de dominar, al menos de manera parcial, a la fortuna. De acuerdo con esta idea, para los griegos, la civilización se construye para tratar de crear cierto orden en el que sea posible la vida humana, sabiendo que la última palabra siempre está dada por la fortuna. Nussbaum cita uno de los más hermosos fragmentos de Píndaro para apoyar esta idea: el que se refiere a la vid, que necesita del cuidado, la luz, el agua y el suelo nutricio para crecer, pero que también requiere de un poco de buena fortuna para pasar desapercibida por quien la iba a pisar cuando todavía era demasiado joven para resistir. De la misma forma, la vida humana estaría necesitada de cuidados, de protección cuando somos más jóvenes y frágiles, pero también de no estar expuesta a aquellas catástrofes que no está en nuestras manos controlar.

La virtud enseña a los seres humanos que hay ciertos comportamientos –la búsqueda de la sabiduría, la justicia, la belleza– que fortalecen la vida frente a la contingencia, pero también despierta la gratitud en quien reconoce que su supervivencia dependió, en buena medida, del azar, de haberse salvado de la muerte cuando muchos no lo hicieron. En el contexto de la ética griega antigua, la virtud no es precisamente lo opuesto de la fortuna, pero si una forma de reconocer la medida de las fuerzas humanas y de hacer al individuo consciente de aquella parte de su existencia que debe al azar. Los griegos dedicaron buena parte de su teoría ética a trazar las coordenadas que permiten al ser humano transitar desde la naturaleza hasta la civilización, precisamente, para mostrar lo fácil que es extraviarse en este camino y naufragar por causa del azar y la fortuna.

Un individuo con suerte, de este modo, es quien está vivo para poder reflexionar sobre la forma en que sus fuerzas le permitieron dominar el azar, pero también quien reconoce lo inútil que es cualquier logro humano frente a la fuerza de lo que no está en su voluntad controlar. Aunque es responsabilidad completa de quien siente el amor relacionarse de una manera justa con la otra persona, correspondió a la suerte haber puesto a dos seres tan diferentes en un mismo camino. Siempre uno puede decidir si se comportara de manera moral o inmoral frente a los demás, pero existen circunstancias particulares –el campo de concentración es el ejemplo más evidente– que vuelven nebulosa la diferencia entre un acto de crueldad y un acto de supervivencia. Frente a la conciencia de lo mucho que el azar domina nuestras vidas y lo poco que significan nuestras fuerzas comparadas con aquél, lo único que nos queda como prerrogativa es la gratitud: agradecimiento por habernos cruzado en el camino de la persona amada y por no estar en una situación que nos obligue a decidir entre conservar la propia vida o tomar la de alguien más.

La conciencia del azar, también implica el reconocimiento de que la suerte en cualquier momento puede cambiar: de mal a peor, de mal a mejor o, simplemente, terminar consumiendo al organismo que hasta el momento había escapado a la muerte. De eso, precisamente, trata “Lucky”, para mi la canción más hermosa de ese bloque de reluciente mármol negro que es O.K. Computer, de Radiohead. Thom Yorke canta sobre la necesidad que todos tenemos en un momento dado de ser salvados del naufragio, de la angustia que resulta de reconocer lo diminutos que somos si nos comparamos con aquello que no podemos controlar y que acaba definiendo el curso de nuestras vidas. Pero en medio de tanta incertidumbre, de acuerdo con Yorke, uno todavía puede darse el lujo de sentir que la suerte puede cambiar; todavía es posible imaginar que todo lo vivido, por muy duro que haya sido, sólo es el preámbulo de algo mejor, de una cierta paz que nos haga olvidar que todo está perdido si nos entregáramos por completo a la conciencia del azar. Nadie puede vivir con los ojos permanentemente abiertos a la fragilidad de la vida humana. Asumir de manera plena que es el azar y no la virtud la constante en la existencia, simplemente nos haría perder la razón.

Uno de los capítulos más hermosos de la tercera temporada de Six Feet Under, termina con “Lucky” sonando desde una ventana de la casa de los Fischer, gracias a Claire. En ese momento de la historia de los Fischer, Nate se encuentra como sobreviviente de su naufragio personal, con muchos bienes y valores –entre ellos, una hija– que logró salvar del hundimiento. Nate simplemente despertó un buen día, con una vida a cuestas que no eligió de una forma completamente consciente. Para los ojos de su familia, la suerte le permitió conseguir una esposa y olvidarse por el momento de Brenda, establecerse en el negocio funerario y abandonar el sueño de cambiar las reglas del comercio mundial en una dirección más justa. Lo que aparece como buena fortuna desde el punto de vista de los demás, es un lastre para el pobre Nate. Sin embargo, la vida lo pilló tan cansado, tan enfermo de tantos cambios y tan repentinos, que está dispuesto a aceptar que es un chico con suerte. Por supuesto, con una fortuna que no es responsabilidad suya, con las bendiciones de la una vida que no eligió y recogiendo los frutos que no fue capaz de sembrar con anticipación. Pero, aun así, la buena fortuna le ha caído del cielo a Nate y él empieza a sentir, frente a la hoguera en la que se consume la vida tal y como él lo conocía, que su suerte siempre puede cambiar. Mientras tanto, la desgarrada voz de Thom Yorke repite incesantemente “I feel my luck could change”.

Mi posición se parece un poco a la de Nate Fischer en este momento. Tengo la suerte de haber sobrevivido muchas cosas que nunca me habría imaginado tendría la fuerza de soportar. Y he logrado la conciencia de lo poco que debo a mis propias fuerzas, y de que mucho de lo que soy en este momento es causa del azar y la contingencia. Y todavía tengo un poco de optimismo para pensar que, no obstante la hoguera en la que se consume buena parte de mi pasado, todavía mi suerte puede cambiar. Hace un año exactamente comencé a escribir en este espacio, y tuve mucha suerte de haber encontrado interlocutores pacientes para seguir mis pensamientos, la mayoría de las veces desordenados y caóticos. Hace un año, el 7 de septiembre de 2006, comencé a darme cuenta de que la comunicación humana, en cualquiera de sus formas, es un bien terriblemente escaso y que se debe agradecer cuando se produce de manera fortuita. En ocasiones, el azar me impidió escribir todo lo que quería y de la forma en que deseaba hacerlo. Pero este espacio es ejemplo de cómo a uno la suerte le puede cambiar de manera súbita. “I feel my luck could change". Mi gratitud absoluta a todos los que han llegado, acompañados por la voz de Thom Yorke, al punto final de este texto que pretendía hablar de lo que para mí ha significado un año de buena fortuna...