Friday, September 08, 2006

Ripstein en ausencia de Ripstein

Habitualmente, escribir sobre cine significa compartir un punto de vista en el sentido de por qué ver, o evitar hacerlo, alguna cinta en cartelera. Esto implica, a su vez, que quien recomienda o no el acercamiento con una película comenta un poco aquello que relata, desmenuza algunos de los elementos técnicos de la misma y contextualiza la relevancia de la obra. Y aunque es temporada de verano —momento en que las carteleras se hallan dominadas por la producción estadounidense netamente comercial—, podría elegir detenerme en alguno de los oasis de talento que pueden verse actualmente: Allegro, de Christopher Boe, Fateless, de Lajos Koltai (basada en el libro de Imre Kertesz), o Gracias por fumar, de Jason Reitman. En su lugar, quiero empezar comentando algunos aspectos que me parecen relevantes en torno a la ausencia en las carteleras comerciales, y en las culturales, de la más reciente película de quien es probablemente el director nacional más respetado en el extranjero: me refiero a Arturo Risptein y su película La virgen de la lujuria. Producida en 2002 por el Instituto Mexicano de Cinematografía en conjunto con alguna instancia nacional privada y un par de empresas española y portuguesa, la película se estrenó con notable éxito de crítica en el Festival de Venecia de ese año e inmediatamente empezó su recorrido comercial por Europa. En México, la película no se ha visto más que de manera casi clandestina en una Muestra Internacional de Cine, vergonzosamente por las razones que ofreceré a continuación y que, en ausencia de la obra de Ripstein, espero motiven al lector a acercársele si es que algún día se encuentra con ella, ya sea en la pantalla grande, en el video o en el mercado informal (lo que a estas alturas, es muy probable). ¿Qué se sabe de la película? Poca cosa: que es adaptación de un cuento del escritor español exiliado en nuestro país Max Aub (La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco), que está (como las películas recientes de Ripstein) filmada en video digital de alta definición, que mantiene los planos secuencias que son característicos del cine ripsteiniano, que es una historia que enlaza la utopía amorosa con la utopía política, que cuenta con la presencia de la espléndida actriz Ariadna Gil. Muy poco. También se sabe que se ha escrito con entusiasmo de ella alrededor del mundo:

[La película empieza con] la cámara [de Ripstein] en uno de sus inconfundibles planos secuenciales, una toma de trazo vigoroso y de excepcional dificultad, de alrededor de 10 minutos de duración, que nos indica, añadida a las tomas que siguen y a la tremenda hondura del decorado, o laberinto, o escenario, o ámbito sagrado (y blasfemo) donde se celebra este insólito ritual de trágica negrura, que estamos dentro de otro de los mismos oscuros lugares poéticos donde ocurrieron La reina de la noche y La mujer del puerto, que son cine de genio, obras maestras de este inmenso cineasta de especie única. Estamos en 1939. Comienza a deslizarse por los vericuetos y laberintos de ese espacio litúrgico el trenzado del amor loco de un infeliz mexicano hacia una española rimbombante, sentimental y perdidamente enamorada a su vez de un estrafalario que la ignora. E imbricado con este juego surge otro, el de las andanzas de un grupo de exiliados políticos españoles que planean (o sueñan) asesinar al maldito Caudillo, nada menos que a Franco. El puzzle resultante es un magnífico golpe directo de cine surreal entre ojo y ojo, que fascina y que, por desgracia, también marea (Ángel Fernández Santos, El País, 8 de septiembre de 2002).

Al hablar del estado de la cartelera es difícil no dolerse de la ausencia de propuestas interesantes y no convencionales que, con un adecuado manejo por parte de los distribuidores (piénsese en los exitosos estrenos de películas tan poco ortodoxas como la inglesa Trainspotting o la argentina El hijo de la novia), podrían llegar al público que las va a ver con gusto. Resulta lamentable primero y vergonzante después el que no tengan estreno comercial las películas más recientes de, por ejemplo, directores tan interesantes como el canadiens Atom Egoyan (Where the truth lies), el portugués Manoel de Oliveira (Belle Toujours) o el español Julio Medem (La pelota vasca). Todos ellos han hecho películas que, cuando los distribuidos se han atrevido a traerlas a nuestro país, no han pasado desapercibidas por el gran público y algunas de ellas, como en el caso de Lucía y el sexo o Los amantes del círculo polar de éste último, han resultado discretos éxitos de taquilla. Hay quien afirma que las únicas películas que deberían prohibirse son las malas, independientemente de que esta sea una apreciación subjetiva. Yo creo, al contrario, que afirmar que la película debe prohibirse o verse por el juicio que alguien en particular hace sobre ella, es un atentado contra la pluralidad cultural en una sociedad democrática. Significa entendernos al público destinatario de la obra generada por un artista (o un comerciante, en el caso del cine estadounidense hecho en serie) como carente de la madurez para decidir sobre lo que queremos ver o no. Significa, también, imaginar que todos poseemos los mismos gustos y que, automáticamente, correremos a comprar entradas para la última película de Rusell Crowe y rechazaremos ver, por ejemplo, la última obra maestra del ruso Alexander Sokurov. Afortunadamente, aún hay lugar para la pluralidad y nosotros no somos lo que los comerciantes del cine piensan de nuestros gustos. Las películas deben ser promovidas para que, en igualdad de circunstancias, compitan con otros productos culturales de distinta procedencia nacional. Para que el público, como debe ser en un país que ha alcanzado la mayoría de edad, decida sobre su permanencia o no en cartelera. La protección, obviamente, debe venir del mismo público que se encuentre dispuesto a acercarse a propuestas distintas de las que comúnmente consume (como se consume por costumbre una marca de refresco de cola) o del Estado, ya sea en forma de exigencia a los capitales privados para que reserven espacios a los productos nacionales o de interés cultural o de dar una amplia difusión a los mismos. Esto último tiene sentido en el caso del cine mexicano, un sector particularmente lastimado y endeble de la producción cultural.

Pues bien, quienes no se han responsabilizado de exhibir La virgen de la lujuria, el Estado coproductor y sus productores privados, están en dos situaciones hipotéticas: o bien nos suponen lo suficientemente alienados como para perder lo invertido en la película guardándola antes que arriesgarse a estrenarla y que dure en cartelera sólo una semana; o bien piensan que nada se pierde con negarnos una opción cultural más, siendo que de todos modos no la íbamos a aceptar con entusiasmo. Esta situación se vuelve más crítica si se piensa que uno de los coproductores es una instancia estatal encargada de promover el cine mexicano de calidad (lo que quiera que eso signifique): ¿qué sucede con los impuestos invertidos en la obra? y ¿cómo es que se decidió apoyar una película que se considero valiosa en la mesa y ahora se nos prohíbe ver cuando ya está terminada? Ahora bien, el Estado cuenta con canales establecido para la exhibición del cine alternativo: está la Cineteca Nacional y los circuitos de cineclubes asociados a las Universidades públicas. Incluso se cuenta con la televisión cultural, que cada vez se parece más a la otra. De la Cineteca Nacional, me parece que su función de preservar la cultura fílmica universal está en crisis de unos años a la fecha. La así llamada Muestra Internacional de Cine, que por años había permitido ver las obras más recientes de los directores más destacados (entre ellos, el mismo Ripstein), cada vez se vuelve más una colección de preestrenos y se puebla de títulos de muy dudosa calidad. El Foro Internacional de esta misma institución cultural, que se supone debe albergar propuestas radicalmente novedosas y que a diferencia de la Muestra se piensa como menos masivo, ha llegado a incluir entre sus estrenos a películas tan convencionales como la mexicana Una buena forma de morir (¿alguien se acuerda de esta película del anodino director de Cilantro y perejil). En los años recientes se han podido ver en la cartelera de la Cineteca películas tan valiosas como Las horas y Hable con ella, y otras de calidad discutible como Amar te duele y La habitación azul. ¿Qué tienen en común los cuatro títulos mencionados? Que al tiempo que se exhibían en la Cineteca estaban en su corrida comercial en todo el país. En este escenario, ¿qué caso tiene promover cine que de todos modos está accesible al gran público, a no ser aprovechar económicamente su éxito comercial? No soy purista ni afirmo que el negocio debe estar peleado con la cultura. Al contrario, creo que la democratización de la cultura tendría que ver, en un sentido, con lograr que ésta fuera autosustentable y dependiera cada vez menos de los subsidios. ¿Cuándo fue la última vez que la Cineteca organizó por ella misma un ciclo completo de cualquier autor? Recuerdo uno dedicado a Luis Buñuel que no estuvo completo (a pesar de que buena parte de la obra de este genio aragonés se realizó en México), otro dedicado a Pier Paolo Pasolini y promovido por la embajada italiana y que, por tanto, no tenía subtítulos al español y el reciente dedicado a Cronenberg, también auspiciado por la embajada canadiense. En este panorama, parece que no hay lugar para La virgen de la lujuria no estrenada. Esperemos que una institución más sensible a la promoción de la cultura cinematográfica como lo es la Universidad Nacional Autónoma de México a través de la encomiable labor de su Filmoteca, ofrezca un espacio a la película de Ripstein o a tantas otras cintas mexicanas sin estrenar (como El cielo divido o La niña en la piedra), como lo ha hecho tan acertadamente con el cine de otras nacionalidades.

Decía que también hay cierta responsabilidad en los productores privados y en el público. Hasta donde se, si el Estado no se ha interesado en distribuir oportunamente la película, tampoco la iniciativa privada lo ha hecho. Los productores extranjeros no tendrían mayor interés en hacerlo, puesto que su inversión se recupera con la corrida en Europa y la venta al video y la televisión. ¿Qué sucede con los exhibidores mexicanos? También ellos tienen una idea muy fija (dogmática) del cine que se supone queremos ver los mexicanos. Si repasamos la obra reciente de Ripstein (desde El imperio de la fortuna hasta Así es la vida, pasando por Principio y fin, Profundo carmesí y El coronel no tiene quien le escriba), nos encontramos con la coherencia estilística de quien se interesa en subvertir los valores típicos del melodrama nacional (promovido por la televisión y el cine hasta la saciedad), cuestiona el peso de la familia en una sociedad tan tradicional como la nuestra y apuesta por la locura en un ambiente dominado por la conformidad. No son películas fáciles: muy pocos están dispuestos a acercarse a la historia de una secta que espera el fin del mundo con auténtica alegría (El evangelio de las maravillas); a la biografía imaginaria de la vida sentimental de una mítica figura de la canción ranchera de la década de 1940 y agobiada por la relación con su madre (La reina de la noche); a la de un par de asesinos que se aman tan profundamente como detestan a sus víctimas (Profundo carmesí) o a la actualización a una vecindad de la Ciudad de México del mito de la filicida Medea (Así es la vida...). Son obras que agreden porque nos enfrentan de una manera desnuda con el vacío existencial y con la manera en que los sentimientos más arraigados en el imaginario social se implican ahí. Es el retrato de un paisaje emocional devastado, tanto como los escenarios en que transcurren todas las obras de Ripstein. Es un México, en suma, que niega el medio rural de la comedia ranchera de la época de oro y que, también, cuestiona los valores de esa clase media tan retratada últimamente en la comedia urbana. Un paisaje nacional que, en definitiva, pocos tienen ánimos de ver. Sigo pensando que, como el propio Ripstein ha afirmado, es mejor salir del cine con una emoción, aunque sea la del dolor, que sin ninguna y volver a la realidad igual o un poco más alienados que como entramos. Vayamos por partes. Así es la vida... es una película que pinta una historia de traición e infidelidad desde varios puntos de vista; pero carece de la música estruendosa, la complacencia moral y la artificiosidad inútil de Amores perros. Profundo carmesí es una road movie sangrienta, violenta, que lleva hasta las últimas consecuencias la idea surrealista del amor fou y con tintes de humor negro; en ella está ausente el humor fácil y la manipulación pseudosubersiva de Y tu mamá también. El evangelio de las maravillas es un canto profano a la tolerancia religiosa y a la fe no institucionalizada; en ella no hay lugar para el escándalo oportunista ni para la pintura parcial de la fe que dio tanto éxito a El crimen del padre Amaro. Por eso es más dolorosa la ausencia de la última película de Ripstein. Cada vez hay menos lugar en la cartelera nacional para un cine mexicano que sea distinto de Amores perros, de Y tu mamá también o de El crimen del padre Amaro. Y si al público no le gusta ver más que esas historias y verse a sí mismo retratado de manera parcial, simplemente dejarán de producirse películas que no sean como Amores perros, Y tu mamá también o El crimen del padre Amaro. Si el público fue lo suficientemente maduro para desescuchar las llamadas del líder de una organización católica ultraconservadora e intolerante, el siguiente paso estaría en cuidar la pluralidad del panorama cultural, pluralidad que ha ganado y que está en riesgo de perder en otros espacios políticos. El resultado de la exhibición de La virgen de la lujuria, si es que alguna vez sucede, será un buen indicador de si ese paso está dándose o no. Lo mismo vale para la nueva película de Ripstein, recién terminada, sobre una obra de Pedro Antonio Valdés: El carnaval de Sodoma.

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