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Para Immanuel Kant, una acción moralmente valiosa se define por la pureza de sus motivaciones, aunque el resultado diverja de lo planeado. De acuerdo con Kant, lo único que puede llamarse bueno con propiedad es una buena voluntad. En la Metafísica de las costumbres, como ejemplo de la diferencia entre una conducta auténticamente moral y otra que sólo lo aparenta, él cita el caso de un mercader que rebaja los precios de los productos que vende. Aunque el público consumidor se beneficiara por igual de su política de reducción de precios, Kant piensa que el elemento que permite definir la moralidad de la acción es sondear el corazón del comerciante para saber si éste actuó para ayudar a sus compradores –considerándolos como fines en sí mismos–, o si sólo lo hizo para golpear a sus competidores y lograr mejores ganancias –pensando a sus clientes como meros fines para lograr un beneficio personal. En el primer caso, la conducta es moral, mientras que en el segundo no lo es.
La ironía implícita en esta visión moral radica en que el propio Kant pensaba que sólo Dios, si existiera, podría sondear el corazón humano para descubrir las verdaderas motivaciones de la conducta. Sólo el ojo privilegiado del Creador podría evaporar la cobertura de buenas intenciones que recubre a los peores actos de los que somos capaces. En cambio, para nosotros, simples mortales con pasiones y defectos que nublan la objetividad de la visión, sólo es posible evaluar la moralidad de los actos humanos a partir de sus consecuencias. Quizá, el libro que Dios pudiera escribir con el recuento de nuestras mejores intenciones, podría titularse De la vida de las marionetas, y cada uno de sus capítulos anidaría el huevo de la serpiente entre sus páginas.
Ante el tribunal de la conciencia, uno bien puede alegar haber tenido las mejores intenciones, pero también es cierto que siempre es responsabilidad propia hacerse cargo de lo que uno a hecho o dejado de hacer. Una persona siempre es la máscara que porta en el escenario, pero también los motivos por los que ha elegido presentarse así en público. Tanto el asesino como el santo, frente al tribunal de la conciencia, acabarán alegando que actuaron en defensa propia, que siempre quisieron lo mejor para el mundo, aunque tuvieran que arrebatar la vida de alguien más o castigar su propio cuerpo para lograrlo. Las semillas de la culpa, como fresas silvestres, anidan en nuestro corazón, esperando el estímulo adecuado para germinar.
De este modo, entre las intenciones y los resultados de nuestras acciones parece tenderse un abismo imposible de superar, incluso cuando el tiempo haya llegado a su fin y el séptimo sello se haya abierto. Entre las mejores intenciones y las consecuencias más atroces, se levanta una muralla que nos enfrenta con el horror que anida en los sentimientos más nobles que podemos gestar. Quizá nadie como el cineasta sueco Ingmar Bergman haya explorado los lugares metafóricos en que se hunden estos abismos y se levantan estas murallas que separan a nuestras intenciones de las consecuencias de la conducta. Y quizá nadie como Bergman haya explorado con tal mirada de austeridad y rabia contenida, los desiertos lunares en que podemos convertir los espacios que compartimos con las personas que más queremos; quizá en la historia del cine sea inédita esa mirada constituida a partes de iguales de rigor moral y horror metafísico frente al vacío que esconden los rituales amorosos. Las escenas de cualquier matrimonio pueden ser tan estresantes como la música que produce un cuarteto de cuerdas mal acoplado, o tan dulces como una zarabanda ejecutada con la única persona que ha sobrevivido a los ensayos.
Por eso es que el cine de Bergman era tan placentero y doloroso a la vez. Por eso celebrábamos tanto la lucidez del cineasta sueco para bucear en las profundidades de un alma huma en estado líquido –incluso en un par de niños que podrían llamarse Fanny y Alexander–, aunque al final él nos entregará en las manos sólo piezas oxidadas que se asemejan a juguetes olvidados. Por todas estas razones, yo siempre esperaba con curiosidad una nueva obra de Bergman que iba descubriendo –película, novela, pieza teatral o drama para la televisión–, al tiempo que temía el nuevo golpe que nos iba a asestar a las vísceras.
Es muy difícil decir algo que no hayan dicho los demás sobre el conjunto de una obra como la de Bergman, coherente, austera, valiente, dispuesta al riesgo a cada paso; una filmografía que fue logrando con el tiempo una solvencia técnica que nunca era superficial y que, al contrario, le permitía plasmar con una belleza plástica muy extraña los paisajes en que transcurrían sus historias, como una extensión orgánica de las atormentadas almas de sus personajes. Como decía Godard, si el travelling debe asumirse como un asunto de moral, la cámara de Bergman siempre apuntaba hacía donde más incómoda se sentía su mirada, pero con tal lucidez que agradecíamos la intromisión en la medida que nos revelaba nuestras propias miserias y alegrías, nuestros propios gritos y susurros.
Quiero pensar que, por fin, el ojo inquieto de Bergman encontró la paz que da la muerte tras una vida preñada de cuitas existenciales y carente de respuestas definitivas. Por eso, sólo puedo dar las gracias a Bergman, quien asumió la tarea imposible de sondear el corazón humano como sólo lo podría haber hecho Dios: con benevolencia, con amor hacia la criatura fallida, pero también con la conciencia plena de que el horror anida en las mejores intenciones y en sus consecuencias más atroces.
Como experiencia personal, debo señalar que una de las enseñanzas que más me han calado del maestro sueco tiene que ver con Las mejores intenciones, película que Bergman escribió para que la dirigiera su discípulo y amigo Bille August, en 1992. Las mejores intenciones cuestiona los fundamentos de la teoría del cine de autor, pues aunque es una película dirigida por August, el resultado supura un espíritu bergmaniano por cada uno de los poros de sus personajes.
Precisamente, en Las mejores intenciones Bergman contaba la relación de sus padres hasta antes de su nacimiento. Bergman hurgó entre las ramas de su árbol genealógico, consultó los recuerdos de muchos de los testigos y, finalmente, imaginó el resto de la historia que escapaba entre sus manos. El padre, Henrik Bergman, era un estudiante de teología, pobre y con una familia que guardaba una relación parasitaria con él. Por su parte, la madre, Anna Akerblom, era una chica inteligente, proveniente de una familia de posición económica envidiable, que soñaba con construir un hogar que reprodujera el suyo propio. Henrik y Ana acabaron irremediablemente enamorados, con las mejores intenciones de construir una vida juntos, pero sin percatarse de que lo que ambos imaginan como la felicidad era totalmente distinto e, incluso, incompatible. En la historia de los padres de Bergman está presente el amor, existen unos deseos descomunales de compartir el resto de la vida, pero aun así es imposible derribar el muro entre las intenciones y las acciones de dos personas que son tan opuestas. Finalmente, el amor de Henrik por Anna hará que él se olvidé de sus sueños de dedicar su vida austera y de reflexión al servicio de Dios; y la pasión que Anna siente por Henrik la obligará a olvidarse del sueño de formar una familia que excluya de su seno cualquier tipo de desasosiego o inquietud existencial. Las mejores intenciones han dado origen a consecuencias atroces para Heinrik y Anna. El amor se revela como insuficiente para acallar los remordimientos de la conciencia individual, y sin embargo, Ingmar nacerá y crecerá en lo que él considerara a la larga como el mejor de los mundos posibles. Bergman concluye la narración sobre este amor que se mantiene a pesar de todo, incluidos los propios involucrados, señalando que uno puede ser su propio padre, la parte de la madre que le corresponde, pero que siempre es una posibilidad ser uno mismo. Padres, madres e hijos interpretamos –aunque no lo queramos– una misma sonata de otoño que se va transformando con el tiempo, desgastando sus notas para después, por razones misteriosas, recobrar la belleza original.
Es difícil describir la forma en que esta idea bergmaniana me ha permitido sobrevivir a través del tiempo, en un mundo que quisiera que fuera de otra manera, pero del que también me siento profundamente enamorado tal y como realmente es. Podría ser mi padre, incluso mi madre, pero también podría ser yo mismo…